SERMÓN 117

Traductor: Pío de Luis Vizcaíno, o.s.a.

La Palabra de Dios (Jn 1,1—3)

1.1. El pasaje del evangelio que se nos ha leído, hermanos amadísimos, requiere limpieza del ojo del corazón. Siguiendo al evangelista Juan, hemos aceptado a nuestro Señor Jesucristo como autor de toda criatura, en cuanto Dios, y como reparador de la criatura caída, en cuanto hombre. A su vez, en el mismo evangelio hemos descubierto la categoría y grandeza de Juan a fin de que, de la excelencia de quien nos la ha dispensado, deduzcamos el enorme valor de la Palabra, que pudo ser anunciada por tal hombre; mejor, que no cabe asignar valor a algo que supera a cuanto existe. En efecto, un objeto o se compra a su justo precio, o el precio se queda por debajo o por encima de su valor. Cuando uno lo compra en que vale, hay igualdad entre el precio y el objeto comprado; cuando lo compra a un precio inferior a su valor, el precio se queda por debajo; cuando lo compra a un precio superior, se pone por encima. Por el contrario, respecto a la Palabra de Dios, nada hay que la pueda igualar en valor, ni se la puede rebajar para un intercambio, ni se la puede superar. Todas las cosas pueden ser rebajadas frente a la Palabra de Dios puesto que todo fue hecho por ella1; mas no son rebajadas en el sentido de que sean el precio a pagar por la Palabra, como si alguien diera algo para hacerse con ella. Con todo, si cabe decirlo así y si alguna razón o uso del lenguaje admite usar la palabra, el precio con que se puede comprar la Palabra es la persona del comprador que, a cambio de sí mismo, se haya dado a sí mismo a esta Palabra. Así, pues, cuando compramos una cosa, buscamos algo que dar para conseguir, a cambio de ese precio, lo que queremos comprar. Y lo que damos está fuera de nosotros; y, si estaba con nosotros, pasa a estar fuera de nosotros, para que esté con nosotros lo que compramos. Sea cual sea el precio que halle quien compra algo, no le queda otra alternativa que dar lo que tiene para recibir lo que no tiene. Con todo, permanezca la persona de la que se alejó lo pagado, y lléguele aquello por lo que lo pagó. En cambio, quien quiera comprar esta Palabra, quien quiera poseerla, no busque fuera de sí qué dar, dese él mismo. Si así lo hace, no se pierde, como pierde lo pagado cuando compra alguna cosa.

2.2. La Palabra de Dios se ha ofrecido a todos. Cómprenla quienes puedan, y pueden quienes piadosamente lo quieran. En efecto, en esa Palabra mora la paz, y en la tierra la paz es para los hombres de buena voluntad2. Por tanto, quien desee comprarla, dese a sí mismo. Si se puede decir así, es como constituirse uno mismo en el precio de tal Palabra, circunstancia en que el que se da no se pierde, adquiere la Palabra por la que se da, y se adquiere a sí mismo en la Palabra a la que se da. Pero ¿qué da a la Palabra? Nada ajeno a sí mismo por el que se da; al contrario, se devuelve a la Palabra lo hecho por la Palabra misma para que ella lo rehaga. Todo fue hecho por ella3. Si todo, con seguridad también el hombre. Si ella hizo el cielo, si hizo la tierra, si hizo el mar, si hizo cuanto hay en ellos, si hizo la creación entera, más claro es aún que hizo al hombre, creado por la Palabra a imagen de Dios4.

3. No trato ahora, hermanos, sobre cómo pueda entenderse lo dicho: En el principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios5. Puede entenderse de manera inexpresable: las palabras humanas no conducen a su inteligencia. Estoy tratando de la Palabra de Dios, y digo por qué no cabe que sea entendida. No hablo ahora para hacerla inteligible; me limito a indicar qué impide que sea entendida. En efecto, la Palabra de Dios es una cierta forma; una forma no formada y, sin embargo, la forma de la cual recibe forma todo lo que tiene forma; forma inmutable, cabal, sin mengua, sin tiempo, sin lugar, que lo trasciende todo, que se alza por encima de todo, cierto fundamento en que todo existe y cima bajo la que todo existe. Si dices que todo existe en ella, no mientes, pues a la Palabra misma se la ha llamado Sabiduría de Dios6 y, a su vez, hallamos escrito: Todo lo hiciste en tu Sabiduría7. Luego, en ella existe todo; y, sin embargo, dado que es Dios, todo está bajo ella. Estoy indicando cuán incomprensible es el pasaje leído; con todo, fue leído, pero no para que lo comprendiera el hombre, sino para que lamentara no comprenderlo, hallara qué le impide comprenderlo, removiera el impedimento y anhelase comprender la Palabra inconmutable, una vez cambiado él de peor a mejor. En efecto, la Palabra no progresa o crece cuando se la conoce, sino que, ya te quedes, ya te vayas, ya regreses, ella permanece íntegra, inmutable en sí misma, pero renovando todo. Así, pues, ella es la forma de todas las cosas, forma increada, sin tiempo y sin espacio, como dije. Todo lo contenido en un lugar está circunscrito. La forma se circunscribe por sus límites, tiene lindes dentro de los cuales se halla. Además, lo que está contenido en un lugar y se expande por cierta mole y espacio, es menor en una parte que en el todo. Que Dios os conceda entenderlo.

