SERMÓN 113 A (=Denis 24)

Traductor: Pío de Luis Vizcaíno, OSA

El rico epulón y el pobre Lázaro1

1. La fe de los cristianos de la que se ríen los malvados e incrédulos es esta: nosotros afirmamos que, después de la presente, hay otra vida; que existe la resurrección de los muertos y que, al final, después de pasado este mundo, habrá un juicio. Como esto no estaba entre las cosas creídas por los hombres —no obstante que lo proclamaron y anunciaron los siervos de Dios, los profetas, y la ley divina dada a través de Moisés—, y todavía les resultaba increíble, vino nuestro Señor y Salvador Jesucristo para convencerlos de ello. Él, siendo Hijo de Dios, nacido del Padre de forma invisible e inefable, coeterno e igual al Padre, y con el Padre único Dios, puesto que es la Palabra de Dios por la que fueron hechas todas las cosas2 y el Consejo del Padre3 por el que se rige la totalidad de las mismas, al tomar carne y mostrarse a los ojos de los hombres, deposita en la tierra toda su grandeza e incomprensible majestad y poder, que los hombres no podían conocer. Por tanto, como no se veía en Cristo a Dios, es decir, la misma divinidad, se despreciaba su carne visible. Él, sin embargo, probaba su divinidad recóndita con milagros. Y cuando parecía tal que podían mirarlo con desdén los ojos humanos, obraba cosas tan grandes que en sus mismas obras se manifestaba como el Hijo de Dios. De hecho, a pesar de que realizó cosas maravillosas, mandó cosas útiles, corrigió y enmendó los vicios, enseñó las virtudes y efectuó curaciones para sanar las mentes de los no creyentes, el pueblo en el que nació y se nutrió y en el que hizo tan grandes cosas, encolerizado, le dio muerte. Él, que había venido a nacer, había venido también a morir; pero no quiso que fuese infructuosa la muerte de la carne que había tomado para dar un ejemplo demostrativo de la resurrección, sino que permitió que se la procurasen las manos de los malvados para que, como ellos no quisieron hacer lo que les mandaba, padeciese él lo que quería. Así ocurrió. Cristo fue matado, sepultado; resucitó como sabemos, como lo atesta el Evangelio, como ya lo anunció a todo el orbe, y veis que los judíos todavía no quieren creer en Cristo, aun después resucitar de entre los muertos y, tras ser glorificado ante los ojos de sus discípulos, subir al cielo, cuando se cumplen ya por toda la tierra los anuncios de los profetas. Efectivamente, todos los profetas que anunciaron de antemano que Cristo había de nacer, morir, resucitar y subir al cielo, todos anunciaron también que su Iglesia iba a hacerse presente en todos los pueblos. Si no vieron resucitar y subir al cielo a Cristo, los judíos tenían que haber visto al menos a la Iglesia extendida por todo el orbe, porque, cuando esto se hacía realidad, se cumplía lo dicho anteriormente por los profetas.

2. Acontece con ellos lo que acabamos de escuchar en el evangelio: no escuchan a Cristo resucitado de entre los muertos, porque tampoco lo escucharon cuando estaba en la tierra. Es lo que, en efecto, dijo Abrahán al rico atormentado en el infierno. Este quería que se enviase a alguien a quienes vivían arriba, en la tierra, para que anunciase a sus hermanos lo que había allí abajo y, para que, con el fin de evitar aquel lugar de tormento, viviesen justamente, arrepintiéndose de sus pecados, de modo que mereciesen ir al seno de Abrahán y no a los tormentos en los que se encontraba él4. Así, pues, mientras hacía esta súplica, al rico, misericordioso con retraso, que había despreciado al pobre que yacía a la puerta de su casa y por lo cual tal vez se sentía orgulloso frente a él, la misma lengua le ardía y deseaba recibir en ella una gota de agua. Igual que, estando en la tierra, no hizo lo que debía haber hecho para no llegar allí, así comenzó tarde a ser misericordioso también con los otros. ¿Qué le dice Abrahán? Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no les convencerá ni siquiera uno que resucite de entre los muertos5. Es totalmente cierto, hermanos; hoy no se convence a los judíos para que crean en quien resucitó de entre los muertos, porque no han escuchado ni a Moisés ni a los profetas; pues si quisiesen escucharlos, en ellos encontrarían pre-dicho lo que ahora se ha cumplido y aún no aceptan creer. Por tanto, lo que he dicho de los judíos, apliquémonoslo a nosotros, no sea que, mientras centramos nuestra atención en los otros, caigamos también nosotros en idéntica impiedad. Los judíos, amadísimos hermanos, no leen el Evangelio; pero sí leen a Moisés y a los profetas, a quienes no quieren escuchar, porque, si quisieran, creerían en Cristo, dado que Moisés y los profetas predijeron que Cristo había de venir. No seamos, por tanto, nosotros, cuando se nos lee el evangelio, como ellos cuando se les leen los profetas. Pues, como acabo de decir, entre ellos no se lee en público el evangelio, sí entre nosotros.

