SERMÓN 154

Traductor: Pío de Luis Vizcaíno, o.s.a.

La ley del espíritu y la carne de pecado (Rm 7,14—25)

1. Quienes estuvisteis presentes ayer, escuchasteis la lectura de la carta del santo apóstol Pablo; la que hoy se ha leído es continuación de aquélla. Versa todavía sobre aquel texto difícil y peligroso que me propuse exponeros y descifraros con la ayuda de nuestro Señor, según las fuerzas que se digne concederme, contando también con la ayuda de vuestro piadoso afecto ante él. Sea paciente conmigo Vuestra Caridad, para que, si por tratarse de cosas oscuras mi explicación resulta difícil, al menos no tenga problemas con la voz. En efecto, si la dificultad viene de una y otra parte, la fatiga es grande, y ¡ojalá no sea en vano! Mas, para que mi fatiga sea provechosa, sea paciente vuestra escucha. Ayer demostré con suficiencia, pienso yo, que el Apóstol no censura a la ley. Allí dice, en efecto: ¿Qué diremos, entonces? ¿Es pecado la ley? De ningún modo. Pero yo no conocí el pecado sino por la ley. De hecho, yo no conocería la concupiscencia si no dijera la ley: No apetecerás. Mas el pecado, tomada la ocasión del precepto, causó en mí toda concupiscencia. Sin la ley, en efecto, el pecado está muerto, es decir, está oculto, no se manifiesta. En algún tiempo yo viví sin la ley; mas con la llegada del precepto, el pecado revivió. Yo estoy muerto y el precepto dado para la vida —¿qué hay con más relación a la vida que: No apetecerás?— resultó para mí causa de muerte, porque el pecado, tomando la ocasión del precepto, me engañó y por él me causó la muerte1. Aterrorizó a la concupiscencia, pero no la apagó; la aterrorizó, pero no la reprimió; produjo el temor al castigo, pero no el amor a la justicia. Así que —dijo— la ley es ciertamente santa, y santo, justo y bueno el precepto. ¿Lo que es bueno se convirtió para mí en muerte? De ningún modo2. Porque no es la ley la muerte, sino el pecado. ¿Qué hizo, entonces, con ocasión del precepto? Pero el pecado, para que aparezca el pecado —decir muerto equivale a decir oculto—, mediante una cosa buena obró en mí la muerte, para que, añadida la prevaricación, se haga sobremanera pecador o pecado a través del precepto3, pues, si no hubiese precepto, no se añadiría al pecado la transgresión. En otro lugar dice claramente el mismo Apóstol: Donde no existe ley, tampoco existe la transgresión4. Entonces, ¿qué? ¿Por qué dudamos de que la ley se dio para que el hombre se encontrara a sí mismo? En efecto, mientras Dios no prohibía el mal, el hombre se desconocía; no descubrió la languidez de sus fuerzas hasta que no recibió la prohibición de la ley. Se encontró a sí mismo y se encontró envuelto en males. ¿Adónde huirá que se aleje de sí? A dondequiera que huya, se sigue a sí mismo. ¿Y qué le aprovecha el conocimiento adquirido de sí, manchado por la conciencia?

2. También en la lectura leída hoy habla aquel que se encontró a sí mismo. Sabemos —dice— que la ley es espiritual; yo, en cambio, soy carnal, vendido al pecado. Desconozco lo que hago, pues no hago lo que quiero, sino lo que detesto5. A propósito de este pasaje se investiga con suma diligencia de quién ha de entenderse, si del mismo Apóstol que hablaba o de algún otro a quien él personificó, al que representó, como dijo en cierto lugar: Todo esto lo he ejemplarizado en mí y Apolo por vosotros, para que aprendáis en nosotros6. Por tanto, si habla el Apóstol —cosa que nadie duda—, y cuando dice: No hago lo que quiero, sino lo que detesto, habla de sí mismo y no de otro, ¿qué hemos de entender, hermanos míos? ¿Acaso el Apóstol no quería, por ejemplo, cometer adulterio, y lo cometía? ¿Acaso era avaro, aunque no lo quería? ¿Quién de nosotros se atreverá a revestirse con la blasfemia que significa el pensar eso del Apóstol? Quizá, por ello, se trate de algún otro; quizá ese otro eres tú; o eres tú, o es aquel, o soy yo mismo. Por consiguiente, si se trata de alguno de nosotros, escuchémosle aunque parezca hablar de sí mismo y corrijámonos sin airarnos. Si, por el contrario, es él mismo —pues quizá lo es él también— no entendamos las palabras: No hago lo que quiero, sino lo que detesto como si quisiese ser casto y fuese adúltero; o quisiese ser misericordioso y fuese cruel, o queriendo ser piadoso, fuese impío. No refiramos a eso las palabras: No hago lo que quiero, sino lo que detesto.