3.4. A partir de los cuerpos que se hallan ante nuestros ojos, que vemos, que tocamos, en medio de los cuales estamos, a diario podemos advertir que todo cuerpo tiene una forma dentro de un espacio. A su vez, todo lo que ocupa un espacio es menor en una parte que en el todo. Pongo como ejemplo el brazo, una parte del cuerpo humano: ciertamente es menor el brazo que el cuerpo entero. Y si el brazo es más pequeño, ocupa un lugar menor. Lo mismo cabe decir de la cabeza: como es una parte del cuerpo humano, ocupa un lugar más reducido, y es menor que el cuerpo entero del que es la cabeza. Lo mismo vale para todo lo que ocupa un lugar: es menor en la parte que en el todo. Nada semejante imaginemos a propósito de aquella Palabra, nada semejante pensemos. Aquella Palabra, aquel Dios no es menor en una parte que en el todo.

5. Pero tú no puedes pensar en una Palabra tal. Tal ignorancia es más reverente que una ciencia presuntuosa. En efecto, estamos hablando de Dios. Se dijo: Y la Palabra era Dios8. Estamos hablando de Dios, ¿qué tiene de extraño que no lo comprendas? Pues, si lo comprendes, no es Dios. Antepón la piadosa confesión de tu ignorancia a una temeraria profesión de ciencia. Tocar en alguna medida a Dios con la mente es una gran dicha; en cambio, comprenderlo es absolutamente imposible. A Dios, que guarda relación con la mente, hay que comprenderlo; al cuerpo, que guarda relación con los ojos, hay que verlo. Pero ¿piensas poder comprender el cuerpo con el ojo? De ningún modo, pues cualquier cosa que veas no la ves entera. Si estás viendo la cara de un hombre, no ves su espalda mientras estás viendo su cara, y cuando ves su espalda, durante ese tiempo no ves su rostro. Por tanto, no lo ves de manera que lo abarques en su totalidad; no obstante, cuando ves otra parte que no habías visto, si la memoria no te hace recordar que has visto la otra parte que has dejado de mirar, nunca dirás que has comprendido, es decir, abarcado, algo ni en su superficie. Tocas lo que ves, lo pones de un lado y de otro, o eres tú mismo el que te giras para verlo en su totalidad. Así, pues, no puedes verlo con una sola mirada. Mientras le das vueltas para verlo, ves partes y, al asociarlas a las otras partes, dado que las has visto, crees verlo en su totalidad. Pero aquí no se advierte un resultado de la visión de los ojos, sino de la fuerza de la memoria. Por tanto, hermanos, ¿qué puede decirse de aquella Palabra? Esto es lo que afirmo: los ojos no pueden comprender o abarcar con su mirada los cuerpos que tienen ante ellos. Luego, ¿qué ojo del corazón comprende o abarca a Dios? Bastante es con que llegue a tocarlo, en el caso de que el ojo esté limpio. Con todo, si llega a tocarlo, lo toca con cierto tacto incorpóreo y espiritual, pero no lo abarca; y esto en el caso de que esté limpio. Y el hombre se hace bienaventurado si logra tocar con el corazón al ser que permanece siempre bienaventurado. Y él es la Bienaventuranza perpetua, y la Vida perpetua de donde le llega la vida al hombre, la Sabiduría perfecta, por la que se hace sabio el hombre, la Luz eterna, que ilumina al hombre. Y advierte cómo tú, al contacto con ella, llegas a ser lo que no eras, pero sin hacer que lo que tocas pase a ser lo que no era. Esto es lo que digo: Dios no es más porque lo conozcan; el que, en cambio, es más al conocerle es quien le conoce.