3. Ved que acabáis de oír en el evangelio que hay dos vidas: una presente, otra futura. La presente la poseemos; la futura la creemos. Nos encontramos en la presente; a la futura aún no hemos llegado. Mientras vivimos la presente, hagamos méritos para adquirir la futura, pues aún no hemos muerto. ¿Acaso se lee el evangelio en los infiernos? Si de hecho fuera así, en vano lo oiría el rico aquel, porque no podría haber ya arrepentimiento fructífero. A nosotros se nos lee y lo oímos allí donde, mientras vivimos, se nos puede corregir, para no llegar a tales tormentos. ¿Creemos o no creemos en lo que se nos lee? Lejos de mí pensar que Vuestra Caridad no lo cree, pues sois cristianos y en ningún modo lo seríais si no dieseis fe al evangelio de Dios. Así, puesto que sois cristianos, es manifiesto que dais fe al evangelio. Acabamos de escuchar, se nos acaba de leer: había un rico, sin duda orgulloso, sin duda pavoneándose de sus riquezas, que vestía de púrpura y lino y banqueteaba cada día espléndidamente6. Asu puerta yacía un pobre ulceroso de nombre Lázaro, cuyas heridas lamían hasta los perros; y deseaba saciarse con las migas que caían de la mesa del rico7, pero no podía. He aquí el gran pecado del rico: aquel con quien debía haberse mostrado humanitario deseaba saciarse con las migas y no podía. Si el rico se hubiera compadecido del pobre que yacía a su puerta y hubiera querido ser misericordioso sirviéndose de las riquezas, hubiera venido también él al lugar adonde llegó asimismo el pobre. Efectivamente, no fue la pobreza la que llevó a Lázaro al lugar de descanso, sino la humildad; ni tampoco fueron las riquezas las que apartaron al rico de tan gran descanso, sino el orgullo y la incredulidad. Para que veáis, hermanos, que este rico era incrédulo cuando vivía arriba en la tierra, voy a probarlo con las mismas palabras que pronunció en el infierno. Prestad atención. Quiso que alguien de entre los muertos fuese a anunciar a sus hermanos lo que había allí abajo; al no concedérsele, dado que Abrahán le dijo: Tienen a Moisés y a los profetas, escúchenlos, y replicar él: No, padre Abrahán, pues si fuere alguno de aquí abajo les convencería8, demostró que tampoco él, cuando vivía arriba en la tierra, daba crédito a Moisés y a los profetas, sino que deseaba ver resucitado a alguien de entre los muertos. Centrad vuestra atención ahora en los que son como él y ved dónde estarán. El ejemplo de este rico es una amonestación para nosotros, si tenéis fe. ¿Cuántos hay que dicen ahora: «Que nos vaya bien en el presente; mientras vivimos, comamos y bebamos9 y gocemos al máximo de estos placeres. ¿Qué es eso que se nos dice que habrá después? ¿Quién ha vuelto de allá? ¿Quién ha resucitado y venido aquí?». Esto dicen; esto decía el rico que, una vez muerto, experimentó lo que no creía estando vivo. Es preferible corregirse fructuosamente mientras se está en vida a ser atormentado infructuosamente, una vez muerto.

4. Cambiemos, pues, ya ese modo de hablar, si es que alguno entre nosotros suele hablar así. Dios no manifiesta ahora lo que nos manda creer; y no lo manifiesta para que sea recompensa de la fe. Pues si te lo manifiesta, ¿qué mérito tienes en creerlo? No se trataría de creer, sino de ver; si Dios no te lo manifiesta es, sobre todo, para que lo creas. Te manda que creas y te pospone el ver; pero, si no crees cuando te ordena creer, no te reserva la realidad del objeto de tu fe; al contrario, te reserva aquello con lo que el rico era atormentado en el infierno. Y cuando llegue nuestro Señor y Salvador Jesucristo, de quien ahora se proclama que vino a fin de que se espere también su segunda venida, vendrá con la recompensa para creyentes e incrédulos: a los creyentes otorgará premios; a los incrédulos los enviará al fuego eterno. También indicó en el evangelio cómo ha de llevar a cabo el juicio final: a unos los pondrá a su derecha, a otros a su izquierda, y separará al conjunto de los hombres, como un pastor separa las ovejas de los cabritos: los justos estarán a la derecha, los impíos a la izquierda. A los justos dirá: Venid, benditos de mi Padre, recibid el reino que está preparado para vosotros desde el principio del mundo10; a los impíos e incrédulos: Id al fuego eterno que está preparado para el diablo y sus ángeles11. ¿De qué otra forma pudo el juez serte más útil que adelantándote la sentencia final, para evitar incurrir en ella? Hermanos, nadie que amenaza quiere herir, pues, si se presentase de improviso, te heriría también. Quien dice «pon atención» no quiere encontrar a nadie al que herir. Son los hombres los que se procuran los daños que sufren, son ellos los que se agencian los castigos, al rehusar creer a Dios que tan insistentemente les dice: «Estad atentos». ¿Y cuál es aquí el castigo para el que yerra? Tal vez alguna molestia y algún azote, ya para enmendarlo, ya para ponerlo a prueba.

