SERMÓN 181

Traductor: Pío de Luis Vizcaíno, o.s.a.

El perdón de los pecados confesados (1Jn 1,8—9)

1. Saludable y lleno de verdad es lo que escribe el bienaventurado apóstol Juan; entre otras cosas, dice: Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no habita en nosotros. En cambio, si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonarnos nuestros pecados y purificarnos de toda maldad1. Con estas palabras nos enseñó el bienaventurado Juan, mejor, el mismo Señor Jesús, que hablaba por Juan, que nadie, absolutamente nadie, puede vivir sin pecado aquí, es decir, mientras vive en esta carne, en este cuerpo corruptible, en esta tierra, en este mundo maligno y en esta vida llena de tentaciones2. La afirmación es rotunda y no necesita explicación: Si decimos que no tenemos pecado. ¿Quién hay que carezca de pecado? Como dice la Escritura, ni siquiera el niño de un solo día de vida sobre la tierra3. Ese niño no ha cometido él pecado, pero lo heredó de sus padres. Por tanto, no hay manera de que alguno pueda decir que él no ha tenido pecado. Pero el hombre fiel se acercó por la fe al lavado de la regeneración4 y se le perdonaron todos. Ya vive bajo la gracia, vive en la fe, se convirtió en miembro de Cristo, se hizo templo de Dios, y con todo, aun en cuanto convertido en miembro de Cristo y templo de Dios, si dijera que no tiene pecado, se engaña a sí mismo y la verdad no habita en él; más aún: miente si dice que es justo.

2. No obstante, hay algunos, odres inflados, llenos de orgulloso en su espíritu, voluminosos, no por ser grandes, sino por la hinchazón proveniente de la enfermedad del orgullo, que se atreven a decir que se hallan hombres sin pecado. Dicen, pues, que los justos, en esta vida, carecen en absoluto de todo pecado. Quienes esto dicen son los herejes pelagianos y también los celestianos. Y cuando se les replica: «¿Qué estáis diciendo? Según eso, ¿vive aquí el hombre sin pecado, absolutamente sin ningún pecado, ni de pensamiento ni de palabra ni de obra?», responden con el viento del orgullo de que están llenos —viento que ojalá expulsaran para que se desinflaran y callaran o, lo que es lo mismo, de soberbios se hicieran humildes, no altivos—; responden —repito—: «Sin duda alguna estos hombres son santos, fieles de Dios, y no pueden tener pecado alguno ni de pensamiento ni de palabra ni de obra». Y cuando se les pregunta: «¿Quiénes son esos justos que carecen de pecado?», responden: «La Iglesia entera». Podría extrañarme si hubiera encontrado uno, dos, tres, diez, tantos cuantos buscaba Abrahán. Abrahán, en efecto, fue bajando de cincuenta hasta diez5; y tú, hereje, me respondes diciendo que toda la Iglesia. —¿Cómo lo pruebas? —Lo pruebo, dices. —Pruébamelo, te lo suplico. Me producirías una gran alegría si consiguieras mostrarme que absolutamente la totalidad de la Iglesia, en cada uno de sus miembros, carece de todo pecado. —Te lo pruebo, dices. —Dime cómo. —Lo dice el Apóstol. —¿Qué dice el Apóstol? —Cristo amó a su Iglesia. —Lo escucho y reconozco que son del Apóstol estas palabras: Purificándola por el baño del agua con la palabra para presentarla ante sí cual Iglesia gloriosa, sin mancha o arruga o cosa del estilo6. Acabamos de escuchar grandes truenos desde la nube, pues el Apóstol es nube de Dios. Sonaron esas palabras y nos han hecho temblar.

