SERMÓN 105 A (=Lambot 1)

Traductor: Pío de Luis Vizcaíno, OSA

La oración1

1. El santo evangelio que hemos escuchado cuando se leyó nos ex­horta a orar. Nos infunde la gran esperanza de que nadie que pide, busca y llama con confianza, se aleja del Señor con las manos vacías. En efecto, no dijo que algunos pedirían y reci­birían, sino Todo el que pide recibirá y el que busca hallará y al que llama se le abrirá2.

Pero propuso una semejanza instructiva por contraste. Si un amigo se dirige a otro amigo y le pide tres panes porque ha llega­do a su casa un huésped, y esto a una hora en la que es molesto levantarse de la cama para dárselos, y el otro le responde que no puede complacerle porque ya está en el lecho y con él sus criados; si, no obstante, el amigo no deja de pedírselos, Os digo —indica— que, no por la amistad, sino por el fastidio que le causa, se levantará y le dará todo lo que necesite3. Ahora bien, si no se niega a dar quien es vencido por el hastío, ¿cómo va a ne­gar algo quien te exhorta a pedir? Con esta finalidad se adujo la semejanza. Si no niega los tres panes al que se los pide en cuanto amigo, y se los da no por la amistad, sino por no soportar que le moleste, Dios, que es Trinidad, ¿no se nos dará a Sí mismo si lo pedimos? No creo que el amigo diese a su amigo tres panes distintos: uno de trigo blanco, otro de escanda y otro de cebada.

Por tanto, dado que Jesucristo, Dios, Hijo unigénito de Dios, al ex­hortarnos a orar nos infundió gran confianza de alcanzar lo que pedimos, nos conviene saber qué debemos pedir. Pues ¿quién no pide algo a Dios? Pero hay que mirar qué se pide. Quien ha de dar está dispues­to a dar, pero hay que orientar al que pide.

Te levantas y pides a Dios que te otorgue riquezas. ¿Deben los hijos de Dios pedir eso a Dios, como si se tratase de un gran bien? Si Dios mismo quiso dar riquezas incluso a hom­bres pésimos fue precisamente para que los hijos no las pidan a su Padre, como si fueran un gran bien. En cierto modo Dios nos habla por sus obras y nos dice: «¿Por qué me pedís rique­zas?». ¿Es eso todo lo que os voy a dar como bien extraordina­rio? Advertid a quiénes las he dado y aver­gonzaos de pedirlas. Pide el fiel lo que tiene el his­trión. Pide también la matrona cristiana lo que tiene la meretriz. No pidáis eso en vuestras oraciones. Que él os dé riquezas, si quiere y, si no, no os las dé. Conviene que demos fe a quien nos dice: Pues la vida del hom­bre no radica en la abundancia4. ¿Por qué? A muchos les han sido perjudiciales las riquezas. Es más, ignoro si puede encon­trarse alguna persona a la que hayan aprovechado. Tal vez hallemos a alguna a la que no hayan perjudicado.

Ignoro —repito— si puede encontrarse alguna persona a la que hayan aprovechado. Quizá diga alguien: «Entonces, ¿no fueron de provecho las ri­quezas a quien usó bien de ellas alimen­tando a los ham­brientos, vistiendo a los desnudos, hospedando a los forasteros, redimiendo a los cautivos?». Todo el que obra así, lo hace para que no le perjudiquen sus riquezas. ¿Qué suce­dería si no po­seyese esas riquezas con las que hace misericordia, siendo tal que estuviese dispuesto a hacerla, si se hallase en po­sesión de ellas? Dios no se fija en las riquezas por ­abundantes que sean, sino en las voluntades rebosantes de amor. ¿Acaso eran ricos los apóstoles? Abandonaron solamente unas redes y una barquichuela y si­guieron al Señor5. Mu­cho abandonó quien abandona toda esperanza mundana, como la viuda que depositó dos céntimos en el cepillo del templo6. Nadie —dice el Señor— dio más que ella; a pesar de que muchos ofrecieron gran cantidad de dinero porque eran ricos, ninguno donó tanto como ella en ofrenda a Dios, es decir, en el cepillo del templo. Muchos ricos echaban en abundancia, y él los contemplaba7, pero no por­que echaran mucho. Esta mujer entró en el templo con solo dos céntimos. ¿Quién se dignó poner al menos los ojos en ella? La vio el que no mira la mano llena sino el corazón. Él se fijó en ella e hizo que otros se fijasen también; haciendo que se fijasen en ella, dijo que nadie había dado tanto como ella. En efecto, nadie dio ­tanto como la que no reservó nada para sí.

