SERMÓN 156

Traductor: Pío de Luis Vizcaíno, o.s.a.

Los espirituales, liberados de la ley de la carne(Rm 8,12—17)

1. La profundidad de la palabra de Dios estimula el deseo, no impide su comprensión. En efecto, si todo estuviera cerrado, nada habría de que echar mano para descubrir lo oscuro. A su vez, si todo estuviese sellado, no tendría el alma de donde recibir el alimento, ni tendría fuerzas con que poder llamar ante lo que encuentra cerrado. En las anteriores lecturas del Apóstol que he expuesto a Vuestra Caridad en la medida en que el Señor se ha dignado ayudarme, he sufrido mucha fatiga y preocupación. Sentía compasión por vosotros y preocupación por mí y por vosotros. A mi parecer, el Señor me ayudó a mí y a vosotros, de forma que hasta aquellas cosas que parecían llenas de dificultad, sirviéndose de mí, se dignó esclarecerlas de tal manera que no existe duda alguna que perturbe a una mente piadosa. Pues la mente malvada aborrece hasta el mismo comprender y, a veces, un hombre de mente perversa siente gran temor a hacerlo, no sea que se sienta obligado a realizar lo que ha comprendido. De los tales dice el salmo: No quisieron comprender a fin de obrar bien1. Vosotros, en cambio, amadísimos —creo que es buena cosa pensar bien de vosotros—, exigís comprender; Dios exige el fruto. Pues, como está escrito, el comprender es bueno para todos los que llevan a la práctica lo que comprenden2. Lo que queda del texto ha sido leído hoy y, aunque no presenta tanta dificultad como lo anterior, que, con la ayuda del Señor, ya superé como pude, reclama también vuestra atención. Es como la conclusión de todo lo dicho en las lecturas anteriores, en que el esfuerzo iba dirigido a librar al Apóstol de la acusación de ser en cierto modo reo de toda clase de pecados al decir: No hago lo que quiero3. Luego, para que no pareciere que la ley puede ser suficiente para el hombre dotado de libre voluntad, aunque no reciba ninguna otra ayuda divina, o se creyese que la ley se dio en vano, se indica también la causa por la que se dio la ley: también ella fue dada como ayuda, pero no igual que la gracia.

2. Como ya os he expuesto y debéis retener, cosa que os debo recomendar todavía con mayor vehemencia y solicitud, la ley fue dada para que el hombre se encontrara a sí mismo; no para que le sanara de la enfermedad, sino para que, creciendo la enfermedad a causa de la transgresión, buscara al médico. ¿Y quién es este médico sino el que dijo: No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos?4. Por tanto, quien no reconoce al Creador niega con soberbia a su autor. A su vez, quien niega estar enfermo, considera superfluo al Sanador. Así, pues, alabemos al creador por nuestra naturaleza y busquemos al Sanador, a causa del mal que nosotros mismos nos infligimos. ¿Cómo buscamos al Sanador? ¿Para que nos dé la ley? Poca cosa es: Pues si se nos hubiese dado una ley que pudiese vivificar, la justicia procedería, ciertamente, de la ley5. Si, pues, no se dio una ley que pudiese vivificar, ¿para qué se otorgó? A continuación indica para qué se dio: incluso así se dio en tu ayuda, para que no te consideraras sano. Pues si se nos hubiese dado una ley que pudiese vivificar, la justicia procedería, ciertamente, de la ley. Y como si preguntáramos ¿para qué, entonces, se otorgó la ley? Pero la Escritura —dice— lo encerró todo bajo pecado para que se otorgase la promesa a los creyentes por la fe en Jesucristo6. Cuando le escuchas haciendo una promesa, espera su cumplimiento. La naturaleza humana, por su libre voluntad, fue capaz de herirse; pero una vez herida y enferma, ya no es capaz de sanarse por su libre voluntad. Por tanto, si se te antoja vivir libertinamente hasta enfermar, para ello no necesitas del médico; para caer te bastas a ti mismo. Pero si, por vivir libertinamente, comienzas a enfermar, ya no puedes librarte de la enfermedad como pudiste precipitarte en ella por tu intemperancia. Con todo, el médico ordena la templanza aun al que está sano. Así obra el buen médico, porque no quiere que un hombre tenga necesidad de él por haber enfermado. Del mismo modo Dios, el Señor, tuvo a bien ordenar la templanza al hombre creado sin vicio alguno7. Si él la hubiese guardado, no habría deseado después un médico para su enfermedad. Mas, puesto que no la guardó, se debilitó, cayó. El enfermo creó otros enfermos, es decir, el enfermo engendró otros enfermos. Y, sin embargo, en cuantos nacen, aunque enfermos, Dios obra el bien: forma y vivifica su cuerpo, otorga el alimento y concede su lluvia y su sol a los buenos y a los malos8. Al bien nadie, ni siquiera los malos, tienen de qué acusarlo. Más aun, no quiso dejar en la perdición eterna al género humano condenado por su justo juicio, sino que hasta le envió al médico, el Salvador, para que lo curara gratuitamente. Me quedo corto: no sólo otorgara gratuitamente la curación, sino que hasta recompensara a los sanados. Nada puede añadirse a tal benevolencia. ¿Quién hay que diga: «Te sanaré y te daré una recompensa»? Maravillosa su obra. En efecto, sabía que él, rico, había venido a un pobre: sana a los enfermos, les da un regalo, y este regalo no es otra cosa que él mismo. El Sanador es al mismo tiempo ayuda para el enfermo y premio para el sanado.

