SERMÓN 94

Traductor: Pío de Luis Vizcaíno, OSA

El siervo que oculta su talento1

Estos hermanos, señores y obispos como yo, se han dignado visitarnos y alegrarnos con su presencia; pero ignoro por qué no quieren ayudarme en mi cansancio. He dicho esto a Vuestra Caridad en su presencia, para que vosotros que me habéis oído intercedáis en cierto modo en favor mío ante ellos, a fin de que, cuando se lo pida, prediquen ellos también. Den lo que han recibido; dígnense trabajar antes que buscar excusas. Vosotros recibid de buen grado las pocas cosas que, a causa de mi cansancio y de que apenas puedo hablar, os voy a decir. Tenemos, además, la relación escrita de los beneficios concedidos por Dios a través de su mártir; escuchémoslo juntos con mayor agrado. ¿De qué se trata? ¿Qué voy a deciros? Habéis escuchado en el evangelio el premio reservado para los siervos buenos y el castigo para los malos. La única culpa del siervo reprobado y severamente condenado fue no querer dar. Guardó íntegro lo que había recibido; pero el Señor buscaba ganancias obtenidas por él2. Dios es avaro de nuestra salvación. Si así se condena a quien no dio lo recibido, ¿qué deben esperar quienes lo pierden? Nosotros, pues, somos administradores; nosotros damos, vosotros recibís. Buscamos ganancias: vivid santamente, pues esa es la ganancia que obtenemos al dar. Pero no penséis que no es tarea también vuestra el dar. No podéis dar desde este lugar más elevado, pero os es posible en cualquier lugar en que os halléis. Donde se recrimina a Cristo, defendedle; responded a quienes murmuran de él; corregid a quienes blasfeman; alejaos de su compañía. Si ganáis a algunos, eso es vuestro dar. Haced nuestras veces en vuestra casa. El obispo (episcopus) recibe este nombre porque vigila desde arriba, porque, con su vigilancia, cuida de los fieles.

A cada uno, pues, en su casa, si es la cabeza de la misma, debe corresponderle el oficio de obispo, es decir, de vigilar cómo es la fe de los suyos, para evitar que alguno de ellos incurra en herejía, ya sea la esposa, o el hijo, o la hija, o incluso el siervo que fue comprado a tan alto precio. La disciplina apostólica puso al amo al frente del siervo y sometió el siervo al amo3. Cristo, sin embargo, pagó por ambos un único precio. No despreciéis a los más pequeños de los vuestros; procurad con todo esmero la salvación de los de vuestra casa. Si esto hacéis, estáis dando; no seréis siervos perezosos, ni temeréis condenación tan detestable4.