Por ello, si tienes poco, poco darás; si tienes más, darás más. Ahora bien, ¿acaso, por dar poco al tener poco, tendrás me­nos, o recibirás menos porque diste menos? Si se examinan las cosas que se dan, unas son grandes, otras son pequeñas; unas copiosas, otras escasas. Pero si se escudriñan los corazones de quienes dan, con frecuencia hallarás en quienes dan mucho un corazón tacaño, y en quienes dan poco, un corazón generoso. Efectivamente, te fijas en lo mucho que uno da y no en cuánto se reservó para sí ese que tanto dio, ni en cuánto en definitiva dio, ni en cuántos bienes ajenos robó quien de lo robado da algo a los pobres, como queriendo corromper con ello al juez divino.

Lo que consigues con tu donación es que no te perjudiquen tus riquezas, no que te aprovechen. Porque, incluso si fueras pobre ydesde tu pobreza dieses, aunque fuera poco, se te im­putaría tanto como al rico que da en abundancia, o quizá más, como a aquella mujer.

Pensemos, pues, que el reino de los cielos está en venta a precio de limosnas. Se nos ofrece la posibilidad de comprar una finca fértil y riquísima; una finca que, una vez adquirida y poseída, ni siquiera por la muerte dejaremos a quienes nos sucedan, sino que la disfrutaremos por siempre; no la aban­donaremos ya y jamás emigraremos de ella. ¡Magnífica pose­sión que vale la pena comprar! Solo te queda preguntar por su precio, por si acaso no tienes con qué pagar y, aunque desees adquirirla, no puedas comprarla. Para que no pienses que no está a tu alcance, te indico su precio: vale tanto cuanto tienes. Para tu alegría, supuesto que no seas envidioso, añadiré todavía más: cuando Dios te haya otorgado la posesión de esa finca que debes comprar, no excluyes a otro comprador. La compraron los patriarcas, ¿acaso excluyeron de su compra a los santos pro­fetas? La compraron los profetas, ¿por ventura no permitieron comprarla a los apóstoles? La compraron los apóstoles y a ellos se les sumaron como compradores también los mártires. En fin, tantos son los que la han comprado y aún está en venta.

Veamos, pues, si la pudieron comprar los ricos y no los po­bres. Examinemos los casos más recientes, dejando de lado a los antiguos compradores. La compró Zaqueo, jefe de los publi­canos8 que había adquirido grandes riquezas, dando la mitad de ellas a los pobres9. Se les llamaba publicanos no en cuanto hombres públicos, sino porque recau­daban los impuestos. Así nos lo expone el santo evangelio con ocasión de la llamada a la condición de apóstol a uno del cual está escrito: Vio sentado a la mesa de recaudación a cierto hom­bre llamado Ma­teo10. De este hombre, llamado cuando estaba en la mesa de recaudación de impuestos, se indica el nombre en otro pasaje: Mateo el publicano11. Así, pues, este Zaqueo, luego que entró en su casa el Señor, al que acogió de la forma más inesperada —tenía gran deseo de verlo; pero, como era de baja estatura, no le era posible lograrlo en medio de la multitud; subió a un árbol y desde allí lo vio pasar; para ver al que por él iba a pender de un madero, él mismo se subió a un madero—; así, pues, una vez que el Señor entró en su casa, lleno de gozo puesto que antes había entrado ya en su corazón, dijo: Doy la mitad de mis bienes. Pero se reservó mu­cho para sí. Advierte la razón por la que se había reservado la otra mitad: Y si he defraudado a alguien —dice— le devolveré cuatro veces más12. Se reservó muchas riquezas, no para retenerlas, sino para resti­tuir lo robado. Gran comprador, dio mucho. El que poco antes era rico, de repente se hace pobre. ¿Acaso porque él la compró a tan gran precio, no la compró igualmente el pobre Pedro con las redes y la barquichuela? El precio exigido a cada uno era lo que cada uno tenía. Después de estos, también la compró la viuda. Pagó dos céntimos y la compró. ¿Hay algo de menos valor? Sí, lo hay. Descubro un precio inferior a esos dos céntimos con que es posible adqui­rir tan gran posesión. Escucha al vendedor mismo, el Señor Jesucristo: Si alguno —dice— da un vaso de agua fría a uno de los míos más pequeños, en verdad os digo que no perderá su recompensa13. ¿Hay cosa de menos valor que un vaso de agua, y esta fría, para no verse obligado uno a comprar leña? No sé si a vuestro juicio puede encontrarse un precio inferior a este. Y, sin embargo, existe. Uno no posee lo que Pedro, ni mucho menos lo que Zaqueo, y ni siquiera halla dos céntimos. ¿Carece en el momento oportuno del agua fría? Paz en la tie­rra a los hombres de buena voluntad14. No discutamos más sobre la variedad de precios. Si enten­demos y pensamos conforme a la verdad, el precio de esa posesión es la buena voluntad. Con ella compró Pedro, con ella Zaqueo, con ella la viu­da y con ella quien dio el vaso de agua fría. Solo con ella se compra, si no se tiene otra cosa fuera de ella.