En efecto, o bien recibe uno enmienda por sus pecados, no sea que, al no enmendarse, incurra en mayores castigos; o bien se pone a prueba la fe de uno cualquiera para ver con qué aguante o con cuánta paciencia persevera bajo el azote del padre, sin quejarse de él cuando le castiga y alegrándose cuando le acaricia, pero alegrándose cuando le acaricia de modo que se muestra agradecido con él también cuando le castiga porque azota a todo hijo que recibe12. ¡Cuántas cosas sufrieron los mártires, cuántas toleraron! ¡Qué cadenas, qué situaciones extremas, qué prisiones, qué tormentos, qué llamas, qué bestias; qué géneros de muerte! Todo lo pisotearon. Veían ciertamente algo con el espíritu de modo que no se preocupaban de lo que veían con el cuerpo. Tenían el ojo de la fe y, dirigido hacia las cosas futuras, despreciaban las presentes. Aquel cuyo ojo está cerrado para lo futuro, se llena de pavor ante lo presente y no llega a lo futuro.

5. Hay, pues, una fe que se está edificando en nosotros. Quien, al presente, rehúsa creer que Cristo nació de la Virgen María, que sufrió, que fue crucificado, dé fe los judíos que afirman que existió y fue llevado a la muerte; dé fe al evangelio que afirma que nació de una virgen y que resucitó. Hay, sin duda, motivos para creer. Ni siquiera los enemigos judíos osan decir: «No existió tal Cristo en nuestro pueblo», o «No existió ese no sé quién al que adoran los cristianos. Existió —dicen— y nuestros padres le dieron muerte, y murió como hombre que era». Si hallamos que los profetas predijeron las cosas que siguieron a su muerte, a saber: que todo el mundo había de correr tras su nombre, que todos los pueblos y todas las naciones de gentiles le habían de adorar, que todos los reyes iban a ser sometidos también bajo su yugo13, y vemos que se ha cumplido después de la muerte de Cristo cuanto se predijo antes de su nacimiento, ¿cómo caer en el engaño de rehusar creer lo que resta, habiendo visto muchas cosas cumplidas ya entre nosotros? Pues nosotros mismos, hermanos, no solo los que somos cristianos aquí, nosotros somos ahora el mundo entero. Hace pocos años no lo éramos, y es maravilloso cómo se ha efectuado el que quienes durante siglos no eran cristianos lo sean ahora. Lo leemos en los profetas; para que no juzguemos que ocurrió por casualidad, encontramos que había sido predicho. A partir de aquí aumenta nuestra fe, se edifica y se robustece. Nadie hay que diga: «Acaeció de improviso». ¿Por qué? He aquí algo que nunca existió en la tierra. A veces en la Escritura Dios se convertía en deudor de ellos, pero un deudor que en su momento saldaría la deuda. Pero ¿de dónde le venía a Dios su deuda? ¿Acaso había recibido un préstamo de alguien, él que además da todo a todos, él que hizo a aquellos a quienes da? No existían ni siquiera los hombres a quienes poder dar algo. Alguien puede decir: «Dios me concedió estos bienes por mis méritos». Dalo por hecho: te concedió esos bienes por tus méritos. El que existieses, ¿a quién se lo concedió? ¿Qué te ha dado a ti que no existías? El que existas es un don gratuito, pues, antes de existir, no lo merecías. Confía en él que se dignó darte también gratuitamente las demás cosas. Tenemos, pues, la gracia de Dios y el mundo entero tenía en cierto modo a Dios como deudor; mejor, no lo tenía porque desconocía el compromiso escrito que había adquirido. Se constituyó deudor con su promesa, no porque recibiera algún préstamo. Pues de dos maneras se dirige uno a un deudor: «Devuelve lo que recibiste, o da lo que prometiste». Dado que, con referencia a lo que prometió, a Dios no se le puede decir: «Devuelve» —pues nada recibió del hombre quien se le dio todo—, solo queda que sea deudor porque se dignó prometer.