3. Por lo tanto, hermanos —esta es la exhortación recibida hoy—, no somos deudores de la carne para vivir conforme a la carne9. Para esto hemos sido auxiliados, para esto hemos recibido el Espíritu de Dios, para esto pedimos día a día auxilio en nuestras fatigas. La ley obliga a estar bajo ella al que amenaza si no cumple lo que ordena; éstos están bajo la ley, no bajo la gracia. Buena es la ley, si se hace un uso legítimo de ella10 ¿Qué significa hacer un uso legítimo de la ley? Reconocer, a través de ella, la propia enfermedad y buscar el auxilio divino para lograr la salud. Porque, como ya he dicho y ha de repetirse siempre, si la ley pudiese vivificar, la justicia procedería ciertamente de la ley11, y ni se buscaría un salvador, ni hubiese venido Cristo, ni hubiese buscado con su sangre la oveja perdida. Pues así dice el mismo Apóstol en otro lugar: Pues si la justicia la otorga la ley, entonces Cristo murió en vano12. ¿Cuál es, pues, la utilidad de la ley y cuál su ayuda? La Escritura lo encerró todo bajo pecado para que se diese la promesa a los creyentes mediante la fe en Jesucristo13. De esta forma —dice— la ley era nuestro pedagogo en Cristo Jesús14. Tomando pie de esta comparación, prestad atención al asunto de que estoy hablando: el pedagogo no conduce al niño a su casa, sino a la del maestro, y una vez que el niño haya crecido y acabado su instrucción, ya no estará bajo su autoridad.

