SERMÓN 277

Traductor: Pío de Luis Vizcaíno, o.s.a.

En la fiesta del mártir Vicente

1. Con los ojos de la fe hemos contemplado el combate del mártir, y lo hemos amado por hallarlo todo él invisiblemente hermoso. ¡Qué belleza de alma tendría si hasta su cadáver resultó invicto!En vida confesó al Señor; incluso después de muerto venció al enemigo. ¿Por qué pensamos, hermanos, que la providencia y la decisión del Creador todopoderoso concedió algo al mártir al otorgar tal honor a su cuerpo difunto? ¿En qué consistió? De no haber sido sepultado, ¿ignoraría Dios el lugar donde tenía que resucitarlo? Al mártir le está reservada la corona en la victoria y la vida eterna en la resurrección. Pero, gracias a su cuerpo, a la Iglesia se le concedió una memoria que le sirve de consuelo. Con frecuencia, y por cierta condescendencia, Dios otorga cosas a sus siervos sirviéndose de otros siervos suyos, concediendo algo que es de más provecho a quien lo recibe que a aquel a través de quien se le da. Un ejemplo: Dios alimentaba al santo Elías por medio de un ave; nunca faltó a Dios la misericordia y la omnipotencia para alimentarlo siempre de esta manera. Sin embargo, lo envía a una viuda para que ella le dé de comer, y no porque no hubiera otra manera de alimentar al siervo de Dios, sino para que la viuda piadosa mereciese la bendición1. Así, pues, Dios concedió a sus iglesias los cuerpos de los santos no para gloria de los mártires, sino para que se conviertan en lugares de oración. Ellos, en efecto, tienen su gloria cabal junto a su creador. Ni siquiera sienten temor alguno respecto a su cuerpo, pues nada hay que puedan temer. Más aún, si tienen condescendencia con él, le causan daño; si, por el contrario, por medio de la fe no transigen con él, incluso él sale ganando.

2. Mirad, prestad atención a esto e interrogaos acerca de vuestra fe. Si el santo Vicente hubiese negado a Cristo por temor a los tormentos, parecería haber sido condescendiente con su cuerpo. Solo que en virtud de cierta condición mortal, tendría que desprenderse de él. ¿Qué haría en el momento de la resurrección cuando fuese arrojado al fuego eterno? El que niega a Cristo es negado por Cristo. A quien me niegue —dice— delante de los hombres, yo lo negaré delante de mi Padre que está en los cielos2. Suponed que lo hubiera negado, que le hubieran dejado en paz los verdugos y que, aunque con el alma herida, el cuerpo se hubiese mantenido sano; más aún, que, muerta el alma, el cuerpo hubiese continuado en vida: ¿de qué le habría servido una breve vida corporal a quien había muerto para toda la eternidad? Habría llegado el día, recordado por el Señor, en el que todos los que estén en los sepulcros oirán su voz y saldrán fuera3, aunque con gran diferencia. Todos saldrán fuera, pero no todos a la misma cosa. Todos han de resucitar, pero no todos han de ser transformados. Pues quienes hicieron el bien —dice— resucitarán para la vida, y quienes obraron el mal, para el juicio4. Al decir: Todos los que estén en los sepulcros, se está refiriendo, sin duda, a la resurrección de los cuerpos. Cuando oyes hablar de juicio, no te halagues como si se tratase de un juicio temporal; aquí «juicio» equivale a castigo eterno. En esta acepción se dijo: Pero quien no cree, ya está juzgado5. Esta diferencia, pues, ha de separar a los justos de los injustos; a los fieles, de los infieles; a los que lo hayan confesado, de los que lo hayan negado; a los amantes de la vida perecedera, de los amantes de la vida eterna; esa diferencia los separará: Y los justos irán a la vida eterna; los impíos, en cambio, al fuego eterno6. Allí serán atormentados con su cuerpo quienes condescendieron con él. Temiendo los tormentos, se compadecieron de su cuerpo, y, compadeciéndose de él, negaron a Cristo; y, negando a Cristo, difirieron las penas eternas incluso para el cuerpo. ¿Es, acaso, lo mismo diferir que eliminar?

3. Por tanto, sabiamente los mártires no despreciaron sus cuerpos. Eso sería una filosofía descarriada y mundana, propia de quienes no creen en la resurrección de los mismos. Se tienen por grandes despreciadores del cuerpo, por el hecho de considerarlos como cárceles donde están encerradas las almas que pecaron con anterioridad en otro lugar. Pero nuestro Dios creó el cuerpo y el alma; de ambos es creador y recreador, hacedor y restaurador. En consecuencia, los mártires no despreciaron o persiguieron a la carne como a una enemiga, pues nadie jamás tuvo odio a su carne7. Cuanto más parecían despreciarla, tanto más miraban por ella. Cuando toleraban los tormentos temporales en ella, manteniéndose firmes en la fe, estaban adquiriendo la gloria eterna hasta para la carne.