6. Esta promesa constaba en las Escrituras, que poseía únicamente el pueblo judío que tuvo su origen de la carne de su siervo, de su siervo fiel, del que creyó en él14. ¿Cómo surgió aquel pueblo? Del anciano Abrahán y de la estéril Sara: el que esta diese a luz, el que naciese el mismo Isaac de quien procede el pueblo judío, fue un milagro. El anciano no esperaba nada de sus miembros, ni osaba esperarlo de su esposa estéril. Dios le ofreció algo con lo que no contaba y quien no se había atrevido a esperarlo de él creyó a Dios que se lo ofrecía. Después de haber creído, cuando ya le había nacido el hijo del cual —como esperaba— iba a surgir una inmensa prole, Dios le pidió que se lo sacrificase. Tan grande era la fe de Abrahán, que no dudó en inmolar a su hijo único en el que se basaba la promesa15. ¿Dudó acaso? ¿Dijo por ventura a Dios: «Señor, gran don tuyo fue el haberme concedido un hijo en la senectud; conforme a mis grandes deseos, con enorme alegría para mí, de forma imprevista me nació un hijo: ¿exiges que le dé muerte? ¿No hubiera sido preferible que no me lo hubieras dado a quitármelo después de concedido?». Nada de eso dijo; al contrario, creyó en la utilidad de cuanto veía que Dios quería. Esto es fe, hermanos. Sin duda, el pobre fue elevado al seno de Abrahán, y el rico conducido a los tormentos de los infiernos. Para que advirtáis que el pecado no estaba en las riquezas, Abrahán, en cuyo seno reposaba Lázaro, era rico. Como enseña la Escritura, era rico aquí en la tierra: poseía mucho oro, mucha plata, muchas cabezas de ganado, muchos siervos16. Era rico, pero no orgulloso. Lo digo para que sepáis que en el rico solo se atormentaba el orgullo, los vicios. Ellos, no los bienes de Dios, habían merecido el castigo; estos son buenos, independientemente de a quién se den; pero a quien usa bien de ellos se otorga una recompensa y a quien usa mal se le retribuye con el castigo. Pon atención a cómo poseía Abrahán las riquezas. ¿Las guardaba, acaso, para sus hijos? ¡Qué desprecio de las riquezas el de quien, ante el mandato de Dios, ofreció a Dios a su mismo hijo!

7. Esta Escritura en que Dios se había hecho deudor con su promesa permanecía oculta para los judíos. Vino nuestro Señor Jesucristo, naciendo conforme a la Escritura, porque, en conformidad con ella, Dios saldó su deuda; padeció según la Escritura, porque ella le anunció como uno que había de sufrir; resucitó según la misma Escritura porque ella le había anunciado como uno que había de resucitar; según la misma Escritura, subió al cielo porque ella le anunciado como uno que había de ascender17. Después de su ascensión, ignorado por los judíos, comenzó a enviar a sus apóstoles a los pueblos y a despertar en cierto modo a los durmientes, diciendo: «Levantaos, cobrad la deuda que en otro tiempo os fue prometida». ¿Quién es el que despierta a su acreedor y le ofrece lo que le debe? Pues no fueron los pueblos los que se levantaron porque tenían a Dios por deudor; recibieron la llamada, comenzaron a poner sus ojos en la Escritura y encontraron en ella que lo que estaban recibiendo les había sido prometido ya con anterioridad. Acogieron a Cristo que les había sido prometido y mostrado; acogieron la gracia de Dios, el Espíritu Santo prometido y mostrado; acogieron a la Iglesia misma extendida por todos los pueblos, prometida y manifestada. Dios había prometido que iba a derruir los ídolos que adoraban los pueblos18.

Se lee en la Escritura; en ella lo encuentras. Estáis viendo cómo Dios ha realizado en nuestros tiempos lo que había prometido tantos miles de años antes. En verdad, los hombres se habían vuelto del que los había hecho a lo que ellos mismos habían hecho. Y dado que siempre es mejor el hacedor de una cosa que la cosa hecha, por eso mismo Dios es mejor; mejor no solo que el hombre al que hizo, sino también mejor que todos los ángeles, virtudes, potestades, sedes, tronos y dominaciones19, porque a todos los creó él, del mismo modo que es inferior al hombre cualquier cosa que él hace. Los hombres habían llegado a locura tan grande como adorar a un ídolo, ellos que debían ser condenados incluso si adorasen al artífice que hizo al ídolo. Es obvio, hermanos, que el artífice es mejor que el ídolo hecho por él; con todo, aun siendo abominables los hombres que adoren al artífice, adoran al mismo ídolo hecho por el artífice. Serían abominables si adorasen al artífice, pero serían mejores que quienes adoran al ídolo. Si, pues, son condenados los mejores, ¡cómo tengo que llorar por los peores! Si dije que ha de ser condenado quien adora al artífice, ¡cuál ha de ser la condena de quien abandona al artífice y adora al ídolo, de quien ciertamente abandona al mejor y se vuelve hacia lo inferior! ¿Quién es el mejor a quien primeramente abandonó? Dios, por quien fue creado. ¿Busca la imagen de Dios? La tiene en sí mismo, pues el artífice no pudo hacer la imagen de Dios, pero Dios pudo hacer una imagen de sí mismo. Él no hizo alguna otra cosa para ti, pero te hizo a ti mismo a imagen suya. Luego, al adorar una imagen de hombre hecha por un artesano, quiebras la imagen de Dios que él imprimió en ti mismo. Por tanto, cuando te llama para que vuelvas, quiere devolverte la imagen que tú, restregándola en cierto modo con la ambición terrena, perdiste y oscureciste.