4. El Apóstol trata de esto también en otro lugar, y lo encarece muy a menudo. ¡Ojalá no caiga en oídos sordos! Lo encarece a menudo cuando habla de la fe de los gentiles, puesto que mediante la fe consiguen la ayuda para cumplir la ley; no la cumplen por la ley, sino que mediante la fe consiguen las fuerzas para cumplirla. El Apóstol insiste en esto y lo encarece a causa de los judíos, que se gloriaban de la ley y pensaban que ella, con el libre albedrío, era suficiente. Precisamente por esto, porque pensaban que con su libre albedrío bastaba la ley. Y, por ello, como pensaban que, al poseer el libre albedrío, les bastaba la ley, desconociendo la justicia de Dios, es decir, la justicia dada por Dios mediante la fe, y queriendo establecer la suya propia, como obra de sus propias fuerzas, no fruto del clamor de la fe, no se sometieron —dice— a la justicia de Dios. Pues el fin de la ley es Cristo para la justificación de todo creyente15. Tratando, pues, de estas cosas, se hace esta pregunta: Entonces, ¿para qué la ley? Como si dijese: ¿Cuál es la utilidad de la ley? Responde: La ley se estableció pensando en la transgresión16. Es lo que dice en otro lugar: La ley hizo su entrada para que abundase el delito. ¿Y qué añadió allí mismo? Mas, donde abundó el delito, sobreabundó la gracia17. Dado que siendo la enfermedad ligera se despreciaba la ayuda de la medicina, creció la enfermedad y se fue en busca del médico. ¿Para qué la ley? Se estableció pensando en la transgresión, para que se humillara la cerviz de los soberbios, que se atribuían mucho a sí mismos y lo adjudicaban sólo a su voluntad, hasta pensar que la libre voluntad podía bastarles para alcanzar la justicia; voluntad que en el paraíso, es decir, cuando su libertad era íntegra, manifestó sus fuerzas, mostró cuánto podían, pero para caer, no para levantarse. Por lo tanto, la ley se estableció pensando en la transgresión hasta que llegase la descendencia a quien se había hecho la promesa, dispuesta por los ángeles por manos de un mediador.

5. Ahora bien, el mediador no lo es de una sola persona: Dios, en cambio, es uno solo18. ¿Qué significa que el mediador no lo es de una sola persona? Que, sin duda, el mediador se halla entre dos personas. Si Dios es uno solo y el mediador no lo es de una sola persona, ¿entre qué cosa y Dios está el mediador? En efecto, el mediador no lo es de una sola persona; Dios, en cambio, es uno sólo. En el mismo Apóstol encontramos entre qué cosa y qué cosa está el mediador, cuando dice: Pues Dios es uno y único el mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús19. Si no te hallaras caído, no tendrías necesidad del mediador; mas, puesto que lo estás y no puedes levantarte, Dios, en condición de mediador, te alarga en cierto modo su propio brazo. ¿A quién fue revelado el brazo del Señor?20. Por tanto, que nadie diga: «Puesto que no estamos bajo la ley, sino bajo la gracia, pequemos, pues, y hagamos lo que queramos». Quien esto dice ama la enfermedad, no la salud. La gracia es una medicina. Quien quiere estar siempre enfermo, se muestra ingrato con la medicina. Por lo tanto, hermanos, recibida la ayuda, alargado hasta nosotros desde lo alto el auxilio divino, el brazo del Señor y, por el mismo brazo del Señor, hecho llegar hasta nosotros el Espíritu Santo, no somos deudores de la carne para caminar según la carne21. La fe no puede obrar bien si no es por el amor. Esa es la fe de los fieles, para que se distinga de la fe de los demonios, pues también los demonios creen, pero tiemblan22. Así, pues, la fe digna de alabanza, la verdadera fe de la gracia es la que obra por amor23. Mas para poseer el amor y poder obrar bien por medio de él, ¿acaso podemos otorgárnoslo a nosotros, siendo así que está escrito: La caridad de Dios, que ha sido derramada en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado24? La caridad hasta tal punto es don de Dios, que se la llama Dios, según dice el apóstol Juan: La caridad es Dios, y quien permanece en caridad permanece en Dios y Dios en él25.

