SERMÓN 176

Traductor: Pío de Luis Vizcaíno, o.s.a.

Sobre 1Tm 1,15—16; Sal 94,6.2 y

Lc 17,11—19

1. Escuchad con atención, hermanos, lo que el Señor se digne advertirnos a través de las divinas lecturas. Quien da es él; yo sólo sirvo. Acabamos de escuchar la primera lectura, tomada del Apóstol: Es palabra fiel y digna de todo crédito que Jesucristo vino al mundo para salvar a los pecadores, el primero de los cuales soy yo. Pero he conseguido misericordia para que Cristo mostrase en mí toda longanimidad para enseñanza de quienes han de creerle con vistas a la vida eterna1. Esto lo hemos escuchado en la lectura del Apóstol. Luego hemos cantado el salmo exhortándonos mutuamente al decir a una sola voz y con un solo corazón: Venid, adorémosle y postrémonos en su presencia y lloremos ante el Señor que nos hizo. Y allí anticipémonos a presentarnos ante su rostro y aclamémosle con salmos2. A continuación, la lectura del Evangelio nos mostró a los diez leprosos que habían sido curados y al único de ellos, un extranjero, que se volvió a dar las gracias a quien lo había limpiado3. En la medida que el tiempo me lo permita, voy a comentar estas tres lecturas diciendo un poco de cada una y, según mis posibilidades, con la ayuda de Dios, intentando no detenerme en ninguna de ellas tanto que me impida considerar las otras dos.

2. El Apóstol nos presenta la ciencia del agradecimiento. Recordad qué resuena en la última lectura, la del evangelio: cómo el Señor Jesús alaba al agradecido, reprueba a los ingratos, limpios en la piel, pero leprosos en el corazón. ¿Qué dice, pues, el Apóstol? Es palabra fiel y digna de todo crédito. ¿De qué palabra se trata? Que Jesucristo vino al mundo. ¿Para qué? Para salvar a los pecadores. ¿Qué dices tú? El primero de los cuales soy yo4. Quien dice o «No soy pecador» o «No lo fui» es ingrato para con el Salvador. No hay hombre de esta masa de muerte que procede de Adán, no hay absolutamente ninguno, que no esté enfermo; ninguno sano sin la gracia de Cristo. ¿Por qué objetáis con los niños pequeños, si ciertamente tienen la enfermedad contraída en Adán? De hecho, también a ellos se les lleva a la Iglesia. Y, si no pueden correr hacia allí con sus propios pies, van con los de otros para ser sanados. La madre Iglesia pone a su disposición los pies de otros para que lleguen, el corazón de otros para que crean, la lengua de otros para que hagan la profesión de fe; así, dado que en el estar enfermos les pesa el pecado previo de otro, cuando son sanados, lo serán porque otro hace la confesión en su nombre. Que nadie susurre a vuestros oídos doctrinas extrañas y erróneas. Es lo que hizo siempre la Iglesia, lo que siempre mantuvo; esto recibió de la fe de los antepasados; esto conserva con perseverancia hasta el final. La razón: no tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos5. Por tanto, ¿qué necesidad tiene de Cristo el recién nacido, si no está enfermo? Si está sano, ¿por qué busca al médico mediante aquellos que lo aman? Si se dice que los niños, cuando son llevados poco después de nacer a la Iglesia, carecen absolutamente del pecado original y, no obstante, vienen a Cristo, ¿por qué no se les indica en la Iglesia a quienes lo llevan: «Retirad de aquí a estos inocentes. No tienen necesidad de médico los sanos, sino los pecadores. Cristo no vino a llamar a los justos, sino a los pecadores»6? Nunca se ha dicho tal cosa y nunca se dirá. Hermanos, que cada cual hable lo que pueda en favor de quien no puede hablar por sí. Con gran solicitud se encomienda a los obispos el patrimonio de los huérfanos; ¡cuánto más la gracia de los niños! El obispo protege al huérfano para que no sea oprimido por los extraños tras la muerte de sus padres. Grite con mayor vehemencia por el niño al que teme den muerte incluso sus padres. Grite con el Apóstol: Es palabra fiel y digna de todo crédito que Jesucristo vino al mundo no por otra causa sino la de salvar a los pecadores7. Quien se acerca a Cristo es porque tiene algo que necesita curación. Quien nada tiene, tampoco tiene motivo para ser presentado al médico. Elijan los padres una de estas dos cosas: o confesar que sus hijos reciben la curación del pecado, o dejar de presentarlos al médico. Presentar al médico una persona sana no es sino querer engañarle. ¿Qué le presentas? —Un bautizando. —¿Quién es ése? —Un bebé. —¿A quién lo presentas? —A Cristo. —¿A aquel precisamente que vino al mundo? —Así es, dice. —¿A qué vino al mundo? —A salvar a los pecadores. —Entonces, el que presentas, ¿tiene algo de qué ser sanado? Si respondes que sí, con tu confesión lo eliminas; si contestas que no, con tu negación lo mantienes.

