SERMÓN 218 C (= Guelf. 3)

Traductor: Pío de Luis, OSA

La pasión del señor

1. La pasión de nuestro Señor y Salvador Jesucristo es para nosotros un ejemplo de paciencia, a la vez que confianza de alcanzar la gloria. ¿Qué cosa no pueden esperar de la gracia de Dios los corazones de los fieles? Por bien de ellos, el Hijo único de Dios y coeterno con el Padre consideró poco el nacer como hombre de hombre, pues hasta sufrió la muerte de manos de quienes fueron creados por él. Gran cosa es lo que el Señor promete realizar en el futuro, pero mucho mayor es lo que recordamos ya hecho por nosotros. ¿Dónde estaban o qué eran ellos cuando Cristo murió por los impíos?1 ¿Quién duda de que él ha de donar su vida a los santos, si les regaló incluso su muerte? ¿Por qué vacila la fragilidad humana a la hora de creer que será una realidad que los hombres vivan algún día en compañía de Dios? Mucho más increíble es lo que ya ha tenido lugar: Dios ha muerto por los hombres. ¿Quién es Cristo sino la Palabra que existía en el principio, la Palabra que existía junto a Dios y la Palabra que era Dios?2 Esta Palabra de Dios se hizo carne y habitó entre nosotros3. No hubiera tenido en sí mismo dónde morir por nosotros si no hubiese tomado nuestra carne mortal. De esta manera el inmortal pudo morir y donar la vida a los mortales: haciendo partícipes de sí mismo en el futuro a aquellos de quienes él se había hecho partícipe antes.

Pues ni nosotros teníamos en nuestro ser de dónde conseguir la vida ni él en el suyo en dónde sufrir la muerte. Realizó, pues, con nosotros un admirable comercio sobre la base de una mutua participación: era nuestro lo que le posibilitó morir, será suyo lo que nos posibilite vivir. Pero la carne que tomó de nosotros para morir, él mismo la dio, puesto que es el creador; en cambio, la vida, gracias a la cual viviremos en él y con él, no la recibió de nosotros. En consecuencia, si consideramos nuestra naturaleza por la que somos hombres, no murió en algo suyo, sino en algo nuestro, puesto que de ninguna manera puede morir en su naturaleza propia por la que es Dios. Si, en cambio, consideramos que es criatura suya, que él la hizo en cuanto Dios, murió también en algo suyo, puesto que él es autor también de la carne en que murió.

2. Así, pues, no sólo no debemos avergonzarnos de la muerte del Señor, nuestro Dios, sino más bien poner en ella toda nuestra confianza y nuestra gloria. En efecto, recibiendo de nosotros la muerte que encontró en nosotros, hizo una promesa totalmente fidedigna de que nos ha de dar en él la vida que no podemos obtener de nosotros. Quien nos amó tanto que, sin tener pecado, sufrió lo que los pecadores merecimos por el pecado, ¿cómo no va a darnos lo que da a los justos él que nos justifica? ¿Cómo no va a cumplir su promesa quien promete sinceramente dar el galardón a los santos, él que, sin cometer maldad alguna, sufrió el castigo que merecían los malvados? Sin temor alguno, confesemos, o más bien profesemos, hermanos, que Cristo fue crucificado por nosotros; digámoslo llenos de gozo, no de temor; cubiertos de gloria, no de bochorno. Lo vio el apóstol Pablo y lo recomendó como título de gloria. Muchas obras grandiosas y divinas podía mencionar en relación con Cristo; no obstante, no dijo que se gloriaba en las maravillas obradas por él, que, siendo Dios junto al Padre, creó el mundo, y, siendo hombre como nosotros, dio órdenes al mundo, sino: Lejos de mí el gloriarme a no ser en la cruz de nuestro Señor Jesucristo4. Veía por quiénes, quién y de dónde había pendido, y presumía de tan grande humildad de Dios y de la divina excelsitud. Esto el Apóstol.

3. Ahora bien, quienes nos insultan porque adoramos al Señor crucificado, cuanto más piensan que saben, tanto más irremediablemente han perdido la razón y no entienden en absoluto lo que creemos o decimos. En efecto, nosotros no decimos que murió en Cristo su ser divino, sino su ser humano. Si, por ejemplo, cuando muere un hombre cualquiera no sufre la muerte, en compañía del cuerpo, aquello que ante todo le constituye como hombre, es decir, lo que le distingue de las bestias, lo que faculta el entender, lo que discierne entre lo divino y lo humano, lo temporal y lo eterno, lo falso y lo verdadero, en definitiva, el alma racional, sino que, muerto el cuerpo, ella se separa con vida y, no obstante, se dice: «Ha muerto un hombre», ¿por qué no decir también: «Murió Dios», sin entender por ello que pudo morir el ser divino, sino la parte mortal que había asumido en favor de los mortales? Cuando muere un hombre, no muere su alma que mora en la carne; de idéntica manera, cuando murió Cristo, no murió su divinidad presente en el hombre. «Pero -dicen- Dios no pudo mezclarse con el hombre y hacerse, juntamente con él, el único Cristo». Según este modo de pensar carnal y vano y las opiniones humanas, más difícil debería sernos el creer en la posibilidad de la mezcla entre el espíritu y la carne que entre Dios y el hombre, y, a pesar de todo, ningún hombre sería hombre si el espíritu del hombre no estuviese mezclado a un cuerpo humano. ¡Cuánto más difícil y extraña no será la mezcla entre espíritu y cuerpo que entre espíritu y espíritu! Si, pues, para constituir un hombre se han mezclado el espíritu del hombre, que no es cuerpo, y el cuerpo del hombre, que no es espíritu, Dios, que es espíritu5, ¿no pudo, con mucha más razón, mezclarse, gracias a una participación espiritual, no ya a un cuerpo desvinculado del espíritu, sino a un hombre poseedor de espíritu, para constituir a partir de ambos un único Cristo?

4. Gloriémonos, pues, también nosotros en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo está crucificado para nosotros y nosotros para el mundo6. Cruz que hemos colocado en la misma frente, es decir, en la sede del pudor, para que no nos avergoncemos. Y si nos esforzamos por explicar cuál es la enseñanza de paciencia contenida en esta cruz o cuán saludable es, ¿encontraremos palabras adecuadas a los contenidos o tiempo adecuado a las palabras? ¿Qué hombre que crea con toda verdad e intensidad en Cristo se atreverá a enorgullecerse, cuando es Dios quien enseña la humildad no sólo de palabra, sino también con su ejemplo? La utilidad de esta enseñanza la recuerda en pocas palabras aquella frase de la Sagrada Escritura: Antes de la caída se exalta el corazón y antes de la gloria se humilla7. Es la misma música que suena en estas otras palabras: Dios resiste a los soberbios, pero da su gracia a los humildes8 y en estas otras: Quien se ensalza será humillado y quien se humilla será ensalzado9. Por consiguiente, ante la exhortación del Apóstol a que no seamos altivos, sino que nos acomodemos a los humildes10, el hombre ha de pensar, si le es posible, a qué gran precipicio es empujado si no se conforma a la humildad de Dios y cuán pernicioso es que el hombre encuentre dificultad en soportar lo que quiera el Dios justo, si Dios sufrió pacientemente lo que quiso el injusto enemigo.