6. Por tanto, hermanos, no somos deudores de la carne, para vivir según la carne. Pues, si vivís según la carne, moriréis26. No porque la carne sea mala, pues también ella es criatura de Dios y tiene el mismo creador que el alma. Ni la carne ni el alma son partes de Dios, sino que una y otra son criaturas suyas. Por lo mismo, la carne no es un mal, pero sí lo es vivir según la carne. Dios es el sumamente bueno, porque sumamente bueno es quien dice: Yo soy el que soy27. Dios, pues, es el bien supremo; el alma es un gran bien, pero no el supremo. Cuando escuchas que Dios es el bien supremo, no pienses que se dice solamente del Padre; se dice del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Esta trinidad constituye una sola realidad, y Dios es único a la vez que supremo bien. Así, pues, no hay más que un Dios, y eso has de responder cuando te pregunten por la misma Trinidad. No vayas a pensar cuando oyes que hay un solo Dios que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son la misma persona. Esto no es verdad, pues el que en aquella Trinidad es Padre, no es Hijo; quien es Hijo, no es Padre; quien es Espíritu Santo no es ni Hijo ni Padre, sino Espíritu del Padre y, el mismo, Espíritu del Hijo. Uno mismo es el Espíritu Santo del Padre y del Hijo, eterno con el Padre y el Hijo, consustancial a ellos e igual. Esta Trinidad en su totalidad es un solo Dios sumamente bueno. El alma, en cambio, como dije, creada por el supremo bien, es un gran bien, pero no el supremo bien. Igualmente la carne: no es ni el supremo bien, ni siquiera un gran bien, pero es un bien, aunque pequeño. El alma, por lo tanto, es un gran bien, aunque no el supremo bien. Viviendo entre el bien supremo y un bien pequeño, es decir, entre Dios y la carne, inferior a Dios, pero superior a la carne, ¿por qué no se conforma en su vida al bien supremo, sino al menor? Dicho más claramente: ¿Por qué no vive según Dios, y vive según la carne? No es deudora de la carne para vivir según la carne28. Es la carne la que debe vivir según el alma, no el alma según la carne. Viva una según la otra, según quién reciba la vida de quién. Que cada una viva según aquello de donde recibe la vida. ¿De dónde trae la vida tu carne? De tu alma. ¿De dónde trae su vida tu alma? De tu Dios. Cada una de estas cosas viva conforme a lo que le da la vida. La carne no se la da a sí misma; pues la vida de la carne es el alma. Tampoco el alma se da la vida a sí misma, pues la vida del alma es Dios. El alma, por tanto, debe vivir según Dios, pues no es deudora de la carne para vivir según la carne. Por ello, si la que debe vivir según Dios y vive conforme a sí misma viene a menos, ¿obtiene beneficio de vivir según la carne? Sólo vivirá rectamente la carne según el alma si el alma vive según Dios. Pues si el alma quisiera vivir, no digo ya según la carne, sino según ella misma, como he dicho, ... Voy a deciros en qué consiste vivir conforme a sí misma; es bueno y muy saludable que lo sepáis.

7. Algunos filósofos de este mundo pensaron que no existía otra felicidad que vivir según la carne y pusieron el bien del hombre en el placer corporal. Reciben el nombre de epicúreos, derivado de Epicuro, cierto autor, su maestro. Otros existen parecidos a ellos. Pero hubo también otros, orgullosos, que en cierto modo se apartaban de la carne y pusieron toda su esperanza de felicidad en su alma y el sumo bien en la propia virtud. Vuestro sentimiento piadoso ha reconocido la voz del salmo; sabéis, conocéis, os habéis dado cuenta de cómo el salmo se burla de quienes confían en su virtud29. Tales fueron los filósofos llamados estoicos. Aquellos vivían según la carne, estos según el alma, pero ni los unos ni los otros vivían según Dios. Por ello, cuando el apóstol Pablo llegó a la ciudad de Atenas, donde estas sectas filosóficas hervían en afán de emulación, como se lee en los Hechos de los Apóstoles —y me alegro de que vosotros os adelantéis a mis palabras reconociendo y recordando cómo allí está escrito: Disputaron con él ciertos filósofos epicúreos y estoicos30—, discutieron con él, que vivía según Dios, quienes vivían según la carne y quienes vivían según el alma. Decía el epicúreo: «Para mí, el bien consiste en gozar de la carne». El estoico: «Para mí, el bien consiste en gozar de mi mente». Y el Apóstol: Para mí el bien consiste en estar unido a Dios31. Decía el epicúreo: «Dichoso aquel que dispone del placer de la carne». El estoico: «Más bien, dichoso aquel que dispone de la virtud de su alma». Y el Apóstol: Dichoso aquel cuya esperanza es el nombre del Señor32. Se equivoca el epicúreo: es falso que sea feliz el hombre que dispone del placer carnal; se engaña también el estoico: es falso también y completamente falaz que sea feliz el hombre que dispone de la virtud del alma. Feliz, pues, aquel cuya esperanza es el nombre del Señor. Y puesto que aquellos, además de ser vanos, mienten, dice: Y no ha vuelto sus ojos a vanidades y necias mentiras33.