4. ¿Cuál será la gloria futura de esta carne tras la resurrección? ¿Quién puede expresarla con palabras? Ninguno de nosotros todavía tiene experiencia de ella por haberla poseído. Ahora cargamos con esta carne pesada, por estar necesitada, porque es débil, mortal y corruptible. El cuerpo que se corrompe apesga el alma8. Pero no temas tal cosa cuando tenga lugar la resurrección. Conviene que esto corruptible se vista de incorrupción y que esto mortal se revista de inmortalidad9. Lo que ahora es un peso, luego será un honor; lo que ahora significa carga, entonces será alivio. No habrá peso alguno que te haga consciente de que tienes cuerpo. Ved, amadísimos: cuando este mismo cuerpo, aunque frágil y mortal está sano, cuando mantiene el equilibrio de sus partes, cuando nada pugna contra nada en él —el calor no supera al frío y lo hace desear, ni el mucho frío excluye el calor, produciendo sufrimiento—; cuando la sequedad no absorbe los líquidos, ni los líquidos invaden todo y oprimen, sino que todos los componentes del cuerpo están bien equilibrados, a lo que se llama salud. Para decirlo en pocas palabras, hay una salud corporal, que consiste en la concordia de todos los elementos de que consta el cuerpo. Esta es, pues, la salud corporal, es decir, la concordia de los miembros y humores; pero en una realidad corruptible, necesitada y flaca, en una realidad que aún puede sentir hambre y sed, cansarse de estar de pie, descansar sentándose; que, a su vez, se cansa de estar sentada, que se viene abajo con el hambre y se repone alimentándose; que, apenas remedia unos males, ya ha caído en otros, pues cualquier cosa que tomes para reponerte cuando estás cansado, supone comenzar a cansarte de nuevo, dado que, si continúas tomando lo que te sirvió de alivio, te cansarás también de ello. En este cuerpo débil, y corruptible por tanto, ¿qué es la salud, sea la que sea? En efecto, esto que se llama salud aplicado a la carne mortal y corruptible, no admite comparación alguna con la salud de los ángeles, a quienes se nos ha prometido ser iguales tras la resurrección.

5. Con todo, esta salud, sea la que sea, según dije, ¡cuánto deleita! ¡Cuán apetecible bien es para todos! ¡Qué rico es el pobre con sólo tenerla a ella y qué pobre es el rico si de ella carece! ¿De qué se jacta el que abunda en riquezas? A la fiebre no le espanta un lecho de plata ni la pompa de un rico, ni teme las flechas de un guerrero.

5. ¿Qué es, pues, esta salud, que con tanta razón despreciaron los mártires, porque esperaban otra en la misma carne? Como aún no hemos experimentado ésta, a partir de la que conocemos podemos hacer conjeturas sobre ella. ¿Qué es la salud? Si me preguntas qué es el ver, quizá te podría responder, por lo que se refiere al cuerpo, que consiste en percibir las formas y los colores. Si me preguntas por el oír, te responderé que percibir los sonidos. Si me preguntas por el oler, que percibir los olores. ¿En qué consiste el tacto? En percibir lo duro o lo blando, lo caliente o lo frío, lo áspero o lo suave, lo pesado o lo ligero. ¿Qué es la salud? No sentir nada. Pero hasta estas mismas cosas que se dan en nosotros parecen viles en comparación con otras. Tu vista es aguda: la del águila es quizá más aguda aún. Tu oído es fino: hay pequeñas bestias que lo tienen más fino todavía. Tu olfato es muy sensible, pero no supera la sagacidad de un perro. Distingues muy bien los sabores probándolos: hay animales que disciernen las hierbas aun sin probarlas y no toman lo que les es dañino, mientras que tú, aunque distingas muy bien los alimentos, puedes ser imprudente y envenenarte. La sensibilidad de tu tacto es extraordinaria: ¡cuántas aves presienten la llegada del verano y emigran, o la inminencia del invierno, y se marchan a regiones más cálidas! Lo que tú sientes cuando ha llegado, ellas lo presienten antes de que llegue. Y de esto mismo que yo he alabado en la salud, nada percibe una piedra, nada un árbol, nada un cadáver.

