SERMÓN 215

Traductor: Pío de Luis, OSA

La «devolución» del símbolo

1. El Símbolo del sacrosanto misterio, que recibisteis todos a la vez y que hoy habéis recitado uno a uno, no es otra cosa que las palabras en las que se apoya sólidamente la fe de la Iglesia, nuestra madre, sobre el fundamento inconmovible que es Cristo el Señor. Nadie puede poner otro fundamento fuera del ya puesto, que es Cristo Jesús1. Recibisteis y recitasteis algo que debéis retener siempre en vuestra mente y corazón, y repetir en vuestro lecho; algo sobre lo que tenéis que pensar cuando estáis en la calle y que no debéis olvidar ni cuando coméis; algo en lo que mantengáis despierto el corazón, aun cuando vuestro cuerpo duerme. Renunciando al diablo y sustrayendo la mente y el alma a sus pompas y a sus ángeles, es preciso olvidar lo pasado y, despreciada la vetustez de la vida anterior, renovar con el nuevo hombre una nueva vida mediante las sanas costumbres. Y -como dice el Apóstol- hay que olvidar las cosas de atrás y, con la mirada puesta en las que están delante, perseguir la palma de la suprema vocación de Dios2; hay que creer lo que aún no se ve para poder llegar con justicia a lo que se ha creído. Quien algo ve, ¿cómo lo espera? Pero, si esperamos lo que no vemos, por la paciencia lo esperamos3.

2. Esta fe y norma de nuestra salvación consiste en creer «en Dios Padre todopoderoso, creador de todas las cosas, rey de los siglos, inmortal e invisible». Él es, en efecto, el Dios todopoderoso que, al comienzo del mundo, creó todo de la nada, el que existe antes de los siglos que también él hizo y gobierna. No aumenta con el tiempo ni se extiende por el espacio, ni materia alguna le pone fin o término, sino que permanece junto a sí mismo y en sí mismo como eternidad plena y perfecta que ni la mente humana puede comprender ni la lengua describir. Pues si el don que tiene prometido a los santos ni ojo alguno lo vio, ni oído lo oyó, ni ha llegado al corazón del hombre, ¿cómo podrá la mente concebir, el corazón pensar o la lengua describir a quien promete ese don?

3. «Creemos también en su Hijo, Jesucristo, nuestro Señor», Dios verdadero de Dios verdadero, Dios Hijo de Dios Padre, pero sin ser dos dioses, pues él y el Padre son una sola cosa4. Esto ya lo da a entender al pueblo mediante Moisés al decir: Escucha, Israel, los mandamientos de la vida; el Señor tu Dios es un solo Señor5. Y, si quieres pensar cómo ha nacido fuera del tiempo el Hijo eterno del eterno Padre, te recrimina el profeta Isaías, que dice: ¿Quién narrará su nacimiento?6 Así, pues, el nacimiento de Dios a partir de Dios, ni podrás pensarlo ni explicarlo; sólo se te permite creerlo para poder alcanzar la salvación, según las palabras del Apóstol: Quien se acerca a Dios es preciso que crea que existe y que recompensará a los que le buscan7. Si, pues, deseas conocer su nacimiento según la carne, que se dignó aceptar por nuestra salvación, escucha y cree «que nació del Espíritu Santo y de la virgen María». Aunque, incluso este nacimiento, ¿quién lo narrará? ¿Quién puede valorar en su justo punto que Dios haya querido nacer como hombre por los hombres, que una virgen lo haya concebido sin semen de varón, que lo haya alumbrado sin perder la integridad y que después del parto haya permanecido íntegra? Nuestro Señor Jesucristo entró, por condescendencia, en el seno de la virgen: siendo inmaculado, llenó los miembros de una mujer; hizo grávida a su madre sin privarla de su virginidad; habiéndose formado a sí mismo, salió del seno de la madre, conservándolo íntegro. De esta forma colmó de honor materno y de la santidad virginal a la mujer de la que se dignó nacer. ¿Quién puede comprender esto? ¿Quién puede explicarlo? En consecuencia, ¿este mismo nacimiento quién lo narrará?8 ¿Quién tendrá mente capaz de comprender o lengua capaz de explicar no sólo que en el principio existía la Palabra9, carente de todo comienzo por nacimiento, sino también que la Palabra se hizo carne10, eligiendo una virgen para convertirla en madre y convirtiéndola en madre pero conservándola virgen? En cuanto Hijo de Dios, no tuvo madre que lo concibiera y, en cuanto hijo del hombre, no tuvo varón que lo engendrara; con su venida trajo la fecundidad a la mujer, sin privarla, al nacer él, de su integridad. ¿Qué es esto? ¿Quién puede decirlo? ¿Quién puede callarlo? ¡Cosa admirable: no se nos permite callar lo que somos incapaces de hablar! ¡Predicamos con palabras lo que ni con la mente comprendemos! Somos incapaces de hablar de tan gran don de Dios por ser pequeños para expresar su grandeza, y, no obstante, nos sentimos obligados a alabarlo, no sea que nuestro silencio revele ingratitud. Pero, ¡gracias a Dios!, lo que no puede expresarse dignamente, puede creerse fielmente.