4. No pensemos, hermanos amadísimos que hacemos un favor a Dios, porque he dicho que, en cierto modo, pagamos un precio. Pues no damos nada que le haga aumentar a aquel que, si tú te apartas de él, permanece íntegro, y si tú vuelves a él, íntegro permanece, dispuesto a dejarse ver para hacer bienaventurados a los que vuelven, y castigar con la ceguera a los que se apartan. En efecto, al alma que se aleja de él la castiga primero con la ceguera misma, comienzo de otras penas. De hecho, quien se aparta de la luz verdadera, es decir, de Dios, ya queda ciego. Aún no siente el castigo, pero ya lo tiene encima.

6. Por tanto, hermanos amadísimos, entendamos que la Palabra de Dios ha nacido de Dios, aunque sin nacimiento temporal, de un modo incorpóreo, inviolable, inmutable. ¿Cabe pensar que podemos convencer de alguna manera a ciertas personas que carecen de fe a no rechazar la verdad, la que nosotros llamamos fe católica, contraria a los arrianos, que frecuentemente ponen a prueba a la Iglesia, teniendo en cuenta que los hombres carnales aceptan más fácilmente lo que acostumbraron a ver? Efectivamente, algunos osaron decir que el Padre es mayor que el Hijo y que le precede en el tiempo; esto es, que el Padre es mayor que el Hijo y el Hijo menor que el Padre, y que el Padre le antecede en el tiempo. Y este es su modo de argumentar: «Si nació, ciertamente el Padre existía antes de que naciese el Hijo». Prestad atención; que él me asista, ayudándome vosotros con vuestras oraciones y deseando acoger con devota intención lo que él me conceda, lo que él me sugiera; que él me asista para que pueda explicar de alguna manera lo que he comenzado. Con todo, hermanos, previamente os digo: si yo no puedo explicarlo, no penséis que se trata de algo contrario a la razón; pensad que ha fallado el hombre que se propuso explicarlo. Por tanto, os exhorto y suplico que oréis; que me asista la misericordia de Dios haciendo que yo exponga la cuestión de la manera que a vosotros os convenga oírlo y a mi decirlo. Esto es, pues, lo que ellos dicen: «Si es Hijo de Dios, nació». Esto lo profesamos nosotros, pues no sería hijo en el caso de no haber nacido. Es algo evidente; lo acepta la fe, lo aprueba la Iglesia católica; es verdad. Luego añaden: «Si al Padre le nació un Hijo, el Padre existía antes de que le naciese el Hijo». Esto lo rechaza la fe, lo rechazan los oídos católicos; es doctrina condenada; quien así piensa está fuera, no pertenece ni participa en la sociedad de los santos. «Entonces —dice— explícame cómo nace el Hijo al Padre y su ser coetáneo de aquel de quien nació».

5.7. Pero ¿qué hacemos, hermanos, cuando enseñamos realidades espirituales a hombres carnales? Eso en el supuesto de que no seamos carnales nosotros mismos, al dar a conocer estas realidades espirituales a gente carnal, al hombre acostumbrado al nacimiento terreno y que contempla el orden existente en esta creación, donde el llegar y el marchar distingue por la edad a los que engendran y a los engendrados. En efecto, el hijo nace después del padre, hijo que va a suceder al padre que ciertamente morirá. En los hombres y en otros animales advertimos que, cronológicamente, los padres van delante y los hijos detrás. Habituados a ver esto, desean aplicar lo carnal a lo espiritual y, a la vista de lo que acontece en la carne, se les seduce más fácilmente. De hecho, no es la razón de los que las escuchan lo que les lleva detrás de quienes predican tales cosas, sino la costumbre que también a ellos da rienda suelta para predicarlas. ¿Y qué haremos? ¿Callaremos? ¡Ojalá nos estuviera permitido! Pues en el silencio cabe la posibilidad de pensar algo digno sobre una realidad inefable. Efectivamente lo que se puede decir no es inefable. Ahora bien, Dios es inefable. Si el apóstol Pablo confiesa haber sido arrebatado hasta el tercer cielo y haber oído palabras inefables9, ¡cuánto más inefable es el mismo que mostró cosas tales que no podía decir ni aquel al que se mostraron! Por tanto, hermanos, mejor sería que pudiéramos callar y decir: «Esto sostiene la fe; así lo creemos». No lo puedes entender, eres aún un párvulo en la fe; aguanta con paciencia en el nido, mientras se robustecen tus alas, no sea que, pretendiendo volar sin plumas, te encuentres no con un aura de libertad, sino con una caída por temeridad. ¿Qué oponen ellos a esto? «Oh, si tuvieran algo que decir me lo dirían. Se trata de una excusa de quien nada tiene que decir. Quien no quiere responder es que ha sido vencido por la verdad». Y si no responde aquel a quien así se habla, aunque objetivamente no sea así, queda vencido en los titubeos de los hermanos. En efecto, lo oyen hermanos débiles y piensan que en verdad no hay nada que responder; y tal vez piensan bien: que no hay nada que decir, pero no nada que experimentar. De hecho, el hombre no puede decir nada sobre algo que no ha experimentado; pero también puede experimentar algo que es incapaz de expresar.

