SERMÓN 145

Traductor: Pío de Luis Vizcaíno, o.s.a.

La oración de petición (Jn 16,24)

1. Cuando se leyó el santo evangelio, escuchamos algo que verdaderamente debe mover ahora a toda alma atenta a buscar, no a arrugarse. En efecto, quien no se mueve, tampoco cambia. Pero hay también un movimiento peligroso, del que está escrito: No des mis pies a un desliz1. Pero el movimiento de quien busca, llama y pide2 es diferente. Así, pues, lo que se leyó lo hemos oído todos, pero juzgo que no todos lo hemos entendido. Hace mención de algo que tenéis que investigar conmigo y pedir conmigo, para conseguir lo cual habéis de llamar conmigo. En efecto, como esperamos, nos asistirá la gracia del Señor para que, a la ver que quiero serviros a vosotros, también yo merezca recibir. ¿Qué significa, os ruego, lo que acabamos de oír que dijo el Señor a sus discípulos: Hasta ahora no habéis pedido nada en mi nombre3? ¿No está hablando a aquellos discípulos que, después de haber sido enviados, tras darle poder para anunciar el evangelio y realizar prodigios, regresaron exultantes de gozo y le dijeron: Señor, he aquí que hasta los demonios se nos sometían en tu nombre4? Reconocéis, recordáis que he citado palabras del evangelio, verdadero en todos sus pasajes, en todas sus dichos, en ninguna parte falso, en ninguna engañoso. ¿Cómo, entonces, son verdaderas estas dos afirmaciones: Hasta ahora no habéis pedido nada en mi nombre, y: Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre? No hay duda; el ánimo se siente impulsado a conocer el secreto encerrado en esta cuestión. Así, pues, pidamos, busquemos, llamemos. Que nos abra el que nos ve llamar lo obra en nosotros la piedad llena de fe; no la carne inquieta, sino el alma sometida a Dios.

2. Acoged con atención, es decir, como hambrientos, lo que el Señor me dé para que os lo sirva. Una vez que os lo haya dicho, sin duda gustaréis con las sanas fauces del corazón lo que se os sirva de la despensa del Señor. El Señor Jesús sabía cómo saciar el alma humana, esto es, la mente racional, hecha a imagen de Dios5, en cuanto que solo se sacia con él. Él conocía esto y sabía que ella carecía aún de esa plenitud. Sabía que se mostraba y que se ocultaba; sabía lo que en él se manifestaba y lo que en él se ocultaba, Lo sabía, sin duda. ¡Cuán grande —dice un salmo— es, Señor, la abundancia de tu dulzura que has ocultado a los que te temen, y de la que has llenado a los que esperan en ti!6. A los que te temen has ocultado tu dulzura, grande y abundante. Si la ocultas a los que te temen, ¿a quiénes se la descubres? De ella has llenado a los que esperan en ti. Ha surgido una doble cuestión, pero cualquiera de ellas halla la respuesta en la otra. La segunda es —si alguien lo pregunta— qué significa esto: La has ocultado a los que te temen; has llenado de ella a los que esperan en ti.

¿Temen unos y esperan otros? ¿No son los que temen a Dios los mismos que esperan en él? ¿Quién hay que espere en él y que no le tema? ¿Quién le tiene un temor filial y no tiene su esperanza en él? Hay, pues, que resolver primero esta segunda cuestión. Quiero decir unas palabras sobre los que esperan y sobre los que temen.

