SERMÓN 265 D (= Morin 17)

Traductor: Pío de Luis, OSA

La ascensión del Señor

1. Hemos escuchado la lectura del santo evangelio; llenos de admiración, hemos creído y, al creer, nos hemos admirado de que el Señor, resucitado de entre los muertos, se haya aparecido y haya dado un ejemplo a los que han de morir y una prueba de que van a resucitar. Se apareció a quienes habían perdido la esperanza, los cuales, llenos de pavor, pensaron que estaban viendo un espíritu1. Existe una herejía maligna que aún hoy piensa lo mismo que pensaron entonces los discípulos. Los maniqueos afirman que Cristo el Señor fue un espíritu, que no tuvo cuerpo, y que todo lo que hizo en forma corporal y con movimiento de miembros fue pura apariencia más que realidad. Abusando de vuestra paciencia, voy a dirigirme a ellos por un poco de tiempo; ante la posibilidad de que los haya ocultos entre vosotros, no hay que desaprovechar la ocasión que presta esta lectura.

2. -¿Qué dices, maniqueo? Quienquiera que seas, ¿qué dices? -«Cristo -responde- fue un espíritu, no tuvo carne, aunque se manifestó como si la tuviera». De momento admito al diálogo a quien me contradice, para convertirlo, si puedo, en creyente. -«¿Es justamente esto lo que dices: que Cristo era un espíritu sin cuerpo?» -Así es, respondes. Esto -digo yo- es lo mismo que creyeron antes los discípulos. No me encorajina en exceso el que hayas errado de esa manera; pero sin duda mereces ser condenado, porque, aunque se les corrigió a ellos, has permanecido en el error. ¿Fue Cristo un espíritu que no tuvo carne? Acepté que opinaras diversamente; escucha ahora al doctor; escucha -repito- al doctor; no a mí, sino a él. Id, hablad, jactaos, pregonad, enseñad, entrad en las casas y llevad cautivas a mujerzuelas cargadas de pecados2; hacedlo así y decidles: «Cristo fue un espíritu; no tuvo ni carne ni huesos». Escuchadle a él cuando dice: ¿Por qué estáis turbados? ¿Por qué suben esos pensamientos a vuestro corazón? Ved mis manos y mis pies; palpad y ved, que un espíritu no tiene carne ni huesos, como veis que tengo yo3. ¿Por qué le contradices? ¿Eres cristiano? Si eres cristiano, escucha a Cristo que dice: ¿Por qué suben esos pensamientos a vuestro corazón? Ved mis manos y mis pies; palpad y ved, que un espíritu -eso que creéis que soy yo- no tiene carne ni huesos, como veis que tengo yo. ¿Aún le contradices? Si aún le contradices, mira si por casualidad no es mal ninguno pensar que Cristo fue un espíritu, aun teniendo carne verdadera. Si nada malo hubiera en ello, el Señor hubiera dejado a sus discípulos permanecer en ese error. No desprecies la herida que médico tan cualificado se preocupó de sanar; tales pensamientos son como zarzas en el campo del Señor, que, si no fuesen dañinas, no las habría erradicado el agricultor con mano diligente. A los discípulos se les hizo cambiar de camino, mientras que los maniqueos siguen por el camino errado. Aquel pensamiento presente estuvo de paso, como un peregrino, en los corazones de los discípulos; en cambio, poseyó como señora los corazones de los maniqueos, puesto que los invadió como un enemigo en guerra.