8. Con todo, voy a ofrecer también yo algunas semejanzas, que sirvan para refutarlos, no para comprender a la Palabra. Pero manteniendo su condición de inefable, no sea que, al aducir contra ellos tales semejanzas, alguien piense que, mediante ellas, hemos llegado ya a lo que los párvulos en la fe no pueden ni expresar ni pensar, y si en verdad lo pueden algunos mayores, solo lo pueden parcialmente, en enigma, por reflejo, aún no cara a cara. Pues cuando decimos que puede darse, que puede entenderse que alguien haya nacido y sea coetáneo de aquel de quien nació, para refutarlo y como para demostrar que es falso nos ofrecen algunas semejanzas. ¿De dónde las toman? De la creación. Nos dicen: «Ciertamente, antes de engendrar un hijo, ya existía un hombre; este es mayor que su hijo. Igualmente existían antes de engendrar su cría el caballo, la oveja, y los restantes animales. Son ellos los que acuden a semejanzas tomadas de la creación».

6.9. ¿Para qué esforzarnos también nosotros en hallar semejanzas aplicables a lo que defendemos? ¿Por qué? En el caso de no hallarlas, ¿no podría decir con razón: «Quizá el nacimiento del creador no tiene semejanza alguna en las criaturas»? Pues en la medida en que supera a lo que aquí existe lo que existe allí, en esa misma medida supera al que nace aquí el nacido allí. Todas las cosas de aquí reciben el ser de Dios y, sin embargo, ¿qué hay que admita comparación con Dios? De igual manera, todo lo que aquí nace, nace por obra de él. Y en consecuencia tal vez no se halla nada semejante a su nacimiento, igual que no se halla nada semejante a su sustancia, inmutabilidad, divinidad, majestad. Pues ¿qué puede haber aquí que le sea semejante? Por tanto, si tal vez no se halla nada semejante a su nacimiento, ¿acaso me ha de conturbar el hecho de que, deseando hallar en las criaturas algo que sea semejante al creador de todo, no halle nada que lo sea?

10. Y en verdad, hermanos, no voy a descubrir semejanzas temporales comparables a la eternidad. Pero ¿cuáles son las que has hallado tú? ¿Qué es lo que, efectivamente, has hallado? Que el padre es mayor que el hijo, y a partir de ahí pretendes que el Hijo de Dios sea menor en tiempo que el Padre eterno porque has descubierto que el hijo es menor que su padre temporal. Si me presentas un padre que aquí sea eterno, has descubierto la semejanza. Descubres que el hijo es menor que su padre temporal, que un hijo temporal es menor que su padre temporal. ¿Acaso has hallado un hijo temporal menor que su padre eterno?

7. Así, pues, dado que la estabilidad es propia de lo eterno, mientras que la mudanza lo es de lo temporal; dado que en la eternidad todo permanece, mientras que en el tiempo unas cosas llegan, otras se van, en el tiempo mutable puedes hallar un hijo menor que sucede a su padre, porque también este, padre en el tiempo, sucedió a su padre no eterno. Por tanto, hermanos míos, ¿qué podemos hallar en la criatura que sea coeterno, si en la creación no hemos hallado nada eterno? Si me hallas un padre eterno entre las criaturas, yo te hallo un hijo coeterno. Pero si no lo hallas eterno, y se superan uno al otro en tiempo, para obtener una semejanza basta con hallar que sean coetáneos. En efecto, una cosa es que dos seres sean coeternos, y otra que sean coetáneos. Día a día llamamos coetáneos a aquellos que tienen la misma edad. Entre los que llamamos coetáneos, no precede uno a otro en el tiempo, pero ambos han comenzado a existir. Si pudiéramos hallar un nacido coetáneo de aquel de quien nace; si se pueden hallar dos coetáneos, uno que engendra y otro engendrado, aquí hallamos que son coetáneos; entendamos que allí son coeternos. Si lograra descubrir aquí que un engendrado comienza a existir en el mismo momento en que comienza el que lo engendró, entenderemos ciertamente que el Hijo de Dios no comenzó a existir por el hecho mismo de que tampoco comenzó el que lo engendró. Ved, hermanos, que, tal vez, he hallado algo en las criaturas que nazca de otra cosa y, no obstante, comienza a existir desde el mismo momento que empezó aquella de donde nace. Esta cosa comienza a existir desde el momento en que comienza la otra de la que nace; aquella (la Palabra) existe desde el momento sin comienzo de aquel del que nació. Así, pues, en el primer caso, hablamos de coetáneos; en el segundo, de coeternos.