3. A la ley le acompaña el temor; a la gracia, la esperanza. Pero ¿qué diferencia existe entre la ley y la gracia, siendo uno mismo el dador de la ley y de la gracia? La ley infunde temor al que presume de sí mismo; la gracia ayuda al que espera en Dios. La ley —repito— infunde temor; no despreciéis lo dicho, por su brevedad; sopesadlo, y resulta de gran importancia. Considerad lo que he dicho, tomad lo que os sirvo, advertid de dónde lo tomo. La ley infunde temor al que presume de sí mismo, la gracia ayuda al que espera en Dios. ¿Qué dice la ley? Muchas cosas, pero ¿quién puede numerarlas? De ella traigo a colación un único precepto, pequeño y conciso, que ya recordó el Apóstol; sumamente pequeño, veamos quién carga con él. No desearás7. ¿Todo acaba aquí, hermanos? Acabamos de oír la ley; si no se hace presente la gracia, acabas de oír tu castigo. ¿Por qué te jactas ante mí tú, cualquiera que, al oír eso, presumes de ti; por qué te jactas ante mí de tu inocencia? ¿Por qué te lisonjeas de ella? Puedes decir: «No he robado nada a nadie». Lo escucho, lo creo, quizá hasta lo veo; no robas nada ajeno. Has oído: No desearás. «No me llego a la mujer de otro». También lo oigo, lo creo, lo veo. Has oído: No desearás. ¿Por qué miras alrededor de ti y no examinas tu interior? Examínate, y verás otra ley en tus miembros. Examina tu interior, ¿por qué pasas de largo de ti? Desciende a tu interior. Verás en tus miembros otra ley que se opone a la ley de tu razón, y que te tiene cautivo en la ley del pecado que reside en tus miembros8. Con razón se te oculta la dulzura de Dios. Te tiene cautivo la ley que reside en tus miembros, que se opone a la ley de tu mente. De la dulzura que a ti se te oculta beben los santos ángeles; siendo cautivo no puedes tolerar ni gustar esa dulzura. Desconocerías la concupiscencia si la ley no dijera: No desearás9. Lo has oído; has sentido temor; intentaste luchar, no pudiste vencer. Efectivamente, tomando de él ocasión, el pecado obró la muerte por medio del precepto10. Sin duda las habéis reconocido; son palabras del Apóstol: Tomando de él ocasión, el pecado obró en mí toda suerte de concupiscencias por medio del precepto11. Ciertamente reconocéis estas palabras; son del Apóstol: Tomando ocasión por medio del precepto, el pecado obró en mí toda suerte de concupiscencias. ¿De qué te jactabas en tu orgullo? Advierte que el enemigo te derrota con tus propias armas. Ciertamente tú buscabas el precepto como muro de protección: he aquí que el enemigo encontró en el precepto la ocasión para entrar. Pues tomando de él ocasión, el pecado me engañó por medio del precepto —dice — y por él me dio muerte12. ¿Qué es lo que dije? ¿Qué el enemigo te ha derrotado con tus propias armas? Escucha lo que dice el mismo Apóstol a continuación: Así que la ley es santa, y santo el precepto, y justo y bueno13. Responde ya a los que reprenden la ley; respóndeles con la autoridad del Apóstol: El precepto es santo, la ley es santa; el precepto es justo y bueno. Entonces, lo que es bueno ¿se ha convertido en muerte para mí? ¡De ningún modo! Sino que el pecado, para manifestarse como tal, me procuró la muerte, sirviéndose de un bien14. ¿Por qué, sino porque, al recibir el precepto, sentiste temor en vez de amarlo? Temiste el castigo, no amaste la justicia. Quien teme el castigo desea —en caso de serle posible— hacer lo que le agrada sin tener qué temer. Dios prohíbe el adulterio; tú has deseado la mujer de otro, no accedes a ella, no lo cometes; se te presenta la ocasión, dispones de ese momento, hay dónde, no hay testigos; con todo, tú no lo cometes. ¿Por qué? Porque temes el castigo. —Pero no lo sabrá nadie. —¿Acaso tampoco Dios? Así es ciertamente; no cometes el adulterio porque Dios conoce lo que vas a hacer; pero temes hasta a Dios mismo porque te amenaza, en vez de amarlo porque te da el precepto. ¿Por qué no lo cometes? Porque, en caso de cometerlo, serás enviado al fuego eterno. Temes el fuego. ¡Oh!, si amaras la castidad, no lo cometerías, aun habiendo de quedar absolutamente impune. Si Dios te dijese: «Mira, comételo; yo no te condenaré; no te condenaré al fuego eterno, pero te negaré el ver mi rostro». Si no lo cometes por verte amenazado, el no cometerlo no sería fruto del amor a Dios, sino del temor al juicio. Pero acabarías cometiéndolo; pues en ese supuesto quizá acabarías cometiéndolo; efectivamente, no me compete juzgar. Si no lo cometes precisamente porque detestas mancharte con el adulterio, porque amas al que dio el precepto para requerirle que cumpla su promesa, no porque temes que te condene es porque tienes la ayuda de la gracia que hace a los santos; es obra de la gracia, no te lo asignes a ti, no lo atribuyas a tus fuerzas. Actúas así porque te deleita, haces bien; actúas así por caridad, haces bien; lo apruebo, estoy de acuerdo. La caridad se sirve de ti para obrar, cuando actúas de buena gana. Si esperas en el Señor, ya estás saboreando dulzura.