8. De aquí procede, hermanos, el que Dios nos reclame su imagen. Esto fue lo que recordó a los judíos que le presentaron una moneda. Cuando le dijeron: «Señor, ¿es licito pagar tributo al César?»20, su primera intención era tentarle; si afirmaba su licitud, se le acusaría de querer que Israel viviese bajo maldición, al querer que estuviese sometido a tributo, que se hallase bajo el yugo de otro rey y pagase impuestos. Si, en cambio, negaba la licitud de pagar el tributo, le acusarían de ordenar algo contra el César y de ser el causante de que no pagasen los impuestos debidos en cuanto pueblo sometido. Conoció que le tentaban; la verdad, por así decir, conoció a la falsedad y con pocas palabras dejó al descubierto la mentira procedente de la boca de los mentirosos. En efecto, no emitió sentencia contra ellos por la propia boca, haciendo que ellos mismos la emitieran contra sí, según lo que está escrito: Por tus palabras serás declarado justo y por tus palabras serás condenado21. ¿Por qué me tentáis, hipócritas? —les dice—. Mostradme la moneda. Se la mostraron. ¿De quién es —dice— la imagen y la inscripción? Respondieron: Del César. Y él: Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios22. Como el César busca su imagen en tu moneda, así Dios busca la suya en tu alma. Da al César —dice— lo que es del César. ¿Qué reclama de ti el César? Su imagen. ¿Qué reclama de ti Dios? Su imagen. Pero la del César está en la moneda, la de Dios está en ti. Si alguna vez pierdes una moneda, lloras porque perdiste la imagen del César; ¿y no lloras cuando adoras un ídolo sabiendo que haces una injuria a la imagen de Dios que reside en ti?

9. Así, pues, hermanos, tened presentes las promesas del Señor nuestro Dios y contad cuantas ha cumplido del total de ellas. Cristo aún no había nacido, y ya estaba prometido en la Escritura. Cumplió la promesa: nació. Aún no había padecido, aún no había resucitado; también en este punto la cumplió: padeció, fue crucificado, resucitó. Su pasión es nuestro premio; su sangre, nuestra redención. Subió al cielo como había prometido; también en esto se mostró cumplidor. Envió el Evangelio por todas las tierras; precisamente quiso que hubiese cuatro evangelios para significar en el número cuatro todo el orbe de la tierra, de oriente a occidente y de norte a sur; precisamente quiso tener doce apóstoles para que en cierto modo apareciesen como distribuidos en cuatro grupos de tres porque el mundo ha sido llamado en la Trinidad: en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. También en este punto cumplió enviando el evangelio como había prometido: ¡Cuán hermosos son los pies de los que evangelizan, de los que anuncian la paz, de los que anuncian el bien!23. Como había predicho: No hay discursos ni palabras cuya voz deje de oírse; su pregón se extendió por toda la tierra y sus palabras llegan hasta los confines del orbe24. Lo envió como lo dijo: el evangelio se copia en toda la tierra. También la Iglesia sufrió persecución en un primer momento: cumplió, pues había prometido también los mártires. Lee en voz alta el compromiso escrito: Preciosa es en la presencia del Señor la muerte de sus justos25. Pagó la deuda referente a los mártires, porque había prometido que los habría. ¿Qué deuda tenía que pagar después? Le adorarán en su presencia todos los reyes de la tierra26. Creyeron también los reyes que, en un primer momento, habían causado los mártires con sus persecuciones: estamos viendo que también los reyes han creído ahora. Cumplió igualmente la promesa de que, por orden de los reyes por cuyos mandatos eran antes entregados a la muerte los cristianos, iban a hacerse pedazos los ídolos. Hizo desaparecer asimismo los ídolos, porque lo había prometido: Y pondrá su mirada en los ídolos de las naciones27. Habiendo pagado tantas deudas, hermanos, ¿por qué no le creemos? ¿No es acaso Dios un deudor solvente? Aun en el caso de que todavía no hubiese pagado nada, tendríamos como deudor solvente a quien hizo cielo y tierra, pues no iba a ser pobre, en forma que no tuviese con qué pagar. Tampoco engaña, puesto que él mismo es la verdad. ¿O es que Dios es un personaje de tanta categoría que pueda acaecerle que no tenga tiempo para pagar?