3. A salvar a los pecadores —dice—, el primero de los cuales soy yo8. ¿No hubo pecadores antes de Pablo? Es indudable que los hubo; antes que nadie el mismo Adán9; la tierra estaba llena de pecadores cuando fue destruida por el diluvio10; y después ¡cuántos no hubo! ¿Cómo, pues, es cierto que el primero soy yo? Dijo que él era el primero no en el tiempo, sino por la magnitud del pecado. Consideró la gravedad de su culpa, razón por la que sostuvo ser el primer pecador, igual que entre los abogados se dice, por ejemplo: «Este es el primero», no porque haya comenzado a ejercer la profesión antes que los demás, sino porque ha superado a los otros en el tiempo que lleva ejerciéndola. Díganos, pues, el Apóstol en otro lugar por qué es el primero de los pecadores: Yo —dice— soy el último de los apóstoles y no soy digno de ser llamado así, pues perseguí a la Iglesia de Dios11. Ningún perseguidor fue más sañudo; en consecuencia, él es el primero entre los pecadores.

4. Pero —dice— he alcanzado misericordia12. Y expone los motivos por los que la ha alcanzado: A fin de que Jesucristo —afirma— mostrara en mí toda su longanimidad, para instrucción de quienes han de creerle con vistas a la vida eterna13. Cristo —dice— que iba a conceder el perdón a todos los pecadores que se convirtieran a él —incluso a sus enemigos— descendió y comenzó eligiéndome a mí, el enemigo más sañudo. Para que, una vez sanado yo, nadie pierda la esperanza. Esto es lo que hacen los médicos: cuando llegan a un lugar en que nadie los conoce, eligen para curar primero casos desesperados; de esta forma, a la vez que practican en ellos la misericordia, hacen publicidad de su saber, para que allí se digan unos a otros: «Vete a tal médico, ten confianza, te sanará». A lo que dice el enfermo: «¿Que me va a sanar? ¿No ves la enfermedad que padezco?». «Sé lo que digo. Lo que tú padeces es semejante a lo que padecía yo». De igual manera dice también Pablo a todo enfermo y a quien está en trance de perder la esperanza: «Quien me curó a mí, me envió a ti y me dijo: ?Acércate a aquella persona sin esperanza y cuéntale lo que tuviste, lo que curé en ti y la rapidez con que te sané. Todo con demostración de poder. Te llamé desde el cielo; con una palabra te herí y postré en tierra, con otra te levanté y elegí, con una tercera te llené y te envié y con una cuarta te liberé y te coroné?. Ve, dilo a los enfermos, grítalo a los que han perdido la esperanza: Es palabra fiel y digna de todo crédito que Jesucristo vino al mundo a salvar a los pecadores. ¿Por qué teméis? ¿Por qué os asustáis? El primero de los cuales soy yo14. Yo, yo que os hablo; yo sano, a vosotros enfermos; yo, que estoy en pie, a vosotros caídos; yo ya seguro, a vosotros sin esperanza. Pues he alcanzado misericordia a fin de que Jesucristo mostrara en mí toda longanimidad. Toleró mucho tiempo mi enfermedad y de esta forma la hizo desaparecer; como médico bueno toleró con paciencia mi demencia, me soportó aunque le hería a él, pero me concedió recibir heridas por él15. Mostró —dijo— toda longanimidad en mí, para instrucción de quienes han de creer en él para la vida eterna».