3. Si alguno de vosotros, hermanos, duda de ello, cúrese; escuche la verdad y déjese de porfiar. Cristo es Palabra, alma y carne. Todo hombre consta de alma y carne; Cristo es Palabra y hombre. Si es Palabra y hombre, es Palabra, alma y carne. La Palabra, el alma y la carne no son tres personas, como tampoco en ti hay dos: el alma y la carne. Tú, alma y carne, eres un solo hombre; él, Palabra, alma y carne, un solo Cristo. A veces habla en cuanto Palabra, y es Cristo mismo quien habla; a veces, en cuanto alma y, con todo, es Cristo mismo quien habla; otras veces, en cuanto carne, siendo el mismo Cristo quien habla. Probemos lo dicho con ejemplos de la palabra divina. En cuanto Palabra, escucha: Yo y el Padre somos una sola cosa 4; en cuanto alma: Mi alma está triste hasta la muerte5; en cuanto carne: Convenía que Cristo padeciera y resucitase de entre los muertos al tercer día6. ¿En qué podía levantarse sino en aquello mismo en que había caído? Resucitó en lo que murió. Busca la muerte en la Palabra: nunca pudo existir; busca la muerte en el alma: nunca existió donde no hubo pecado; busca la muerte en la carne: en ella existió realmente, y la resurrección fue verdadera, porque verdadera fue la muerte. En ella existió la muerte. ¿Por qué hubo muerte donde no hubo pecado? Allí hubo pena sin culpa para aniquilar en nosotros la pena y la culpa.

4. ¿Por qué te extrañas de que haya muerto Cristo, a pesar de que él no haya pecado en absoluto? Quiso pagar por ti lo que no era deuda suya para librarte de la tuya. Con derecho poseía el diablo al género humano, al que había engañado; poseía lo que había capturado y había capturado lo que había engañado. En su carne mortal, Cristo aportó la sangre que iba a ser derramada, con la que anularía el decreto de muerte, debido a los pecados. El diablo aún poseería a los culpables si no hubiera dado muerte al inocente. Ved ahora con cuánta justicia se le dice: «Diste muerte a quien nada te debía; restituye a tus deudores». He aquí que vendrá -dijo- el príncipe de este mundo, y nada hallará en mí7. ¿Cómo nada? ¿No tienes espíritu ni cuerpo? ¿No eres también la Palabra?8 ¿Todo esto es nada? En ningún modo. Nada que sea suyo, porque no tengo pecado. Él es el príncipe de los pecadores; el príncipe de los pecadores no hallará nada en mí. No he pecado, nada he traído de Adán yo que vine a vosotros por medio de una virgen. Ningún pecado he añadido porque no tuve ninguno otro al que añadirlo y, viviendo santamente, ningún mal he cometido. Venga y, si puede, encuentre en mí algo que sea suyo. Mas nada suyo encontrará en mí: no tengo pecado alguno, he nacido en la inocencia y he llevado una vida irreprochable. Que venga, que nada ha de encontrar. ¿Por qué, pues, vas a morir, si, viniendo él, nada encontrará en ti? Y les dio la razón por la que muere: He aquí que vendrá el príncipe del mundo, y no hallará nada en mí. Y como si le preguntáramos: «¿Por qué, entonces, mueres?», respondió: Mas para que todos sepan -dijo- que cumplo la voluntad de mi Padre, levantaos, vayámonos de aquí9, a la pasión, porque tal es la voluntad del Padre, no porque deba algo al príncipe del mal.

5. ¿Por qué, pues, te extrañas? Cristo es, ciertamente, la vida. ¿Por qué murió la vida? No murió ni el espíritu ni la Palabra; fue su carne la que murió, para que en ella muriese la muerte. Sufriendo la muerte, dio muerte a la muerte: puso el cebo en el lazo al león. Si un pez renunciara a comer, no caería en el anzuelo. El diablo tenía avidez y avidez de muerte. La cruz de Cristo fue una trampa; la muerte de Cristo, mejor, la carne mortal de Cristo, fue como el cebo en una ratonera. Vino, lo tragó y quedó preso. Ved que Cristo resucitó: ¿dónde queda la muerte? Ya se dice en su carne lo que al final se dirá en la nuestra: La muerte ha sido absorbida en la victoria10. Había carne, pero no corrupción. Permaneciendo la misma naturaleza, se transforma su modo de ser; la sustancia es la misma, pero en ella no habrá ya defecto alguno, ninguna lentitud, corrupción, necesidad, nada mortal, nada de lo que solemos conocer en la tierra. La tocaban, la manoseaban, la palpaban, pero no la podían matar.

