SERMÓN 263 A (= Mai 98)

Traductor: Pío de Luis, OSA

La ascensión del Señor

1. Nuestro Señor Jesucristo ha ascendido hoy al cielo; ascienda con él nuestro corazón. Escuchemos al Apóstol que dice: Si habéis resucitado con Cristo, gustad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la derecha del Padre; buscad las cosas de arriba, no las de la tierra1. Como él ascendió sin apartarse de nosotros, también nosotros estamos ya con él allí, aunque aún no se haya realizado en nuestro cuerpo lo que tenemos prometido. Él ha sido ensalzado ya por encima de los cielos; no obstante, sufre en la tierra cuantas fatigas padecemos nosotros en cuanto miembros suyos. Una certificación de esta verdad la dio al clamar desde lo alto: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?2 Y al decir: Tuve hambre y me disteis de comer3. ¿Por qué nosotros no nos esforzamos en la tierra por descansar ya con él en el cielo, sirviéndonos de la fe, la esperanza, la caridad, que nos une a él? Él está allí con nosotros; igualmente, nosotros estamos aquí con él. Él lo hace por su divinidad, su poder y su amor; nosotros, aunque no lo podemos en virtud de la divinidad como él, lo podemos por el amor, pero amor hacia él. Él no se alejó del cielo cuando descendió de allí hasta nosotros, ni tampoco se alejó de nosotros cuando ascendió de nuevo al cielo. Que estaba en el cielo mientras se hallaba en la tierra, lo atestigua él mismo: Nadie -dijo- subió al cielo sino quien bajó del cielo, el hijo del hombre que está en el cielo4. No dijo: «El hijo del hombre que estará en el cielo», sino: El hijo del hombre que está en el cielo.

2. El permanecer con nosotros incluso cuando está en el cielo es una promesa que hizo antes de su ascensión cuando dijo: Yo estaré con vosotros hasta el fin del mundo5. Pero también nosotros estamos allí, puesto que él mismo dijo: Regocijaos, porque vuestros nombres han sido escritos en el cielo6, a pesar de que con nuestros cuerpos y fatigas machacamos la tierra y la tierra nos machaca a nosotros. Una vez que nos encontremos en su gloria después de la resurrección corporal, ni nuestro cuerpo habitará esta tierra de mortalidad ni nuestro afecto se sentirá inclinado hacia ella. El que, todo él, posee las primicias de nuestro espíritu7 lo recoge de aquí. No hemos de perder la esperanza de alcanzar la perfecta y angélica morada celestial porque él haya dicho: Nadie sube al cielo sino quien bajó del cielo: el hijo del hombre que está en el cielo8. Parece que estas palabras se refieren únicamente a él, como si ninguno de nosotros tuviese acceso a ello. Pero se dijeron en atención a la unidad que formamos, según la cual él es nuestra cabeza y nosotros su cuerpo. Nadie, pues, sino él, puesto que nosotros somos él en cuanto que él es hijo del hombre por nosotros, y nosotros hijos de Dios por él. Así habla el Apóstol: De igual manera que el cuerpo es único y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, a pesar de ser muchos, son un solo cuerpo, así también Cristo9. No dijo: «Así Cristo», sino así también Cristo. A Cristo, pues, lo constituyen muchos miembros, que forman un único cuerpo. Descendió del cielo por misericordia y no asciende nadie sino él, puesto que también nosotros estamos en él por gracia. Según esto, nadie descendió y nadie ascendió sino Cristo. No se trata de diluir la dignidad de la cabeza en el cuerpo, sino de no separar de la cabeza la unidad del cuerpo. No dice «de tus descendencias», como si fueran muchas, sino, como de una sola, «En tu descendencia que es Cristo»10. Así, pues, llama a Cristo descendencia de Abrahán; y, no obstante, el mismo Apóstol dijo: Pues vosotros sois descendencia de Abrahán11. Por tanto, si no se trata de descendencias, como si fueran muchas, sino de una sola, y ella es la de Abrahán, que es Cristo; y ella es la de Abrahán, que somos nosotros, cuando él sube al cielo, nosotros no estamos separados de él. Quien descendió del cielo no mira con malos ojos que nosotros vayamos allá sino que, en cierto modo, clama: «Sed miembros míos si queréis subir al cielo». Por eso, robustezcámonos entre tanto; anhelémoslo con ardiente deseo; anticipemos en la tierra lo que se da por hecho que somos en el cielo. Entonces nos despojaremos de la carne de la mortalidad; despojémonos ahora de la vetustez del alma: el cuerpo será elevado fácilmente a las alturas celestes si el peso de los pecados no oprime al espíritu.