8. Por lo tanto, hermanos, no somos deudores de la carne para vivir según la carne34, como los epicúreos. Pero hasta el alma será carnal si quiere vivir según ella misma; piensa carnalmente y no se levanta por encima de ella. No tiene posibilidad de levantarse si no halla un brazo tendido. Si, pues, vivís según la carne. Pues donde se dijo: ¿Qué me va a hacer el hombre?35, allí se dijo: ¿Qué me va a hacer la carne?36. Pues si vivís según la carne, moriréis37. No con la muerte que consiste en la separación del cuerpo; pues ella os llegará aunque viváis según el espíritu. Moriréis con aquella otra muerte de la que el Señor, infundiendo terror, dice en el Evangelio: Temed a aquel que tiene poder para perder en la gehenna del juego tanto el alma como el cuerpo38. Por consiguiente, si vivís según la carne, moriréis.

9. Si, en cambio, dais muerte a las obras de la carne, viviréis39. Esta es nuestra tarea durante esta vida: dar muerte con el espíritu a las obras de la carne; debilitarlas, disminuirlas, refrenarlas y darles muerte día a día. ¡Cuántas cosas que antes deleitaban, dejan de hacerlo a medida que se progresa! Se le daba muerte cuando, aunque deleitaba, no se le daba consentimiento. Como ya no deleita, está muerto. Pisotea al muerto, pasa al vivo; pisotea al que yace en tierra, lucha con quien te ofrece resistencia. Ha muerto un deleite, pero se mantiene en vida otro; dale muerte también negándole tu consentimiento. Cuando comience a no deleitarte en absoluto, le has dado muerte. Esta es nuestra tarea, esta nuestra milicia. Mientras dirimimos esta batalla, tenemos a Dios de espectador, y si durante ella nos encontramos en apuros, le suplicamos que venga en nuestra ayuda, pues si él no nos ayuda, no podremos no digo vencer, ni siquiera luchar.

10. Dijo el Apóstol: Si dais muerte a las obras de la carne, viviréis40, es decir, a las apetencias carnales. Negarles el consentimiento merece gran alabanza, pero la perfección está en carecer de ellas. Si dais muerte con el espíritu a estas obras malsanas de la carne que llevan consigo la lucha que viene de la muerte, viviréis. Aquí ya hay que temer que alguno vuelva a presumir de que su espíritu es capaz de dar muerte a las obras de la carne. En efecto, no sólo Dios es espíritu; también lo es tu alma y tu mente. Y cuando dices: Con la mente sirvo a la ley de Dios; con la carne, en cambio, a la ley del pecado41, se debe a que el espíritu tiene deseos contrarios a los de la carne, y la carne, contrarios a los del espíritu42. Por lo tanto, para que no presumas de que tu espíritu es capaz de dar muerte a las obras de la carne y no perezcas a causa de la soberbia, y te encuentres con que como a soberbio se te resiste, en lugar de concedérsete como a humilde la gracia, Dios resiste a los soberbios, y a los humildes, en cambio, da su gracia43.