4. Creamos, pues, «en Jesucristo, nuestro Señor, nacido del Espíritu Santo y de la virgen María». Pues también la misma bienaventurada María concibió creyendo a quien alumbró creyendo. Después que se le prometió el hijo, preguntó cómo podía suceder eso, puesto que no conocía varón. En efecto, sólo conocía un modo de concebir y de dar a luz; aunque personalmente no lo había experimentado, había aprendido de otras mujeres -la naturaleza es repetitiva- que el hombre nace del varón y de la mujer. El ángel le dio por respuesta: El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso, lo que nazca de ti será santo y será llamado Hijo de Dios11. Tras estas palabras del ángel, ella, llena de fe y habiendo concebido a Cristo antes en su espíritu que en su seno, dijo: He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra12. Cúmplase -dijo- el que una virgen conciba sin semen de varón; nazca del Espíritu Santo y de una mujer virgen aquel en quien renacerá del Espíritu Santo la Iglesia, virgen también. Llámese Hijo de Dios al santo que ha de nacer de madre humana, pero sin padre humano, puesto que fue conveniente que se hiciese hijo del hombre el que de forma admirable nació de Dios Padre sin madre alguna. De esta forma, nacido en aquella carne, de pequeño, salió de un seno cerrado, y en la misma carne, de grande, ya resucitado, entró por puertas cerradas. Estos hechos son asombrosos, porque son divinos; son inefables, porque son también inescrutables; la boca del hombre no es suficiente para explicarlos, porque tampoco lo es el corazón para investigarlos. Creyó María, y se hizo realidad en ella lo que creyó. Creamos también nosotros para que pueda sernos también provechoso lo hecho realidad. Aunque también este nacimiento sea asombroso, piensa, sin embargo, ¡oh hombre!, qué tomó por ti tu Dios, qué el creador por la criatura: Dios que permanece en Dios, el eterno que vive con el eterno, el Hijo igual al Padre, no desdeñó revestirse de la forma de siervo en beneficio de los siervos, reos y pecadores. Y esto no se debe a méritos humanos, pues más bien merecíamos el castigo por nuestros pecados. Pero, si hubiese puesto sus ojos en nuestras maldades, ¿quién los hubiese resistido?13 Así, pues, por los siervos impíos y pecadores, el Señor se dignó nacer, como siervo y como hombre, «del Espíritu Santo y de la virgen María».

5. Quizá te parezca poco el que haya venido, vestido con carne humana, Dios por los hombres, el justo por los pecadores, el inocente por los culpables, el rey por los cautivos y el amo por los siervos; el que se le haya visto en la tierra y haya convivido con los hombres14; además de eso, fue crucificado, muerto y sepultado. ¿No lo crees? Quizá digas: «¿Cuándo tuvo lugar eso?». Escucha cuándo: «En tiempos de Poncio Pilato». Intencionadamente, se te puso también el nombre del juez, para que no dudaras ni del cuándo. Creed, pues, que el Hijo de Dios «fue crucificado en tiempos de Poncio Pilato y sepultado». Nadie tiene mayor amor que éste: que alguien entregue la vida por sus amigos15. ¿Piensas que nadie? Absolutamente nadie. Es verdad, Cristo lo ha dicho. Preguntemos al Apóstol y que él nos responda. Cristo -dice- murió por los impíos16. Y de nuevo: Cuando éramos sus enemigos, Dios nos reconcilió consigo por la muerte de su Hijo17. He aquí, pues, que en Cristo encontramos un amor mayor, dado que entregó su vida no por sus amigos, sino por sus enemigos. ¡Cuán grande amor el de Dios por los hombres! ¡Qué afecto el suyo, hasta el punto de amar incluso a los pecadores y morir por amor a ellos! Dios nos manifiesta su amor a nosotros -son palabras del Apóstol- en que, cuando aún éramos pecadores, Cristo murió por nosotros18. Cree también tú eso y no te avergüences de confesarlo en bien de tu salvación. Con el corazón se cree para la justicia, pero con la boca se confiesa para la salvación19. Además, para que no dudes ni te avergüences, al inicio de tu fe recibiste la señal de Cristo en la frente, como en la sede del pudor. Piensa en tu frente para que no te asuste la lengua ajena. Dice el mismo Señor: A quien se avergüence de mí delante de los hombres, el Hijo del hombre se avergonzará de él delante de los ángeles20. No te avergüences de la ignominia de la cruz, que Dios mismo no dudó en tomar por ti. Di con el Apóstol: ¡Lejos de mí el gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo!21 Y el mismo Apóstol te replica: Estando entre vosotros, nunca juzgué conocer otra cosa sino a Jesucristo, y éste crucificado22. Él, que entonces fue crucificado por un solo pueblo, está ahora clavado en los corazones de todos los pueblos.

