SERMÓN 270

Traductor: Pío de Luis, OSA

La venida del Espíritu

1. Hoy celebramos la santa solemnidad del día sagrado en que vino el Espíritu Santo. La festividad, grata y alegre, nos invita a deciros algo sobre el don de Dios, sobre la gracia de Dios y la abundancia de su misericordia para con nosotros, es decir, sobre el Espíritu Santo mismo. Hablo a condiscípulos en la escuela del Señor. Tenemos un único maestro, en el que todos somos uno1, quien, para evitar que podamos vanagloriarnos de nuestro magisterio, nos amonestó con estas palabras: No dejéis que los hombres os llamen maestro, pues uno es vuestro maestro: Cristo2. Bajo la autoridad de este maestro, que tiene en el cielo su cátedra -pues hemos de instruirnos con sus escritos-, poned atención a lo poco que voy a decir, si me lo concede quien me manda hablaros. Quienes ya lo sabéisp, recordadlo; quienes lo ignoráis, aprendedlo. Con frecuencia estimula al espíritu dotado de una santa curiosidad el que la fragilidad y debilidad humana sea admitida a investigar tales misterios. De hecho, se la admite. En efecto, lo que está oculto en las Escrituras, no lo está para negar el acceso a ello, sino más bien para abrirlo a quien llame, según las palabras del mismo Señor: Pedid, y recibiréis; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá3. Los interesados en estas cosas se preguntan a menudo por qué el Espíritu Santo prometido fue enviado a los cincuenta días de su pasión y resurrección.

2. Ante todo, exhorto a vuestra caridad a que no sea perezosa en reflexionar un poquito sobre los motivos por los que dijo el Señor: Él no puede venir sin que yo me vaya4. Como si -por hablar a modo carnal-, como si Cristo, el Señor, tuviese algo guardado en el cielo y lo confiase al Espíritu Santo que venía de allí, y, por tanto, el Espíritu no pudiera venir a nosotros antes de que volviera Jesús para confiárselo; o como si nosotros no pudiéramos soportar a ambos a la vez, o fuéramos incapaces de tolerar la presencia de uno y otro; o como si uno excluyera al otro, o como si, cuando vienen a nosotros, sufrieran ellos estrecheces en vez de dilatarnos nosotros. ¿Qué significa, pues, Él no puede venir sin que yo me vaya? Os conviene -dijo- que yo me vaya; pues, si no me voy, el Paráclito no vendrá a vosotros5. Escuche vuestra caridad lo que estas palabras significan, según yo he entendido o creo haber entendido, o según he recibido por don suyo, o en cuanto digo lo que creo. Pienso que los discípulos se habían obsesionado con la forma humana de Jesús y, hombres como eran, el afecto humano los tenía encadenados al hombre. Él, en cambio, quería que su amor fuese más bien divino, para transformarlos, de esa forma, de carnales en espirituales, cosa que no se produce en el hombre si no es por don del Espíritu Santo. Les dice algo así: «Os envío un don que os transforme en espirituales, el don del Espíritu Santo. Pero no podéis llegar a ser espirituales si no dejáis de ser carnales. Mas dejaréis de ser carnales si desaparece de vuestros ojos mi forma carnal para que se incruste en vuestros corazones la forma de Dios». Esta forma humana, esta forma de siervo, por la que el Señor se anonadó a sí mismo, tomando la forma de siervo6; esta forma humana tenía cautivo el afecto del siervo Pedro cuando temía que muriese aquel a quien tanto amaba. Amaba, en efecto, a Jesucristo, el Señor, pero como un hombre a otro hombre, como hombre carnal a otro carnal, y no como hombre espiritual a la majestad. ¿Cómo