Así, pues, para que tal vez surja en ti esa soberbia, advierte cómo continúa. Después de haber dicho: Si dais muerte a las obras de la carne, viviréis44, para que no se ensalce aquí el espíritu humano y se jacte de ser capaz y con fuerza para realizarlo, añade: Pues quienes son movidos por el Espíritu de Dios, esos son los hijos de Dios45. ¿Por qué, entonces, ya querías ensalzarte al oír: Si con el espíritu dais muerte a las obras de la carne, viviréis? Estabas a punto de decir: «Esto lo puede mi voluntad, lo puede mi libre albedrío». ¿Qué voluntad? ¿Qué libre albedrío? Si Dios no te gobierna, vas a dar al suelo, y si él no te levanta, allí te quedas. ¿Cómo puedes hacerlo con tu espíritu si el Apóstol dice: Quienes son movidos por el Espíritu de Dios, esos son los hijos de Dios? ¿Quieres que sea obra tuya, quieres realizar tú lo que conduce a dar muerte a las obras de la carne? ¿De qué te sirve no ser epicúreo, si eres estoico? Tanto si eres epicúreo, como si eres estoico, no estarás entre los hijos de Dios. Quienes son movidos por el Espíritu de Dios, esos son los hijos de Dios. No lo son quienes viven según la carne, ni quienes viven según su espíritu; no lo son quienes son movidos por el placer carnal, ni los movidos por su espíritu, sino quienes son movidos por el Espíritu de Dios, esos son los hijos de Dios.

11. Me dirá alguno: «Entonces no obramos nosotros, sino que otro obra en nosotros». Respondo: «Mejor, obras tú y otro obra en ti; y sólo obras bien cuando actúa en ti el que es bueno. El Espíritu de Dios que obra en ti te ayuda cuando obras tú. Su mismo apelativo de auxiliador te indica que también tú haces algo. Reconoce lo que pides, reconoce lo que proclamas cuando dices: Sé mi auxiliador, no me abandones46. Invocas ciertamente a Dios como auxiliador. Nadie recibe ayuda si él nada hace. Quienes son movidos por el Espíritu de Dios —dice— esos son los hijos de Dios47: movidos, no por la letra, sino por el Espíritu; no por la ley que ordena, amenaza y promete, sino por el Espíritu que exhorta, ilumina y ayuda. Sabemos —dice el mismo Apóstol— que todo coopera para el bien de los que aman a Dios48. Si tú no hicieses nada, él no sería tu colaborador».

12. Pero poned aquí mayor vigilancia, no sea que diga vuestro espíritu: «Si llega a faltar la cooperación de Dios y su ayuda, lo hace mi espíritu; aunque con fatiga, aunque con cierta dificultad, puede realizarlo». Sería lo mismo que decir: «Hemos llegado a fuerza de remos y no sin fatiga; si hubiésemos tenido viento favorable, hubiésemos llegado más fácilmente». No es de esta clase la ayuda de Dios; no es como ésta la ayuda de Cristo ni la del Espíritu Santo. Si te llegara a faltar totalmente, no podrías hacer nada bueno. Si él no te ayuda, con tu libre voluntad obras ciertamente, pero obras mal. De ello es capaz tu voluntad, que se considera libre; pero obrando mal se convierte en esclava digna de condenación. Cuando te digo que sin la ayuda de Dios no haces nada, me refiero a hacer el bien; pues para hacer el mal, aun sin la ayuda de Dios te basta la libre voluntad, aunque en realidad no es libre. Uno es esclavo de aquel que le vence49. También: Todo el que comete pecado es siervo del pecado50. Igualmente: Si el Hijo os da la libertad, entonces seréis verdaderamente libres51.

