SERMÓN 232

Traductor: Pío de Luis, OSA

Los discípulos de Emaús1

1. También hoy se os ha leído la resurrección de nuestro Señor Jesucristo, pero según otro evangelio, el de Lucas. El primero en leerse fue el relato de Mateo; ayer se leyó el de Marcos y hoy el de Lucas, según el orden de los evangelistas. Todos ellos nos dejaron también su pasión por escrito. Pero el espacio que suponen estos siete u ocho días permite que se lea la resurrección del Señor según todos los evangelistas; en cuanto a la pasión, en cambio, como sólo se lee un día, es costumbre que sea la narrada por Mateo. Tiempo atrás había deseado que la pasión se leyese cada año según un evangelista distinto. Y se hizo; pero, al no oír los asistentes lo acostumbrado, quedaron desorientados. Mas quien ama la Escritura de Dios y no quiere seguir siendo siempre un ignorante, conoce e investiga con todo esmero. Cada uno progresa según la medida de la fe que Dios le otorgó2.

2. Ahora pongamos atención a lo que escuchamos en la lectura, pues hoy hemos oído más claramente lo que ya ayer recomendé a vuestra caridad, esto es, la incredulidad de los discípulos, para que nos demos cuenta de la grandeza de la bondad de Dios al concedernos creer lo que no vimos. Los llamó, los instruyó, vivió con ellos en la tierra y hasta hizo en su presencia abundantes obras maravillosas. Hasta resucitó algunos muertos; pero no creían que pudiera resucitar a su carne. Llegaron las mujeres al sepulcro, no encontraron allí su cuerpo, escucharon de boca de los ángeles que Cristo había resucitado; las mujeres lo comunicaron a los varones. ¿Y qué está escrito? ¿Qué habéis oído? A ellos estas cosas les parecieron delirios3. ¡Gran desdicha la de la naturaleza humana! Cuando Eva refirió lo que le había dicho la serpiente, al instante se le prestó oído4. Se dio crédito a una mujer que mentía, lo que nos condujo a la muerte, y no se les dio a las mujeres que decían la verdad que nos conduciría a la vida. Si no había que prestar fe a las mujeres, ¿por qué Adán creyó a Eva? Y si hay que prestársela, ¿por qué los discípulos no creyeron a las santas mujeres?5 Y, con todo, también en este hecho hay que considerar la amorosa disposición de nuestro Señor. Ved aquí lo que ha motivado a Jesucristo el Señor a hacer que fuese el sexo femenino el que primero anunciase su resurrección: por el sexo femenino cayó el hombre y por el sexo femenino encontró reparación, pues una virgen había dado a luz a Cristo y una mujer anunciaba su resurrección. Por una mujer entró la muerte; por una mujer, la vida. Pero los discípulos no creyeron lo que habían dicho las mujeres; pensaron que deliraban a pesar de que anunciaban la verdad.