8.11. Juzgo que Vuestra Santidad ha entendido ya lo que estoy diciendo: que no se puede comparar lo temporal con lo eterno, pero sí cosas coetáneas con cosas coeternas, en virtud de una tenue y pequeña semejanza. Descubramos, pues, esas realidades coetáneas, y sea la Escritura la que nos lleve a tales semejanzas. En la Escritura leemos a propósito de la Sabiduría misma: Pues es el resplandor de la luz eterna. También leemos: Espejo sin mancha de la majestad de Dios10. A la misma Sabiduría se la llama resplandor de la luz eterna e imagen del Padre. Tomemos de aquí la semejanza para hallar realidades coetáneas que nos permitan entender las coeternas. ¡Oh arriano! Si descubro que no precede en el tiempo a lo que engendra; si descubro que lo engendrado no es inferior en tiempo a lo que lo engendra, es justo que me concedas que pueden existir realidades coeternas en el Creador, una vez que se pudieron descubrir realidades coetáneas en su creación. Me figuro algunos hermanos ya han captado la idea. De hecho, algunos la captaron nada más decir yo: La Sabiduría es el resplandor de la luz eterna. El fuego, en efecto, irradia luz, la luz emana del fuego. Si investigamos qué cosa es el origen de la otra, el diario encender la lámpara pone a nuestra consideración cierta realidad invisible e inenarrable para que en la noche de este siglo pueda encenderse alguna lámpara al servicio de nuestra inteligencia. Fíjate en quien enciende una lámpara. Antes de encenderla, aún no existe el fuego, aún no existe tampoco el resplandor que emana del fuego. Ahora yo pregunto, y digo: ¿Emana el resplandor del fuego, o el fuego del resplandor? La respuesta me la dará cualquier alma racional, pues Dios quiso infundir en todas ellas los primeros principios del conocimiento, los primeros principios de la sabiduría. Cualquier alma me responderá algo que nadie duda, a saber, que el resplandor emana del fuego, no el fuego del resplandor. Y ahora supongamos que el fuego es el padre de ese resplandor, puesto que ya anticipé que buscamos realidades coetáneas, no coeternas. Si deseo encender una lámpara, aún no existe en ella el fuego ni tampoco su resplandor; mas, tan pronto como la enciendo, surge también el resplandor a la vez que el fuego. Preséntame aquí un fuego sin resplandor y te creeré a ti que me dices que el Padre existió (algún tiempo) sin el Hijo.