2. ¿Por qué he dicho esto? ¿Qué me había pro­puesto? Indicaros que, del pasaje evangélico en que el Señor nos dio una gran esperanza al decir: Pedid y recibiréis, buscad y halla­réis, llamad y se os abrirá. Porque todo el que pide recibe, y el que busca halla, y al que llama se le abrirá15, debemos aprender qué hemos de pedir. Al habérsenos dado una gran esperanza, debemos saber qué tenemos que pedir. De ahí procede el amonestaros a que cuando oréis no pidáis, ni busquéis, ni llaméis a la puerta por riquezas, como si fueran un gran bien. Quien llama desea entrar. La puerta de entrada es es­trecha. ¿Por qué vas cargado con tanto equipaje? Debes, pues, enviarlo delante de ti para poder entrar con facilidad, alige­rado de peso, por la puerta estrecha. No pidáis al Señor riquezas como si se tratase de un bien extraordinario. ¿Por qué temes tener poco y no poder comprar tal posesión? ¿No te he dicho que su valor es igual a lo que tú tienes? E incluso si no tuvieras nada, tú serás su precio; en efecto, aunque tengas mucho, no la com­pras si no te das también tú mismo por ella.

Quizá me repliquéis: «Entonces, ¿qué debemos pedir a Dios? No pidáis tampoco la muerte de vuestros enemigos. Es una petición malvada. Ignoro si serás oído para tu bien cuando te alegras por la muerte de un enemigo. Pues ¿quién no ha de morir? ¿Quién sabe cuándo ha de morir? Te alegras de la muerte de otro. ¿Cómo sabes que no vas a expirar tú también mientras te alegras de ello? Aprende a orar como enemigo de ti mismo; mueran las enemistades mismas. Tu enemigo es un hombre. Hay dos nombres: hombre y enemigo. Viva el hombre, muera el ene­migo. ¿No recuerdas cómo Cristo el Señor, con la sola voz desde el cielo, hirió, tiró por tierra y dio muerte a su enemigo Saulo, acérrimo perseguidor de sus miembros?16. No hay duda de que le dio muerte, pues murió como perseguidor y se levantó convertido en predicador. Murió; si no me crees a mí, pregúntaselo a él. Escúchale y léele. Oye su voz en una carta suya: Vivo, pero ya no soy yo quien vive. Vivo —dice—, pero no yo. Luego él murió. ¿Y cómo hablaba? Vive en mí Cristo17. En la medida de tus fuerzas ruega, pues, que muera tu enemigo, pero considera en qué forma. Si muere sin que su alma abandone el cuerpo, tan solo perdiste un enemigo y a la vez conseguiste un amigo. Por tanto, no oréis ni pidáis a Dios la muerte física de vuestros enemigos.

Dirás tú, ¿qué hemos de pedir? ¿Cargos munda­nos? Son humo que se esfuma. Estabas más seguro en un puesto humil­de. ¿Te dispones a correr riesgos en un cargo elevado? Es cier­to que los cargos públicos, como las riquezas, solamente los otorga Dios. Mas, para que despreciaseis las riquezas, llamó vuestra atención sobre las personas a que se otorgan: las otorga a los buenos para que no pienses que son algo malo; las otor­ga también a los malos para que no creas que son un gran bien. Lo mismo pasa con los cargos públicos: los reciben los dignos, pero también los indignos, para que no los tengan en gran es­tima los dignos.

