SERMÓN 227

Traductor: Pío de Luis, OSA

El sacramento de la eucaristía

Tengo bien presente mi promesa. A vosotros que acabáis de ser bautizados os había prometido explicaros en la homilía el sacramento de la mesa del Señor1, que también ahora estáis viendo y del que participasteis la noche pasada. Debéis conocer qué habéis recibido, qué vais a recibir y qué debéis recibir a diario.

El pan que estáis viendo sobre el altar, santificado por la palabra de Dios, es el cuerpo de Cristo. El cáliz o, más exactamente, lo que contiene el cáliz, santificado por la palabra de Dios, es la sangre de Cristo2. Mediante estos elementos quiso Cristo, el Señor, confiarnos su cuerpo y su sangre que derramó por nosotros para la remisión de los pecados3. Si lo habéis recibido santamente, vosotros sois lo que habéis recibido. Pues dice el Apóstol: Siendo muchos, somos un único cuerpo, un único pan4. Es la manera como él expuso el sacramento de la mesa del Señor: Siendo muchos, somos un único cuerpo, un único pan. En este pan se os encarece cómo debéis amar la unidad. Pues ¿acaso ese pan se ha elaborado de un único grano? ¿No eran muchos los granos de trigo? Pero antes de confluir en el (único) pan, estaban separados. Merced al agua se unieron, después de pasar por cierta trituración. En efecto, si el trigo no pasa por el molino y con el agua se convierte en masa, en ningún modo alcanza esta forma que recibe el nombre de pan. De igual modo, con anterioridad también vosotros erais como molidos con la humillación del ayuno y el rito del exorcismo. Llegó el bautismo y el agua: habéis sido amasados para obtener la forma de pan. Pero no existe aún el pan si no hay fuego. ¿Qué significa, pues, el fuego, esto es, la unción con el óleo? El óleo, que alimenta el fuego, es efectivamente signo sagrado del Espíritu Santo. Advertidlo en los Hechos de los Apóstoles en el momento de su lectura. Ahora, en efecto, inicia la lectura de dicho libro; hoy comenzó el libro intitulado Hechos de los Apóstoles. Quien desee progresar tiene cómo conseguirlo. Cuando os congregáis en la Iglesia, dejad de lado las habladurías vanas y estad atentos a las Escrituras. Nosotros somos vuestros libros. Prestad atención, por tanto, y ved por qué medio ha de venir en Pentecostés el Espíritu Santo. Y así es como vendrá: se manifiesta en lenguas de fuego5. De hecho, aviva la caridad cuyas llamas nos eleven hacia Dios y nos lleven a despreciar el mundo, quemen lo que de heno hay en nosotros y purifique nuestro corazón como si fuera oro6. Llega, pues, el Espíritu Santo -al agua sigue el fuego- y os convertís en el (único) pan que es el cuerpo de Cristo. Y, por ello, en cierto modo se significa la unidad.

Recordáis el orden en que se desarrollan los misterios sagrados. En primer lugar, después de la oración, se os exhorta a tener en alto vuestro corazón. Es lo que procede que hagan los miembros de Cristo7. Si, pues, os habéis convertido en miembros de Cristo, ¿dónde se halla vuestra Cabeza?8 Los miembros tienen su cabeza. Si la Cabeza no hubiese ido delante, los miembros no la seguirían. ¿A dónde se encaminó nuestra cabeza? ¿Qué habéis profesado al recitar el Símbolo? Al tercer día resucitó de entre los muertos, ascendió al cielo, está sentado a la derecha del Padre. Nuestra cabeza está, por tanto, en el cielo. Ésa es la razón por la que, cuando se dice: Levantemos el corazón, respondéis: Lo tenemos (levantado) hacia el Señor. Y para que no atribuyáis a vuestras propias fuerzas, a vuestros méritos, a vuestro esfuerzo el tener el corazón levantado hacia el Señor, dado que es don de Dios el tenerlo en alto, el obispo o el presbítero que hace la ofrenda, tras haber respondido el pueblo: Tenemos el corazón levantado hacia el Señor, prosigue diciendo: Demos gracias al Señor nuestro Dios porque tenemos en lo alto nuestro corazón. Démosle gracias, porque si él no nos hubiese hecho ese don, tendríamos nuestro corazón en la tierra. Y vosotros lo confirmáis diciendo: Es digno y justo que demos las gracias a quien hizo que tengamos el corazón elevado hacia nuestra cabeza.

Luego, tras la santificación del sacrificio de Dios, puesto que él ha querido que también nosotros fuéramos su sacrificio9, lo que se mostró allí donde se puso aquella suprema ofrenda a Dios y también nosotros, esto es, el signo de lo que somos, he aquí que, una vez que ha tenido lugar la consagración, recitamos la oración del Señor que habéis recibido y devuelto.

A continuación de ella se dice: La paz esté con vosotros, y los cristianos se intercambian el ósculo santo. Es el signo de la paz. Igual que la muestran tus labios, sea una realidad en tu conciencia. Es decir, igual que tus labios se acercan a los de tu hermano, no se aparte tu corazón del suyo.

Grandes son, pues, estos misterios; muy grandes, en verdad. ¿Queréis saber cómo se nos encarecen? Dice el Apóstol: Quien come el cuerpo de Cristo o bebe el cáliz del Señor indignamente, es reo del cuerpo y sangre del Señor10. ¿En qué consiste ese recibirlo indignamente? En recibirlo con desprecio, en recibirlo con mofa. No lo juzgues algo sin valor por el hecho de ser visible. Lo que ves pasa, pero su significado invisible no pasa, sino que permanece. Ved que se recibe, se come, se consume. ¿Acaso se consume el cuerpo de Cristo? ¿Se consume, tal vez, la Iglesia de Cristo? ¿Acaso se consumen los miembros de Cristo? En ningún modo. Aquí son purificados, allí son coronados. Permanecerá, pues, lo significado, aunque parezca que pasa lo que lo significa. Recibid, pues, (el cuerpo de Cristo) de tal manera que pensar en él equivalga a pensar en vosotros mismos, de modo que mantengáis la unidad en el corazón y tengáis siempre clavado vuestro corazón en lo alto. Que vuestra esperanza no esté en la tierra, sino en el cielo11; que vuestra fe esté firmemente asentada en Dios, sea grata a Dios. Puesto que lo que ahora no veis aquí, pero lo creéis12, lo habréis de ver allí, donde vuestro gozo no tendrá fin13.