9.12. Atended. Yo he expresado, en cuanto me fue posible, esa realidad tan sublime; vosotros, ayudando el Señor la intención de vuestra súplica y la disponibilidad de vuestro corazón, la habéis recibido, en la medida de vuestra capacidad. Sin embargo, se trata de algo inefable. No penséis que he dicho algo digno de ello, aunque solo sea por el hecho de que se compara lo coetáneo a lo coeterno, lo temporal a lo siempre igual, lo efímero a lo inmortal. Pero como al Hijo se le ha llamado también imagen del Padre, tomemos también de ahí alguna semejanza, aunque, como he dicho, se trata de realidades muy diferentes. El espejo produce la imagen del hombre que se mira en él. No puede llevarme hasta la evidencia de esta realidad que de alguna manera quiero explicar. En efecto, se me dice: «El que se mira al espejo ciertamente existía ya, y ya había nacido. La imagen se produce tan pronto como haya alguien que se mire en él. Pues el que se mira en el espejo existía ya antes de acercarse a él». ¿Qué encontraré, entonces, de donde pueda sacar una semejanza como saqué la del fuego y su esplendor? Lo haré partiendo de algo insignificante. Sabéis bien cómo el agua reproduce con frecuencia las imágenes de los cuerpos. Esto es lo que digo: cuando uno pasa por encima del agua o se detiene, ve en ella su propia imagen. Supongamos, por tanto, que nace una cosa en ella: un arbusto o una hierba; ¿no nace ya con su imagen? Tan pronto como comienza a existir, empieza a existir con ella su imagen; al nacer, no precede a su imagen; no se me hace ver que haya nacido una cosa en el agua y que luego haya aparecido su imagen, habiéndose manifestado antes sin ella. Al contrario, nace con su imagen, y, con todo, nace la imagen de ella, no ella de la imagen. Nace, pues, con su imagen y comienzan a existir simultáneamente el arbusto y su imagen. ¿Acaso no reconoces que es el arbusto el que origina la imagen, no la imagen la que origina el arbusto? Reconoces, por tanto, que la imagen proviene del arbusto. Así, pues, lo que engendra y lo engendrado comenzaron a existir simultáneamente; son, en consecuencia, coetáneas. Si existiera siempre el arbusto, existiría siempre también su imagen. Por otra parte, lo que recibe la existencia de otra cosa, ciertamente ha nacido. En lógica, puede haber algo que esté siempre engendrando y que esté siempre con ella lo que de ella ha nacido. He aquí lo que nos hacía sudar, lo que nos fatigaba: cómo comprender un nacimiento eterno. Así, pues, al Hijo de Dios se le llama hijo en cuanto existe también el Padre, en cuanto tiene de quien recibir el ser, no en cuanto que exista antes el Padre y después el Hijo. El Padre existe desde siempre y desde siempre existe el Hijo del Padre. Y puesto que todo lo que recibe el ser de otro ha nacido, el Hijo es siempre nacido. El Padre existe desde siempre, desde siempre existe su imagen: igual que la imagen aludida del arbusto nació del arbusto, y si el arbusto hubiese existido siempre, siempre hubiese nacido también del arbusto su imagen. No pudiste hallar cosas engendradas coeternas a eternos engendrantes, pero hallaste cosas nacidas coetáneas a sus temporales engendrantes. Entiendo que el Hijo, nacido, es coeterno al Padre que lo engendra. Pues lo que es coetáneo con relación al tiempo, eso es coeterno con relación a lo eterno.

10.13. Llegados aquí, es ya poco lo que debéis advertir, hermanos, en relación a sus blasfemias. En efecto, siempre se dice: «Cierto, has propuesto algunas semejanzas, pero el resplandor que emana del fuego luce menos que el fuego mismo, y la imagen del arbusto tiene ciertamente menos consistencia que el arbusto del que es imagen». Estas cosas tienen semejanza, pero no absoluta igualdad, razón por la que se ve que no son de la misma sustancia. ¿Qué responderemos, pues, si alguien nos dice: «Entonces la relación entre el Hijo y el Padre es la misma que la existente entre el esplendor y el fuego y entre la imagen y el arbusto »? Ved que he entendido que el Padre es eterno, que el Hijo es coeterno; pero, ¿digo acaso que es como el resplandor que se difunde que luce menos que el fuego, o que es como la imagen reflejada de menos consistencia que el arbusto? No, pero la igualdad es absoluta. — «No lo creo —dice— porque no has hallado una semejanza». — Pues cree al Apóstol que pudo ver lo que acabo de decir. Dice, en efecto: No juzgó una rapiña ser igual a Dios11. La igualdad implica coincidencia en todos los aspectos. Pero ¿qué dijo? No juzgó una rapiña. ¿Por qué? Porque la rapiña se apropia de algo ajeno.