13. Creed sin duda esto: así obráis vosotros con la buena voluntad. Puesto que vivís, sin duda obráis. En efecto, si no hacéis nada, él no puede ayudaros; él no coopera si vosotros no hacéis nada. Sabed, no obstante, que vosotros hacéis el bien de manera tal que es el Espíritu el que os guía y ayuda, y que si falta él, absolutamente nada bueno podréis hacer. No como comenzaron a decir algunos que se han visto obligados a confesar alguna vez la gracia. Y bendecimos a Dios porque al menos han dicho esto, pues acercándose podrán progresar y llegar a lo que es auténticamente la verdad. Al menos dicen ya que la gracia de Dios ayuda a hacer el bien más fácilmente. Estas son sus palabras: «Dios dio su gracia —dicen— a los hombres para que con ella puedan hacer más fácilmente lo que se les manda hacer por su libre albedrío». Se navega mejor con velas que con remos; pero, no obstante, también se navega con sólo remos. Se camina mejor sobre una montura que a pie, pero también se llega a pie. La realidad no es esa. El auténtico maestro, que a nadie adula y a nadie engaña; el verdadero doctor y a la vez sanador al que nos condujo el insoportable pedagogo, al hablar de las buenas obras, es decir, de los frutos de los sarmientos o pámpanos, no dice: «Sin mí podéis hacer algo, aunque os será más fácil con mi ayuda», ni tampoco: «Podéis dar vuestro fruto sin mí, pero será más abundante por medio de mí». No es esto lo que dijo. Leed sus palabras; se trata del Evangelio santo al que se someten las cervices de todos los soberbios. Esto no lo dice Agustín, sino el Señor. ¿Qué dice el Señor? Sin mí no podéis hacer nada52. Y ahora, cuando oís: Quienes son movidos por el Espíritu de Dios, ésos son los hijos de Dios53, no os echéis atrás. Pues Dios no edifica su templo con vosotros, como si se tratase de piedras que carecen de movimiento propio, que se elevan y son colocadas por el albañil. No son de este tipo las piedras vivas: También vosotros, cual piedras vivas, estáis siendo edificados conjuntamente para ser templo de Dios54. Sois guiados, pero corred también vosotros; sois guiados, pero seguid al guía, pues después de haberle seguido, será cierto aquello de que sin él nada podéis hacer. Pues no es cosa del que quiere ni del que corre, sino de Dios que obra misericordia55.

14. Quizá ibais a decir: «También nos basta la ley». La ley infundió el temor, y ved lo que añadió al respecto el Apóstol. Tras haber dicho: Quienes son movidos por el Espíritu de Dios, esos son los hijos de Dios56, puesto que cuando son movidos por el Espíritu de Dios, son movidos por la caridad —pues la caridad de Dios se ha derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado57—, prosiguió diciendo: No habéis recibido el espíritu de servidumbre para recaer de nuevo en el temor58. ¿Qué significa de nuevo? Como con aquel insoportable y aterrador pedagogo. ¿Qué significa de nuevo? De forma idéntica a como en el Sinaí recibisteis el espíritu de servidumbre. Se me dirá que una cosa es el espíritu de servidumbre y otra el espíritu de libertad. Si fuera distinto no diría el Apóstol de nuevo. El Espíritu es, pues, el mismo, pero en las tablas de piedra con temor, en las tablas del corazón con amor59. Quienes estuvisteis presentes anteayer escuchasteis cómo el ruido, el fuego y el humo aterrorizaba al pueblo que se mantenía en pie a distancia60 y cómo, por el contrario, vino el Espíritu Santo, el mismo dedo de Dios61, cincuenta días después de la sombra de la Pascua, y se posó en lenguas como de fuego sobre cada uno de los presentes62. Pero esta vez no infundía temor, sino amor, para que seamos no siervos, sino hijos. En efecto, quien aún obra bien por temor al castigo, aún no ama a Dios, aún no se cuenta entre los hijos. Con todo, ¡ojalá que al menos tema el castigo! El temor es siervo, y la caridad, libre; y, para decirlo así, el temor es siervo de la caridad. No se adueñe el diablo de tu corazón; vaya el siervo delante y haga reserva del lugar de tu corazón para la dueña que ha de llegar. Haz el bien; hazlo al menos por temor del castigo, si aún no puedes hacerlo por amor a la justicia. Llegará la dueña, y entonces se retirará el esclavo, porque la caridad perfecta expulsa el temor63. No habéis recibido el espíritu de servidumbre para recaer de nuevo en el temor64. Estamos en el Nuevo Testamento, no en el Antiguo. Lo antiguo ha pasado, y todas las cosas se han renovado. Todo ello proviene de Dios65.

