SERMÓN 241

Traductor: Pío de Luis, OSA

Los discípulos de Emaús1

1. 1. La resurrección de los muertos es creencia específica de los cristianos. Cristo, nuestra cabeza, nos la mostró en su persona y nos otorgó una prueba de lo que creemos para que los miembros esperen para ellos lo que ya tuvo lugar en la cabeza. Ayer os hice ver cómo los más excelentes entre los sabios gentiles, llamados filósofos, investigaron la naturaleza y por las obras llegaron al conocimiento del creador. No escucharon a los profetas, no recibieron la ley, pero Dios les hablaba en cierto modo, sin palabras, mediante las obras presentes en el mundo hecho por él. La belleza del mundo los invitaba a buscar al artífice de las cosas; no pudieron persuadirse de que el cielo y la tierra existieran sin haberlos hecho nadie. De ellos habla el apóstol Pablo con estas palabras: La ira de Dios -dice- se revela desde el cielo sobre toda impiedad2. ¿Qué significa: sobre toda impiedad? No sólo sobre los judíos, que recibieron la ley de Dios y ofendieron al dador de la misma; la ira de Dios se revela también desde el cielo sobre toda la impiedad de los gentiles. Y para que nadie se pregunte: «¿Por qué, si ellos no recibieron la ley?», añadió a continuación: Y sobre la injusticia de quienes tienen apresada la verdad en la iniquidad3. Responde ya tú: «¿Qué verdad, puesto que ni recibieron la ley ni oyeron a un profeta?» Escucha de qué verdad habla: Porque lo cognoscible de Dios -dijo- es manifiesto entre ellos. ¿De dónde les llegó tal manifestación? Escucha todavía: Porque Dios se lo manifestó4. Si todavía preguntas: «¿Cómo se lo manifestó a quienes no dio la ley?», escucha el modo: Desde la creación del mundo, lo invisible de él se deja ver a su inteligencia mediante las cosas creadas5. Lo invisible de él, es decir, lo invisible de Dios; desde la creación del mundo, es decir, desde que hizo el mundo; se deja ver a su inteligencia mediante las cosas creadas, es decir, comprende lo invisible de Dios quien comprende las cosas creadas. También su sempiterno -cito, añado palabras del Apóstol-, también su sempiterno poder y divinidad: has de entender que se perciben una vez comprendidas las cosas creadas. De forma que son inexcusables6. ¿Por qué son inexcusables? Porque, conociendo a Dios, no lo glorificaron como Dios ni le dieron gracias. No dijo «desconociendo», sino conociendo a Dios7.

2. 2. ¿Cómo lo conocieron? A partir de las cosas que hizo. Pregunta a la hermosura de la tierra, pregunta a la hermosura del mar, pregunta a la hermosura del aire dilatado y difuso, pregunta a la hermosura del cielo, pregunta al giro ordenado de los astros; pregunta al sol, que ilumina el día con fulgor; pregunta a la luna, que mitiga con su resplandor la oscuridad de la noche que sigue al día; pregunta a los animales que se mueven en el agua, que pueblan la tierra y vuelan en el aire; a las almas ocultas, a los cuerpos manifiestos; a los seres visibles que necesitan quien los gobierne, y a los invisibles, que los gobiernan. Pregúntales. Todos te responderán: «Mira, somos bellos». Su hermosura es su confesión. ¿Quién hizo estas cosas bellas, aunque mudables, sino el inmutablemente bello? Ya en el hombre mismo, para poder conocer y comprender a Dios, creador del universo entero; en el mismo hombre -repito- hicieron la pregunta a estas dos cosas, al cuerpo y al alma. Preguntaban a aquello de lo que ellos mismos constaban: veían el cuerpo, no veían el alma, pero al cuerpo no podían verlo sin el alma. Veían, en efecto, mediante el ojo, pero dentro estaba el que veía a través de las ventanas. Además, cuando se marcha quien la habita, la casa se derrumba; cuando se aleja el principio rector, cae lo regido, y por el hecho de caer, recibe el nombre de cadáver. ¿No mantiene, acaso, intactos los ojos? Aunque estén abiertos, nada ven. Los oídos siguen ahí, pero se ausentó el que oía; permanece el instrumento que es la lengua, pero se alejó el músico que la movía. Preguntaron, pues, a estas dos cosas, al cuerpo, que se ve, y al alma, que no se ve, y descubrieron que es mejor lo que no se ve que lo que se ve; que es superior el alma, que queda oculta, e inferior la carne, visible. Advirtieron ambas cosas, las analizaron, discutieron sobre ellas, y observaron que, en el hombre, una y otra eran mudables. Al cuerpo se manifiesta mudable por la edad, por las enfermedades, por los alimentos que toma, por sus altibajos, porque vive y porque muere. A continuación se ocuparon del alma que habían reconocido que era ciertamente superior, y que les causaba admiración a pesar de ser invisible; advirtieron que también ella era mutable, que ahora quiere y luego no, que ahora sabe y luego ignora, que ahora se acuerda y luego se olvida, que ahora tiene miedo y luego es atrevida, que ahora progresa en la sabiduría y luego se hunde en la necedad. Al verla mutable, la trascendieron también a ella y buscaron algo inmutable.