3. Entonces ¿a qué? Quiero no apetecer y apetezco. ¿Qué dijo la ley? No apetezcas7. El hombre oyó la ley, y reconoció su vicio; declaró la guerra, y encontró la cautividad. —Pero quizá algún otro hombre, no el Apóstol. ¿Qué decimos, pues, hermanos míos? ¿No tenía el Apóstol en su carne ninguna apetencia contraria a su voluntad, a la que negar el consentimiento cuando se hace presente, cosquillea, incita, solicita, inflama y tienta? Digo a Vuestra Caridad que si creemos que el Apóstol careció absolutamente de toda concupiscencia a la que resistir, muy elevada opinión tenemos de él y ¡ojalá sea así! Lo que nos conviene no es envidiar a los apóstoles, sino imitarlos. Sin embargo, amadísimos, oigo la confesión del mismo Apóstol, de que aún no ha llegado en su justicia a perfección tan grande cual creemos que es la de los ángeles, a quienes esperamos igualar si llegamos a la meta deseada. ¿Qué otra cosa nos promete el Señor en la resurrección, cuando dice: En la resurrección de los muertos no tomarán esposo ni esposa, pues no podrán morir, sino que serán iguales a los ángeles de Dios?8

4. Dirá, pues, alguien: «¿Y cómo sabes tú que el apóstol Pablo no poseía aún la perfección de los ángeles?». Ninguna injuria hago al Apóstol; a nadie creo, sino a él mismo; no busco ningún otro testigo. Ni escucho al suspicaz ni hago caso a quien alaba con exceso. Háblame, Apóstol santo, de ti mismo en un pasaje donde nadie duda de que hablas de ti mismo. En efecto, respecto a lo que dijiste: No hago lo que quiero, sino lo que detesto9, hay quienes dicen que personificas en ti a no sé quien otro que se fatigaba, que se venía abajo, vencido, cautivo. Háblame de ti en un pasaje donde nadie duda de que hablas de ti mismo. Hermanos —dice el Apóstol— personalmente no pienso haberla alcanzado10. ¿Y qué haces? Una sola cosa, a saber, olvidando lo pasado, mirando a lo que está delante, en la intención —no dice: en perfección—, en la intención persigo la palma de la suprema vocación de Dios en Cristo Jesús11. Y antes había dicho: No que la haya alcanzado ya o que sea perfecto12. Todavía hay quien le lleva la contraria y sostiene que el Apóstol decía eso porque aún no había llegado a la inmortalidad, no porque aún no hubiese alcanzado la justicia perfecta. Por tanto, poseía ya la justicia de los ángeles, pero no su inmortalidad. Esta es —dicen— la realidad pura y dura. Acabas de decir: «Igualaba a los ángeles en justicia, pero no en inmortalidad. Por lo tanto poseía ya la justicia perfecta, pero, persiguiendo la palma definitiva, buscaba la inmortalidad».