lo demostramos? Habiendo preguntado el Señor a sus discípulos quién decía la gente que era él y habiéndole recordado ellos las opiniones ajenas, según las cuales unos sostenían que era Juan, otros que Elías, o Jeremías, o uno de los profetas, les pregunta: Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?7 Y Pedro, él solo en nombre de los demás, uno por todos, dijo: Tú eres Cristo, el Hijo del Dios vivo8. ¡Estupenda y verísima respuesta! Por ella mereció escuchar: Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás, porque no te lo reveló la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos9. Puesto que tú me dijiste, yo te digo; dijiste antes, escucha ahora; proclamaste tu confesión, recibe la bendición. Así, pues, también yo te digo: Tú eres Pedro; dado que yo soy la piedra, tú eres Pedro, pues no proviene piedra de Pedro, sino Pedro de piedra, como cristiano de Cristo y no Cristo de cristiano. Y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia10; no sobre Pedro, que eres tú, sino sobre la piedra que has confesado. Edificaré mi Iglesia: te edificaré a ti, que al responder así te has convertido en figura de la Iglesia. Esto y otras cosas escuchó por haber dicho: Tú eres Cristo, el Hijo del Dios vivo.Como recordáis, había oído también: No te lo ha revelado la carne ni la sangre, es decir, el razonamiento, la debilidad, la impericia humanas, sino mi Padre que está en los cielos11. A continuación comenzó el Señor Jesús a predecir su pasión y a mostrarles cuánto iba a sufrir de parte de los impíos. Ante esto, Pedro se asustó y temió que, al morir Cristo, pereciera el Hijo del Dios vivo. Ciertamente, Cristo, el Hijo del Dios vivo, el bueno del bueno, Dios de Dios, el vivo del vivo, fuente de la vida y vida verdadera, había venido a perder a la muerte, no a perecer él de muerte. Con todo, Pedro, siendo hombre y, como recordé, lleno de afecto humano hacia la carne de Cristo, dijo: Ten compasión de ti, Señor. ¡Lejos de ti el que eso se cumpla!12 Y el Señor rebate tales palabras con la respuesta justa y adecuada. Como le tributó la merecida alabanza por la anterior confesión, así da la merecida corrección a este temor. Retírate, Satanás13 -le dice-. ¿Dónde queda aquello: Dichoso eres, Simón, hijo de Juan? Distingue cuándo lo alaba y cuándo lo corrige; distingue la causa de la confesión y la del temor. La de la confesión: No te lo ha revelado la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos14; la causa del temor: Pues no gustas las cosas de Dios, sino las de los hombres15. ¿No vamos a querer, pues, que diga a los apóstoles: Os conviene que yo me vaya? Pues, si no me voy, el Paráclito no vendrá a vosotros16. Mientras no se sustraiga a vuestra mirada carnal esta forma humana, nunca seréis capaces de comprender, sentir o pensar algo divino. Sea suficiente lo dicho. De aquí la conveniencia de que su promesa respecto al Espíritu Santo se cumpliese después de la resurrección y ascensión de Jesucristo el Señor. Haciendo referencia al mismo Espíritu Santo, Jesús había exclamado y dicho: Quien tenga sed, que venga a mí y beba, y de su seno fluirán ríos de agua viva17. A continuación, hablando en propia persona, dice el mismo evangelista Juan: Esto lo decía del Espíritu que iban a recibir los que creyeran en él. Pues aún no se había otorgado el Espíritu, porque Jesús aún no había sido glorificado18. Así, pues, una vez glorificado nuestro Señor Jesucristo con su resurrección y ascensión, envió al Espíritu Santo.

