SERMÓN 143

Traductor: Pío de Luis Vizcaíno, o.s.a.

La promesa del Espíritu (Jn 16,7—11)

1. La medicina para todas las llagas del alma y la única propiciación por los pecados del hombre es creer en Cristo. Y absolutamente nadie puede verse libre sea del pecado original que heredó de Adán en quien todos pecaron1 y en quien se han convertido por naturaleza en hijos de la ira2, sea de los pecados añadidos al no oponer resistencia a la concupiscencia, sino condescender con ella, poniéndose a su servicio con lascivias e injusticias, a no ser que por la fe se integre orgánicamente en el cuerpo de aquel que fue concebido sin placer sensual alguno ni mortífera delectación, a quien su madre no alimentó en pecado en su seno3, que no cometió pecado y en cuya boca no se halló engaño4. En efecto, los que creen en él se convierten en hijos de Dios, puesto que nacen de Dios por la gracia de la adopción, vinculada a la fe en Jesucristo nuestro Señor. Por eso, amadísimos, el mismo Señor y Salvador nuestro dice con razón que este es el único pecado de que el Espíritu Santo deja convicto al mundo: el de no creer en él. Yo —refiere — os digo la verdad; os conviene me vaya yo. Porque, si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero, si me voy, os lo enviaré. Y, cuando venga él, convencerá al mundo en referencia al pecado, y a la justicia, y al juicio. En lo referente al pecado, por no haber creído en mí; en referencia a la justicia, a su vez, porque voy al Padre, y ya no me veréis más; en referencia al juicio, sin embargo, porque el príncipe de este mundo ya está juzgado5.

2. Así, pues, quiso dejar convicto al mundo de este único pecado: el de no creer en él. En verdad, dado que al creer en él todos los pecados quedan perdonados, quiso dejarle convicto de este único pecado con el que están relacionados todos los demás. Y, como por la fe nacen de Dios, son también hijos de Dios, pues —dice —, a los que crean en él les dio poder de llegar a ser hijos de Dios6. Por tanto, el que cree en el Hijo de Dios no peca, en la medida en que se mantiene unido a él y se hace también él hijo por adopción y heredero de Dios, a la vez que coheredero de Cristo7. De ahí que diga Juan: Quien ha nacido de Dios no peca8. Y por eso, el pecado de que se deja convicto al mundo es el de no creer en él. Tal es también el pecado del que dice: Si yo no hubiera venido, no tendrían pecado9. ¿Acaso no tenían otros innumerables pecados? Pero con su venida a los que no creyeron se les añadió este único pecado por el que se les retienen los otros. A los que, por el contrario, creyeron, les fueron absueltos los demás, al faltarles ese único pecado. No por otra causa dijo el apóstol Pablo: Todos pecaron —indica — y están necesitados de la gloria de Dios10, esto es, para que el que crea en él no sea confundido11, como dice también un salmo: Acercaos a él y seréis iluminados y vuestro rostro no se sonrojará12. Así, pues, quien se gloría en sí mismo será confundido, pues no se hallará sin pecado. En consecuencia, el único que no será confundido es el que se gloría en el Señor, pues todos pecaron y están necesitados de la gloria de Dios. Por eso, hablando de la infidelidad de los judíos, no dice: ¡Pues qué! Por haber pecado algunos de ellos, ¿anulará su pecado la fidelidad de Dios?13 En efecto, ¿cómo iba a decir: Si algunos de ellos pecaron, habiendo dicho antes él mismo pues todos pecaron? Pero dice: Porque algunos de ellos no creyeron, ¿acaso su incredulidad anulará la fidelidad de Dios?14, para hacer más explícito este pecado, el único que cierra la puerta al perdón por la gracia de Dios de todos los demás. Este único pecado de que se dejará convicto al mundo con la venida del Espíritu Santo, es decir, el don de su gracia que se dona a los fieles. Es el Señor quien lo dice: Con referencia al pecado, por no haber creído en él15.

3. No sería gran mérito de los creyentes ni dicha gloriosa si el Señor se mostrase de continuo a los ojos humanos en su cuerpo resucitado. Así, pues, el Espíritu Santo trajo este gran don a los que iban a creer: suspirar con la mente ayuna de apetencias sensuales y ebria de deseos espirituales por aquel al que no veían con los ojos de la carne. Por ello, al discípulo que había dicho que no creería si no tocaba con las manos sus cicatrices y que, como volviendo de un sueño, después de haber tocado el cuerpo del Señor, había exclamado: ¡Señor mío y Dios mío!16, le dijo el Señor: Porque me has visto, has creído; dichosos los que no han visto y han creído17. Esta dicha la trajo el Espíritu Santo paráclito a fin de que, apartando de los ojos de la carne la forma de siervo que tomó del seno de la Virgen, se dirigiera la mirada de la mente, ya purificada hacia la forma de Dios en la que permaneció, siendo igual al Padre, incluso cuando se dignó aparecer en la carne, hasta el punto que el Apóstol, lleno del mismo Espíritu, dijera. Aunque conocía a Cristo según la carne, ahora ya no lo conozco18. Porque conoce también la carne de Cristo no según la carne, sino según el Espíritu, quien reconoce la fuerza de su resurrección, no palpando con curiosidad, sino creyendo sin la menor duda, no diciendo en su corazón: ¿Quién ha subido al cielo? —esto es bajar a Cristo— o ¿Quién ha descendido al abismo? —esto es hacer volver a Cristo de entre los muertos—. Lo que dice es: Pero cerca está la palabra en tu boca, esto es, que Jesús es el Señor; y si crees en tu corazón que Dios le resucitó de entre los muertos, serás salvado. Pues con el corazón se cree para alcanzar la justicia, y con la boca se confiesa para conseguir la salvación19. Estas son, hermanos, palabras del Apóstol, que las echa fuera ebrio con la santa ebriedad del Espíritu Santo mismo20.