3. Por insinuación impía de los herejes, a algunos les intriga saber cómo el Señor descendió sin cuerpo y ascendió con él; les parece que está en contradicción con las palabras: Nadie sube al cielo sino quien bajó del cielo12. ¿Cómo pudo subir al cielo -preguntan- un cuerpo que no bajó de allí? Como si él hubiera dicho: «Nada sube al cielo sino lo que bajó de él». Lo que dijo fue esto otro: Nadie sube sino quien bajó. La afirmación se refiere al sujeto, no a su vestimenta. Descendió sin el vestido del cuerpo, ascendió con él; pero nadie ascendió sino quien descendió. Si él nos incorporó a sí mismo en calidad de miembros suyos, de forma que, incluso incorporados nosotros, sigue siendo él mismo, ¡con cuánta mayor razón el cuerpo que tomó de la virgen existe en él sin necesidad de otro sujeto! ¿Quién dirá que no fue el mismo sujeto el que subió a un monte, o a una muralla, o a cualquier otro lugar elevado por el hecho de que, habiendo descendido despojado de sus vestiduras, asciende con ellas o porque, habiendo descendido desarmado, asciende armado? Como en este caso se dice que nadie subió sino quien descendió, aunque haya subido con algo que no tenía al descender, de idéntica manera, nadie subió al cielo sino Cristo, porque nadie sino él bajó de allí, aunque haya descendido sin cuerpo y haya ascendido con él, habiendo de ascender también nosotros no por nuestro poder, sino por la unión entre nosotros y con él. En efecto, son dos en una sola carne; es el gran sacramento que se da en Cristo y la Iglesia13; por eso dice él mismo: Ya no son dos, sino una sola carne14.

4. Por ello, ayunó cuando fue tentado, a pesar de que, con anterioridad a su muerte, necesitaba el alimento, y, en cambio, comió y bebió una vez glorificado, a pesar de que, después de su resurrección, ya no lo necesitaba. En el primer caso mostraba en su persona nuestra fatiga; en el segundo, manifestaba en nosotros su consolación, estableciendo en ambos casos un espacio de cuarenta días. Efectivamente, según consta en el evangelio, cuando fue tentado en el desierto antes de la muerte de su carne había ayunado durante cuarenta días15; y, a su vez, según lo indica Pedro en los Hechos de los Apóstoles, después de la resurrección de su carne, pasó cuarenta días con sus discípulos, entrando y saliendo, comiendo y bebiendo16. Bajo el número cuarenta parece estar simbolizado el transcurso de este mundo en quienes han sido llamados a la gracia por quien no vino a anular la ley, sino a darle cumplimiento17. Diez son, en efecto, los preceptos de la ley cuando la gracia de Cristo se halla ya difundida por el mundo. El mundo consta de cuatro partes, y diez multiplicado por cuatro da cuarenta, puesto que los que han sido redimidos por el Señor fueron reunidos de todas las regiones: de oriente y de occidente, del norte y del mar18. Su ayuno de cuarenta días antes de su muerte equivalía, en cierto modo, a clamar: «Absteneos de los deseos mundanos»; y al comer y beber durante cuarenta días después de la resurrección de la carne parecía gritar: Yo estaré con vosotros hasta el fin del mundo19. Pues el ayuno tiene lugar en la tribulación del combate, porque quien compite en la lucha se abstiene de todo20; el alimento, en cambio, es propio de la paz esperada, que no será plena hasta que nuestro cuerpo, cuya redención anhelamos21, no se vista de inmortalidad22; cosa que no nos gloriamos de haberla alcanzado ya, pero de la que nos alimentamos en la esperanza. Una y otra cosa hemos de hacer como así lo mostró el Apóstol al decir: Gozando en la esperanza y siendo pacientes en la tribulación23, dando a entender que lo primero se halla simbolizado en el alimento y lo segundo en el ayuno. Una y otra cosa hemos de realizar cuando emprendemos el camino del Señor: ayunar de la vanidad del mundo presente y robustecernos con la promesa del futuro; en el primer caso, no apegando el corazón, y, en el segundo, poniéndole el alimento en lo alto.