4. Pero ¿de dónde te llega a ti esa caridad? Eso en el supuesto que la tengas, pues temo que, al sentir aún temor, no cometas el adulterio y te creas grande. Grande verdaderamente lo eres si no lo cometes por caridad. —¿Tienes la caridad? —La tengo, dices. —¿Quién te la ha dado? —Yo mismo. —Si te la has dado tú mismo, te hallas lejos de la dulzura. Te amarás a ti mismo porque amarás a quien te la dio. Pero te demuestro que no la tienes. En efecto, precisamente por pensar que te has dado a ti mismo una realidad tan grande es por lo que no creo que la tengas. De hecho, si la tuvieras, sabrías quién te la ha dado. ¿Te has dado a ti mismo la caridad, cual si fuese algo insignificante y efímero? Aunque hablaras las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tienes caridad, serás como bronce que suena o címbalo que aturde. Aunque conocieras todos los misterios y poseyeras todo conocimiento, toda profecía y todo contenido de fe, hasta el punto de trasladar montañas, si no tienes caridad, nada de eso te puede aprovechar. Aunque distribuyeras todos tus bienes a los pobres y entregaras tu cuerpo a las llamas, si no tienes caridad, nada eres15. ¡Cuán grande realidad es la caridad, pues, si falta ella, ninguna otra cosa aprovecha! Compárala no con tu fe, no con tu ciencia, no con tu lengua; compara la caridad con cosas menores: con los ojos de tu cuerpo, con la mano, el pie, el vientre, alguna de las extremidades; ¿hay punto de comparación entre la caridad y estas insignificancias? Ahora bien, ¿el ojo y la nariz te los ha dado Dios, pero te has dado a ti mismo la caridad? Si te has dado a ti mismo la caridad, superior a cualquier otra cosa, has devaluado a Dios ante ti. ¿Qué más puede darte Dios? Cualquier cosa que te dé es inferior. La caridad, que tú te has dado a ti mismo, supera a todas. Pero no; si la tienes, no te la has dado tú a ti mismo. En efecto, ¿qué tienes que no hayas recibido?16 ¿Quién me la ha dado a mí, quién te la ha dado a ti? Dios. Reconoce que es él quien la da para no experimentar su condena. Si damos fe a las Escrituras, es Dios quien te ha dado la caridad, bien grandioso; la caridad que supera todos los demás. Es Dios quien te la ha dado, puesto que la caridad de Dios ha sido derramada en nuestros corazones... ¿por ti, tal vez? ¡Ni hablar! Por el Espíritu Santo, que se nos ha dado17.

5. Volved conmigo al cautivo aquel, volved conmigo a lo que propuse antes: la ley infunde temor al que presume de sí; la gracia ayuda al que espera en Dios. Fíjate, pues, en aquel cautivo. Advierte en sus miembros otra ley que se opone a la ley de su razón y le lleva cautivo en la ley del pecado que reside en sus miembros18. Ved que es vencido, arrastrado, hecho cautivo, subyugado. ¿De qué le sirvió el precepto: No desearás19? Oyó: No desearás, para conocer al enemigo, no para derrotarlo. En efecto, desconocería la concupiscencia, es decir, su enemigo, si la ley no dijera: No desearás20. Acabas de ver al enemigo; lucha, libérate, afirma tu libertad; aplasta la sugestión placentera, elimina el placer ilícito. Ármate, tienes la ley; sal para el combate y triunfa, si puedes. En efecto, ¿qué valor tiene el que, merced a una poquita gracia de Dios, te complazcas ya en la ley divina según el hombre interior, si adviertes en tus miembros otra ley que se opone a la ley de tu razón, no que simplemente se opone sin capacidad para actuar, sino que te lleva cautivo en la ley del pecado 21? He ahí por qué a ti que temes se te oculta la abundancia de la dulzura: se oculta al que teme, ¿cómo has llenado de ella al que espera?22. Subyugado por el enemigo, grita, puesto que si tienes quien te ataca, tienes también quien te ayuda: te contempla cuando combates, te sostiene en la fatiga, pero sólo si descubre que tienes tu esperanza puesta en él, pues detesta al orgulloso. Subyugado por el enemigo, ¿qué gritas? ¡Desdichado el hombre que soy yo!23. Ya lo veis, puesto que habéis gritado. Sea este vuestro grito cuando tal vez os halléis en dificultad ante el enemigo; decid, decid desde lo íntimo de vuestro corazón, decid con fe sana: ¡Desdichado el hombre que soy yo! Desdichado yo; por tanto, desdichado porque soy yo. Desdichado yo, un hombre, por ser yo y por ser hombre. En efecto, vanamente su turba. Pues aunque el hombre camine en la imagen24, ¡Desdichado el hombre que soy yo! ¿Quién me librará del cuerpo de esta muerte?25. ¿Acaso te librarás tú mismo? ¿Dónde están tus fuerzas, dónde tu presunción? Ciertamente callas algo; callas, pero callas en cuanto que no te enorgulleces, no en cuanto que dejes de invocar a Dios. Guarda silencio y grita, puesto que también Dios mismo guarda silencio y grita; guarda silencio en cuanto juez; no lo guarda en cuanto legislador. Haz tú lo mismo, impón silencio a tu orgullo, no a tu invocación; que Dios no tenga que decirte: He guardado silencio, ¿acaso voy a guardarlo siempre?26. Grita, pues: ¡Desdichado el hombre que soy yo! Reconócete vencido; mófate de tus fuerzas y di: ¡Desdichado el hombre que soy yo! ¿Quién me librará del cuerpo de esta muerte? ¿Qué había dicho yo? La ley infunde temor a quien presume de sí. Ved que el hombre presumía de sí, intentó pelear, no pudo vencer; quedó vencido, derribado, subyugado, cautivo. Aprendió a presumir de Dios y sólo queda que al que la ley atemorizó por presumir de sí, le ayude la gracia por esperar en Dios. Confiando en esta ayuda, dice: ¿Quién me librará del cuerpo de esta muerte? La gracia de Dios por Jesucristo nuestro Señor27. Mira ya la dulzura, pruébala, saboréala; escucha el salmo: Gustad y ved qué dulce es el Señor28. Se hizo suave para ti, puesto que te liberó; tú fuiste amargo para ti al presumir de ti. Bebe la dulzura; recibe la prenda de una gran abundancia.