10. Justo es, hermanos, que creamos a Dios, aun antes de que pague nada, porque en realidad ni puede mentir, ni puede engañar: es Dios. Así confiaron en él nuestros Padres. Así lo hizo Abrahán. He ahí una fe digna de ser alabada y pregonada. Nada había recibido aún de Dios y le creyó cuando le hizo la promesa; nosotros, en cambio, a pesar de haber recibido tanto, aún no confiamos en él. ¿Podía, acaso, decirle Abrahán: «Te creeré, puesto que me has prometido tal cosa y has cumplido la promesa?». Le creyó desde el primer mandato, sin haber recibido nada similar. Sal de tu tierra —le dice— y de tu parentela y vete a la tierra que yo te daré28. Abrahán le creyó inmediatamente, y la tierra no se la dio a él personalmente, sino que la reservó para su descendencia. ¿Y qué prometió a su descendencia? En tu descendencia serán benditos todos los pueblos29. Su descendencia es Cristo, puesto que de Abrahán nació Isaac, de Isaac Jacob, de Jacob los doce hijos, de estos doce el pueblo judío, del pueblo judío la Virgen María y de la Virgen María nuestro Señor Jesucristo. También nuestro Señor Jesucristo se convirtió en descendencia de Abrahán, y lo prometido a Abrahán lo hallamos cumplido en nosotros. En tu descendencia —dice— serán benditos todos los pueblos. Lo creyó antes de haber visto nada. Creyó aún sin haber visto lo que se le prometía. Nosotros, en cambio, vemos lo que se le prometió, y todo lo que se le prometía era aún futuro. ¿Qué cosa no ha cumplido Dios aún? Anunció que en este mundo iba a haber fatigas, que sus santos y fieles se verían envueltos en ellas y que con su tolerancia iban a aportar fruto30. Lo predijo y lo estamos viendo: esas fatigas nos están triturando. ¿Cuáles hay que no se nos hayan anunciado ya? Tampoco penséis, hermanos, que no está escrito en la Escritura de Dios lo que contempláis, esto es, cómo todas las cosas humanas se están resquebrajando. Todo fue escrito, y a los cristianos se les ha hecho conocer qué han de tolerar y, más aún, los bienes futuros, puesto que han llegado los males anunciados como futuros. En efecto, si los males anunciados no hubiesen llegado, nos quitaría también la fe en recibir los bienes. Mas para esto llegaron antes los males: para que creamos en los bienes futuros.

11. Ahora el mundo se asemeja a una almazara; es el momento del estrujamiento. Pero si eres alpechín, sales por la cloaca; si aceite, quedas en la zafra. Es necesario, pues, el estrujamiento. Fíjate en el alpechín; fíjate en el aceite. De vez en cuando se da en el mundo algún estrujamiento: por ejemplo, el hambre, la guerra, la escasez, el alza de precios, la pobreza, la mortalidad, el pillaje, la avaricia. Son los estrujamientos de los pobres, los sufrimientos de las ciudades; una y otra cosa estamos viendo. Fueron predichas como futuras y ahora vemos que son realidad. Hay hombres que en medio de estos estrujamientos murmuran y dicen: «¡Ved cómo abundan los males en los tiempos cristianos! ¡Cómo abundaban los bienes antes de ellos! Entonces no había tantos males». Este alpechín es resultado del estrujamiento, corre por las cloacas. Su boca es negra porque blasfema; no brilla. El aceite reluce. Hallas otro hombre que sufre también estrujamiento, la misma trilla que trilló al otro. ¿Acaso no es la misma trilla que le trilló a él? Habéis escuchado la voz del alpechín; escuchad la del aceite: «Gracias a Dios. Bendito sea su nombre. Todos estos males con los que nos trituras habían sido antedichos; estamos seguros de que llegarán también los bienes. Cuando nos enmendamos tanto nosotros como los malos, se cumple tu voluntad. Te conocemos como un padre que promete y como un padre que azota; edúcanos y danos la heredad que prometiste para el final. Bendecimos tu santo nombre, porque en ninguna circunstancia fuiste mentiroso. Todo lo has mostrado como lo habías prometido». En estas alabanzas que manan del estrujamiento corre el aceite hacia las zafras. Con todo, puesto que este entero mundo es una almazara, al que también se aplican como nueva semejanza las palabras: como el oro y la plata se acrisolan en el horno, así la tentación de la tribulación prueba a los justos31, se pone también la semejanza del crisol del orífice. En el pequeño recipiente hay tres cosas: fuego, oro y paja. También en él contemplas la imagen del mundo entero: dentro de él se encuentra paja, oro y fuego. La paja se quema, el fuego arde y el oro se acrisola. Del mismo modo, en este mundo existen los justos, los malvados y la tribulación. El mundo escomo el crisol del orífice, los justos como el oro, los malvados como la paja, la tribulación como el fuego. ¿Acaso se purificaría el oro si no se quemase la paja? Acontece que los malvados se convierten en cenizas, pues cuando blasfeman y murmuran contra Dios se vuelven cenizas. Allí mismo el oro purificado —los justos que con paciencia soportan todas las molestias de este mundo y alaban a Dios en medio de sus tribulaciones—, el oro purificado —repito— pasa a los tesoros de Dios. Efectivamente, Dios tiene tesoros adonde enviar el oro purificado; tiene también basureros adonde arroja la paja convertida en ceniza. Una y otra cosa sale de este mundo. Tú considera qué eres, pues es preciso que venga el fuego. Si te halla siendo oro, te quitará la ganga; si te encuentra siendo paja, te quemará y te reducirá a cenizas. Elige qué ser, pues no podrás decir «me libraré del fuego». Ya estás dentro del crisol del orífice al que es preciso aplicar el fuego. De ninguna manera podrás estar sin fuego: una razón más por la que te es necesario estar en él.

