SERMÓN 240

Traductor: Pío de Luis, OSA

Aparición a las mujeres y a los apóstoles1

1. 1. Como vuestra caridad recuerda, durante estos días se leen solemnemente los relatos evangélicos que conciernen a la resurrección del Señor. En efecto, ninguno de los cuatro evangelistas pudo pasar por alto la pasión o la resurrección. Pues, dado que las obras del Señor fueron tantas, no todos las escribieron todas, sino unos unas y otros otras, siendo, no obstante, suma su concordia en la verdad. El evangelista Juan indica que fueron muchas las obras realizadas por el Señor que ninguno de ellos dejó escritas2. Él hizo todo lo que convenía que hiciese entonces; ellos escribieron cuanto convenía que leyésemos ahora. Es tarea muy difícil mostrar que ninguno de los cuatro evangelistas contradice a otro en las cosas que todos relatan y que ninguno calla, a saber, en lo relativo a la pasión y resurrección de Cristo. Algunos han pensado que se contradicen entre sí, cuando en realidad son ellos quienes contradicen a su alma. Por eso, con la ayuda del Señor, quienes se sintieron con fuerzas se entregaron a la tarea de mostrar que no había contradicción alguna. Mas, como ya he dicho, si quisiera mostrároslo a vosotros y exponerlo en público, la mayor parte de los oyentes se sentiría abatida por el tedio antes de revelar el conocimiento de la verdad. Pero yo estoy al corriente de vuestra fe, es decir, de la fe de toda la muchedumbre aquí presente, y aún la de aquellos que hoy están ausentes, pero que son fieles igualmente; sé que su fe confía plenamente en la verdad de los evangelistas, por lo que no necesitan que yo lo exponga ahora. Quien sabe cómo defender la verdad en este asunto es más docto, pero no más creyente. Posee la fe, y también la capacidad de defenderla; otro carece de esa capacidad, carece de medios y conocimientos para defenderla, pero posee la fe. El que sabe cómo defender la fe es necesario para quienes están envueltos en la duda, mas no para los que ya creen. Al defender la fe se curan las heridas de la duda o de la incredulidad. Por tanto, quien defiende la fe es un buen médico, pero en ti no se halla el mal de la incredulidad. ¿Cuándo sabe él curar el mal que no tienes? Él sabe aplicar el medicamento, pero el mal no existe en ti. No necesitan de médico los sanos, sino los enfermos3.

2. 2. No obstante, no sería acertado callaros aquellas cosas que el tiempo permite que se digan con claridad y sean fáciles de escuchar. Son muchos los que disputan y muchos los puntos debatidos acerca de la resurrección misma, en la que el Señor nos anticipó en su misma persona una prueba para que sepamos lo que debemos esperar también para nuestros cuerpos al final de los tiempos. Unos debaten desde la fe, otros desde la incredulidad. Quienes lo hacen desde la fe quieren saber con mayor precisión lo que han de responder a los incrédulos; quienes discuten desde la incredulidad argumentan contra sus propias almas, cuestionando el poder del todopoderoso con estas palabras: «¿Cómo puede suceder que resucite un muerto?» ¿Digo yo: «Es Dios quien lo realiza» y dices tú: «No puede suceder»? No digo: «Preséntame un cristiano o un judío», sino: «Preséntame un pagano, un idólatra, un esclavo de los demonios, que no reconozca la omnipotencia de Dios». Puedes negar que Cristo sea todopoderoso, pero no puedes negar que lo sea Dios. Ese Dios que tú consideras todopoderoso -estoy como si estuviera hablando a un pagano-, ese Dios a quien tú consideras todopoderoso, ése es el que digo yo que resucita a los muertos. Si dices que eso es imposible, le niegas la omnipotencia. Pero si crees que él es todopoderoso, ¿por qué rechazas mis afirmaciones?

3. 3. Si dijéramos que la carne ha de resucitar para sufrir de nuevo hambre, sed, enfermedades y fatigas, para estar sometida a la corrupción, justamente deberías negarte a creerlo. Efectivamente, esta carne tiene ahora estas llámalas necesidades o calamidades. ¿Y de dónde le vienen? Su origen está en el pecado. En un solo hombre pecamos4, y todos hemos nacido para la corrupción. El origen de todos nuestros males está en el pecado. Los hombres no padecen estos males inmerecidamente. Dios es justo y omnipotente; en ningún modo los padeceríamos si no los hubiésemos merecido. Mas he aquí que, cuando nosotros vivíamos en medio de esas penas a las que nos condujo el pecado, nuestro Señor Jesucristo quiso hallarse en medio de ellas sin pecados propios. Sufriendo la pena sin la culpa, destruyó culpa y pena. Destruyó la culpa perdonando los pecados; destruyó la pena resucitando de entre los muertos. Esto nos ha prometido, y quiso que camináramos en esa esperanza; perseveremos en ella y llegaremos a la realidad esperada. Resucitará una carne incorruptible; una carne sin defecto, sin deformación, sin mortalidad, ligera, sin peso. Lo que ahora te causa tormento, allí te servirá de adorno. Por tanto, si el tener un cuerpo incorruptible es cosa buena, ¿por qué perder la esperanza de que Dios lo hará?