3. He aquí que otros dos se encontraban de camino y hablaban entre sí de lo que había acaecido en Jerusalén, de la maldad de los judíos y de la muerte de Cristo. Iban conversando, llorándole como si estuviera muerto, ignorando que había resucitado. Se les apareció, se convirtió en un tercer caminante y se mezcló con ellos en amigable coloquio. Sus ojos estaban incapacitados para reconocerlo. Como convenía que su corazón fuese mejor instruido, retrasa el darse a conocer. Les pregunta sobre qué estaban hablando, para que le relatasen lo que él ya sabía. ¿Qué oísteis? Comenzaron a extrañarse de que les preguntase, como si nada supiese, de una cosa tan clara y tan notoria. ¿Sólo tú eres forastero en Jerusalén, y no sabes lo que allí ha sucedido? Y él dijo: ¿Qué? -Lo referente a Jesús de Nazaret, que fue un profeta poderoso en obras y palabras6. Es decir, ¡oh discípulos!, ¿era un profeta Cristo, el Señor de los profetas? A vuestro juez le dais la denominación de su pregonero. Habían recurrido a la forma de hablar de los extraños. ¿Qué es eso que acabo de decir: «a la forma de hablar de los extraños»? Recordad que, cuando Jesús mismo preguntó a sus discípulos: ¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre?7, le respondieron con las opiniones ajenas: Unos afirman -dijeron- que eres Elías, otros que Juan Bautista, otros que Jeremías o uno de los profetas8. Éstas eran las palabras de los extraños, no las de los discípulos. Ved que los discípulos han de responder a la misma pregunta. Ahora, ¿quién decís vosotros que soy yo?9 Me habéis presentado las opiniones ajenas; quiero escuchar lo que creéis vosotros. Entonces dice Pedro, uno por todos, puesto que es la unidad entre todos: Tú eres Cristo, el Hijo del Dios vivo10. No ya uno cualquiera de los profetas, sino el Hijo de Dios vivo, el que da cumplimiento a los profetas y el creador de los ángeles: Tú eres Cristo, el Hijo del Dios vivo. Pedro escuchó lo que para él fue un honor oír de aquella voz: Dichoso eres, Simón, hijo de Juan, porque no te lo reveló la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no la vencerán. Te daré las llaves del reino de los cielos, y todo lo que ates en la tierra quedará atado también en el cielo, y todo lo que desates en la tierra quedará desatado también en el cielo11. La fe, no el hombre, mereció escuchar estas palabras. En efecto, el hombre en sí, ¿qué era sino lo que dice el salmo: Todo hombre es mentiroso?12

4. Finalmente, a continuación de estas palabras les anunció su pasión y su muerte. Lleno de espanto, le dice Pedro: Lejos de ti, Señor; tal cosa no sucederá13. Entonces le responde el Señor: Apártate de mí, Satanás14. ¿Es Pedro Satanás? ¿Dónde quedan aquellas palabras: Dichoso eres, Simón, hijo de Jonás? ¿Acaso es dichoso Satanás? El ser dichoso es obra de Dios; ser Satanás, del hombre. Por último, el Señor mismo expuso por qué le llamó Satanás: Pues no saboreas lo que es de Dios, sino lo del hombre. ¿Cómo es dichoso entonces? Porque no te lo reveló la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. ¿Cómo es luego Satanás? No saboreas lo que es de Dios. Cuando lo saboreabas eras dichoso; pero saboreas lo que es del hombre. Ved los altibajos que se sucedían en el alma de los discípulos, cual una salida y puesta del sol; tan pronto estaba de pie como yacía postrada; tan pronto llena de luz como de tinieblas; iluminada por Dios, entenebrecida por sí misma. ¿De dónde le venía la iluminación? Acercaos a él, y seréis iluminados15. ¿De dónde las tinieblas? Quien habla la mentira, habla de lo que le es propio16. Lo había dicho el Hijo de Dios, lo había dicho la vida, y temía que muriese la vida, siendo así que la vida no puede en absoluto morir, y el Hijo de Dios había venido a morir. Si él no hubiese venido a la muerte, ¿de dónde recibiríamos nosotros la vida?

5. ¿De dónde nos viene a nosotros la vida? ¿De dónde le llegó a él la muerte? Centra la atención en él: En el principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios17. Busca allí la muerte. ¿Dónde se la encuentra? ¿De dónde le viene? ¿Cómo era la Palabra? La Palabra estaba junto a Dios, la Palabra era Dios. Si encuentras en ella carne y sangre, encuentras también la muerte. Por tanto, ¿de dónde le vino la muerte a aquella Palabra? ¿De dónde nos vino la vida a nosotros, hombres moradores de la tierra, mortales, corruptibles y pecadores?

Nada había en ella de donde pudiera surgir la muerte y nada teníamos nosotros de donde obtener la vida. De nuestro haber, él tomó la muerte, para darnos del suyo la vida. ¿Cómo tomó él la muerte de nuestro haber? La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros18. Recibió de nuestro haber lo que iba a ofrecer por nosotros. En cambio, la vida, ¿de dónde nos vino a nosotros? Y la vida era la luz de los hombres19. Él fue para nosotros vida; nosotros para él, muerte.