Dinos, entonces, ya —insistes— qué tenemos que pedir. No os voy a haceros pasar por muchos acertijos, puesto que he men­cionado el testimonio evan­gélico: Paz en la tierra a los hombres de buena voluntad18. Pedid la buena voluntad misma. ¿Acaso os hacen buenos las riquezas, los cargos públicos y otras cosas similares? Aunque son bienes, son los inferiores, de los que usan bien los buenos y mal los malos. La buena voluntad te hace bueno. Si esto es así, ¿no te avergüenzas de querer poseer cosas buenas y ser tú malo? Tienes muchos bienes: oro, plata, piedras preciosas, ha­cienda, servidumbre, rebaños de ganado mayor y menor. Avergüénzate de tus bienes; sé también tú bue­no. Pues ¿quién más desdi­chado que tú si, siendo buena tu quin­ta, tu túnica, tu oveja y hasta tus sandalias, va a ser mala tu alma?

Aprended, pues, a pedir el bien que, por así decir, os boni­fica, esto es, el bien que os hace buenos. Si poseéis bienes de los que usan los buenos, pedid el bien con el que seáis buenos. La buena voluntad os hace buenos. Pues sin duda son bienes, pero no bienes que os hagan buenos. Para que veáis que son bienes, se encuentran entre ellos los que mencionó el Señor: el pan, el pez y el huevo19. Para que sepáis que son bienes, el Señor mismo dijo: Si vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos20. Sois malos y dais cosas buenas. Pedid ser buenos. Pues por esa razón nos amonestó y dijo: Si vosotros siendo malos: para indicar qué debían pedir, a saber: no ser malos, sino buenos.

Sea él, pues, quien nos enseñe qué debemos pedir. Escu­chad sus palabras, las que siguen en el mismo pasaje del Evan­gelio: Si vosotros —dice— siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, y a pesar de ello vais a seguir siendo malos; por tanto, para no permanecer siendo malos, oíd lo que sigue: ¡Cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará el Espíritu bueno a los que se lo pidan!21. ¡He aquí el bien que os hace buenos! Es el buen Espíritu de Dios el que produce en los hombres la buena voluntad. El precio de la posesión que se llama vida eterna es Dios mismo.

¿Qué habrá de más valor para nosotros que la vida eterna? ¿Qué habrá —repito— de más valor, una vez que nuestra pose­sión sea Dios? ¿O acaso he injuriado a Dios, al decir que él será nuestra pose­sión? No. Si lo he dicho es porque lo he aprendi­do. He hallado a un santo varón que en su oración decía: Señor, porción de mi herencia22. Ensan­cha, ¡oh avaro!, el saco de tu codicia y halla algo mayor, algo de más valor, algo mejor que Dios. ¿Qué no tendrás te­niéndole a él? Acumula a tu lado cuanto oro y plata te sea posible; exclu­ye a tus vecinos; posée­lo ensanchando tu posesión; llega hasta el confín de la tierra. Adquirida la tierra, añade los mares. Sea tuyo todo lo que ves y también lo que, al estar bajo el agua, no ves. Una vez que tengas todo esto, ¿qué tendrás, si no tienes a Dios? Así, pues, si tenien­do a Dios el pobre es rico, y no teniéndolo, el rico es un mendigo, no le pidas otra cosa distinta de él. ¿Y qué no te dará cuando él mismo se da? ¿Y qué te dará, si él mismo no se da? Pedid, pues, el Espíritu bueno. Habite en vosotros y seréis buenos. Pues cuan­tos son conducidos por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios23. ¿Y cómo sigue? Y si sois hijos de Dios, sois también herederos, herederos de Dios y coherederos de Cristo24.

¿Qué sentido tenía desear las riquezas? Entonces, ¿será pobre el heredero de Dios? Serías rico si fueras el heredero de un opu­lentísimo senador, y ¿serás pobre, siendo heredero de Dios? ¿Se­rás pobre, siendo coheredero con Cristo? ¿Serás pobre cuando el Padre mismo sea tu herencia? Pide, pues, el Espíritu bue­no, porque el pedir el Espíritu bueno procede del Espíritu ­bueno mismo. Algo posees ya de este Espíritu cuando lo pides, pues si no poseyeras nada de él, nada de él pedirías. Pero como no tienes cuanto necesitas, lo tienes y lo pides, hasta que se cum­pla lo escrito: El que sacia de bienes tus deseos25; hasta que se cumpla lo consignado en otro lugar: Me saciaré cuando se manifieste tu gloria26. Por tanto, bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia; hambre no de este pan terreno; sed, no de esta agua terrena, no de este vino de la tierra, sino de justicia, porque ellos serán saciados27.