5. Muéstranos, Apóstol santo, otro pasaje más claro, en el que confieses tu debilidad, no donde busques la inmortalidad. También contra este texto se oyen murmullos y objeciones. Me parece estar oyendo los pensamientos de algunos, y respecto al pasaje se me dice: Es cierto; sé lo que me vas a decir. Confiesa su debilidad, pero debilidad de la carne, no de la mente; la debilidad del cuerpo, no del alma; y es en el alma, no en el cuerpo donde está la justicia plena. En efecto, ¿quién ignora que sin lugar a duda el Apóstol era frágil y mortal en su cuerpo, según lo que él mismo dice: Llevamos este tesoro en vasos de barro13? ¿Por qué te ocupas del vaso de barro? Dinos algo acerca del tesoro. Descubramos si le faltaba algo, si existía algo que se le pudiera añadir al oro de la justicia. Escuchémosle a él mismo para que no se piense que le estoy injuriando. Y para que no me envanezca por la grandeza de mis revelaciones —dice el Apóstol— para que no me envanezca por la grandeza de mis revelaciones14. Aquí tenéis, pues, al Apóstol que teme el precipicio del orgullo al mismo tiempo que proclama la grandeza de sus revelaciones. Por tanto, para que sepas que también el Apóstol que deseaba salvar a los otros necesitaba todavía curación personal; para que conozcas esto, si tienes en grande estima su honor, escucha qué apósito aplicó el médico a su tumor; escúchale a él, no a mí. Escucha su confesión para reconocerle maestro. Escucha: Y para que no me envanezca con la magnitud de mis revelaciones. Ved que ya puedo preguntar al apóstol Pablo: ¿Para no envanecerte, santo Apóstol? ¿Todavía has de precaverte ante el orgullo? ¿Aún existe el temor de que te envanezcas? ¿Todavía hay que buscarte la medicina contra esta enfermedad?

6. Tú —pregunta— ¿qué me dices? Escucha también tú lo que soy; no pretendas alturas, teme más bien. Escucha cómo entra el corderillo allí donde el carnero se halla en tal peligro. Para que no me envanezca —dijo— por la grandeza de mis revelaciones, se me ha dado el aguijón de la carne, el ángel de Satanás, que me abofetea15. ¡Cuál no sería el tumor que tenía, si tan punzante fue el emplasto que se le aplicó! Dime, pues, ahora que su justicia era tan grande como la de los ángeles. ¿Acaso también el ángel santo recibe en el cielo, para que no se envanezca, el aguijón, ángel de Satanás, que le abofetee? Lejos de vosotros pensar esto de los ángeles santos. Somos hombres; reconozcamos a los apóstoles como hombres, aunque santos. Son vasos selectos, pero aún frágiles, que aún peregrinan en la carne, sin haber alcanzado el triunfo en la patria celestial. Él mismo rogó tres veces al Señor para que le quitase tal aguijón16 y no fue oído en cuanto a su voluntad, porque lo fue en cuanto a la salud. Por lo tanto, cuando afirma: Sabemos que la ley es espiritual, yo, en cambio, soy carnal17, quizá no diga nada fuera de tono.

7. ¿Entonces es carnal el Apóstol que decía a los otros: Vosotros que sois espirituales, corregid a los tales con espíritu de mansedumbre18? ¿Habla a los demás como a espirituales y él es carnal? ¿Pero qué dijo a los mismos espirituales, puesto que aún no se hallaban en la perfección celeste y angélica, todavía no habían alcanzado la seguridad de aquella patria, sino que vivían en la inquietud de esta peregrinación? ¿Qué les dijo? Es cierto que los llamó espirituales: Vosotros —les dijo— que sois espirituales, corregidle con espíritu de mansedumbre, mirando también por ti mismo, no sea que también tú seas tentado19. Advierte esto: Temió que aquel al que llamó con anterioridad espiritual, sufriese la debilidad de la tentación. De donde se deduce que el espiritual puede ser tentado, si no en la mente, sí en la carne. Pues es espiritual porque vive según el espíritu; mas por lo que respecta a su parte mortal es todavía carnal. Es espiritual y carnal al mismo tiempo. Espiritual: Con la mente sirvo a la ley de Dios; carnal: con la carne, en cambio, a la ley del pecado20. ¿Por lo tanto, uno mismo es carnal y espiritual? Ciertamente; mientras vive aquí, así es.