Pero ¿qué clase de muerte? Una muerte fruto de su benevolencia, no resultado de su ser. Murió porque lo tuvo a bien, porque quiso, porque se compadeció; murió porque tenía el poder de hacerlo. Tengo poder para entregar mi alma y poder para volver a tomarla20. Esto lo desconocía Pedro cuando se estremeció ante el anuncio de la muerte del Señor. Pero he aquí que el Señor ya había dicho que iba a morir y que resucitaría al tercer día. Se cumplió lo que venía anunciando y no lo creían los que lo habían escuchado. He aquí que ya han pasado tres días desde que estas cosas acontecieron, y nosotros pensábamos que él había de redimir a Israel21. Eso esperabais; ¿habéis perdido ya la esperanza? Habéis caído de la altura de vuestra esperanza. Quien camina a vuestro lado os levanta. Eran sus discípulos, le habían escuchado, habían vivido con él, le reconocían como maestro, habían sido instruidos por él, y no fueron capaces de imitar y tener la fe del ladrón colgado en la cruz.

6. Quizás alguno de vosotros desconoce lo apuntado acerca del ladrón al no haber escuchado la pasión según todos los evangelistas. El evangelista Lucas es quien ha narrado lo que estoy diciendo. Que al lado del Señor fueron crucificados dos ladrones, lo dijo también Mateo22; pero éste no dijo que uno de ellos insultó al Señor, mientras que el otro creyó en él. Esto lo dijo Lucas. Hagamos memoria de la fe del ladrón, fe que Cristo no encontró en sus discípulos después de la resurrección.

Colgaba Cristo de la cruz, y colgaba también el ladrón. Cristo en el medio, ellos a un lado cada uno. Uno lo insulta, el otro cree, y hace de juez el que está en el medio. El que lo insultaba dijo: Si eres Hijo de Dios, libérate. Y el otro le replica: ¿No temes a Dios? Nosotros sufrimos justamente, a causa de nuestras acciones; pero él, ¿qué hizo? Y dirigiéndose a Jesús: Acuérdate de mí, Señor, cuando llegues a tu reino23. Grande es esta fe; ignoro qué pueda añadírsele todavía. Dudaron quienes vieron a Cristo resucitando muertos y creyó él en quien veía que colgaba del madero a su lado. Precisamente cuando aquéllos dudaron, creyó él. ¡Qué fruto recogió Cristo de un árbol seco! ¿Qué dijo el Señor? Escuchémoslo: En verdad te digo: Hoy estarás conmigo en el paraíso24. Tú lo retrasas, pero yo te reconozco. ¡Cuándo iba a esperar el ladrón pasar del atraco al juez, del juez a la cruz, y de la cruz al paraíso! De esta manera, considerando lo que merecía, no dijo: «Acuérdate de mí y líbrame hoy mismo»; sino: «Cuando llegues a tu reino, entonces acuérdate de mí; si merezco tormentos, que duren, lo más, hasta que llegues a tu reino». Y Jesús: «No sea así; has asaltado el reino de los cielos, hiciste violencia, creíste, lo arrebataste. Hoy estarás conmigo en el paraíso. No te hago esperar; hoy mismo pago lo merecido a fe tan grande». El ladrón dice: Acuérdate de mí cuando llegues a tu reino. No sólo creía que iba a resucitar, sino hasta que iba a reinar. A un hombre colgado, crucificado, ensangrentado y pegado al madero le dice: Cuando llegues a tu reino. Y aquellos discípulos, en cambio: Nosotros esperábamos25. Donde el ladrón encontró la fe, allí la perdió el discípulo.

7. Por fin, amadísimos, hemos conocido el gran misterio. Escuchad. Caminaba con ellos, es acogido como huésped, fracciona el pan y le reconocen26. No digamos nosotros que no conocemos a Cristo; lo conocemos si creemos. Ellos tenían a Cristo en la comida; nosotros lo tenemos dentro, en el alma. Mayor cosa es tener a Cristo en el corazón que tenerlo en casa. Nuestro corazón nos es más interior de lo que lo es nuestra casa. ¿Dónde debe reconocerlo ahora el fiel? Lo sabe quien es fiel; pero el catecúmeno lo ignora. Mas nadie le cierra la puerta para que no entre27.