14. Así y todo, tomando pie de esas dos comparaciones, cada una de su género, tal vez hallemos en la creación una semejanza que nos permita entender cómo el Hijo es coeterno al Padre y en ningún modo menor. Pero no podemos hallarlo en una sola de las comparaciones; juntemos, pues, los dos géneros. ¿Cómo ambos géneros? Uno, aquel del que toman ellos sus semejanzas; otro, aquel del que las he tomado yo. En efecto, ellos ofrecen semejanzas sacadas de las cosas que nacen en el tiempo, a las que preceden cronológicamente aquellas de las que nacen, como un hombre que nace de otro hombre. El primero en nacer es mayor en cuanto a la edad, pero, sin embargo, uno y otro son hombres, es decir, de la misma sustancia. Pues un hombre engendra a otro hombre, y un caballo a otro caballo, y una oveja a otra oveja. Estos seres engendran otros que tienen su misma sustancia, pero no la misma edad. Son distintas las edades, no la naturaleza. Entonces, ¿qué alabamos en este nacimiento? Sin duda, la igualdad de naturaleza. ¿Qué le falta, en cambio? La simultaneidad temporal. Retengamos esta única cosa objeto de alabanza, esto es, la igualdad de naturaleza. A su vez, en las semejanzas del otro género, las aportadas por mí, esto es, la del resplandor del fuego y la de la imagen del arbusto, no hallas la igualdad de naturaleza, pero sí la condición de coetáneos. ¿Qué alabamos aquí? ¿El que son coetáneos? ¿Qué falta? La igualdad de naturaleza. Une las dos cosas alabadas. En efecto, en las criaturas falta algo objeto de tu alabanza, en el Creador no puede faltar nada, puesto que cuanto hallas en la criatura provino del Creador, su artífice. Y, entonces, ¿qué hay en las cosas coetáneas? ¿No hay que atribuir a Dios lo que alabas en ellas? Sin embargo, lo que falta no hay que atribuirlo a la Majestad, que carece de todo defecto. He aquí que te ofrezco cosas que engendran coetáneas a lo que engendran; en ellas alabas su condición de coetáneas, pero le reprochas su desigualdad. No atribuyas a Dios lo que reprochas en ellas, atribúyele lo que en ellas alabas, y así, de este género de comparaciones, le atribuyes la coeternidad en vez de la condición de coetáneo, de modo que haya nacido siendo coeterno a aquel de quien ha nacido. A su vez, por lo que se refiere al otro género de comparaciones, que es también criatura de Dios y debe alabar al creador, ¿qué alabas en él? La igualdad de naturaleza. Sobre la base de la distinción anterior, le habías dado la coeternidad; sobre la base de esta, otórgale la igualdad, y tienes ya un nacimiento perfecto de la misma sustancia. Pues ¿hay mayor demencia, hermanos míos, que alabar a una criatura por algo que no se dé en el Creador? Alabo en el hombre la igualdad de naturaleza, ¿y no creo que se dé en el que hizo al hombre? Lo que ha nacido de un hombre, es un hombre, y lo que ha nacido de Dios ¿no será lo mismo que aquel de quien ha nacido? No me ocupo de obras que Dios no hizo. Alaben, por tanto, al Creador todas sus obras. En estas descubro la condición de coetáneas, en él reconozco la coeternidad. En estas hallo la igualdad de naturaleza, en él advierto la igualdad de sustancia. Así, pues, en él se halla en su totalidad, lo que aquí se reparte entre las distintas cosas. En él, entonces, se halla todo simultáneamente, y no solo lo que se halla en las criaturas. En él hallo todo, pero en la forma correspondiente al Creador, y tanto más cuanto que estas cosas son visibles, aquellas invisibles; estas temporales, aquellas eternas; estas mutables, aquellas inmutables; estas corruptibles, aquellas incorruptibles. Por último, lo que hallamos en el mismo hombre, un hombre y un hombre, son dos hombres: allí el Padre y el Hijo son un único Dios.

15. Doy gracias infinitas al Señor nuestro Dios porque, a petición vuestra, se dignó sacarme con bien de este asunto sumamente engorroso y fatigoso. Mas, ante todo, quedaos con esto: que el Creador trasciende inenarrablemente a cuanto he podido tomar de las criaturas, ya con el sentido del cuerpo, ya con el discurso mental. Pero ¿quieres tocarle con la mente? Purifica esa mente, limpia el corazón. Limpia el ojo con que pueda tocarse aquello, sea ello lo que sea. Limpia el ojo del corazón, pues bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios12. Mas, antes de haber limpiado nuestro corazón, ¿qué se nos pudo procurar o dar más misericordiosamente, sino el que aquella Palabra, de la que he dicho tantas cosas y tan grandes, sin, a la postre, decir nada digno de ella; sino —repito— el que aquella Palabra por la que todo fue hecho13 se hiciera lo que nosotros somos, para que podamos tocar lo que no somos? En efecto, no somos Dios, pero podemos verlo con la mente o con la mirada interior del corazón. Nuestra mirada interior, mermada y embotada por los pecados, debilitada por su condición enfermiza desea ver; pero vivimos en la esperanza, aún no en la realidad14. Somos hijos de Dios. Esto afirma Juan que dice: En el principio existía la Palabra, y la Palabra estaba en Dios y la Palabra era Dios15; Juan que estaba reclinado sobre el pecho del Señor, que extraía estos secretos de lo hondo de aquel corazón. Él mismo dice: Amadísimos, somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que seremos; sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él porque le veremos como es16. Esto se nos promete.

