SERMÓN 190

Traductor: Pío de Luis, OSA

El doble nacimiento del Señor

1. 1. Nuestro Señor Jesucristo, que existía junto al Padre antes de nacer de madre, no sólo eligió la virgen de la que iba a nacer, sino también el día en que iba a hacerlo. A menudo los hombres, sujetos a error, eligen las fechas, uno para plantar una viña, otro para edificar, otro para irse de viaje y otro, a veces, hasta para casarse. Quien así actúa lo hace para que llegue felizmente a término lo que en esa fecha va a tener lugar. Pero nadie puede elegir el día de su nacimiento. Él, en cambio, pudo elegir ambas cosas, porque hasta pudo crearlas ambas. Y la elección del día no la hizo como los que de forma vana hacen depender la suerte de los hombres de la ubicación de los astros. No le hizo a él feliz el día en que nació; al contrario, fue él quien hizo agraciado el día en que se dignó nacer. Pues el día de su nacimiento encierra también el misterio de su luz. Así dice el Apóstol: La noche ha pasado y ha llegado el día; arrojemos las obras de las tinieblas y revistámonos de las armas de la luz y caminemos honestamente como en pleno día1. Reconozcamos al Día y seamos día. Éramos noche cuando vivíamos en la infidelidad. Y como la infidelidad misma que, haciendo las veces de la noche, había cubierto de tinieblas al mundo entero, al aumentar la fe tenía que disminuir, comienzan a menguar las noches y a crecer los días en el día preciso del nacimiento de nuestro Señor Jesucristo. Tengamos, pues, hermanos, por solemne este día, no pensando en este sol, como los infieles, sino en quien lo hizo. El que era la Palabra se hizo carne2 para poder estar bajo el sol en atención a nosotros. Así es: con su carne, bajo el sol; con su majestad, por encima del mundo entero, dentro del cual creó al sol. Ahora, sin embargo, también con su carne está por encima de este sol, al que tienen por dios quienes, ciegos en su mente, no ven al verdadero sol de justicia.

2. 2. Celebremos, por tanto, ¡oh cristianos!, no el día de su nacimiento divino, sino del humano, es decir, el día en que se amoldó a nosotros, para que, por mediación del invisible hecho visible, pasemos de las cosas visibles a las invisibles. Conforme a la fe católica, debemos reafirmar los dos nacimientos del Señor: uno divino y otro humano; aquél fuera del tiempo, éste en el tiempo; ambos asombrosos: el primero, sin madre; el segundo, sin padre. Si no llegamos a comprender éste, ¿cuándo nos será posible referir aquél? ¿Quién podrá comprender esta novedad nueva, insólita, única en el mundo, increíble, pero hecha creíble, y de forma increíble creída en todo el mundo, a saber, que una virgen concibiera y una virgen pariera y permaneciera siendo virgen? Lo que la razón humana no comprende, lo capta la fe que cobra vigor allí donde la razón humana desfallece. ¿Quién dirá que la Palabra de Dios, por quien fueron hechas todas las cosas, no pudo prepararse una carne incluso sin madre, de la misma manera que hizo el primer hombre sin padre y sin madre? Mas como él mismo creó a uno y otro sexo, el masculino y el femenino, quiso honrar hasta en su nacimiento ambos sexos, por cuya liberación había venido. Conocéis, sin duda, la caída del primer hombre: como no se atrevió a hablar al varón, la serpiente se sirvió, para hacerlo caer, de la mujer. Por medio del sexo más débil llegó al más fuerte, y, accediendo por uno, alcanzó el triunfo sobre los dos. Por ello, para que, como por impulso de un justo dolor, no hiciéramos recaer sobre la mujer nuestro horror a la muerte y no la creyéramos condenada sin posibilidad de reparación, el Señor, viniendo a buscar lo que había perecido, quiso recomendar, honrándolos, a ambos sexos, porque ambos habían perecido. Así, pues, en ninguno de ellos hemos de hacer injuria al creador: el nacimiento del Señor honró a uno y otro para que esperasen la salvación. El honor del sexo masculino está en la carne de Cristo; el del sexo femenino, en la madre de Cristo. La gracia de Jesucristo venció la astucia de la serpiente.

3. 3. Renazcan, por tanto, uno y otro sexo en el que ha nacido hoy y celebren este día. No el día en que Cristo el Señor comenzó a existir, sino aquel en que el que existía desde siempre junto al Padre mostró a esta luz la carne que recibió de su madre, madre a la que otorgó la fecundidad sin privarla de la integridad. Es concebido, nace, es un «infante». ¿Quién es este «infante»? Se llama «infante» al niño que aún no puede expresarse, es decir, hablar. Por consiguiente, es un niño que aún no habla, y es la Palabra. Calla por medio de la carne, pero enseña sirviéndose de los ángeles. Se anuncia a los pastores el príncipe y el pastor de los pastores y yace en el pesebre como vianda de los fieles, su montura. Lo había predicho el profeta: Reconoció el buey a su dueño, y el asno el pesebre de su señor3. Por eso se sentó sobre un pollino cuando entró en Jerusalén en medio de las alabanzas de la muchedumbre que lo precedía y seguía. Reconozcámoslo también nosotros, acerquémonos al pesebre, comamos la vianda, llevemos a nuestro señor y guía, para que bajo su dirección lleguemos a la Jerusalén celeste. El nacimiento de Cristo de madre es la majestad hecha débil, el nacimiento de Padre es la majestad desplegada. Tiene un día temporal en los días temporales, pero él es el Día eterno que procede del Día eterno.

4. Con razón nos enardecemos con la voz del salmo, como si fuera una trompeta celeste. En él oímos: Cantad al Señor un cántico nuevo; cantad al Señor, tierra entera; cantad al Señor y bendecid su nombre4. Reconozcamos, pues, y anunciemos al Día del Día que nació en la carne en este día. Día Hijo nacido del Día Padre, Dios de Dios, Luz de Luz. Él es la salvación de la que se dice en otro lugar: Dios tenga misericordia de nosotros y nos bendiga, ilumine su rostro sobre nosotros, para que conozcamos en la tierra tu camino y en todos los pueblos tu salvación5. Primero dijo: en la tierra; luego repitió lo mismo con estas palabras: en todos los pueblos. Primero dijo: tu camino, y luego lo reiteró: tu salvación.Recordamos que el mismo Señor dijo: Yo soy el camino6. Y, cuando ahora leímos el evangelio, escuchamos que el bienaventurado anciano Simeón había recibido un oráculo divino según el cual no probaría la muerte hasta no ver al Ungido del Señor7. El anciano, tras haber tomado en sus manos a Cristo aún sin habla y haber reconocido la grandeza del pequeño, dijo: Ahora, Señor, dejas a tu siervo en paz, según tu palabra, pues mis ojos han visto tu salvación8. Anunciemos, pues, debidamente al Día del Día, su salvación. Anunciemos en los pueblos su gloria, en todas las naciones sus maravillas9. Yace en un pesebre, pero contiene al mundo; toma el pecho, pero alimenta a los ángeles; está envuelto en pañales, pero nos reviste de inmortalidad; es amamantado, pero adorado; no halla lugar en el establo, pero se construye un templo en los corazones de los creyentes. Para que la debilidad se hiciera fuerte, se hizo débil la fortaleza. Sea objeto de admiración, antes que de desprecio, su nacimiento en la carne y reconozcamos en ella la humildad, por causa nuestra, de tan gran excelsitud. Encendamos en ella nuestra caridad para llegar a su eternidad.