6. Escucha todavía. Sube al cielo y es sustraído de los ojos de los discípulos; vuelve en sí a los que lo miraban y los convierte en testigos11. Se les dice: ¿Por qué estáis ahí plantados? Este Jesús que ha sido apartado de vosotros, vendrá así12. ¿Qué quiere decir así? Así, en la misma forma, en la misma carne: Verán al que traspasaron13. Vendrá así como lo habéis visto ir al cielo14. Efectivamente, lo vieron, lo tocaron y lo palparon; al verlo y tocarlo afianzaron su fe; al subir al cielo lo siguieron con sus miradas, y en sus oídos atentos oyeron el testimonio de la voz del ángel, que anunciaba de antemano la venida de Cristo. Mas, una vez cumplidas todas estas cosas en sí, para hacerlos testigos de Cristo, para que tolerasen con fortaleza cualquier cosa por la predicación de la verdad y luchasen contra la mentira hasta derramar su sangre, no les concedió solamente aquella visión y el poder tocar los miembros del Señor. Mas ¿quién les concedió esto? Escucha al mismo Señor: Vosotros permaneced en la ciudad hasta ser revestidos del poder de lo alto15. Lo visteis y lo tocasteis, pero aún no podéis predicar y morir por lo que habéis visto y tocado hasta ser revestidos del poder de lo alto. Vayan ahora y, si pueden algo, atribúyanselo los hombres a sus fuerzas. Allí estaba Pedro, aunque aún no afirmado sobre la piedra; aún no había sido revestido del poder de lo alto, puesto que nadie puede recibirlo si no le es dado desde el cielo16.

7. Que la misma verdad nos convenza de esto, hermanos: nadie se gloríe de sus fuerzas, nadie se envanezca de su libre albedrío. Para pecar, tú solo te bastas; para obrar rectamente necesitas quien te ayude. Di: Sé mi ayuda, no me abandones17. ¡Ay de ti si te abandonare! Cuando te deja a ti en tus manos, ¿en manos de quién te deja sino en las de un hombre? ¿No te llenas de espanto cuando oyes: Maldito todo el que pone su esperanza en el hombre?18 He aquí que -como dije- Cristo, el Señor, es Palabra, espíritu y cuerpo. En él está Dios, en él estás también tú, y es un único Cristo. ¿Cómo es que estás tú? ¿En virtud de qué méritos, en virtud de qué libre albedrío tomó el Señor la naturaleza humana, se revistió la Palabra de la naturaleza humana? ¿Qué mérito de la naturaleza humana le precedió? ¿O vas a decir, acaso, que no sé dónde vivía santamente Cristo, y gracias a su vida santa mereció ser asumido por la Palabra y hacerse una sola cosa con ella y nacer de una virgen? ¡Nada de eso, nada de eso! Aparta esto de las mentes de los cristianos, Señor Dios nuestro. Lo vemos, en efecto, cual unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad19. La Palabra no tenía dónde morir por ti; convenía que Cristo muriese por ti; pero la Palabra no tenía dónde hacerlo, puesto que es la vida en su simplicidad, sin carne ni sangre, sin mutabilidad alguna: en el principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios20 . ¡Cuán lejos estaba de la muerte! En consecuencia, ¡qué misericordia! María era, ciertamente, del género humano; era virgen, pero humana; santa, pero humana. Con todo, el Señor, la Palabra unigénita, tomó por ti lo que ofrecía por ti. Lo tomó por ti, pero de ti, puesto que no tenía en sí dónde morir por ti. Ni tú tenías de dónde vivir ni él en dónde morir. ¡Oh trueque grandioso! Vive de su vida, puesto que él murió en lo que recibió de ti.