16. Mas, si aún no podemos ver a la Palabra—Dios, para llegar a ello escuchemos a la Palabra—carne; puesto que nos hemos convertido en carnales, escuchemos a la Palabra hecha carne. Pues para esto vino, para esto asumió nuestra debilidad: para que puedas percibir el sólido lenguaje de Dios que carga con tu debilidad. Y con razón se la ha llamado leche17. En efecto, se da como leche a los pequeños para darse como alimento de sabiduría cuando sean mayores. Soporta con paciencia la lactancia para ser alimentado conforme a tu avidez. ¿Cómo se hace también leche con la que son amamantados los niños de pecho? ¿No se hallaba en la mesa como alimento sólido? Pero, como el niño de pecho es incapaz de comer el alimento que está sobre la mesa, ¿qué hace la madre? Convierte en carne el alimento y de la misma carne produce la leche. Produce para nosotros algo que podamos tomar. De esta manera la Palabra se hizo carne18 para nutrirnos con leche a nosotros, pequeños todavía, que, respecto al alimento sólido, éramos aún como niños de pecho. Con todo, hay una diferencia: cuando la madre convierte en leche el alimento de carne, el alimento se convierte en leche; en cambio, la Palabra, permaneciendo inmutable, asumió la carne, formando en cierto modo un tejido con ella. Para dirigirse a ti en tu misma condición no alteró, no modificó lo que él es, no se transformó ni convirtió en hombre. En efecto, permaneciendo inconvertible, inmutable y absolutamente inviolable, lo que él es con relación al Padre, se hizo, con relación a ti, lo que eres tú.

17. La Palabra misma por la que fue hecho todo19, ¿qué dice a los débiles para que, recuperada aquella capacidad de ver, puedan tocarla, por supuesto parcialmente? Venid a mí todos los que estáis fatigados y oprimidos, y yo os aliviaré. Tomad sobre vosotros mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón20. ¿Qué proclama el maestro, Hijo de Dios, Sabiduría de Dios, por la que fueron hechas todas las cosas? Convoca al linaje humano y le dice: Venid a mí todos los que estáis fatigados, y aprended de mí. Quizá te imaginabas que la Sabiduría de Dios iba a decirte: «Aprended cómo hice los cielos y los astros; cómo también todas las cosas, antes de existir, tenían en mí ya su número; cómo hasta vuestros cabellos fueron numerados21 en virtud de decisiones inmutables». ¿Pensabas que iba a decir estas cosas y otras similares? Pues no lo dije, sino que puse por delante: que soy manso y humilde de corazón. He aquí algo a lo que podéis agarraros; vedlo, hermanos, en verdad es algo pequeño. Nosotros aspiramos a cosas grandes; apresemos lo pequeño y seremos grandes. ¿Quieres alcanzar la excelsitud de Dios? Aprópiate antes la humildad de Dios. Dígnate ser humilde pensando en ti mismo, puesto que Dios se dignó serlo pensando precisamente en ti, no en él. Aprópiate, pues, la humildad de Cristo; aprende a ser humilde, no te enorgullezcas. Confiesa tu debilidad, acepta pacientemente yacer ante el médico. Cuando hayas hecho tuya su humildad, te levantas con él. No se trata de que se levante también él en su condición de Palabra, sino que te levantas tú para apropiártelo cada vez más. En un primer momento tu mente titubeaba y dudaba; luego adquiere certeza y claridad. No es él el que crece, sino tú quien progresa, aunque deja la impresión de que se levanta contigo. Así es, hermanos. Dad fe a los preceptos de Dios, y cumplidlos, y él dará vigor a vuestra inteligencia. No seáis presumidos, anteponiendo, por así decir, la ciencia al precepto de Dios, no sea que os volváis más débiles, no más robustos. Fijaos en el árbol: primero se dirige hacia abajo para crecer, luego hacia arriba; hunde su raíz en la humilde tierra para tender al cielo su picota. ¿Se afianza en otra cosa que no sea la humildad? En cambio, tú quieres comprender realidades sublimes sin la caridad. ¿Buscas la altura aireada sin echar raíces? No te traerá crecimiento, sino caer a tierra. Habitando Cristo por la fe en vuestros corazones, manteneos arraigados y cimentados en la caridad para llenaros de toda la plenitud de Dios22.