8. No te extrañes, tú, quienquiera que seas, que cedes y consientes a los apetitos carnales, que o los consideras buenos para saciar tu pasión o, aunque los consideres malos, cedes y consientes a ellos, les sigues a donde te llevan y realizas sus sugestiones perversas: tú eres completamente carnal. Tú, quienquiera que seas igual, eres completamente carnal. En cambio, si apeteces, cosa prohibida por la ley cuando dice: No apetezcas21 y cumples, sin embargo, el otro precepto de la ley: No vayas detrás de tus apetitos22, por lo que respecta a la mente, eres espiritual; y por lo que respecta a la carne, carnal. Una cosa es, en efecto, no apetecer, y otra el no ir en pos de tus apetencias. No apetecer es sin duda lo propio del perfecto; no ir en pos de sus apetencias es propio de quien combate, de quien lucha y se fatiga. Si hay ardor en la lucha, ¿por qué desconfiar de la victoria? ¿Cuándo llegará la victoria? Cuando la muerte sea absorbida en la victoria23. Entonces existirá el grito del que triunfa, no el sudor de quien lucha. ¿Cuál es ese grito triunfal futuro, cuando este cuerpo corruptible se vista de incorrupción y este mortal se revista de inmortalidad?24 Ves al vencedor, escucha al que salta de gozo, contempla al que celebra su triunfo. Entonces se cumplirá lo que está escrito: La muerte ha sido absorbida en la victoria. ¿Dónde está, ¡oh muerte!, tu contienda? ¿Dónde está, ¡oh muerte!, tu aguijón?25 ¿Dónde? Observa que existía, pero ya no existe. ¿Dónde está, ¡oh muerte!, tu contienda? Esta es: No hago lo que quiero26; hela aquí: Sabemos que la ley es espiritual, pero yo soy carnal27. Si, pues, el Apóstol dice eso de sí mismo; si dice —hablo en condicional—, si dice de sí mismo: Sabemos que la ley es espiritual, pero yo soy carnal, claramente es espiritual en la mente y carnal en el cuerpo. ¿Cuándo, pues, será totalmente espiritual? Cuando se cumpla: Se siembra un cuerpo animal y resucitará un cuerpo espiritual28. Por lo tanto, ahora, mientras existe el ardor de la contienda, no hago lo que quiero; en parte soy espiritual y en parte carnal. Espiritual en la parte superior, carnal en la inferior. Todavía lucho; aún no he vencido y tengo en mucho el no ser vencido. No hago lo que quiero, sino lo que detesto29. ¿Qué haces? Apetezco. Aunque no doy mi consentimiento a mis apetitos, aunque no voy tras de ellos, con todo, apetezco y, sin duda, incluso en esa parte, soy yo mismo.

9. En efecto, no se trata de que en la mente esté yo y en la carne otra persona. Entonces, ¿cuál es el asunto? Por tanto yo mismo, porque yo estoy en la mente y yo en la carne. No hay dos naturalezas contrarias, sino un único hombre que consta de uno y otro elemento, como uno solo es el Dios que hizo al hombre. Por tanto, yo mismo —yo mismo— con la mente sirvo a la ley de Dios, y con la carne, en cambio, a la ley del pecado30. Con la mente no doy mi consentimiento a la ley del pecado; antes bien, quisiera que no existiese en mis miembros esa ley. Porque no quisiera, pero existe, no hago lo que quiero; porque apetezco y no lo quiero, no hago lo que quiero, sino lo que detesto31. ¿Qué detesto? Apetecer. Detesto apetecer y, no obstante, lo hago en la carne, aunque no en la mente. Hago lo que detesto.