3. Como nos enseñan los libros santos, el Señor pasó con sus discípulos cuarenta días después de su resurrección19, apareciéndoseles para que nadie pensara que era una ficción la verdad de la resurrección de su cuerpo, entrando a donde estaban ellos y saliendo, comiendo y bebiendo20. Mas a los cuarenta días, lo que celebramos hace exactamente diez, en su presencia ascendió a los cielos, prometiendo que volvería tal como se iba21. Lo que significa que será juez en la misma forma humana en la que fue juzgado. Quiso enviar el Espíritu en un día distinto al de su ascensión; no ya después de dos o tres días, sino después de diez. Esta cuestión nos compele a investigar y preguntarnos por algunos misterios encerrados en los números. Los cuarenta días resultan de multiplicar diez por cuatro. En este número, según me parece, se nos confía un misterio. Hablo en cuanto hombre a hombres, y justamente se nos llama expositores de las Escrituras, no afirmadores de nuestras propias opiniones. El número cuarenta, que contiene cuatro veces el diez, significa, según me parece, este tiempo en que ahora nos hallamos y vivimos, y en el que nos vemos envueltos por el pasar de los días, la inestabilidad de las cosas, la marcha de unos y la llegada de otros; por la rapacidad momentánea y por cierto fluir de las cosas sin consistencia. En este número se halla simbolizado este tiempo en atención a las cuatro estaciones que constituyen el año completo o a los mismos cuatro puntos cardinales del mundo, conocidos por todos y frecuentemente mencionados por la Sagrada Escritura: De oriente a occidente y del norte al sur22. A lo largo de este tiempo y de este mundo, divididos ambos en cuatro partes, se predica la ley de Dios, cual número diez. Por ello se nos confía, ante todo, el decálogo, pues la ley se encierra en diez preceptos, porque parece que este número contiene cierta perfección. El que cuenta llega en orden ascendente hasta él y luego vuelve a comenzar por el uno para llegar de nuevo al diez y volver al uno, tanto si se trata de centenas como de millares o de cifras superiores: a base de añadir decenas, se forma la selva infinita de los números. Así, pues, la ley perfecta, indicada en el número diez, predicada en todo el mundo, que consta de cuatro partes, es decir, diez multiplicado por cuatro, da como resultado cuarenta. Mientras vivimos en este siglo, se nos enseña a abstenernos de los deseos mundanos; esto es lo que significa el ayuno de cuarenta días, conocido por todos bajo el nombre de cuaresma. Esto te lo ordenó la ley, los profetas y el Evangelio. Lo ordena la ley: Moisés ayunó cuarenta días23; lo ordenan los profetas: Elías ayunó cuarenta días; lo ordena el Evangelio: cuarenta días ayunó Cristo el Señor24. Cumplidos otros diez días después de los cuarenta que siguieron a la resurrección, solamente diez días -no diez multiplicado por cuatro-, vino el Espíritu Santo, para que con la ayuda de la gracia pueda cumplirse la ley. En efecto, la ley sin la gracia es letra que mata. Pues, si se hubiese dado una ley -dice- que pudiese vivificar, la justicia procedería totalmente de la ley. Pero la Escritura encerró todo bajo pecado, para que la promesa se otorgase a los creyentes por la fe en Jesucristo25. Por eso, la letra mata; el Espíritu, en cambio, vivifica26. No se trata de que tengas que cumplir otros preceptos distintos de los que se te ordenan en la letra; pero la letra sola te hace culpable, mientras que la gracia libra del pecado y otorga el cumplimiento de la letra. Por la gracia se hace realidad la remisión de todos los pecados y la fe que actúa por la caridad27. No penséis, pues, que por haber dicho: La letra mata, se ha condenado a la letra. Significa solamente que la letra hace culpables. Una vez recibido el precepto, si te falta la ayuda de la gracia, inmediatamente advertirás no sólo que no cumples la ley, sino que además eres culpable de su transgresión. Pues donde no hay ley, tampoco hay transgresión28. Al decir: La letra mata; el Espíritu, en cambio, vivifica, no se dice nada en contra de la ley, cual si se la condenara a ella y se alabase al Espíritu; lo que se dice es que la letra mata, pero la letra sola, sin la gracia. Tomad un ejemplo. Con idéntica forma de hablar se ha dicho: La ciencia infla29. ¿Qué significa que la ciencia infla? ¿Se condena la ciencia? Si infla, nos sería mejor permanecer en la ignorancia. Mas como añadió: La caridad, en cambio, edifica30, del mismo modo que antes había añadido: El Espíritu, en cambio, vivifica, y debe entenderse que la letra sin el Espíritu mata y con él vivifica, así también la ciencia sin caridad infla, mientras que la caridad con ciencia edifica. Así, pues, se envió al Espíritu Santo para que pudiera cumplirse la ley y se hiciese realidad lo que había dicho el mismo Señor: No vine a derogar la ley, sino a cumplirla31. Esto lo concede a los creyentes, a los fieles y a aquellos a quienes otorga el Espíritu Santo. En la medida en que uno se hace capaz de él, en esa misma medida adquiere facilidad para cumplir la ley.