12. ¿Por qué, pues, hermanos, no creemos que ha de venir también el fin del mundo y el día del juicio, en el que cada uno de nosotros reciba allí lo que hizo estando en el cuerpo, sea bueno o sea malo32, si estamos viendo tantas cosas prometidas, manifestadas y hechas realidad? ¿Por qué mientras vivimos no elegimos para nosotros el lugar en que hemos de vivir para siempre? Piensa: si hemos sido negligentes, seamos hoy diligentes. No debemos ser negligentes; ignoras qué será el día de mañana. La paciencia de Dios es una amonestación a obrar de manera que también nosotros corrijamos nuestra vida si es mala y, mientras es tiempo, elijamos lo mejor. ¿O creéis, acaso, que Dios está dormido y no ve a quienes obran el mal? Pero tal vez nos enseña la paciencia y él es el primero en mostrarla. Halla una persona que quizá ha progresado y ya no hace lo que hacía antes, es decir, el mal. Esta persona tiene que aguantar a otra persona malvada y quiere que Dios la haga desaparecer y murmura contra él porque mantiene en vida a su enemigo que tal vez obra el mal, y no lo hace desaparecer. Ha olvidado que también con ella obró Dios pacientemente y que, si antes hubiese querido obrar con severidad, ya no existiría ella para hablar. ¿Exiges que Dios sea severo? Como tú pasaste, pase también el otro. No porque tú hayas pasado ya vas a derribar el puente de la misericordia de Dios; otros tienen que pasar aún. Siendo tú malo, te hizo bueno; quiere que también el otro de malo se haga bueno, igual que te hizo a ti de malo bueno. De esta forma, a cada cual le llega su turno; pero unos no quieren venir, otros sí vienen. A los tales dice el Apóstol: Mas tú, conforme a la dureza e impenitencia de tu corazón, te vas atesorando ira para el día de la ira y de la revelación del justo juicio de Dios, que dará a cada uno según sus obras33. Además, si el malo quiere permanecer en el mal, no es tu socio, pero será quien te ponga a prueba. En efecto, si él es malo y tú bueno, tolerando al malo te muestras bueno; tú recibirás la corona merecida en la prueba; él, en cambio, tendrá el castigo por su perseverancia en el mal. ¿Qué va a hacer Dios? Esperemos pacientemente su paciencia y su paterna disciplina. Es padre, es benigno, es misericordioso. Si nos dejase ir a nuestro aire, sería una prueba mayor de que está airado con nosotros para nuestro mal.