4. 4. Los grandes y doctos filósofos de este mundo, los superiores a todos los demás, opinaron que el alma humana es inmortal. Y no sólo opinaron, sino que lo defendieron con cuantos argumentos pudieron, dejando escritas para la posteridad las pruebas que aportaron. Existen los libros; pueden leerse. Dije que estos filósofos eran mejores comparándolos con otros peores, pues los hubo que afirmaban que, una vez muerto, no queda al hombre vida alguna. Sin duda, hay que anteponer aquéllos a éstos. En la medida en que aquéllos eran mejores -aunque se desviasen de la verdad en muchos puntos-, en la medida en que eran superiores, se habían ido acercando a la verdad. Los que creyeron y afirmaron que las almas humanas eran inmortales, investigaron, en cuanto era posible a su condición humana, las causas de los males, de las miserias y errores que padecían los hombres mortales. Dijeron como pudieron que en una vida anterior se habían cometido no sé qué pecados, a causa de los cuales las almas se hicieron merecedoras de estos cuerpos como de una cárcel. Luego se preguntaron qué habrá una vez que el hombre haya muerto. También en este punto exprimieron sus cerebros; se fatigaron al máximo para dar una explicación a los hombres, tanto a sí mismos como a los demás, y afirmaron que las almas de los hombres que han vivido mal, mancilladas por pésimas costumbres, después de salir de los cuerpos, vuelven en el acto a otros cuerpos, donde sufren las penas que vemos; en cambio, las almas que han vivido bien, después de abandonar los cuerpos, van a lo alto de los cielos, reposan allí, ya sea en las estrellas y astros visibles, ya en cualesquiera otros lugares celestes y ocultos, olvidan todos los males pasados y les entra el deseo de retornar a los cuerpos, y vuelven otra vez a padecer estos males. La diferencia, por tanto, que ellos quisieron ver entre las almas de los pecadores y las de los justos reside precisamente en que -según dicen- las almas de los pecadores se encarnan en otros cuerpos nada más abandonar el que tenían, mientras que las almas de los justos, por el contrario, permanecen durante un tiempo en el reposo; pero no por siempre, pues de nuevo se sienten agradablemente atraídas por los cuerpos, y, después de tal grado de justicia, labran su propia ruina al descender desde lo más alto de los cielos hasta estos males.

5. Esto lo dijeron filósofos muy grandes. Es lo más lejos a donde han podido llegar los filósofos de este mundo, de los que dice nuestra Escritura: Dios hizo necia la sabiduría de este mundo5. Si así trató a la sabiduría, ¡qué no haría con la necedad! Si la sabiduría del mundo es necedad ante Dios, ¡cuán lejos está de Dios la verdadera necedad del mundo! Hay, sin embargo, cierta necedad de este mundo que se eleva hasta Dios. De ella dice el Apóstol: Dado que el mundo, con su propia sabiduría, no conoció a Dios en su sabiduría divina, plugo a Dios salvar a los creyentes por la necedad de la predicación. Y continúa: Porque los judíos piden señales y los griegos buscan sabiduría, mientras que nosotros predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos y necedad para los griegos, mas para los llamados, judíos o griegos, Cristo es el poder y la sabiduría de Dios6. Vino Cristo el Señor, Sabiduría de Dios: suena el trueno en el cielo, cállense las ranas. Lo que dijo la Verdad es verdad. Es manifiesto -como ella dijo- que, a causa del pecado, la raza humana se halla sumergida en el mal. Mas quien crea en el Mediador, puesto a mitad de camino entre Dios y los hombres7 -entre el Dios justo y los hombres injustos, hombre justo que estuviese en el medio poseyendo la humanidad de abajo y la justicia de arriba, y por eso mismo colocado en el medio: con una cosa de aquí abajo y con otra de allí arriba, pues si ambas cosas las poseyese de allí, allí estaría, y si las dos fuesen de aquí, yacería a nuestro lado y no estaría en el medio-; por tanto, repito, quien crea en el mediador y viva fiel y santamente, abandonará ciertamente el cuerpo y encontrará descanso; pero luego recuperará el cuerpo, que no será causa de sufrimiento, sino fuente de belleza, y vivirá con Dios por toda la eternidad. Nada habrá que le tiente a desear volver, puesto que tendrá consigo al cuerpo. Por tanto, amadísimos, dado que hoy os he indicado lo que dicen incluso los filósofos de este mundo, cuya sabiduría Dios reputó por necedad, mañana, con la ayuda del Señor, podremos exponerlo.