4. Estoy diciendo a vuestra caridad algo que también vosotros podéis considerar y ver fácilmente: que la caridad cumple la ley. El temor al castigo hace que el hombre la cumpla, pero todavía como si fuera un esclavo. En efecto, si haces el bien porque temes sufrir un mal o si evitas hacer el mal porque temes sufrir otro mal, si alguien te garantizase la impunidad, abrazarías al instante la iniquidad. Si se te dijera: «Estáte tranquilo; ningún mal sufrirás, haz esto», lo harías. Sólo el temor al castigo te echaría atrás, no el amor a la justicia. Aún no actuaba en ti la caridad. Considera, pues, cómo obra la caridad. Amemos al que tememos de manera que lo temamos con un amor casto. También la mujer casta teme a su esposo. Pero has de distinguir entre un temor y otro. La esposa casta teme que la abandone el marido ausente; la esposa adúltera teme que llegue el suyo y la sorprenda. La caridad, pues, cumple la ley, puesto que el amor perfecto expulsa el temor32; esto es, el temor servil, que procede del pecado, pues el casto temor del Señor permanece por los siglos de los siglos33. Si, pues, la caridad cumple la ley, ¿de dónde proviene esa caridad? Haced memoria, prestad atención, y ved que la caridad es un don del Espíritu Santo, pues el amor de Dios se ha difundido en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado34. Con toda razón envió Jesucristo el Señor al Espíritu Santo una vez cumplidos los diez días, número en que simboliza también la perfección de la ley, puesto que la gracia nos concede cumplir la ley que él no vino a derogar, sino a cumplir35.

5. El Espíritu Santo, en cambio, suele confiársenos en las Sagradas Escrituras no ya bajo el número diez, sino bajo el siete; la ley, en el número diez, y el Espíritu Santo, en el siete. La relación entre la ley y el diez es conocida; la relación entre el Espíritu Santo y el siete vamos a recordarla. Para comenzar, en el primer capítulo del libro denominado Génesis se mencionan las obras de Dios36. Se hace la luz; se hace el cielo, llamado firmamento, que separa unas aguas de las otras, aparece la tierra seca, se separa el mar de la tierra, y se otorga a ésta la fecundidad de toda clase de especies; se crean los astros, el mayor y el menor, el sol y la luna, y todos los demás; las aguas producen los seres que les son propios, y la tierra los suyos; se crea al hombre a imagen de Dios. Dios completa todas sus obras en el sexto día, pero no se oye hablar de santificación al enumerar a todas y cada una de esas obras. Dijo Dios: Hágase la luz, y la luz se hizo, y vio Dios que la luz era buena37. No se dijo: «Santificó Dios la luz». Hágase el firmamento, y se hizo, y vio Dios que era bueno38; tampoco aquí se dijo que hubiera sido santificado el firmamento. Y para no perder el tiempo en cosas evidentes del todo, dígase lo mismo de las demás obras, incluidas las del sexto día, con la creación del hombre a imagen de Dios39; se las menciona a todas, pero de ninguna se dice que fuera santificada. Llegado el día séptimo, en el que nada se creó, pero en el que se alude al descanso de Dios, Dios lo santificó. La primera santificación va unida al séptimo día; examinados todos los textos de la Escritura, allí se la encuentra por primera vez40. Donde se menciona el descanso de Dios se insinúa también nuestro propio descanso. En efecto, el trabajo de Dios no fue tal que requiriera descanso, ni santificó aquel día en que está permitido no trabajar como congratulándose con un día de vacaciones después del trabajo. Esta forma de pensar es carnal. Aquí se hace referencia al descanso que ha de seguir a nuestras buenas obras, de la misma manera que se menciona el descanso de Dios después de haber hecho buenas todas las cosas. Pues Dios creó todas las cosas, y he aquí que eran muy buenas. Y en el séptimo día descansó Dios de todas las buenas obras que había hecho41. ¿Quieres descansar también tú? Haz antes obras de todo punto buenas. Así, la observancia carnal del sábado42 y de las demás prescripciones se dieron a los judíos como ritos llenos de simbolismo. Se les impuso un cierto descanso; haz tú lo que simboliza aquel descanso. El descanso espiritual es la tranquilidad del corazón, tranquilidad que proviene de la serenidad de la buena conciencia. Por tanto, quien no peca es quien observa verdaderamente el sábado. Y a los que se les ordena guardar el sábado, se les da también este precepto: No haréis ninguna obra servil43. Todo el que comete pecado es siervo del pecado44. Así, pues, el número siete está dedicado al Espíritu Santo, como el diez a la ley. Esto lo insinúa también el profeta Isaías allí donde dice: Lo llenará el Espíritu de sabiduría y entendimiento -vete contando-, de consejo y fortaleza, de ciencia y de piedad, el Espíritu del temor de Dios45. Como presentando la gracia espiritual en orden descendente hasta nosotros, comienza con la sabiduría y concluye con el temor; nosotros, en cambio, al tender o ascender de abajo arriba, debemos comenzar por el temor y terminar en la sabiduría, pues el temor del Señor es el comienzo de la sabiduría46. Sería cosa prolija y superior a mis fuerzas, aunque no a vuestra avidez, recordar todos los testimonios acerca del número siete en relación con el Espíritu Santo. Baste, pues, con lo dicho.

