SERMÓN 198 A
SERMÓN 198 B
SERMÓN 199

Traductor: Pío de Luis, OSA

La manifestación del Señor

1. 1. Hace pocos días celebramos el día en que el Señor nació de los judíos; hoy celebramos aquel en que fue adorado por los gentiles: La salvación, en efecto, viene de los judíos1; pero esta salvación llega hasta los confines de la tierra2. Aquel día lo adoraron los pastores, hoy los magos. A aquéllos se lo anunciaron los ángeles, a éstos una estrella. Unos y otros lo aprendieron del cielo cuando vieron en la tierra al rey del cielo para que fuese realidad la gloria a Dios en las alturas, y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad3. Él es, en efecto, nuestra paz, quien hizo de los dos uno4. Ya nada más nacer y ser anunciado se manifiesta como la piedra angular; ya al poco tiempo de nacer se reveló como tal. Ya entonces comenzó a unir en su persona a dos paredes de distinta proveniencia, guiando a los pastores de Judea y a los magos de Oriente, para hacer en sí mismo, de los dos, un solo hombre nuevo, estableciendo la paz; paz a los de lejos y paz a los de cerca5. De aquí que aquéllos, acercándose desde la vecindad aquel mismo día, y éstos, llegando desde la lejanía en el día de hoy, señalaron para la posteridad estos dos días festivos; pero unos y otros vieron la única luz del mundo.

2. Pero hoy tengo que hablar de aquellos a quienes la fe condujo a Cristo desde un país lejano. Llegaron y preguntaron por él, diciendo: ¿Dónde está el rey de los judíos que ha nacido? Hemos visto su estrella en el oriente y venimos a adorarlo6. Anuncian y preguntan, creen y buscan, como simbolizando a quienes caminan en la fe y desean la realidad. ¿No habían nacido ya anteriormente en Judea otros reyes de los judíos? ¿Qué significa el que éste sea reconocido por unos extranjeros en el cielo y sea buscado en la tierra, que brille en las alturas y esté oculto en la humildad? Los magos ven la estrella en oriente y comprenden que ha nacido un rey en Judea. ¿Quién es este rey tan pequeño y tan grande, que aún no habla en la tierra y ya publica sus decretos en el cielo? Con todo, en atención a nosotros, que deseaba que le conociésemos por sus Escrituras santas, quiso que también los magos, a quienes había dado tan inequívoca señal en el cielo y a cuyos corazones había revelado su nacimiento en Judea, creyesen lo que sus profetas habían hablado de él. Buscando la ciudad en que había nacido el que deseaban ver y adorar, tuvieron que preguntar a los príncipes de los sacerdotes; de esta manera, con el testimonio de la Escritura, que llevaban en la boca, pero no en el corazón, los judíos, aunque incrédulos, dieron respuesta a los creyentes a propósito de la gracia de la fe. Aunque mentirosos por sí mismos, dijeron la verdad en contra suya. ¿Es mucho pedir que acompañasen a quienes buscaban a Cristo cuando les oyeron decir que, tras haber visto la estrella, venían ansiosos a adorarlo? ¿Es mucho pedir que ellos, que les habían dado las indicaciones de acuerdo con los libros sagrados, los condujesen a Belén de Judá, y juntos viesen, comprendiesen y adorasen? La verdad es que, habiendo mostrado a otros la fuente de la vida, murieron ellos agostados. Se asemejaron a las piedras miliarias: indicaron la ruta a los viajeros, pero ellos se quedaron inmóviles e inertes. Los magos buscaban para encontrar, Herodes para matar; los judíos leían en qué ciudad había de nacer, pero no advertían el tiempo de su llegada. Entre el piadoso amor de los magos y el cruel temor de Herodes, ellos se hicieron vanos, después de haber mostrado la ciudad de Belén. En cambio, negarían a Cristo, que en ella había nacido, al que no buscaron entonces, pero vieron después, y le darían muerte, no cuando aún no hablaba, sino después, ya en el uso de la palabra. Más dichosa fue, pues, la ignorancia de aquellos niños a quienes Herodes, aterrado, persiguió que la ciencia de aquellos que él mismo, asustado, consultó. Los niños pudieron sufrir por Cristo a quien aún no podían confesar; los judíos pudieron conocer la ciudad en que nacía, pero no siguieron la verdad del que enseñaba.

2. 3. La misma estrella llevó a los magos al lugar preciso en que se hallaba, niño sin habla, el Dios Palabra. Avergüéncese ya la necedad sacrílega y -valga la expresión- cierta indocta doctrina que juzga que Cristo nació bajo el influjo de los astros, porque está escrito en el evangelio que, cuando él nació, los magos vieron en oriente su estrella7. Cosa que no sería cierta ni siquiera en el caso de que los hombres naciesen bajo tal influjo, puesto que ellos no nacen, como el Hijo de Dios, por propia voluntad, sino según la condición propia de la naturaleza mortal. Ahora, no obstante, dista tanto de la verdad el decir que Cristo nació bajo el hado de los astros, que quien posee la recta fe en Cristo ni siquiera cree que hombre alguno naciera de esa manera. Expresen los hombres vanos sus insensatas opiniones acerca del nacimiento de los hombres, nieguen la voluntad para pecar libremente, inventen la fatalidad para excusar sus pecados; intenten fijar también en el cielo las perversas costumbres que los hacen detestables a todos los hombres de la tierra y mientan haciéndolas derivar de los astros; pero mire cada uno de ellos cómo piensa que ha de gobernar no ya su vida sino a su familia con alguna autoridad, sea la que sea. Pues, si así piensan, no les está permitido azotar a sus siervos cuando faltan al propio deber en su casa sin antes obligarse a blasfemar contra sus dioses radiantes de luz en el cielo. Mas por lo que respecta a Cristo, ni siquiera ajustándose a sus conjeturas, vanas en extremo, y a sus libros, a los que llamaré no fatídicos, sino falsos, pueden pensar que nació bajo la ley de los astros por el hecho de que, después de nacer, los magos vieron una estrella en oriente. En este hecho Cristo se manifiesta más bien como señor que como sometido a dicha ley, pues la estrella no mantuvo en el cielo su ruta sideral, sino que mostró el camino hasta el lugar en que había nacido Cristo a los hombres que lo buscaban. Por tanto, no fue ella la que de forma maravillosa hizo que Cristo viviera, sino que fue Cristo quien la hizo a ella aparecer de forma extraordinaria. Tampoco fue ella la que decretó las acciones maravillosas de Cristo, sino que Cristo la mostró como otra entre sus obras maravillosas. Al nacer de una madre, mostró a la tierra un nuevo astro del cielo, él que, nacido del Padre, hizo el cielo y la tierra. Cuando él nació, apareció con la estrella una luz nueva; cuando él murió, se ocultó con el sol la luz antigua. Cuando él nació los moradores del cielo brillaron con nueva dignidad; cuando él murió, los habitantes del infierno se estremecieron con nuevo temor. Cuando él resucitó, los discípulos ardieron con nuevo amor, cuando él ascendió, los cielos se abrieron con nueva sumisión. Celebremos, pues, con devota solemnidad también este día, en el que los magos, procedentes de la gentilidad, adoraron a Cristo una vez conocido8, como ya celebramos aquel día en que los pastores de Judea vieron a Cristo una vez nacido9. Pues nuestro mismo Señor y Dios eligió a los apóstoles de entre los judíos como pastores para congregar, por medio de ellos, a los pecadores de entre los gentiles que iban a ser salvados.