3. 3. De esta manera, por las cosas hechas llegaron a su autor, Dios. Pero no lo glorificaron como a Dios ni le dieron gracias8. Es el Apóstol mismo quien lo dice: Antes bien, se ofuscaron en sus pensamientos, y se oscureció su corazón insensato. Proclamándose sabios, se hicieron necios9. Atribuyéndose a sí mismos lo que habían recibido, perdieron lo que poseían. Presumiendo ser grandes, se convirtieron en necios. ¿Y dónde fueron a parar? Y cambiaron la gloria del Dios incorruptible -dice el Apóstol- por algo semejante a la imagen de un hombre corruptible10. Se está refiriendo a los ídolos. Y era poco hacer un ídolo a imagen de un hombre y concebir al artífice a imagen de su obra; esto fue poco. ¿Qué más, pues? Y de las aves, y de los cuadrúpedos y reptiles11. Cual si fuesen grandes sabios, convirtieron en dioses propios a estos animales mudos e irracionales. Te reprochaba el que adorases la imagen de un hombre, ¿qué haré contigo cuando adoras la imagen de un perro, de una culebra, de un cocodrilo? Ve hasta dónde llegaron. Grande fue la altura adonde les condujo su búsqueda, pero idéntica fue la profundidad en que les sumergió su caída: el que cae desde una altura se hunde más.

4. 4. Como ya os dije ayer, estos mismos investigaron también lo que hay después, es decir, tras esta vida. Lo investigaron desde su condición de hombres; pero ¿cómo iban a averiguarlo siendo hombres? No tuvieron las enseñanzas de Dios, no escucharon a los profetas; nada pudieron averiguar, se quedaron en simples sospechas. Ayer os referí cuáles eran esas sospechas. «Las almas malas abandonan los cuerpos -dicen- y, como están manchadas, regresan en el acto a otros cuerpos; lo abandonan también las almas de los sabios y de los justos y, como han vivido rectamente, vuelan al cielo». ¡Bravo, guapo! Hermoso lugar les encontraste: llegan volando al cielo. Y una vez allí, ¿qué? «Allí estarán -dicen- y descansarán en compañía de los dioses; sus tronos serán las estrellas». No es malo el lugar que has encontrado para su morada; al menos, dejadlas permanecer, no las arrojéis de allí. «Pero -dicen- después de mucho tiempo, olvidadas completamente las miserias anteriores, comienzan a desear volver a los cuerpos; les causará deleite el volver a ellos, y vuelven otra vez a padecer y soportar todos estos males, a olvidar a Dios y a blasfemar contra él, a ir tras los placeres del cuerpo y a luchar contra las pasiones». Vienen a estas calamidades; ¿de dónde y adónde vienen? Dime también, ¿por qué? «Porque han olvidado lo anterior». Si olvidan todos los males, olviden también el placer de la carne. Es esto de lo único que se acordaron, y para su mal; eso les hizo caer. «Vienen». ¿Por qué? «Porque les deleita morar de nuevo en los cuerpos». ¿A qué se debe que les deleite sino a que la memoria les recuerda que habitaron en ellos en otro tiempo? Borra todo recuerdo, y tal vez conseguirás que les quede la sabiduría; nada les quede que las invite a volver.