3. Pero decidnos antes de preguntaros en qué sentido dijo el Apóstol tales palabras; decidnos —repito— si vosotros sois justos o no. Responden: «Somos justos». «Entonces, ¿carecéis de pecado? ¿No hacéis, decís o pensáis nada malo a lo largo de todos los días y noches?» No se atreven a responder que no. «¿Qué responden, pues?» —«Sin duda alguna somos pecadores; pero hablamos de los santos, no de nosotros». Esto os pregunto: «¿Sois cristianos?». No os pregunto si sois justos, sino si sois cristianos. No osan negarlo y dicen: Somos cristianos. —¿Sois, pues, fieles? ¿Estáis bautizados? —Estamos bautizados, dicen. —¿Os han sido perdonados todos los pecados? —Sí, responden. —¿Cómo, entonces, sois pecadores? Me bastan estos datos para rebatiros: Vosotros sois cristianos, estáis bautizados, sois fieles, sois miembros de la Iglesia, y ¿tenéis manchas y arrugas?7 ¿Cómo, entonces, puede estar la Iglesia en este tiempo sin arruga ni mancha, siendo vosotros su mancha y arruga? O si queréis llamar Iglesia solamente a aquella que no tiene ni manchas ni arrugas, separaos de sus miembros vosotros con vuestras arrugas y manchas; separaos de su cuerpo. Mas ¿por qué invitarles a que se separen de la Iglesia si ya lo han hecho? En efecto, son herejes, están ya fuera; se han quedado fuera con toda su limpieza. Volved y escuchad; escuchad y creed.

4. Tal vez digáis en vuestro corazón, inflado e hinchado: «¿Acaso podíamos decir que somos justos? Por humildad teníamos que decir que somos pecadores». Entonces, ¿mientes por humildad? Eres justo, vives sin pecado, mas por humildad dices que eres pecador; ¿cómo voy a aceptarte en cuanto cristiano como testigo contra otro si te encuentro que eres testigo falso contra ti mismo? Eres justo, vives sin pecado y dices que tienes pecado; das, pues, falso testimonio contra ti. Dios no acepta tu falsa humildad. Examina tu vida, escudriña tu conciencia. ¿Así que eres justo y no puedes sino confesar que eres pecador? Escucha a Juan; te insiste sobre lo que dijo anteriormente con toda veracidad: Si dijéramos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no habita en nosotros8. Tú no tienes pecado, pero confiesas tenerlo: la verdad no habita en ti, pues Juan no dijo: Si decimos que no tenemos pecado, no habita en nosotros la humildad, sino: Nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no habita en nosotros». Por tanto, mentimos si decimos que no tenemos pecado. Si Juan tuvo miedo a la mentira, ¿no sientes miedo a ella, tú, que, siendo justo, dices ser pecador? ¿Cómo voy a tomarte por testigo en causa ajena si mientes en causa propia? Haces reos a los santos al dar falso testimonio contra ti. Si a ti mismo te difamas, ¿cuál no será tu comportamiento con los otros? ¿Cómo evitarán otros tu calumnia si tú mismo te constituyes en reo con la mentira de tu lengua?

5. Te repito la pregunta, pero formulada de otra manera: «¿Eres justo o pecador?» Respondes: «Soy pecador». Mientes porque afirmas con tu boca lo que no crees ser en tu corazón. Por tanto, aun cuando no fueras pecador, comienzas a serlo al mentir. Dices, en efecto: «Confesamos ser pecadores por humildad; bien sabe Dios que somos justos». Entonces, si mientes por humildad, aunque no fueras pecador antes de la mentira, al mentir vas a dar en lo que habías evitado. Sólo reside la verdad en ti cuando te confiesas pecador y estás convencido de serlo. La verdad consiste en que digas lo que eres; en efecto, ¿cómo puede haber humildad donde reina la falsedad?