8. Ayer advertí e hice ver a vuestra caridad que la resurrección de Cristo se realiza en nosotros si vivimos bien, si muere nuestra antigua vida mala y progresa a diario la nueva. Hay aquí muchos penitentes; al momento de la imposición de las manos se forma una fila larguísima. «Orad, penitentes...». Y los penitentes se ponen a orar. Los examino y encuentro que hay quienes viven mal. ¿Cómo se arrepiente uno de lo hecho? Si se arrepiente, que no vuelva a hacerlo. Si, por el contrario, vuelve a hacerlo, no le cuadra llamarse penitente y el pecado permanece. Algunos pidieron ellos mismos ser incluidos en la categoría de los penitentes; otros se han visto obligados después de haber sido excomulgados por mí. Y los que se incluyeron de propia iniciativa quieren seguir haciendo lo mismo que antes, y quienes se han visto obligados por mi excomunión no quieren salir del lugar reservado a los penitentes como si fuese un lugar de privilegio. El que debe ser lugar de humildad se convierte en lugar de iniquidad.

Me dirijo a vosotros los que os llamáis penitentes y no lo sois; a vosotros me dirijo: ¿Qué puedo deciros? ¿Os alabo? En esto no os alabo28, sino que gimo y lloro. ¿Y qué hago convertido en una vil cantinela?29 Cambiad de vida, cambiad de vida, os lo suplico. Desconocemos cuando llegará el fin de nuestra vida. Todo hombre camina con su muerte. Pensando que la vida es larga, diferís el vivir santamente. Pensáis que la vida es larga, y no teméis una muerte repentina. Mas supongamos que la vida es larga; preocupaos de que sea santa. Busco un único penitente, y no lo encuentro. ¡Cuánto mejor es una vida larga y santa que otra larga y mala! Nadie quiere verse en una cena mala y de larga duración, ni tener que soportarla, y, en cambio, casi todos quieren tener una vida larga y mala. Si la duración de nuestra vida es grande, sea también santa. ¿Qué quieres -dime- que haya de malo en todas tus acciones, pensamientos y deseos? En el campo no quieres una mala cosecha; con toda certeza, la quieres buena, no mala; quieres un árbol bueno, un caballo bueno, un siervo bueno, un amigo bueno, un hijo bueno, una esposa buena. Y ¿para qué mencionar estas cosas tan importantes, cuando hasta un mismo vestido no lo quieres malo, sino bueno? Y, por último, hasta el calzado no lo quieres si no es bueno. O muéstrame que quieres algo que sea malo o que no quieres algo que sea bueno. Supongo que no quieres una finca mala, sino una buena. Sólo el alma quieres tenerla mala. ¿Por qué te has dañado a ti mismo? ¿Por qué mereciste tratarte mal a ti mismo? Entre todos tus bienes, ninguno quieres que sea malo, a excepción de ti mismo.

Pienso que estoy diciendo lo que acostumbro a decir y que quizás algunos siguen haciendo lo que acostumbran. No he dicho «ciertamente», sino «quizá». Que nadie me acuse de hablar expresando más temor que seguridad. Sacudo mis vestidos30 en presencia de Dios. Tengo miedo que se me reproche ese temor. ¿Qué queréis? Yo cumplo con mi deber y busco el fruto en vosotros. De vosotros sólo quiero el gozo de vuestras obras, no dinero. No me hace rico quien vive santamente. No obstante, viva santamente y me hará rico. Mis riquezas no son otras que vuestra esperanza en Cristo. Mi gozo, mi descanso y alivio en mis dificultades y en mis pruebas no es otro que vuestra vida santa. Os suplico que, si os habéis olvidado de vosotros mismos, os compadezcáis, al menos, de mí.