6. Considerad ahora con atención cómo era necesario que se nos trajese a la memoria y se confiase a nuestra reflexión, según hemos ya mostrado, el número diez, puesto que mediante la gracia del Espíritu Santo se cumple la ley, y el número siete, en atención a esa gracia misma del Espíritu Santo. Al enviar al Espíritu Santo diez días después de su ascensión, Cristo nos confiaba en el número diez la ley misma que ordenaba cumplir47. ¿Dónde encontraremos aquí que se nos confíe el número siete referido particularmente al Espíritu Santo? En el libro de Tobías verás que la misma fiesta -la de Pentecostés- constaba de algunas semanas48. ¿Cómo? Multiplica el número siete por sí mismo, o sea, siete por siete. Como se aprende en la escuela, siete por siete son cuarenta y nueve. Estando así las cosas, al cuarenta y nueve, que resulta de multiplicar siete por siete, se añade uno más para obtener el cincuenta -Pentecostés-, y de esta forma se nos encarece la unidad. En efecto, el Espíritu mismo nos reúne y nos congrega, razón por la que dejó como primera señal de su venida el que cuantos lo recibieron hablaron también cada uno las lenguas de todos. La unidad del cuerpo de Cristo se congrega a partir de todas las lenguas, es decir, reuniendo a todos los pueblos extendidos por la totalidad del orbe de la tierra. Y el hecho de que cada uno hablase entonces en todas las lenguas era un testimonio a favor de la unidad futura en todas ellas. Dice el Apóstol: Soportándoos mutuamente en el amor -esto es, la caridad-, esforzándoos en mantener la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz49. En consecuencia, puesto que el Espíritu Santo nos convierte de multiplicidad en unidad, se le apropia por la humildad y se le aleja por la soberbia. El agua es el corazón humilde que busca como un lugar cóncavo donde detenerse; en cambio, ante la altivez de la soberbia como altura de una colina, rechazada, cae en cascada. Por eso se dijo: Dios resiste a los soberbios; en cambio, a los humildes les da su gracia50. ¿Qué significa les da su gracia? Les da el Espíritu Santo. Llena a los humildes, porque en ellos encuentra capacidad para recibirlo.

7. Como el interés de vuestra caridad es una ayuda para mi debilidad ante el Señor nuestro Dios, escuchad algo más, cuya dulzura, una vez expuesto, se corresponde con su oscuridad, si no le acompaña la explicación. Así al menos me parece a mí. Antes de su resurrección, cuando los eligió como discípulos, el Señor les mandó que echasen las redes al mar. Las echaron y capturaron una cantidad inmensa de peces, hasta el punto de que las redes se rompían y las barcas cargadas de ellos se hundían. No les indicó a qué parte debían echarlas, sino que les dijo solamente: Echad las redes51. Pues, si les hubiese mandado echarlas a la derecha, hubiese dado a entender que sólo se habían capturado peces buenos; si a la izquierda, sólo peces malos. Puesto que se echaron indistintamente, ni sólo a la derecha ni sólo a la izquierda, se cogieron peces buenos y malos. Aquí está simbolizada la Iglesia del tiempo presente, la Iglesia en este mundo. En efecto, también aquellos siervos enviados a llamar a los invitados salieron y llevaron a cuantos encontraron, buenos y malos, y se llenó de comensales el banquete de bodas52. Ahora, pues, están juntos buenos y malos. Si las redes no se rompen, ¿cómo es que hay cismas? Si las naves no están sobrecargadas de peso, ¿cómo la Iglesia está casi siempre agobiada por los escándalos de multitud de hombres carnales, en alboroto continuo y perturbador? Lo dicho lo hizo el Señor antes de su resurrección.

