SERMÓN 173

Traductor: Pío de Luis Vizcaíno, o.s.a.

Actitud cristiana ante la muerte (1Ts 4,13)

1. Al celebrar el día de los hermanos difuntos hemos de tener en la mente el objeto de nuestra esperanza y de nuestro temor. La esperanza va relacionada con esto: Es preciosa a los ojos del Señor la muerte de sus santos1; y el temor con esto otro: Es pésima la muerte de los pecadores2. Por tanto, asociado a la esperanza: La memoria del justo será eterna; y asociado al temor: No temerá oír nada desagradable3. En efecto, no habrá cosa más desagradable de oír que lo que se dirá a los de la izquierda: Id al fuego eterno4. El justo no temerá oír esa orden desagradable, pues se encontrará a la derecha entre aquellos a quienes se dirá: Venid, benditos de mi Padre, recibid el reino5. Pero en esta vida que transcurre, intermedia frente a los sumos bienes y los sumos males, en medio de los bienes y males intermedios, es decir, en ninguno de los extremos, puesto que cualesquiera bienes que aquí tenga el hombre son nada en comparación con los bienes eternos y cualesquiera males que aquí experimente ni siquiera admiten comparación con el fuego eterno; en esta vida intermedia —repito— debemos tener presente lo que acabamos de oír, tomado del evangelio: quien cree en mí —dice— aunque muera, vive6. Afirma la vida sin negar la muerte. Quien cree en mí, aunque muera, vive, ¿Qué significa: aunque muera, vive? Aunque muera en el cuerpo, vive en el alma. A continuación añade: Y quien vive y cree en mí no morirá jamás7. ¿Cómo combinar estas dos afirmaciones: Aunque muera y no morirá? Aunque muera temporalmente, no morirá para siempre. Así halla solución esta cuestión sin que aparezcan contrarias entre sí las palabras de la Verdad y puedan edificar el afecto de la piedad. Por tanto, aunque hemos de morir en el cuerpo, si creemos, vivimos.

2. Nuestra fe dista mucho de toda creencia de los gentiles por lo que respecta a la resurrección de los muertos. Ellos no la aceptan de ninguna manera, porque no tienen dónde acogerla. La voluntad del hombre es preparada por el Señor para que sea receptáculo de la fe8. Dice el Señor a los judíos: Mi palabra no hace presa en vosotros9. Luego la hace en aquellos en quienes encuentra qué apresar; en efecto, la palabra que hace presa halla qué apresar en aquellos a quienes Dios no decepciona con su promesa. El que busca la oveja perdida10, sabe no sólo a cuál busca, sino también dónde ha de buscarla y cómo ha de reunir sus miembros dispersos y hacerla volver a la única salvación y así reintegrarla para no volver a perderla. Consolémonos, pues, mutuamente hasta con estas palabras mías. Puede darse el que un corazón humano llegue a no sentir dolor por la muerte de un ser muy querido; con todo, es más fácil de curar un corazón que siente dolor que otro que a fuerza de no sentirlo se ha hecho inhumano. María estaba unida al Señor y sentía dolor por la muerte del hermano. Pero ¿por qué te extrañas de que María llorase entonces, sí hasta el mismo Señor lloraba? Mas ¿puede conmover a alguien el que llorase al muerto si a continuación iba a mandar que viviera?11 No lloraba por el muerto, a quien él mismo resucitó, sino por la muerte que el hombre se había agenciado con el pecado. Pues si no hubiese precedido el pecado, sin duda alguna tampoco la muerte hubiese existido. La muerte del cuerpo siguió a la que había precedido en el alma. La muerte del alma, al abandonar a Dios, fue delante y le siguió la del cuerpo, abandonándolo el alma. En el primer caso el abandono fue voluntario, y en el segundo forzado y contra la propia voluntad. Como si se le dijese: «Te apartaste de aquel a quien debías amar, aléjate ahora del objeto de tu amor». Pues ¿quién hay que quiera morir? Absolutamente nadie, y tan cierto es esto que al bienaventurado Pedro se le dijo: Otro te ceñirá y te llevará adonde tú no quieras12. Por tanto, si la muerte no llevase consigo una gran amargura, no sería nada del otro mundo la fortaleza de los mártires.

3. Por eso dice también el Apóstol: Respecto de los muertos no quiero, hermanos, que viváis en la ignorancia, para que no os entristezcáis como los gentiles, que no tienen esperanza13. No dice solamente: Para que no os entristezcáis, sino: para que no os entristezcáis como los gentiles, que no tienen esperanza. Es de necesidad que os entristezcáis, pero adonde llega la tristeza, allí entre el consuelo de la esperanza. En efecto, ¿cómo no vas a entristecerte cuando el cuerpo que vive del alma queda exánime, cuando lo abandona ella? Yace el que andaba, calla el que hablaba, cerrados los ojos ya no perciben la luz, los oídos permanecen sordos a cualquier voz; todos los miembros descansan de sus funciones, no hay quien mueva los pasos para caminar, las manos para obrar, los sentidos para percibir sensaciones. ¿No es ésta la casa que adornaba no sé qué morador invisible? Se alejó el que no se veía y quedó lo que al verlo causa dolor. Esta es la causa de la tristeza. Si ésta es la causa de la tristeza, haya un consuelo para ella. ¿Qué consuelo? El mismo Señor, a la orden y voz del arcángel y al sonido de la última trompeta, descenderá del cielo, y los muertos en Cristo resucitarán los primeros; a continuación, nosotros, los que aún vivamos, quienes permanezcamos, seremos arrebatados juntamente con ellos a las nubes para el encuentro con Cristo en el aire14. ¿Acaso será esto también algo pasajero? No. ¿Cómo, entonces? Y así estaremos siempre con el Señor15. Desaparezca la tristeza donde es tan grande el consuelo; séquese el llanto del alma y que la fe expulse el dolor. Con tan grande esperanza no es decoroso que esté triste el templo de Dios. En él habita el buen consolador, en él, el buen cumplidor de las promesas hechas. ¿Por qué llorar a un muerto tanto tiempo? ¿Porque es amarga la muerte? También por ella pasó también el Señor. Basten estas pocas cosas a Vuestra Caridad; que os consuele más abundantemente quien no emigra de vuestro corazón; pero que se digne habitar de tal forma que se digne igualmente transformarnos en el último día. Vueltos al Señor...