5. No perdáis, pues, la esperanza. Estáis enfermos, acercaos a él y recibid la curación; estáis ciegos, acercaos a él y sed iluminados16. Los que estáis sanos, dadle gracias, y los que estáis enfermos corred a él para que os sane. Decid todos: Venid, adorémosle, postrémonos ante él y lloremos en presencia del Señor, que nos hizo17 hombres y, además, salvados. Pues si él nos hizo hombres y la salvación, en cambio, fue obra nuestra, algo hicimos nosotros mejor que él. En efecto, mejor es un hombre salvado que uno cualquiera. Si, pues, Dios te hizo hombre y tú te hiciste bueno, tu obra es superior. No te pongas por encima de Dios; sométete a él, adórale, póstrate ante él, confiesa a quien te hizo, pues nadie recrea sino quien crea, ni nadie rehace sino quien hizo. Esto mismo se dice también en otro salmo: Él nos hizo y no nosotros mismos18. Ciertamente, cuando él te hizo nada tenías que hacer tú; pero ahora que ya existes, también tú tienes algo que hacer: correr hacia el médico o mandar que lo llamen para que venga a ti, suplicar al médico que está en todas partes. Y para que lo implores, ha despertado tu corazón y te ha dado el poder implorarlo: Dios es —dice— quien obra en nosotros el querer y el obrar con buena voluntad19. Puesto que, para que tuvieras buena voluntad, te tomó la delantera con su llamada, grita: Dios mío; su misericordia me tomará la delantera20. Su misericordia se anticipó a ti para que existas, sientas, escuches y consientas. Se te anticipó en todo; anticípate también tú para frenar en algo su ira. «¿En qué —dices— en qué?». Confiesa que todo el bien que tienes procede de Dios y de ti todo el mal, no sea que en tus bienes le desprecies a él y te alabes a ti; en tus males le acuses a él, excusándote a ti: en esto consiste la auténtica confesión. El que se anticipa a ti con tantos dones, vendrá a ti e inspeccionará sus dones y tus males. Examinará el uso que has hecho de su bien. Por tanto, dado que él te toma la delantera con todos estos dones, mira en qué puedes tú anticiparte al que ha de llegar; escucha el salmo: Anticipémonos a presentarnos ante su rostro con la confesión21. Anticipémonos a presentarnos ante su rostro: antes de que venga, hagámosle propicio; aplaquémoslo antes de que se haga presente. Tienes, en efecto, un sacerdote a través del cual puedes aplacar a tu Dios, y él, que con el Padre es Dios para ti, es hombre por ti. Así, anticipándote ante su rostro con la confesión, exultas con los salmos. Exulta con el salmo: Anticipándote ante su rostro con la confesión, acúsate; exulta con el salmo: alábale. Acusándote a ti y alabando a quien te hizo, vendrá quien murió por ti y te vivificará.

6. Retened esto y perseverad en ello. Que nadie cambie; que nadie sea leproso. La doctrina inconstante, que cambia de color, simboliza la lepra de la mente y es Cristo quien la limpia. Quizá pensaste distintamente en algún punto, reflexionaste y cambiaste para mejor tu opinión, y lo que era de varios colores pasó a ser de un uno solo. No te lo atribuyas, no sea que te halles entre los nueve que no le dieron las gracias22. Sólo uno se mostró agradecido; los restantes eran judíos; aquel era extranjero y simbolizaba a los pueblos extraños; aquel número entregó a Cristo el diezmo. A él, por tanto, le debemos la existencia, la vida y la inteligencia; a él debemos el ser hombres, el vivir bien, el haber entendido rectamente. Nuestro no es nada, fuera de tener pecado. De hecho, ¿qué tienes que no hayas recibido?23 Así, pues, vosotros, sobre todo quienes entendéis lo que oís —que es preciso curarse de la enfermedad— elevad a lo alto vuestro corazón purificado de la variedad y dad gracias a Dios.