10. Ahora bien, si hago lo que no quiero, voy de acuerdo con la ley porque es buena32. ¿Qué significa esto: si hago lo que no quiero, voy de acuerdo con la ley porque es buena? Reconocerías la ley si hicieras lo que manda. Si haces lo que ella detesta, ¿cómo la reconoces? Es cierto: Si hago lo que no quiero, voy de acuerdo con la ley porque es buena. ¿De qué modo? La ley manda no apetezcas33. ¿Qué quiero yo? ¿No apetecer? Queriendo lo que quiere la ley reconozco que es buena. Si dijera la ley: No apetezcas y yo quisiera apetecer, no reconocería la ley y me hallaría completamente apartado de ella por el extravío de la voluntad. Si diciendo la ley: No apetecerás, yo quiero apetecer, no apruebo la ley de Dios. ¿En qué quedamos? ¿Qué dices ¡oh ley!? No apetecerás. Tampoco yo quiero apetecer, tampoco yo quiero; lo que tú no quieres, tampoco lo quiero yo; por eso te apruebo, porque lo que no quieres tú tampoco lo quiero yo. Mi debilidad no cumple la ley, pero la alaba mi voluntad. Por ello, si hago lo que no quiero, apruebo la ley precisamente porque no quiero yo lo que no quiere ella, no porque hago lo que no quiero. En efecto, el mismo apetecer, sin aprobarlo, es ya un hacer; no sea que alguien se busque ya en el Apóstol un ejemplo de pecar y dé mal ejemplo. No hago lo que quiero34]. ¿Qué dice la ley? No apetecerás. Tampoco yo quiero apetecer y, sin embargo, apetezco. Aunque no dé consentimiento a mi apetencia, aunque no vaya tras ella. De hecho, ofrezco resistencia, aparto mi mente, le niego las armas, sujeto mis miembros, y, sin embargo, tiene lugar en mí lo que no quiero. Lo que no quiere la ley, tampoco yo lo quiero; no quiero lo que no quiere, y, en consecuencia, la apruebo.

11. Pero eso porque yo estoy en la carne y yo en la mente, pero yo estoy más en la mente que en la carne. Puesto que yo estoy en la mente, estoy en la parte gobernante, pues la mente es la que gobierna y la carne la gobernada. Y más estoy yo en la parte mediante la cual gobierno que en la otra en la cual soy gobernado. Por tanto, como yo estoy más en mi mente: Ahora, en cambio, ya no hago aquello35. ¿Qué significa ahora, en cambio? Ahora, en cambio, yo que antes estuve vendido al pecado, una vez redimido, recibida ya la gracia del Salvador, de forma que con la mente me deleito en la ley de Dios36, no hago yo aquello, sino el pecado que habita en mí. Pues yo sé que no habita en mí. Repite en mí; escucha lo que sigue: esto es, en mi carne, el bien. Efectivamente, el querer lo tengo37. Sé. ¿Qué sabes? Que no habita en mí, es decir, en mi carne, el bien. Antes habías dicho: Ignoro lo que hago38. Si lo ignoras, ¿cómo lo sabes? Tan pronto dices lo ignoro como lo sé; desconozco cómo ha de entenderse eso. ¿O es acertada esta forma de comprensión, a saber: cuando dice: Ignoro lo que hago, el verbo ignoro equivale a no lo apruebo, no lo acepto, no me agrada, no lo consiento, no lo alabo? En efecto, tampoco Cristo ignorará a aquellos a quienes ha de decir: No os conozco39. También lo entiendo de esta otra manera: Ignoro lo que hago, porque ignoro lo que no hago. Pues no hago yo aquello, sino el pecado que habita en mí. Por eso lo ignoro, porque no lo hago yo, a ejemplo de lo que se dice del Señor: A aquel que no conocía el pecado40. ¿Qué significa: no conocía? ¿Entonces desconocía lo que reprochaba y castigaba? Si, pues, castigaba sin conocer, castigaba injustamente. Mas dado que su castigo era justo, se deduce que conocía lo que castigaba. Y, sin embargo, no conocía el pecado porque no había cometido pecado. Pues ignoro lo que hago; no hago lo que quiero, sino lo que detesto41. Pero si hago lo que no quiero, reconozco que la ley es buena. Ahora, en cambio, recibida ya la gracia, no lo hago yo; libre está la mente, pero cautiva la carne. No lo hago yo, sino el pecado que habita en mí. Sé, en efecto, que no habita en mí, es decir, en mi carne, el bien.