6. En efecto, ¿no sentía nada en su corazón el juez Daciano, cuando se ensañaba contra un cadáver insensible? ¿Qué podía hacer ya a lo que nada sentía quien pudo ser vencido por él cuando aún vivía? Con todo, hizo lo que pudo, y lo hizo enfurecido. Pero quien a toda luz nada sufría, era coronado en secreto. En efecto, disponía de la promesa de su Señor, quien, queriendo darnos seguridad frente a los que dan muerte al cuerpo, dijo: No temáis a quienes dan muerte al cuerpo y no pueden hacer más10. ¿Cómo no pueden hacer más, si aquel demente cometió tantas atrocidades sobre el cuerpo de Vicente? ¿Pero qué hizo a Vicente, si nada le hizo incluso cuando aún sentía? Así, pues, estar sano no consiste en no sentir nada, al modo como no siente una piedra, un árbol o un cadáver, sino en vivir en el cuerpo y no sentir su peso. Pero, no obstante, por sano que esté un hombre en esta vida, no deja de sentir el peso de su cuerpo sano. También el cuerpo sano que se corrompe, es decir, corruptible, apesga el alma. Apesga el alma, es decir, no obedece al alma en todos sus deseos. La obedece en muchas cosas: mueve las manos para obrar, los pies para caminar, la lengua para hablar, los ojos para ver y aplica el oído para escuchar las voces. En todas estas cosas, el cuerpo obedece. Pero, si desea cambiar de lugar, siente su carga, siente su peso. El cuerpo no se mueve con mucha facilidad para llegar a donde desea. Alguien que vive en el cuerpo desea ver cara a cara a un amigo que vive en el cuerpo; sabe que está lejos, que entre ellos hay muchas jornadas por medio. Se ha adelantado con el alma; mas, cuando llega con el cuerpo, advierte la magnitud del peso que lleva encima. El peso de la carne no pudo obedecer a la voluntad en cuanto a la rapidez deseada; no pudo ser llevado con la velocidad apetecida, con la que la lleva el alma. El cuerpo es lento y pesado.

7. El mismo cuerpo, ¿tiene algo que nos permita probar su velocidad? ¿Hemos de hablar de los pies? ¿Hay algo más lento? Ellos son los que posibilitan llegar, pero apenas siguen los deseos y llegan tras grandes esfuerzos. Pero imagínate a alguien tan veloz como ciertos animales, con cuya velocidad no se puede comparar la nuestra; piensa en alguien tan veloz como las aves: no llegaría al lugar deseado en un abrir y cerrar de ojos. Mucho tiempo pasan las aves en vuelo durante sus migraciones, v a veces, cansadas, se posan sobre la arboladura de las naves. Así, pues, incluso si nos fuese posible volar como las aves, seríamos lentos en comparación con el deseo de llegar. Mas cuando se transforme en espiritual el cuerpo del que se dijo: Se siembra un cuerpo animal y resucitará uno espiritual11, ¡qué facilidad en él, qué rapidez, qué obediente a los deseos de la voluntad! Ningún cuerpo sentirá peso alguno, necesidad o cansancio; en ninguna parte encontrará oposición ni resistencia.

8. ¿Cómo era aquel cuerpo que el Señor hizo pasar a través de puertas cerradas? Prestad atención, os suplico, por si puedo, con la ayuda del Señor, satisfacer en todo o en parte vuestra expectación mediante algunas palabras. La pasión del mártir, a quien hemos visto con admiración despreciar su cuerpo en medio de los tormentos, nos ha brindado la ocasión para hablar algo sobre el cuerpo espiritual. Dijimos, en efecto, que precisamente cuando no condescendía con el cuerpo era cuando miraba por él, no fuera que, huyendo de las penas temporales y negando a Cristo, mandase al mismo cuerpo a las penas eternas y a atrocísimos suplicios. Partiendo de aquí, he querido exhortaros, a vosotros y a mí mismo, a despreciar lo presente y a esperar lo futuro. En efecto, en esta morada gemimos agobiados12, y, sin embargo, no queremos morir y tememos vernos despojados de ese peso. En efecto, no queremos ser despojados, sino revestidos de forma que lo mortal sea absorbido por la vida13. Aprovechando la ocasión, me propuse hablaros algo acerca del cuerpo espiritual, y juzgué que debía comenzar presentándoos la salud misma de este cuerpo frágil y corruptible, para llegar, a partir de ella, a algo grandioso. Descubrimos que en la salud no se siente nada. Efectivamente, dentro de nosotros tenemos gran cantidad de cosas. ¿Quién de nosotros las conocería de no haberlas visto en los cuerpos destrozados? Nuestras vísceras, nuestras partes interiores a las que llamamos intestinos, ¿cómo las conocemos? Y entonces el bien consiste en no darnos cuenta de que las tenemos. Cuando nos pasan inadvertidas, es que estamos sanos. Dices a alguien: «Fíjate en el estómago». Él te responde: «¿Qué es el estómago?» ¡Dichosa ignorancia! No sabe dónde lo tiene, porque lo tiene siempre sano. Si no lo tuviera sano, hubiese advertido que lo tenía, y si lo hubiera advertido, no habría sido para su bien.

