SERMÓN 229 A (= Guelf. 7)

Traductor: Pío de Luis, OSA

Alocución a los neófitos sobre los sacramentos

1. Especialmente a vosotros, engendrados a la vida nueva -de ahí que se os designe como infantes-, os había prometido explicaros qué significa todo lo que ahora estáis viendo. Escuchad, pues. Escuchad también vosotros, los fieles, ya habituados a verlo. Buena medida es recordarlo para que no se cuele el olvido. Lo que estáis viendo sobre la mesa del Señor, por lo que se refiere a su aspecto exterior, estáis acostumbrados a verlo también en las vuestras; el aspecto exterior es el mismo, pero distinto el efecto que produce. También vosotros sois los mismos hombres que erais antes, pues el rostro que nos presentáis hoy no es distinto del de ayer. Y, sin embargo, sois hombres nuevos: hombres viejos por el aspecto físico, nuevos por la gracia de la santidad, como también es nuevo esto. Tal como lo veis, es aún pan y vino; cuando llegue la santificación, ese pan será el cuerpo de Cristo y el vino su sangre. El nombre y la gracia de Cristo hacen que los ojos sigan percibiendo lo que percibían antes y que, sin embargo, no tenga el mismo valor que antes. Si uno lo comía antes, le saciaba el vientre; si lo come ahora, le edifica el espíritu.

Cuando fuisteis bautizados o, más exactamente, antes de ser bautizados, el sábado, os hablé del sacramento de la fuente en la que ibais a ser bañados. Entonces os dije algo que creo no habéis olvidado, a saber, que el bautismo se equiparaba o se equipara al estar sepultados con Cristo, puesto que dice el Apóstol: Hemos sido sepultados con Cristo, mediante el bautismo, para morir, a fin de que, como él resucitó de entre los muertos, así también nosotros caminemos en la vida nueva1. Del mismo modo, también ahora es necesario recomendaros y apuntaros, no con corazonadas mías ni con presunciones o argumentos humanos, sino con la autoridad del Apóstol, qué es lo que recibisteis o vais a recibir. Escuchad, pues, brevemente lo que dice el Apóstol, o mejor, Cristo por boca del Apóstol, sobre el sacramento de la mesa del Señor: Somos muchos, pero somos un único pan, un solo cuerpo2. Esto es todo; en pocas palabras lo he dicho. Pero no contéis las palabras, sino ponderadlas. Aunque su número es pequeño, su peso es grande. Un único pan, dijo. Fueran muchos o fueran pocos los panes allí puestos, ahora es un único pan; sean los que sean los panes que se colocan hoy en los distintos altares de Cristo en todo el orbe de la tierra, es un único pan. ¿Pero qué es ese único pan? Lo expuso con la máxima brevedad: Siendo muchos, somos un único cuerpo. Este pan es el cuerpo de Cristo, del que dice el Apóstol dirigiéndose a la Iglesia: Vosotros sois el cuerpo de Cristo y sus miembros3. Lo que recibís, eso sois vosotros por la gracia que os ha redimido. Cuando respondéis Amén, lo rubricáis personalmente. Lo que estáis viendo es el sacramento de la unidad.

2. Dado que el Apóstol nos ha apuntado ya lo que es, consideradlo ahora con mayor detenimiento y ved cómo acontece. ¿Cómo se elabora el pan? Se trilla y se muele; se amasa con agua y se cuece; la masa le da pureza y la cocción, solidez. Pues también vosotros os habéis convertido en trilla, ¿cuándo tuvo lugar? En los ayunos, las prácticas cuaresmales, las vigilias y los exorcismos. Cuando se os practicaban los exorcismos, se os estaba moliendo. La masa no es posible hacerla sin agua: habéis sido bautizados. La cocción resulta molesta, pero es útil. ¿En qué consiste esa cocción? En pasar por el fuego de las tentaciones, de las que nunca carece esta vida. ¿Cómo se justifica su utilidad? El horno prueba la vasija de barro, y el revés de la tribulación, a los hombres justos4. Como de los distintos granos, congregados en unidad y en cierto modo mezclados entre sí mediante el agua, se elabora un único pan, de idéntica manera, mediante la concordia de la caridad, se produce el único cuerpo de Cristo. Lo que se ha dicho de los granos respecto al cuerpo de Cristo, ha de decirse de las uvas respecto a la sangre, pues también el vino fluye del lagar, y lo que se hallaba en muchas uvas por separado, confluye en una unidad y se transforma en vino. En consecuencia, lo mismo en el pan que en el vino se hace presente el misterio de la unidad.

3. Presentes junto a la mesa del Señor, escuchasteis: El Señor esté con vosotros. Eso mismo solemos decir cuando os saludamos desde el presbiterio y cuantas veces pronunciamos alguna oración. El motivo es que nos conviene tener al Señor siempre a nuestro lado, dado que sin él nada somos. Considerad lo que sonó en vuestros oídos, lo que decís ante el altar de Dios. En cierto modo, os sometemos a un interrogatorio y os dirigimos una exhortación al decir: Levantemos el corazón. No lo tengáis por los suelos; el corazón se pudre al contacto con la tierra; levantadlo hacia el cielo. ¿Hacia dónde hay que levantar el corazón? ¿Cómo respondéis? ¿Hacia dónde levantáis el corazón? Lo tenemos levantado hacia el Señor. En efecto, el mismo tener levantado el corazón, a veces es cosa buena, a veces mala. ¿Cómo que es mala? Es mala en aquellos de quienes se dijo: Los derribaste cuando se ensalzaban5. Tener el corazón en alto, si no es hacia el Señor, no es justicia sino soberbia. Por este motivo, cuando decimos: Levantemos el corazón, dado que también la soberbia puede mantenerlo elevado, respondéis: Lo tenemos levantado hacia el Señor. Por tanto, estamos ante una condescendencia, no ante un motivo de orgullo. Y si es condescendencia el que tengamos el corazón levantado hacia el Señor, ¿es obra nuestra? ¿Es resultado de nuestras fuerzas? ¿Levantamos nosotros al cielo la tierra que éramos? En ningún modo. Dios lo hizo, Dios tuvo esa condescendencia, él extendió su mano, Dios otorgó su gracia, Dios elevó lo que estaba caído. Por ello, para que no os atribuyáis el tener en alto el corazón al responder: Lo tenemos levantado hacia el Señor, a las palabras: Levantemos el corazón añadí: Demos gracias al Señor, nuestro Dios. Misterios éstos de breve duración, pero grandiosos. De breve duración, decimos, pero grandes para el corazón. Se trata de palabras que os decís en un abrir y cerrar de ojos, sin necesidad de libro, ni de lectura, ni de larga reflexión. Parad mientes en lo que sois y en lo que debéis continuar siendo para poder alcanzar las promesas de Dios. [Concluye el sermón sobre el santo domingo de Pascua].