6. Así, pues, los discípulos del Señor Jesucristo, estando aún bajo la ley, tenían que ser purificados, nutridos, corregidos, dirigidos. En efecto, aún deseaban a pesar de que la ley ordena: No desearás29. Lo diré con la venia de los santos carneros, los guías del rebaño; con su venia lo diré, porque digo verdad —es el evangelio el que habla—: discutían ellos sobre quién era el mayor30 y, aunque aún se hallaba el Señor en la tierra, los traía agitados el desacuerdo sobre la presidencia. ¿De dónde provenía esto sino de la levadura vieja?31 ¿De dónde les venía sino de la ley que reside en sus miembros, que se opone a la ley de la razón32? Buscaban estar en la cima. De hecho, la deseaban; pensaban en quién iba a ser el mayor entre ellos. Por eso, para abatir su encumbramiento se echa mano de un niño. Jesús llama a sí a la edad humilde para domar su tumefacta ambición33. Con razón, por tanto, hasta cuando volvieron diciendo: Señor, he aquí que los demonios se nos han sometido en tu nombre34 —se alegraban de una nadería, pues cuánto era eso, qué era eso, comparado con lo que Dios les prometía —... Así, pues, el Señor, Maestro bueno, para reducir su hinchazón y edificar sobre seguro, les dice: No os alegréis de que se os han sometidos los demonios. ¿Por qué así? Porque muchos vendrán en mi nombre, diciendo: «Mira, nosotros hemos arrojado demonios en tu nombre», y yo les diré: «No os conozco»35. No os alegréis de eso; alegraos, más bien, de que vuestros nombres están escritos en los cielos36. Todavía no podéis estar allí, pero ya estáis inscritos allí. Alegraos, pues. Y ahora la afirmación: Hasta ahora no habéis pedido nada en mi nombre37. De hecho, lo que habéis pedido no es nada comparado con lo que quiero daros. Pues ¿qué habéis pedido en mi nombre? ¿Que los demonios os estuviesen sometidos? No os alegréis de eso; con otras palabras, lo que habéis pedido es nada, pues, si fuese algo, os mandaría alegraros. Por tanto, no se trata de que fuese absolutamente nada, sino de que era una nimiedad al lado de la grandeza de los premios que otorga Dios. En efecto, no se puede afirmar que el apóstol Pablo no era nada y, sin embargo, comparado con Dios, Ni el que planta es algo, ni el que riega38. Os lo digo a vosotros, me lo digo a mí mismo, me lo digo a mí y a vosotros cuando pedimos estos bienes temporales en el nombre de Cristo. Pues, sin duda los habéis pedido. ¿Quién, en efecto, no los pide? Uno pide la salud, si está enfermo; otro la libertad, si se halla en la cárcel; otro arribar al puerto, si la mar zarandea la nave; otro la victoria, si combate contra el enemigo: todo esto se pide en el nombre de Cristo y lo que se pide es nada. Entonces ¿qué hay que pedir? Pedid en mi nombre. Y, aunque no dijo qué, de sus palabras deducimos qué debemos pedir. Pedid, y recibiréis, que vuestro gozo sea colmado39. Pedid, y recibiréis, en mi nombre. Pero ¿qué? Algo; pero ¿qué algo? Que vuestro gozo sea colmado; es decir, pedid lo que os baste. Porque, a veces no pides nada: el que bebe de esta agua volverá a tener sed40. Echa al pozo el cántaro del deseo, saca en él qué beber, para volver a tener sed. Pedid que vuestro gozo sea colmado, es decir, la saciedad, no una satisfacción momentánea. Pedid lo que os baste; decid como Felipe: Señor, muéstranos el Padre, y esto nos basta41. El Señor os está diciendo: Tanto tiempo como llevo con vosotros y ¿no me habéis conocido? Felipe, quien me ve a mí, ve también al Padre42. Así, pues, mostraos agradecidos a Cristo... por vosotros débiles y presentad vuestras fauces a la divinidad de Cristo para que las sacie. Vueltos al Señor, etc.