Una vez resucitado, encontró a sus discípulos pescando como la vez anterior. Él mismo les mandó echar las redes, pero no a cualquier lado indistintamente, puesto que ya había tenido lugar la resurrección. Después de ésta, en efecto, su cuerpo, es decir, la Iglesia, ya no tendrá malos consigo. Echad -les dijo- las redes a la derecha.Ante su mandato, las echaron, y capturaron un número determinado de peces. En aquellos otros de los que no se indica el número, en quienes se simbolizaba la Iglesia del tiempo presente, parece hacerse realidad el texto: Lo anuncié y hablé y se multiplicaron por encima del número53. Se advierte, pues, que había algunos que excedían del número, superfluos en cierta manera, mas, con todo, se los recoge. En la segunda pesca, por el contrario, los peces capturados son grandes y el número exacto. Quien así lo hiciere -dijo- y así lo enseñare, será llamado grande en el reino de los cielos54. Se capturaron, pues, ciento cincuenta y tres peces grandes. ¿Quién no intuye que esta cifra no se menciona en balde? No puede carecer de algún significado el que el Señor dijera: Echad las redes, o su interés en que se echasen a la derecha. Este número ciento cincuenta y tres significa algo. Y correspondió al evangelista decirlo, como poniendo los ojos en la primera pesca, en que las redes rotas simbolizaban los cismas, puesto que en la Iglesia de la vida eterna no habrá cisma alguno, porque no habrá disensión; todos serán grandes, porque estarán llenos de caridad. Como volviendo -digo- los ojos a lo que sucedió la primera vez, símbolo de los cismas futuros, el evangelista tuvo a bien precisar, a propósito de esta segunda pesca, que, a pesar de ser tan grandes, no se rompieron las redes55. El significado de la parte derecha ya está manifiesto al indicar que todos eran buenos. También está dicho qué simbolizaba el que fueran grandes: Quien así lo hiciere y así lo enseñare, será llamado grande en el reino de los cielos56. También se mencionó el significado de que no se rompieran las redes, a saber, que entonces no habrá cismas. ¿Y el número ciento cincuenta y tres? Con toda certeza, este número no indica cuántos serán los santos. Los santos no serán ciento cincuenta y tres, puesto que sólo los que no se mancharon con mujeres alcanzan los ciento cuarenta y cuatro mil57. Este número, como si de un árbol se tratara, parece brotar de cierta semilla. La semilla de este número grande es un número menor, a saber, el diecisiete. Desde el número diecisiete se llega al ciento cincuenta y tres si, contando desde el uno hasta el diecisiete, sumas cada nueva cifra a la anterior. Si te limitas a enumerarlos todos sin sumarlos, te quedarás con sólo diecisiete, pero, si cuentas de la siguiente manera: uno más dos son tres; más tres, seis; más cuatro y más cinco, quince, etc., cuando llegues al diecisiete llevarás en tus dedos ciento cincuenta y tres. Ahora haz memoria ya de lo que antes recordé y os indiqué y considera a quiénes y qué significa el número diez y el siete. El diez, la ley; el siete, el Espíritu Santo. De todo lo cual, ¿no hemos de entender que han de estar en la Iglesia de la resurrección eterna y que han de vivir eternamente con el Señor los que hayan cumplido la ley por la gracia del Espíritu Santo y don de Dios, cuya fiesta celebramos? En dicha Iglesia no habrá cismas ni temor a la muerte, puesto que tendrá lugar después de la resurrección.