SERMÓN 193

Traductor: Pío de Luis, OSA

El nacimiento del Señor

1. Cuando se nos leyó el evangelio, escuchamos las palabras mediante las cuales los ángeles anunciaron a los pastores el nacimiento del Señor Jesucristo de una virgen: Gloria a Dios en los cielos, y paz a los hombres de buena voluntad1. Palabras de fiesta y de congratulación no sólo para la única mujer cuyo seno había dado a luz al niño, sino también para el género humano, en cuyo beneficio la virgen había alumbrado al Salvador. En verdad era digno y de todo punto conveniente que la que había procreado al Señor de cielo y tierra, habiendo permanecido virgen después de dar a luz, viera celebrado su alumbramiento no con ritos humanos realizados por algunas humildes mujeres, sino con divinos cánticos de alabanza de los ángeles. Por lo tanto, digámoslo también nosotros, y digámoslo con el mayor regocijo que nos sea posible; nosotros que no anunciamos su nacimiento a pastores de ovejas, sino que lo celebramos en compañía de sus ovejas; digamos también nosotros -repito- con un corazón lleno de fe y con voz devota: Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad. Meditemos con fe, esperanza y caridad estas palabras divinas, este cántico de alabanza a Dios, este gozo angélico, considerado con toda la atención de que seamos capaces. Tal como creemos, esperamos y deseamos, también nosotros seremos «gloria a Dios en las alturas» cuando, una vez resucitado el cuerpo espiritual, seamos llevados al encuentro con Cristo en las nubes2, a condición de que ahora, mientras nos hallamos en la tierra, busquemos la paz con buena voluntad. Vida en las alturas ciertamente, porque allí está la región de los vivos; días buenos también allí donde el Señor es siempre el mismo y sus años no pasan3. Pero quien ame la vida y desee ver los días buenos, cohíba su lengua del mal y no hablen mentira sus labios; apártese del mal y obre el bien, y conviértase así en hombre de buena voluntad. Busque la paz y persígala4, pues paz en la tierra a los hombres de buena voluntad.

2. Si dices, ¡oh hombre!, que el querer el bien está en ti, pero no consigues realizarlo; que te deleitas en la ley de Dios según el hombre interior, pero ves otra ley en tus miembros que se opone a la ley de tu mente y que te lleva cautivo en la ley del pecado que reside en tus miembros, afiánzate en tu buena voluntad y exclama con estas palabras: ¡Desdichado de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte? La gracia de Dios por Jesucristo nuestro Señor5. Él es, en efecto, paz en la tierra para los hombres de buena voluntad tras la guerra en la que la carne tiene deseos contrarios a los del espíritu, y el espíritu contrarios a los de la carne, de forma que no hacéis lo que queréis6, porque él es nuestra paz, que hizo de los dos pueblos uno7. Continúe, por tanto, en vosotros la buena voluntad contra los malos deseos, y, mientras perdura, implore el auxilio de la gracia de Dios por Jesucristo nuestro Señor. Si la ley de sus miembros carnales le opone resistencia, si incluso ya lo tiene cautivo, implore el auxilio, no se fíe de sus fuerzas y, al menos cuando esté fatigada, no desdeñe confesar su flaqueza. Entonces acudirá quien dijo a los que veía que ya creían en él: Si permanecéis en mi palabra, seréis verdaderamente mis discípulos; conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres8. Acudirá la verdad y os librará de este cuerpo de muerte. He aquí por qué la Verdad, cuyo nacimiento celebramos, ha brotado de la tierra9: a fin de ser en la tierra paz para los hombres de buena voluntad10. Pues ¿quién es capaz de querer y poder si no nos ayuda con su inspiración para que podamos el que con su vocación nos otorgó el querer? En todo momento su misericordia se anticipó para que fuéramos llamados quienes no queríamos y obtuviéramos poder lo que queremos. Digámosle, pues: He jurado y determinado guardar los juicios de tu justicia11. Lo he determinado; puesto que lo mandaste, prometí obediencia; pero veo otra ley en mis miembros que se opone a la ley de mi mente y me lleva cautivo en la ley del pecado que reside en mis miembros12; estoy humillado, Señor, por todas partes; dame vida, según tu palabra13. He aquí que el querer está en mí14; por tanto, Señor, aprueba los deseos de mi boca15, a fin de que haya paz en la tierra para los hombres de buena voluntad. Digamos estas cosas y cualesquiera otras que pueda sugerirnos la piedad instruida por las santas lecturas, para que no asistamos inútilmente a la fiesta del Señor nacido de la virgen nosotros que, comenzando por la buena voluntad, hemos de llegar a la perfección de la caridad plena, difundida también en nuestros corazones no por nosotros mismos, sino por el Espíritu Santo que se nos ha dado16.