9. Aunque hemos elogiado la salud corporal, al considerar la rapidez de movimientos, hemos advertido que, en cierto modo, somos de plomo. ¿Cuál es la rapidez de los cuerpos celestes? ¿Quieres conocerla? Miras al sol, y te da la impresión de que casi no se mueve, y, sin embargo, se mueve. Quizá digas: «Se mueve, pero más lentamente». ¿Quieres conocer con qué rapidez se mueve? ¿Quieres percibir con la razón lo que no adviertes con la vista? Si alguien quisiere atravesar por vía recta esta tierra, de oriente a occidente, con caballos de posta, ¿cuántos días emplearía? Cualquiera que fuera la velocidad de los caballos, ¿cuántas jornadas necesitaría? En un solo día recorre el sol, que te da la impresión de estar parado, el espacio que va de un extremo del oriente al otro del occidente y en una sola noche vuelve al punto de partida. Puesto que se trata de un tema oscuro, difícil de persuadir, o tal vez incierto, no quiero decir cuánto más extensos son los espacios celestes que los terrestres. Si, pues, vemos que es tan grande la velocidad de los cuerpos celestes que, cuando los miramos, nos parece que apenas se mueven, ¿con qué rapidez podemos comparar los cuerpos de los ángeles?. También ellos se han hecho presentes, y a veces quisieron ser vistos y se prestaron a ser tocados. Abrahán lavó los pies a ángeles. No sólo lavó aquellos cuerpos, sino que hasta los tocó. Se manifestaron como quisieron, a quienes quisieron y cuando quisieron. No experimentan dificultad ni lentitud ninguna. Pero no los vemos correr, ni trasladarse de un lugar a otro, para conocer que se alejan de los ojos de los hombres: llegaron cuando quisieron. No podemos, por tanto, presentar un ejemplo irrefutable de su rapidez. Pasemos por alto lo que desconocemos, sin atrevernos a presumir temerariamente de cosas que no hemos experimentado.

10. En este mismo cuerpo que tenemos, encuentro algo cuya asombrosa rapidez me causa admiración. ¿A qué me estoy refiriendo? Al rayo de nuestra mirada, mediante el cual tocamos cuanto vemos. Lo que ves, lo tocas con el rayo de tu vista. Si quieres mirar más lejos y se interpone otro cuerpo, el rayo va a dar contra ese objeto, que no le deja pasar hasta lo que deseas ver. Dices al obstáculo que se te pone delante: «Apártate, que me estorbas». Quieres ver, por ejemplo, una columna, pero hay un hombre en medio que impide tu mirada. Tú has emitido el rayo, pero llegó sólo hasta el hombre; no se le permite llegar a la columna; choca contra algo, no se le permite pasar. Suponte que quien te lo obstaculizaba se quitó de en medio: la vista llegó hasta donde quería. Razona, pues, ahora y respóndeme, si has hallado la respuesta: esta mirada, este rayo de tu ojo, ¿llegó más rápido a lo cercano y más tarde a lo lejano? Has visto a un hombre cerca de ti: tardaste en verlo tanto cuanto tardaste en tender hacia él el rayo de tu ojo; tardaste en llegar a él con el rayo de tu ojo tanto cuanto tardas en llegar a aquella columna que deseabas ver, y que no pudiste, porque se había interpuesto aquel hombre. No llegas primero al hombre y a la columna después, aunque él está más cerca y ella más lejos. Si quisieras ir andando, llegarías antes al hombre que a la columna; mas como se trataba de ver, llegaste tan pronto al hombre como a la columna. Lo dicho sobre la columna y el hombre es cosa de poca distancia. Vuelve a lanzar tus ojos: lejos ves una pared; llévalos más lejos: llegas al sol. ¿Qué distancia hay entre ti y el sol? ¿Quién puede medirla? ¿Quién, por aguda que sea su inteligencia, puede calcular lo que dista el sol de ti? Y, con todo, apenas abres el ojo, advierte que tú estás aquí y tu rayo se encuentra allí. Tan pronto como quisiste ver, llegaste con la vista. No buscaste andamios en que apoyarte, ni escaleras con que subir, ni sogas que te levanten, ni alas con que volar. Abrir los ojos equivale a llegar.