5. 5. Cierto autor de los suyos a quien se le mostraba lo dicho, o, mejor, que simulaba que un padre lo mostraba, en los infiernos, a su hijo, se llenó de espanto. Casi todos sabéis a qué me refiero. ¡Ojalá fuerais pocos los que lo conocierais! Pocos conocéis por los libros, pero muchos por el teatro, que Eneas descendió al infierno y su padre le mostró las almas de los romanos célebres que iban a regresar a los cuerpos. El mismo Eneas se asustó y dijo: «¿Ha de creerse, acaso, ¡oh padre!, que algunas almas excelentes han de subir de aquí al cielo, y que de nuevo han de regresar a los pesados cuerpos?». ¿Hay que creer -dice- que van al cielo y regresan de nuevo? «¡Qué deseo de luz tan cruel el de estos desgraciados!» Mejor lo entendía el hijo que lo explicaba el padre. Censura el deseo de las almas que anhelan regresar otra vez a los cuerpos. Califica de cruel al deseo y a las almas de desgraciadas, pero no se avergonzó de ellas. Ved a dónde habéis llevado a las almas, ¡oh filósofos!: a que alcancen la purificación, consigan la máxima pureza y, en virtud de esa misma pureza, olviden todo y, debido al olvido de las miserias, vuelvan a las calamidades del cuerpo. Decidme, os lo suplico: «¿No sería mejor desconocer todo esto en el caso incluso de que fuese cierto? ¿No sería mejor -digo- desconocerlo aun en el caso de que fuera verdadero lo que, sin duda, es falso porque es repelente?» ¿O vas a decirme acaso «No serás sabio si desconoces tales cosas»? ¿Para qué debo conocerlas? ¿Acaso puedo ser mejor ahora que luego en el cielo? Si en el cielo, cuando seré mejor y más perfecto, voy a olvidar lo que aquí aprendí y ese estado más perfecto comporta desconocer tales cosas, permíteme ignorarlas ya ahora. Afirmas que todo olvida el que vive en el cielo; permíteme vivir en la tierra ignorando todo eso. Además, te suplico: esas almas que están en el cielo, ¿saben o no saben que han de sufrir de nuevo las calamidades de esta vida? Elige lo que quieras. Si saben que han de padecer tantas calamidades, ¿cómo pueden ser felices pensando en los sufrimientos futuros? ¿Cómo pueden ser felices, si carecen de seguridad? Pero ya veo lo que vas a elegir. Dirás: «Lo ignoran». Entonces alabas allí la ignorancia de esto, ignorancia que no permites que yo tenga aquí, enseñándome en la tierra lo que dices que he de ignorar en el cielo. «Lo ignoran», afirmas. Si lo ignoran y piensan que nada han de sufrir, su felicidad se fundamenta en un error. Creen que no han de sufrir lo que han de sufrir en verdad; creer lo que es falso, ¿qué otra cosa es sino errar? Serán, pues, felices gracias a un error; los hará felices no la eternidad, sino la falsedad. Líbrenos de esto la verdad para que podamos ser realmente felices, puesto que sigue en vigor la palabra de nuestro Redentor: Si el Hijo os da la libertad, entonces seréis verdaderamente libres12. Pues él mismo dijo: Si permanecéis en mi palabra, seréis verdaderos discípulos míos; conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres13.

6. 6. Oíd algo aún peor; algo que produce dolor o más bien risa. Tú, sabio, tú, filósofo -por ejemplo, Pitágoras, Platón, Porfirio y no sé si alguno más de ellos-, ¿por qué te entregas a la filosofía aquí, es decir, en la tierra? «Por motivo -dice- de la vida feliz». ¿Cuándo la poseerás? «Cuando abandone este cuerpo a la tierra» -dice-. Entonces ahora se vive una vida miserable, pero existe la esperanza de una vida feliz; allí, en cambio, se vive una vida feliz, pero con la esperanza de otra vida desdichada. En conclusión, la esperanza de nuestra infelicidad es feliz, a la vez que es infeliz la esperanza de la felicidad. Rechacemos todas estas cosas, o, mejor, riámonos de ellas, puesto que son falsas, o lamentemos que se las aprecie tanto. Todo esto, hermanos míos, son los grandes delirios de los grandes sabios. ¡Cuánto mejor retener los grandes misterios de los grandes santos! Dicen que por amor a los cuerpos vuelven las almas purificadas, limpias, sabias; que las almas purificadas vuelven a los cuerpos por amor a los cuerpos. ¿Es éste el amor del alma purificada? ¿No es este amor la mayor suciedad?