15. ¿Para concluir, cómo sigue? Como si preguntaras qué es lo que hemos recibido, dice: Sino que recibisteis el Espíritu de adopción de hijos, por el que gritamos: Abba, ¡Padre!66. Al Señor se le teme, al Padre se le ama. Recibisteis el Espíritu de adopción de hijos, por el que gritamos: Abba, ¡Padre! Este es un grito que sale del corazón, no de la garganta, ni de los labios; suena interiormente, suena a los oídos de Dios. Así gritaba Susana, teniendo la boca cerrada y sin mover los labios67. Sino que recibisteis el Espíritu de adopción de hijos, por el que clamamos: Abba, ¡Padre! Grite el corazón: Padre nuestro, que estás en los cielos68. ¿Por qué, entonces, no dijo solamente Padre? ¿Qué significan los dos nombres: Abba, Padre? Si preguntas qué significa Abba, se te responderá: Padre. Abba es el nombre hebreo de padre. ¿Por qué quiso el Apóstol poner los dos? Porque veía la piedra angular que rechazaron los constructores y que luego se convirtió en cabeza de ángulo69. No se le llamó sin motivo piedra angular, pues recibe para que se besen las dos paredes que proceden de distinta dirección. De un lado, la circuncisión; de otro, el prepucio, y la distancia entre ellos es idéntica a la que los separa del ángulo; al mismo tiempo, la respectiva cercanía al ángulo indica la cercanía recíproca. En el ángulo se produce su unión70. Él es nuestra paz, él que hizo de las dos cosas una sola71. Por lo tanto, de un lado, la circuncisión; de otro, el prepucio: la unión de las paredes, la gloria del ángulo. Recibisteis el Espíritu de adopción de hijos por el que clamamos: Abba, ¡Padre!

16. ¿Cuál es la realidad, si la garantía es tal? No se debe hablar de garantía, sino de anticipo. En efecto, cuando se deja una garantía, ésta se retira una vez que se devuelve lo garantizado. El anticipo, en cambio, es una parte de aquello que se promete dar, de forma que, cuando se cumpla la promesa, lo ya recibido no cambia, sino que se recibe en su totalidad. Así, pues, que cada uno examine su corazón y vea si dice con sincero amor desde lo más íntimo de su corazón: Padre. No se pregunta ahora por el grado de esa caridad: si es grande, pequeña o regular; pregunto si, al menos, existe. Si ya ha nacido, crece ocultamente, con el crecimiento llegará a la plenitud, y en esa plenitud permanecerá. No se da el que tras alcanzar la plenitud decline hacia la vejez y que la vejez la conduzca a la muerte; si llega a la plenitud es para permanecer en ella eternamente. Considera lo que sigue: Gritamos: Abba, ¡Padre! El mismo Espíritu da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios72. No es nuestro espíritu quien nos testimonia que somos hijos de Dios, sino el Espíritu de Dios; el anticipo da testimonio de lo que se nos ha prometido. El mismo Espíritu da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios.

17. Y si hijos, también herederos73. Pues no somos hijos en vano. Esta es la recompensa: También herederos. Esto es lo que poco antes decía, a saber, que nuestro médico, además de devolvernos la salud, se digna otorgarnos además una recompensa. ¿De qué recompensa se trata? De la herencia. Pero una herencia diferente de la de un padre humano, pues la deja a sus hijos, no la comparte con ellos y, sin embargo, se considera magnánimo y desea que se le den las gracias porque quiso dejar lo que no podía llevar consigo. ¿Lo llevaría consigo al morir? Pienso que, si le fuera posible, nada dejaría aquí a sus hijos. Los herederos de Dios somos de tal condición, que nuestra herencia es Dios mismo, al que dice el salmo: El Señor es la parte de mi herencia74. Herederos, en efecto, de Dios; si esto os parece poco, escuchad algo que aumente vuestra alegría: Herederos de Dios y coherederos con Cristo75. Vueltos al Señor....