11. ¿Qué decir, pues, de esta velocidad? ¿Cuál es su medida? ¿Qué significa? Es algo propio de nuestro cuerpo, algo que se origina en nuestra carne. Estamos en posesión de esos rayos y no nos causan admiración. Los utilizamos para ver, pero nos asustamos cuando nos detenemos a pensar en ellos. Limitándonos a la velocidad de los cuerpos, no encuentras otra que pueda compararse a esa. Con razón, el apóstol Pablo comparó con esa rapidez lo fácil que ha de ser la resurrección al decir: En el tiempo requerido por un rayo del ojo14. En el tiempo requerido por un rayo del ojo, no en un abrir y cerrar de ojos, pues esto se realiza con más lentitud que el ver. Tardas más en levantar los párpados que en emitir el rayo. Llega antes tu rayo al cielo que el párpado levantado a las cejas. Advertís cuánto es el tiempo requerido por un rayo del ojo: veis, por tanto, la facilidad que el apóstol otorga a la resurrección de los cuerpos. ¡Cuán lentamente fueron creados y formados! Rememoremos cuánto dura la concepción y, ya en el seno materno, el tiempo necesario para la formación de los miembros de los niños; ya formados los miembros, cada uno en su momento, se requiere cierto número de días, muchos meses, hasta que salga a la luz lo que se ha creado y formado dentro. Luego, ¡cuánto tiempo para crecer! ¡Cuánto tiempo para que la adolescencia suceda a la niñez, la madurez a la adolescencia, la senectud a la madurez, y la muerte a todas ellas! Todavía se requiere tiempo para algo más. Un cuerpo recién muerto parece estar íntegro, pero se resolverá en podredumbre; hasta para esta descomposición se precisa tiempo, mientras se pudre y se convierte en seco polvo. ¿Cuánto tiempo ha transcurrido desde los primeros instantes de su aparición en el seno materno hasta que todo el sepulcro se convierte en ceniza? ¿Cuántos días? ¿Cuánto tiempo? Llega el momento de la resurrección, y es reparado en lo que dura la emisión de un rayo del ojo.

12. Prestad atención, pues, hermanos, y comparad las cosas que deben compararse con los términos de la comparación. Esta carne es más rápida para caminar que lo fue para ser formada, nutrirse, crecer, llegar al aspecto de persona madura en edad y estatura; es más rápida para caminar que para sufrir todo este proceso. Ahora bien, la resurrección tendrá lugar en lo que dura la emisión de un rayo del ojo: ¡cuál será la rapidez de movimientos, si tal fue la de la resurrección! Los cuerpos fueron destrozados por los verdugos; aunque los miembros de los muertos hayan sido dispersados por todo el mundo, aunque sus cenizas estén esparcidas por toda la tierra, todo lo diseminado en tan gran seno será reparado en lo que dura la emisión de un rayo del ojo. Nos causa admiración la extraordinaria rapidez de los rayos que salen de nuestros ojos que, si no tuviéramos experiencia de ella, nos resultaría increíble. Pues bien, aún será más maravillosa la facilidad del futuro cuerpo espiritual. Resucitará en lo que tarda en emitirse un rayo del ojo; pero nuestro Señor hizo pasar su cuerpo a través de puertas cerradas (Jn 20,19), de lo que es incapaz el rayo de nuestro ojo. Estando sus discípulos en un local después de la resurrección, se les apareció de improviso a pesar de estar cerradas las puertas. Él pudo hasta entrar por donde nosotros no logramos siquiera ver. Que nadie diga: «Lo pudo ciertamente, pero era el cuerpo del Señor; ¿lo podrá, acaso, luego también el mío?». También a este respecto obtén seguridad plena del Espíritu, que hablaba por boca del apóstol. Del mismo Señor se dijo: Quien transfigurará nuestro cuerpo humilde en otro semejante al cuerpo de su gloria15.