4. Así, pues, como esta dicha que consiste en no ver y creer, no la tendríamos de ninguna manera si no la hubiéramos recibido del Espíritu Santo, con razón se dijo: Conviene que me vaya yo; porque, si yo no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; mas, si me voy, os lo enviaré21. Él está siempre con nosotros por su divinidad; pero, si no se hubiese apartado de nosotros en su carne, siempre veríamos físicamente su cuerpo de carne, pero nunca creeríamos espiritualmente, ni mereceríamos, una vez justificados y hechos felices por esa fe, contemplar con corazón limpio a la Palabra misma que es Dios junto a Dios, por la que fueron hechas todas las cosas22 y que se hizo carne para habitar en medio de nosotros23. Y si para alcanzar la justicia24 se cree, no tocando con la mano, sino con el corazón, con razón se echa de mano de nuestra justicia para dejar convicto al mundo de no querer creer si no ve. A su vez, para que nosotros tuviéramos la justicia de la fe, desde la cual se dejase convicto al mundo de su incredulidad, dice el Señor: En lo referente a la justicia, porque voy al Padre, y ya no me veréis25. Como si dijera: «En esto consistirá vuestra justicia: en que creáis en mí, el mediador, de quien estaréis ciertos de que, una vez resucitado, ha ascendido al Padre —aunque no le veáis físicamente — a fin de que, reconciliados por él, podáis ver al Padre espiritualmente». Por eso dijo a la mujer que simbolizaba a la Iglesia, cuando, después de la resurrección, se echó a sus pies: No me toques, pues aún no he subido al Padre26. Palabras que hay que entender que fueron dichas con un sentido figurado: «No creas en mí en modo carnal por medio del contacto físico; al contrario, creerás espiritualmente, es decir, me tocarás con fe espiritual, cuando haya subido al Padre, puesto que son dichosos los que no ven y creen27». Y esta es la justicia de la fe de la que carece el mundo, carencia de que quedará convicto a partir de nosotros que no carecemos de ella, puesto que el justo vive de la fe28. Por tanto, el Señor dijo: En lo referente a la justicia porque voy al Padre y ya no me veréis, o bien porque, por resucitar en él y llegar en él de modo invisible al Padre, alcanzamos la justicia perfecta, o bien porque vivimos de la fe, puesto que no le vemos, pero creemos, dado que el justo vive de la fe.

5. Y que no disculpe el mundo argumentando que el diablo le impide creer en Cristo. Pues, para los fieles, el príncipe del mundo es arrojado fuera29 para que ya no actúe en los corazones de los hombres a los que Cristo haya comenzado a poseer por la fe, como actúa sobre los hijos rebeldes30 a los que a menudo azuza contra los justos para tentarlos y atribularlos. De hecho, como él, que dominaba desde dentro, ha sido arrojado fuera, ahora combate desde aquí. Por tanto, aunque el Señor dirige a los mansos en el juicio31 por medio de sus persecuciones, él, por el hecho mismo de haber sido arrojado fuera, ya está juzgado. Y en referencia a este juicio queda convencido el mundo de que él, que no quiere creer en Cristo, en vano se queja del diablo ya juzgado, es decir, arrojado fuera, al cual, habiéndosele permitido hacernos guerra exterior para ejercitarnos, han vencido los mártires no sólo varones, sino también mujeres casadas, y muchachos y muchachas. Pero ¿en quién vencieron sino en aquel en quien creyeron y a quien amaron sin verlo32 y, al tenerle como amo de sus corazones, se vieron libres de aquel pésimo tirano? Y todo ello por gracia, es decir, por don del Espíritu Santo. Con razón, pues, el mismo Espíritu deja convicto al mundo en referencia al pecado33, porque no cree en Cristo; y en cuanto a la justicia34, porque los que quisieron creyeron, aunque no vieron a aquel en quien creyeron y, por la resurrección de él esperaron que también ellos alcanzarían la perfección en la resurrección; y en cuanto al juicio35, porque, si hubiesen querido creer, nadie se lo habría impedido, dado que el príncipe de este mundo ya está juzgado36.