12. Efectivamente, el querer el bien lo tengo, pero no el ejecutarlo plenamente42. Tengo el quererlo, pero no el ejecutarlo plenamente. No habló de ejecutarlo, sino de ejecutarlo plenamente. No se trata de que no hagas nada. Se rebela la concupiscencia y no le das tu consentimiento; te agrada la mujer ajena y no asientes, retiras tu pensamiento y entras en el tribunal de tu mente. Ves el estrépito exterior de la concupiscencia y emites contra ella la sentencia, purificando tu conciencia. «No quiero —dices—; no lo hago». Considera que te agrada; no obstante: «No lo hago; tengo en qué deleitarme: Me deleito, en efecto, en la ley de Dios según el hombre interior43». ¿Por qué esos alborotos en tu carne? ¿Por qué me sugieres atropelladamente placeres necios, temporales, pasajeros, vanos y nocivos? ¿Por qué como una cotorra no cesas de contarme esas cosas? Los injustos me contaron sus placeres44. De ahí procede también esta concupiscencia. Me habla de placeres, pero no según tu ley, Señor45. Me deleito, en efecto, en la ley de Dios46, no por mí mismo, sino por la gracia de Dios. Tú, concupiscencia, alborotas la carne, pero no sometes la mente a tu imperio. Esperaré en el Señor; no temeré lo que me haga la carne47. La carne se alborota sin que yo, sin que yo, esto es, sin que mi mente consienta. Esperaré —dice— en el Señor; no temeré lo que me haga la carne. Ni la ajena, ni la mía tampoco. ¿Acaso quien hace en sí todo esto no hace nada? Es mucho y grande lo que hace, pero aún no plenamente. ¿En qué consiste, entonces, hacerlo plenamente? ¿Dónde está, ¡oh muerte!, tu contienda?48 Por lo tanto, el querer hacer el bien lo tengo, pero no el ejecutarlo.

13. Pues no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero49. Y repite: Si hago lo que no quiero, es decir, si apetezco, ya no lo hago yo, sino el pecado que habita en mí50. Encuentro, pues, una ley para mí que deseo hacer el bien51. Encuentro que la ley es un bien; la ley es un bien, un cierto bien. ¿Cómo lo demuestro? Con mi deseo de cumplirla. Encuentro una ley para mí que deseo hacer el bien, puesto que hacer el mal lo tengo ya. También esto lo tengo yo, no ya una carne no mía o de otra sustancia, o de otro principio, o un alma que procede de Dios y una carne originaria de la raza de las tinieblas. Nada de esto: la salud y la enfermedad se rechazan. Yace en el camino medio muerto, se le cura aún a tiempo52 y sanan todas sus dolencias53. No hago lo que quiero, sino lo que detesto. Si hago lo que no quiero, encuentro la ley para mí que deseo hacer el bien, puesto que hacer el mal lo tengo ya. ¿Qué mal?

14. En efecto, me deleito en la ley de Dios según el hombre interior. Siento en mis miembros otra ley que se opone a la ley de mi mente y me tiene cautivo en la ley del pecado que reside en mis miembros54. Cautivo, pero a causa de la carne; cautivo, pero parcialmente, pues la mente opone resistencia y se deleita en la ley de Dios. Así debemos entenderlo, si es de sí mismo de quien habla el Apóstol. Si, pues, la mente ya no consiente al pecado que cosquillea, solicita, halaga; si la mente no consiente porque tiene otros deleites interiores que no se pueden comparar en absoluto con los de la carne; si, pues, no consiente y existe en mí algo muerto y algo vivo, la muerte aún contiende, pero la mente está viva y no consiente. ¿Acaso la muerte misma no habita en ti? ¿O no te pertenece lo que en ti está muerto? Aún tienes lucha por delante; ¿qué más hay que esperar de ella?