13. La fragilidad humana, pues, no debe osar definir, osada y presuntuosamente, nada acerca de tal cuerpo, de la gran agilidad, celeridad y salud de este cuerpo. Cómo seremos, lo sabremos cuando lleguemos a serlo. Antes de que eso acontezca, no seamos temerarios, no sea que no lleguemos a serlo. La curiosidad humana investiga a veces y se dice a sí misma: «¿Crees que veremos a Dios mediante aquel cuerpo espiritual?». Se le puede responder inmediatamente: a Dios no se le ve en un lugar concreto, no se le ve por partes, ni difundido por el espacio o separado por intervalos. Aunque llene el cielo y la tierra, no por eso está mitad en el cielo y mitad en la tierra; en efecto, este aire llena cielo y tierra, pero la parte que está en el cielo no está en la tierra. También lo que llena el agua, llena sólo el espacio que ocupa; la mitad de agua ocupa la mitad del espacio y toda ella ocupa todo él. Dios no es nada parecido. Eso ha de quedarte fuera de toda duda, porque Dios no es ningún cuerpo. El extenderse por el espacio, circunscribirse a un lugar, tener medios, tercios, cuartos y la totalidad es propio de los cuerpos. Nada de eso es Dios, porque Dios está todo en todas partes; no tiene aquí una mitad y allí la otra, sino que está todo en todas partes. Llena el cielo y la tierra, pero está en su totalidad en el cielo y en su totalidad en la tierra. En el principio existía la Palabra16. Esto para que apliques lo oído al mismo Hijo, puesto que también él es un solo Dios con el Padre: igual no por la magnitud, sino por la divinidad. En el principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. Ella estaba en el principio junto a Dios. Por ella fueron hechas todas las cosas y sin ella nada se hizo17.Y luego a continuación: Y la luz brilla en las tinieblas18. Este unigénito que permanece todo entero junto al Padre, brilla todo entero en las tinieblas, está todo entero en el cielo, todo entero en la tierra, todo entero en la Virgen, todo entero en su cuerpo de niño, y no de forma sucesiva, como si pasase de un lugar a otro. También tú estás todo entero en tu casa y todo entero en la iglesia; pero, cuando estás en la iglesia, no estás en tu casa, y, cuando estás en tu casa, no estás en la iglesia. No es esta la forma como él está todo entero en el cielo, todo entero en la tierra, todo entero en la Virgen, todo entero en su cuerpo de niño —por no mencionar más cosas— como si se trasladase del cielo a la tierra, de la tierra a la Virgen, y de la Virgen al niño, sino que al mismo tiempo está todo entero simultáneamente por doquier. No se desparrama como el agua, ni cual tierra se le retira de un lado y se lleva a otro con fatiga. Cuando está todo entero en la tierra, no abandona el cielo, pero incluso cuando llena el cielo, tampoco se aleja de la tierra, pues alcanza de un extremo a otro con fortaleza y dispone todas las cosas con suavidad19.

14. Por tanto, si, al menos una vez transformado este cuerpo en cuerpo espiritual, podrán ver sus ojos una sustancia no circunscrita al espacio; si han de poderlo por alguna fuerza oculta, nunca experimentada y totalmente desconocida, nunca percibida ni valorada; si han de poderlo, puédanlo. Vemos con nuestros ojos: no sentimos envidia de ellos. En una cosa debemos poner nuestro empeño: en no localizar a Dios, ni circunscribirle en un lugar, ni creerlo difuso en el espacio, como si fuera un cuerpo voluminoso; no nos atrevamos, no lo pensemos. Permanezca la sustancia divina en su dignidad, la que le es propia. Nosotros cambiemos a mejor cuanto mejor podamos, pero sin cambiar a Dios a peor. Sobre todo, teniendo en cuenta que en la Escritura no hemos encontrado nada al respecto, o aún no lo hemos encontrado, pues ni siquiera me atrevo a suponer que nada hay en ella que pueda ser hallado. O nada hay en ella, o está oculto, o se me oculta. Si alguien pudiera encontrar algo en un sentido u otro, lo recibo gustoso, y sería ingrato si, una vez informado, no diera las gracias no ya al hombre que me lo comunicó, sino a quien enseña a través del hombre. No permita el dador de la gracia que yo sea ingrato. Yo sólo digo que los ojos que ven, ven a través del espacio, es decir, que entre el vidente y el objeto visto hay un espacio intermedio y que estos ojos no pueden ver de otra forma. En efecto, si alejas mucho de ellos un objeto, no lo verán, porque sus rayos no llegan hasta objetos tan distantes; si, por el contrario, lo pones muy cerca de ellos, si no hay un espacio entre los ojos del vidente y el objeto que se quiere ver, no podrá verlo en ninguna manera. Si tú mismo, acercando los ojos con que ves, tocas el objeto, al desaparecer el espacio, desaparece la visión. Estoy hablando de esto porque los ojos, que sólo ven lo que ven si hay intervalos y espacio en medio, ni pueden ver a Dios ahora ni podrán verlo después, puesto que él no es localizable. Por tanto, o bien podrán ver otra cosa, incluso lo que no puede ser visto localizado en un lugar, o, si les permanece la facultad de ver solamente lo localizado en un lugar, no verán a quien no está circunscrito a un lugar.