6. Quienquiera que seas tú que pones tu gloria más en el poder que en la humildad, recibe este consuelo, salta de gozo. El que fue crucificado en tiempos de Poncio Pilato y fue sepultado, «al tercer día resucitó de entre los muertos». Quizá también aquí te entran dudas, quizá te estremeces. Cuando se te dijo: «Cree que nació, que padeció, que fue crucificado, que murió y que fue sepultado», al tratarse de un hombre, lo creíste más fácilmente. ¿Y dudas ahora, ¡oh hombre!, que se te dice: «Al tercer día resucitó de entre los muertos»? Pongamos un ejemplo entre tantos otros. Piensa en Dios, considera que es todopoderoso, y no dudes. Si pudo hacerte a ti de la nada cuando aún no existías, ¿por qué no iba a poder resucitar de entre los muertos a su hombre que ya había hecho? Creed, pues, hermanos; cuando se trata de la fe, no se precisan muchas palabras. Este dato de fe es lo único que distingue y separa a los cristianos de los demás hombres. Que murió y fue sepultado, hasta los paganos lo creen ahora y, a su tiempo, lo presenciaron los judíos; en cambio, que «al tercer día resucitó de entre los muertos» no lo admite ni el judío ni el pagano. Así, pues, la resurrección de los muertos distingue la vida que nos otorga la fe, de los muertos incrédulos. También el apóstol Pablo, escribiendo a Timoteo, dice: Acuérdate que Jesucristo resucitó de entre los muertos23. Creamos, pues, hermanos, y esperemos que se cumpla en nosotros lo que creemos que tuvo lugar en Cristo. Es Dios quien promete; él no engaña.

7. Después que resucitó de entre los muertos, «subió al cielo y está sentado a la derecha del Padre». ¿Sigues, acaso, sin creer? Escucha al Apóstol: Quien bajó -dice- es el mismo que subió por encima de todos los cielos para llevar a cumplimiento todas las cosas24. Atento, no sea que experimentes como juez a aquel en cuya resurrección no quieres creer. Pues quien no cree ya está juzgado25. El que ahora «está sentado a la derecha del Padre» como nuestro abogado «de allí ha de venir a juzgar a vivos y muertos». Creamos, pues, para que, ya vivamos, ya muramos, seamos del Señor26.

8. Creamos, pues, «y en el Espíritu Santo». Es Dios ciertamente, dado que está escrito: Dios es Espíritu27. Mediante él hemos recibido «el perdón de los pecados»; por él creemos en «la resurrección de la carne» y por él «esperamos la vida eterna». Pero estad atentos a no cometer un error de cálculo y penséis que he hablado de tres dioses por haber nombrado al único Dios tres veces. Única es la sustancia de la divinidad en la Trinidad, único el poder, única la potestad, única la majestad, único el nombre de la divinidad. Después de resucitar de entre los muertos, él mismo dijo a sus discípulos: Id, bautizad a los pueblos; no en muchos nombres, sino en el único nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo28. Creyendo en la divina Trinidad y en la Unidad trina, tened cuidado, amadísimos, que nadie os engañe y aparte de la fe y verdad de la Iglesia católica. Quien os anuncie algo distinto de lo que habéis recibido, sea anatema29. No me escuchéis a mí, sino al Apóstol que dice: Pero aun cuando nosotros mismos o un ángel del cielo os anunciara un evangelio distinto del que habéis recibido, ¡sea anatema!30

9. Veis ciertamente, queridísimos, cómo hasta en las mismas palabras del santo Símbolo, cual conclusión de todas las reglas referidas al misterio de la fe, se añade a modo de suplemento: «Por la santa Iglesia». Así, pues, en la medida en que os sea posible, huid de los distintos y variados impostores, cuyas sectas y nombres sería demasiado largo enumerar ahora, debido a su multitud. Muchas cosas tenemos que deciros, pero no podéis soportarlas ahora31. Una sola cosa recomiendo a vuestros corazones: por todos los medios alejad vuestro espíritu y vuestro oído de todo el que no es católico, para que podáis alcanzar «la remisión de los pecados», «la resurrección de la carne» y «la vida eterna» «por la santa Iglesia» una, verdadera y católica, en la que se conoce al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, un único Dios, a quien corresponde el honor y la gloria por los siglos de los siglos.