6. Por último, omitamos las palabras de Juan; he aquí que al cuerpo de la Iglesia, de la que dices que no tiene mancha ni arruga9 ni nada parecido y que carece de pecado, le llegará también la hora de la oración; la Iglesia entera va a orar; ven también tú que estás fuera, ven a la oración dominical, acércate a la balanza, ven y di: Padre nuestro, que estás en los cielos. Continúa: Santificado sea tu nombre, venga tu reino, hágase tu voluntad como en el cielo, así en la tierra. Danos hoy nuestro pan de cada día10. Sigue diciendo: Perdónanos nuestras deudas11. Responde, hereje: —¿Cuáles son esas tus deudas? ¿Acaso recibiste dinero prestado de Dios? —No, dices. —No voy a hacerte más preguntas al respecto: el mismo Señor va a aclarar cuáles son las deudas que pedimos se nos perdonen. Continuemos con lo que sigue: Así como también nosotros perdonamos a nuestros deudores12. Que el Señor nos exponga estas palabras: En efecto, si perdonáis a los hombres sus pecados —por tanto, vuestras deudas son los pecados—, también vuestro Padre os perdonará los vuestros13. Vuelve, pues, hereje, a la oración del Señor, si es que cerraste los oídos al verdadero contenido de la fe. ¿Dices o no dices: Perdónanos nuestras deudas? Si callas estas palabras, aunque estés corporalmente presente, te hallas, no obstante, fuera de la Iglesia. Pues es la oración de la Iglesia, es palabra que viene de la enseñanza del Señor. Fue él quien dijo: Orad así14; a sus discípulos lo dijo; orad así: lo dijo a los discípulos, a los apóstoles y a cualquiera de nosotros, corderillos suyos; a los carneros del rebaño dijo: Orad así. Considerad quién lo dijo y a quiénes lo dijo: la Verdad a sus discípulos, el Pastor de los pastores a los carneros. Orad así: Perdónanos nuestras deudas como también nosotros perdonamos a nuestros deudores. Era el rey quien hablaba a los soldados, el Señor a sus siervos, Cristo a los apóstoles, la Verdad a los hombres, la Excelsitud hablaba a los humildes. Sé lo que hay en vosotros; os pongo en mi balanza y os hago saber el resultado; con toda certeza os digo lo que hay en vosotros. Pues es cosa que sé yo mejor que vosotros. Decid: Perdónanos nuestras deudas como también nosotros perdonamos a nuestros deudores.

7. Te pregunto a ti, hombre justo, santo, sin mancha ni arruga15; a ti —repito— te pregunto: «Esa oración, ¿es propia de la Iglesia, propia de los bautizados o de los catecúmenos?». Sin duda alguna, es propia de los renacidos, es decir, de los bautizados; en definitiva —y esto vale más que todo lo otro—, es la oración de los hijos. En efecto, si no es la oración de los hijos, ¿con qué cara se dice: Padre nuestro, que estás en los cielos?16 ¿Dónde estáis, pues, vosotros, justos y santos? ¿Estáis o no estáis entre los miembros de esta Iglesia? En ella estabais, pero ya no estáis en ella. ¡Y ojalá que quienes están separados, visto el porqué, escuchen y crean! En consecuencia, si la Iglesia entera dice: Perdónanos nuestras deudas17, quien no lo dice es un réprobo. Incluso nosotros, que hablamos de nuestras deudas, hasta que no recibamos lo que pedimos somos réprobos porque somos pecadores; pero haciendo lo que vosotros no hacéis, es decir, confesando nuestros pecados, nos purificamos, siempre que cumplamos lo que decimos: Como también nosotros perdonamos a nuestros deudores18. ¿Dónde estás, pues, tú, hereje, pelagiano o celestiano que seas? He aquí que toda la Iglesia dice: Perdónanos nuestras deudas. De donde se concluye que tiene manchas y arrugas. Pero con la confesión la arruga se estira y la mancha se lava. La Iglesia se mantiene en pie durante la oración para ser purificada por la confesión, y mientras vive aquí, así se mantiene. Y en el momento de abandonar el cuerpo, a cada uno se le perdonan todas sus deudas que necesitaban perdón, pues también se obtiene mediante la oración de cada día; entonces sale purificado y la Iglesia, cual oro puro, pasa a los tesoros de Dios; por eso, cuando la Iglesia pase a los tesoros de Dios no tendrá ni mancha ni arruga. Y si allí no tendrá ni mancha ni arruga, ¿por qué hay que orar aquí? Para recibir el perdón. Quien concede el perdón, lava la mancha; el que perdona, estira la arruga. ¿Y dónde se estira nuestra arruga? En la cruz de Cristo, cual tendedero del gran batanero. En la misma cruz, es decir, en ese tendedero derramó su sangre por nosotros. Vosotros, los fieles, sabéis qué testimonio dais de la sangre que habéis recibido. Pues ciertamente decís: «Amén». Sabéis qué sangre fue derramada para la remisión de los pecados de muchos19. Ved cómo deviene la Iglesia sin mancha ni arruga: cómo ya, bien lavada, es estirada en el tendedero de la cruz. Pero eso sólo puede hacerse aquí. El Señor pone en su propia presencia la Iglesia gloriosa sin mancha ni arruga. Esto lo hace también aquí, pero lo muestra allí. Lo que hace es esto: que no tengamos ni mancha ni arruga. Grande es quien lo hace; pone esmero en ello, es un profesional muy docto. Nos estira sobre el madero y deja sin arruga a quienes, lavándonos, nos había quitado las manchas. Él mismo, que vino sin mancha ni arruga, se estiró en el tendedero, pero por nosotros, no por sí mismo, para volvernos sin mancha ni arruga. Roguémosle, pues, que lo realice y que, después de haberlo realizado, nos conduzca a los graneros y nos deposite allí, donde no habrá prensa.