15. Pero mientras se investiga más cuidadosamente lo referente al cuerpo espiritual y se llega a algo que o bien se comprenda o bien pueda creerse rectamente, tengamos por cierto que el cuerpo ha de resucitar y que la forma futura de nuestro cuerpo es la que Cristo mostró o prometió veladamente20. Admitamos que el cuerpo futuro será espiritual, no animal como lo es ahora. Evidentemente, según está escrito, sin que podamos contradecirlo: Se siembra un cuerpo animal y resucitará un cuerpo espiritual21. Mantengamos que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, por su propia naturaleza y sustancia, son de idéntico modo y de igual manera una realidad invisible; porque creemos que es de idéntico modo y de igual manera inmortal e incorruptible. En un mismo texto, el apóstol puso juntas estas tres cosas: Al rey de los siglos, inmortal, invisible, incorruptible; al único Dios honor y gloria por los siglos de los siglos. Amén22. Solamente Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, es santo, inmortal, invisible e incorruptible; no es ahora invisible y luego visible, porque tampoco ahora es incorruptible y luego corruptible. Del mismo modo que es siempre inmortal y siempre incorruptible, así es también siempre invisible, pues si desaparece su invisibilidad, es de temer que se modifique también la inmortalidad. Pienso que ésta es la razón por la que el apóstol puso el término «invisible» en el medio, entre «inmortal» e «incorruptible». Puesto que podía dudarse al respecto, para que no pudiese derribarse, lo fortificó por ambos lados.

16. Afirmémonos en esta fe inconmovible. No es lo mismo ofender a una criatura que ofender al Creador. Ciertamente, podemos investigar y discutir sobre las propiedades de las criaturas, y, aunque nos equivoquemos en algo, podemos caminar sobre lo conseguido. Pero entonces, si tenemos algún conocimiento errado, también Dios nos lo hará saber. De ello hablamos ayer más prolijamente. Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios23. Nosotros entreguémonos por todos los medios a purificar el corazón y estemos atentos a ello sin regatear esfuerzos; en cuanto podamos, todas nuestras oraciones han de pedir eso: la purificación del corazón. Y si nuestros pensamientos se ocupan de lo exterior: Limpiad, dijo, lo interior, y así quedará limpio lo exterior24.Quizá a alguien le parezca que es tan claro el testimonio en favor de la carne como el que se refiere al corazón, puesto que está escrito: Toda carne verá la salvación de Dios25. Referido al corazón tenemos un testimonio clarísimo: Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios26. Tenemos también uno referido a la carne: Toda carne verá la salvación de Dios. Ante esto, ¿quién dudaría de que aquí se promete la visión de Dios a la carne, si no intrigase qué es la salvación de Dios? En verdad, no nos intriga, pues no tenemos la menor duda: la salvación de Dios es Cristo el Señor. Así, pues, si a nuestro Señor Jesucristo sólo se le viese en la naturaleza divina, nadie dudaría de que también la carne vería la sustancia de Dios, puesto que toda carne verá la salvación de Dios. Mas Jesucristo nuestro Señor puede ser visto, en cuanto se refiere a su divinidad, con los ojos del corazón limpios, perfectos, llenos de Dios; pero fue visto también en su cuerpo, según lo que está escrito: Después de esto fue visto en la tierra y convivió con los hombres27. ¿Cómo puedo saber por qué se dijo que toda carne verá la salvación de Dios? Nadie dude de que se dijo porque verá a Cristo.