13. Prestad atención, pues, hermanos, y considerad esos anfiteatros que ahora se vienen abajo. Los levantó el despilfarro. ¿O acaso pensáis que los levantó a amor al prójimo? No los levantó sino el despilfarro de unos hombres malvados. ¿No queréis que caiga alguna vez lo que edificó el derroche y eleve a lo alto lo que construye el amor a los demás? Pues Dios permitió que fuesen levantados, para que algún día conociesen los hombres los males de que eran autores. Mas, como no los quisieron conocer, vino el Señor Jesucristo; comenzó a diagnosticarles sus males, empezó a tirar por tierra lo que ellos tenían en gran estima, y dicen: «Malos son los tiempos cristianos». ¿Por qué? Porque se te derriba lo que te causaba la muerte. «Pero abundaba —replican— toda clase de bienes cuando se hacían esas cosas». Así es, mas para que de ellas resultasen bienes. Si sabes que alguna vez Dios te dio la abundancia y usaste mal de ella y te serviste de la misma para tu perdición, fíjate que tal abundancia te hizo diluirte y perder tu alma. ¿Acaso no llegó el padre severo y comenzó a decir: «Este chiquillo es indisciplinado; le encomendé esto y aquello; hay que ver cómo me perdió esto y aquello»? Si nosotros no arrojamos a la tierra semilla que no sea buena, para no perderla, ¿cómo queréis que Dios nos dé a nosotros, indisciplinados y despreocupados de nuestra vida, su abundancia para que usemos mal de ella? ¿Cómo queréis que no frene el deslizarse hacia abajo de los hombres? Hermanos míos, él es médico y sabe que hay que amputar el miembro gangrenado, no sea que a partir de él se gangrenen otros. «Se amputa un dedo —dice— porque es preferible tener un dedo menos a que se gangrene todo el cuerpo». Si así obra hace un médico humano en virtud de su arte; si el arte de la medicina elimina alguna parte de los miembros para que no se gangrenen todos, ¿por qué Dios no va a amputar en los hombres lo que sabe que está gangrenado, para que alcancen la salud?

14. Por tanto, hermanos, no os moleste que Dios os azote, no sea que os abandone y perezcáis para siempre. Roguémosle, más bien, que modere los castigos y los suavice para no desfallecer bajo su rigor. Reguémosle que nos enmiende saludablemente, que mida nuestras fuerzas, y nos devuelva luego lo que prometió a sus santos. Ved lo que ha dicho la Escritura: El pecador irritó al Señor; por la magnitud de su ira no le pedirá cuentas34. ¿Qué significa Por la magnitud de su ira no le pedirá cuentas? Porque está muy airado, no les pedirá cuentas, es decir, les dejará que perezcan. Si, pues, está muy airado cuando no pide cuentas, su misericordia es asimismo grande cuando aplica la disciplina. La aplica cuando nos azota, cuando adhiere a sí nuestro corazón. Atengámonos, pues, a su salvación y no rehuyamos su azote. Esto nos enseña, esto nos amonesta, en eso nos edifica. ¿Qué sufrió de bueno aquí su mismo Hijo que vino precisamente para consolarnos? Decídmelo. Ciertamente, es Hijo de Dios, es la Palabra de Dios por la que fueron hechas todas las cosas35; ¿qué sufrió de bueno aquí? ¿No era él quien, cuando expulsaba demonios, escuchaba afrentas tales como que se le dijese: Tienes un demonio?36. Al Hijo de Dios que arrojaba los demonios le decían los judíos: tienes un demonio. Hasta los mismos demonios que reconocían en él al Hijo de Dios eran mejores que ellos; en efecto, los demonios reconocían lo que era37, los judíos no. Pero era tan grande su poder, tan enorme su grandeza y tan grande su paciencia, que todo lo soportaba. Le azotaron, le afrentaron, le abofetearon, le escupieron a la cara, lo coronaron de espinas, lo crucificaron, por último, fue colgado del madero, fue objeto de mofa, de burla, le dieron muerte, lo sepultaron. Tan grandes tormentos sufrió aquí el Hijo de Dios; si los sufrió el Señor, ¿cuánto más el siervo? Si el maestro, ¿cuánto más el discípulo? Si el que nos creó, ¿cuánto más nosotros, criatura suya? Él que, para darnos ejemplo, nos dejó su paciencia. ¿Por qué nosotros desfallecemos en la misma paciencia, como si hubiéramos perdido nuestra cabeza, que nos precedió al ascender al cielo? Pues por eso mismo nuestra cabeza nos precedió al cielo, como diciéndonos: «Ved por dónde tenéis que venir: por el camino de las molestias, por el de la paciencia. Este es el camino que os he dejado. Pero ¿adónde conduce el camino por el que veis que yo asciendo? Al cielo. Quien no quiere ir por ahí, no quiere llegar allí. Quien quiere llegar hasta mí, siga la vía que yo le he mostrado. No podéis llegar sino por la vía de las molestias, de los dolores, de las tribulaciones y de la angustia». Así llegarás al descanso que no se te quita. ¿O quieres este descanso pasajero, apartándote del camino de Cristo? Observa los tormentos del rico torturado en los infiernos38; también él deseó el descanso presente, pero encontró las penas eternas. Hermanos amadísimos, elegid más bien las cosas más duras que procurarán un descanso sin fin para siempre. Vueltos al Señor...