15. Desdichado el hombre que soy yo55; si no en la mente, al menos en la carne soy un hombre desdichado. Pues no se es hombre sólo en la mente y no en la carne. ¿Quién, jamás, tuvo odio a su propia carne?56 Desdichado soy, ¿quién me librará del cuerpo de esta muerte?57 ¿Qué significa esto, hermanos? Parece como si quisiera carecer del cuerpo. ¿Qué prisa tienes? Si tu único deseo es carecer del cuerpo, alguna vez llegará la muerte y tu último día te librará, sin duda, de este cuerpo de muerte. ¿A qué tanto gemir? ¿Por qué gritas: Quién me librará? Tú que hablas eres mortal y has de morir. Llegará el momento de la separación entre la mente y la carne; dada la brevedad de la vida, nunca se puede decir que está lejos; desconoces cuándo ha de ser, pensando en los accidentes de cada día. Por lo tanto, sea que te apresures, sea que te demores, la toda vida humana es siempre breve. ¿A qué tanto gemir y decir: Quién me librará del cuerpo de esta muerte?

16. Y añade: La gracia de Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo58. ¿Es que no han de morir los paganos que carecen de la gracia de Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo? ¿No se verán libres de la carne en el último día? ¿No serán liberados aquel día del cuerpo de esta muerte? ¿Por qué, pues, concedes tanta importancia al hecho de que por la gracia de Dios mediante nuestro Señor Jesucristo vas a ser librado del cuerpo de esta muerte? La respuesta te la da el Apóstol, si he comprendido bien su pensamiento; mejor, dado que con la ayuda de Dios, sin duda, lo he comprendido. Te responde el Apóstol diciendo: «Sé lo que hablo». Dices que los paganos serán liberados del cuerpo de esta muerte porque les llegará su último día de vida y se separarán temporalmente del cuerpo de esta muerte. Vendrá también el día en que cuantos estén en los sepulcros oirán su voz, y quienes hicieron el bien pasarán a una resurrección de la vida —contémplalos liberados del cuerpo de esta muerte—, y quienes hicieron el mal, a una resurrección de juicio59 —contempla su retorno al cuerpo de esta muerte—. El cuerpo de esta muerte retorna al impío y nunca se separará de él. Eterna será entonces, no la vida, sino la muerte, porque lo será la pena.

17. Pero tú, cristiano, ruega cuanto puedas, exclama y di: Desdichado el hombre que soy yo; ¿quién me librará del cuerpo de esta muerte?60 Se te responderá: hallarás seguridad no en ti, sino en tu Señor. Tu seguridad proviene de la garantía que tienes. Teniendo como prenda la sangre de Cristo, espera con él el reino de Cristo. Di, repite: ¿Quién me librará del cuerpo de esta muerte? para que se te responda: La gracia de Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo61. Pues el ser liberado del cuerpo de esta muerte no equivale a carecer de este cuerpo. Lo tendrás, pero no será el cuerpo de esta muerte. Será el mismo y no será el mismo. Será el mismo porque existirá la misma carne; no será el mismo porque no será mortal. En esto, en esto consistirá tu liberación de este cuerpo de muerte: en que este cuerpo mortal se vista de inmortalidad y este cuerpo corruptible de incorrupción62. ¿Quién la efectuará? ¿Por medio de quien se hará realidad? La gracia de Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo63, porque por un hombre vino la muerte, y por otro la resurrección de los muertos. Como todos mueren en Adán64 —he aquí la causa de tu gemir—. En Adán mueren todos —de aquí proceden tus gemidos, de aquí tu lucha con la muerte; de aquí el cuerpo de esta muerte—. Pero como todos mueren en Adán, del mismo modo todos recibirán la vida en Cristo65. Una vez recibido el cuerpo inmortal y devuelto a la vida, cuando digas: ¿Dónde está, ¡oh muerte!, tu contienda?66, habrás sido librado del cuerpo de esta muerte, pero no por tu poder, sino por la gracia de Dios a través de Jesucristo nuestro Señor. Vueltos al Señor...