17. Pero se duda y se pregunta sí se trata de Cristo el Señor en su cuerpo o en cuanto la Palabra existía en el principio, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios28. No me acoses con un único testimonio; te lorepito al instante: Toda carne verá la salvación de Dios29. Se admite que equivale a «toda carne verá al Cristo de Dios». Pero Cristo fue visto también en la carne, y no ciertamente en carne mortal, si es que aún puede llamarse carne tras convertirse en espiritual, pues incluso él mismo, después de la resurrección, dijo a quienes le estaban viendo y tocando: Palpad y ved, que un espíritu no tiene carne ni huesos como veis que yo tengo30. Se le verá también en esta condición; no sólo se le vio, sino que se le verá también. Y quizá entonces se cumplirá de forma más plena lo dicho: Toda carne. Ahora, en efecto, lo ve la carne, pero no toda carne; en cambio, entonces, en el momento del juicio, cuando venga con sus ángeles a juzgar a vivos y muertos, después que todos los que están en los sepulcros oigan su voz y salgan fuera, y unos resuciten para la vida y otros para el juicio, verán la misma forma que se dignó tomar por nosotros; no sólo los justos, sino también los malvados; unos desde la derecha y otros desde la izquierda, pues incluso quienes le mataron verán al que traspasaron31. Así, pues, toda carne verá la salvación de Dios. Verán su cuerpo a través del cuerpo, puesto que ha de venir a juzgar en cuerpo verdadero. Pero a los que estén a la derecha, enviados ya al reino de los cielos, se manifestará como ya era visto en su cuerpo; no obstante, también decía: Quien me ama será amado por mi Padre, y yo le amaré a él y me manifestaré a él personalmente32. Esto no lo verá el judío malvado, pues el malvado será apartado para que no vea la gloria de Dios33. El justo Simeón lo vio con el corazón, puesto que lo reconoció cuando era un niño sin habla, y también con los ojos, puesto que lo llevó en brazos. Viéndole de esta doble manera, es decir, reconociendo en él al Hijo de Dios y abrazando al engendrado por la Virgen, dijo: Ahora, Señor, puedes dejar a tu siervo ir en paz, porque mis ojos han visto tu salvación34. Ved lo que dijo, pues se hallaba retenido aquí hasta que viera con los ojos a quien veía con la fe. Tomó en sus brazos un cuerpo pequeñito; un cuerpo fue lo que abrazó; y, viendo un cuerpo, es decir, contemplando al Señor en la carne, dijo: Mis ojos han visto tu salvación. ¿Cómo sabes que no es así como toda carne verá la salvación de Dios? Para que no desconfiemos que ha de venir a juzgar en la forma que recibió por nosotros y no en la que siempre permaneció igual al Padre, escuchemos también la voz de los ángeles al respecto. Cuando era elevado al cielo ante los ojos de sus discípulos, viéndole ellos y siguiendo con la mirada a quien deseaban con el corazón, escucharon de boca de los ángeles: Varones galileos, ¿por qué estáis ahí plantados mirando al cielo? Este Jesús que ha sido apartado de vosotros, vendrá así como lo visteis ir al cielo35. Así, pues, así vendrá, de la misma manera que se retiró al cielo. Vendrá a juzgar en forma visible, porque en forma visible se retiró al cielo. En efecto, si se retiró en forma visible y volverá en forma invisible, ¿cómo puede ser cierto que vendrá así? Si vendrá así, entonces vendrá en forma visible, y toda carne verá la salvación de Dios36.

18. No he dicho esto —recordadlo, en cuanto os sea posible, hasta que lleguemos a lo que aún no conocemos; lo que sabemos no es necesario aprenderlo, pero sí enseñarlo con la ayuda de Dios—; no he dicho esto, repito, porque niegue que la carne haya de verlo, sino porque han de buscarse testimonios más claros, si es que pueden encontrarse, pues veis el valor del que ha sido presentado. Prueba más en mi favor, o en favor de la misma verdad, o en favor de quienes sostienen como casi cierto que la carne no ha de ver de ningún modo a Dios ni siquiera tras la resurrección de los muertos. Yo aquí no entro en porfías; al repetirlo sólo busco recordarlo a los inteligentes e inculcarlo a los más lentos en comprender. Aunque a muchos les haya causado hastío, no obstante lo he dicho. A Dios no se le ve en un lugar determinado, porque no es un cuerpo, porque está todo entero por doquier, ni es menor en una parte y mayor en otra. Retengamos esto con toda firmeza. Si aquella carne ha de sufrir una transformación tan grande que mediante ella pueda verse lo que no está circunscrito a un lugar, sea así. Pero ha de buscarse con qué probarlo. Y si aún no se puede probar, no por eso se ha de negar; pero al menos se mantenga la duda, siempre que no se dude de que la carne ha de resucitar; de que el cuerpo animal se ha de convertir en espiritual; que, este que es corruptible y mortal, se ha de revestir de inmortalidad e incorrupción37, de modo que adondequiera que hayamos llegado, a partir de ahí caminemos38. Si por casualidad nos equivocamos en algo al apurar demasiado la investigación, que al menos nuestra equivocación tenga por objeto la criatura, no el Creador. Que cada cual se esfuerce, en la medida de sus posibilidades, en convertir su cuerpo en espíritu, con tal de que no convierta a Dios en cuerpo.