7. 7. «Pero hay que huir de todo cuerpo». Porfirio, uno de sus grandes filósofos, de época reciente, enemigo acérrimo de la fe cristiana, pues vivió ya en tiempos cristianos, dijo y escribió, aunque avergonzándose de sus mismos delirios y corregido en parte por los cristianos, estas palabras: «Hay que huir de todo cuerpo». Dijo «de todo», como si todo cuerpo fuese una cadena insoportable para el alma. Por tanto, si hay que huir de todo cuerpo, no te deja lugar a que le alabes alguno, ni a que le digas cómo lo alaba nuestra fe, adoctrinada por Dios. El cuerpo que ahora poseemos, aunque llevemos en él el castigo del pecado y, como cuerpo que se corrompe, oprima al alma14, con todo, tiene su belleza; la disposición de los miembros, la distinción de los sentidos, la posición erguida y otras cosas que, atentamente consideradas, causan estupor; además será completamente incorruptible, completamente inmortal, con suma facilidad y agilidad para moverse. Pero dice Porfirio: «No tienes motivos para alabarme un cuerpo; si el alma quiere ser feliz, ha de huir de todo cuerpo, sea el que sea». Esto lo dicen los filósofos, pero se equivocan, deliran. Lo pruebo en un instante, no quiero continuar discutiendo. El alma, objeto de alabanza, ha de tener algo que le esté sometido. Se trata de dos realidades interdependientes: la alabada y la que se le somete. Dios está por encima de todo y a él todo le está sometido. También el alma, si tiene algún honor cabe Dios, ha de tener algo que le esté sometido. Pero no quiero discutir más acerca de esto; me limito a leer vuestros libros. Decís que es un ser vivo este mundo, es decir, el cielo, la tierra, los mares, todos los cuerpos, por grandes que sean, y todos los elementos que se extienden por doquier; sostenéis que todo esto, la totalidad de los cuerpos que constan de los elementos mencionados, es un gran ser viviente, o sea, que tiene alma propia, aunque no sentidos corporales, puesto que nada hay exterior a él que pueda causarle sensaciones; sí, en cambio, inteligencia, para unirse a Dios. Afirmáis, además, que esa alma del mundo se llama Júpiter o Hécate, o sea, una especie de alma universal que gobierna el mundo y lo constituye en una especie de gran ser viviente. Sostenéis igualmente que el mundo mismo es eterno, que ha de existir siempre, que no ha de tener fin. Por tanto, si el mundo es eterno, si no tendrá fin y si es un ser viviente, y si esa alma ha de estar siempre en el mundo, ¿hay que huir de todo cuerpo? ¿Qué significa lo que decías, a saber, que hay que huir de todo cuerpo? Yo digo que las almas bienaventuradas han de poseer siempre cuerpos incorruptibles. Tú, en cambio, dices: «Hay que huir de todo cuerpo; da muerte al mundo». Tú me ordenas huir de mi carne; ¡que huya tu Júpiter del cielo y de la tierra!

8. 8. ¿Qué decir de lo que hallamos en Platón mismo, maestro de todos ellos? En un libro que escribió sobre la formación del mundo, presenta a Dios como hacedor de los dioses, es decir, como hacedor de los dioses celestes: el conjunto de estrellas, el sol y la luna. Afirma, pues, que Dios es el artífice de los dioses celestes; sostiene que hasta las estrellas tienen almas racionales, que comprenden a Dios, y cuerpos visibles que están a la vista. Para que entendáis, lo que os digo es esto: este sol que estáis viendo, no lo veríais si no fuera un cuerpo; esto está claro. Ninguna estrella, ni la luna misma, podría verse si no fuera un cuerpo; hasta aquí habla verdad. Por eso dice el Apóstol: Tanto los cuerpos celestes como los cuerpos terrestres. Y continúa: Uno es el resplandor de los celestes y otro el de los terrestres. Y otra vez, hablando del resplandor de los cuerpos celestes, añadió el Apóstol: Uno es el resplandor del sol, otro el de la luna y otro el de las estrellas, pues una estrella difiere de otra en resplandor. Así sucederá también en la resurrección de los muertos15. Veis que los cuerpos de los santos tienen prometida una gloria, aunque no a todos en el mismo grado, puesto que diversos son los merecimientos según la caridad. Pero ellos, ¿qué dicen? «Estas estrellas que estáis viendo son ciertamente cuerpos, pero tienen almas racionales propias y son dioses». Al afirmar que los cuerpos son cuerpos, dicen la verdad; ¿para qué discutir, en cambio, sobre si tienen almas propias? Vengamos al asunto de antes. Platón mismo presenta a Dios hablando a los dioses, que él hizo de sustancia ya corpórea, ya incorpórea y diciéndoles entre otras cosas: «Puesto que habéis tenido principio, no podéis ser inmortales ni estar libres de disolución». Ante estas palabras podían haberse puesto a temblar. ¿Por qué? Porque querían ser inmortales; no querían morir. Mas para quitarles el temor añadió a continuación: «Pero no os disolveréis ni un destino mortal os hará perecer, pues no será más poderoso que mi decisión, una cadena más fuerte para vuestra perpetuidad que el destino a que estáis atados». Ved que Dios ofrece seguridad a los dioses hechos por él; les otorga la seguridad de la inmortalidad; les ofrece la seguridad de que no abandonarán los globos de sus cuerpos. ¿Es cierto que hay que huir de todo cuerpo? Según mi opinión, ya se les ha dado la respuesta, como podéis comprender; ya tienen la respuesta en la medida en que he podido hablar y en la medida en que lo permite el tiempo del sermón y lo soporta vuestra caridad. Pero sería demasiado para hoy el explicaros también lo que dicen a propósito de la resurrección de los cuerpos; tan agudamente a su parecer, que piensan que no podemos refutarlos. Mas como ya una vez os prometí que iba a tratar durante estos días acerca de la resurrección de la carne con la ayuda del Señor, preparad para mañana vuestros oídos y corazones a fin de escuchar lo que queda.