8. Tú, pues, que hablabas, ¿careces de mancha y arruga? ¿Qué haces aquí, en una Iglesia que dice: Perdónanos nuestras deudas20, que confiesa tener deudas que le han de ser perdonadas? Quienes no las reconocen, no por eso dejan de tenerlas, pero por eso no se les perdonarán. Nos sana la confesión y la vida prudente, la vida humilde, la oración con fe, la contrición de corazón, las lágrimas no fingidas que brotan del corazón para pedir que se nos perdonen nuestros pecados, sin los que no podemos estar. La confesión —repito— nos sana según las palabras del apóstol Juan: Si confesamos nuestros pecados, fiel y justo es él para perdonar nuestros pecados y limpiarnos de todo mal21. No porque haya dicho que no podemos vivir aquí sin pecado, debemos cometer homicidios, o adulterios u otros pecados mortíferos que procuran la muerte de un solo tajo. Tales pecados no los comete el cristiano que cree y espera de forma recta, sino sólo aquellos otros que se eliminan con el pincel de la oración cotidiana. Con humildad y devoción digamos cada día: Perdónanos nuestras deudas, pero sólo si cumplimos lo que sigue: Como también nosotros perdonamos a nuestros deudores22. Es un pacto con Dios: un auténtico pacto con una cláusula estipulada. Tú eres hombre y tienes un deudor, al mismo tiempo que eres deudor también tú. Te presentas ante Dios, que tiene deudores sin ser él deudor, para pedirle que te perdone tus deudas. Pero te dice lo siguiente: «Yo no tengo deudas, tú sí; pues las tienes contraídas conmigo, pero también tu hermano te debe algo a ti. Tú eres deudor mío y, a tu vez, acreedor. Eres deudor mío porque pecaste contra mí; eres acreedor de tu hermano porque pecó contra ti. Lo que hagas con tu deudor, eso haré también yo con el mío; es decir, si perdonas, perdono; si retienes, retengo. La retienes en contra tuya si no perdonas la deuda al otro». Que nadie diga, pues, que carece de pecado; mas no por eso debemos amar el pecado. Odiémoslos, hermanos; aunque no carecemos de ellos, odiémoslos; y ante todo, abstengámonos de los pecados graves; abstengámonos, en la medida de lo posible, de los pecados leves. «Yo —dice no sé quién— no tengo pecados». Ese se engaña a sí mismo y la verdad no habita en él23. Oremos, pues, para que Dios nos perdone, pero hagamos lo que nos manda: perdonemos también nosotros a nuestros deudores. Cuando perdonamos, somos también perdonados. Todos los días lo repetimos, todos los días lo hacemos y todos los días se hace realidad en nosotros. Aquí no carecemos de pecado, pero saldremos de aquí sin él.