SERMÓN 91

Traductor: Pío de Luis Vizcaíno, OSA

Jesús, hijo y Señor de David. La hipocresía de escribas y fariseos1

1. Como hemos escuchado ahora en el evangelio que se acaba de proclamar, cuando se preguntó a los judíos cómo Jesucristo, nuestro Señor, era hijo de David si el mismo David le considera su Señor, no fueron capaces de responder. La verdad es que, acerca del Señor, conocían solo lo que veían. Se les manifestaba, en efecto, como hijo del hombre, pero en lo oculto era también Hijo de Dios. De aquí procede el que creyeran poder vencerle y el que le insultaran, cuando pendía de la cruz, con estas palabras: Si es Hijo de Dios, baje de la cruz y creeremos en él2. Veían una realidad y desconocían la otra. Pues, si le hubiesen conocido, nunca hubiesen crucificado al Señor de la gloria3. Con todo, sabían que Cristo ha de ser hijo de David, pues aún ahora esperan su venida. Les está oculto que ha llegado, mas porque quieren. En efecto, del hecho de que no lo reconocieron cuando pendía de la cruz, no se sigue que tampoco debieron reconocerle una vez que ya reina. ¿En qué nombre han sido convocados y bendecidos todos los pueblos sino en el de aquel que ellos no reconocen como Cristo? Él es, en efecto, hijo de David; ciertamente de la estirpe de David, según la carne4, e hijo de Abrahán. Si se dijo a Abrahán: En tu estirpe serán benditos todos los pueblos5, y están viendo que en nuestro Cristo están siendo bendecidos todos los pueblos, ¿por qué esperan aún a quien ya vino y no temen su segunda venida? Pues nuestro Señor Jesucristo, sirviéndose del testimonio profético para referirse a sí mismo, dijo que él era una piedra. Pero una piedra tal que, si alguien tropieza con ella, se estrellará, y a aquel sobre quien ella caiga, lo aplastará6. Pues, si uno tropieza con él, es porque yace humilde en la tierra. Yaciendo humilde, hace que el orgulloso se estrelle, pero, viviendo en su gloria, lo aplasta él. Los judíos, pues, ya han tropezado y se han estrellado; queda todavía el que sean aplastados en su venida gloriosa, a no ser que lo reconozcan, mientras viven, para no morir. Dios es paciente y a diario les invita a creer.

2. Los judíos, pues, no supieron responder a la cuestión que les propuso el Señor sobre la filiación de Cristo, el Mesías. Al responder ellos que era hijo de David, él continuó preguntándoles: ¿Cómo entonces David, movido por el Espíritu, le llama Señor, al decir: Dijo el Señor a mi Señor: «Siéntate a mi derecha hasta que ponga a tus enemigos bajo tus pies»? Si, pues, David —dice—, llevado por el Espíritu, le llama Señor, ¿cómo es hijo suyo?7. No dijo «No es hijo suyo», sino ¿Cómo es hijo suyo? Al decir ¿cómo?, pregunta, no niega. Es como si les dijera: «Con razón decís que Cristo es hijo de David, pero David mismo le llama Señor; ¿cómo es hijo suyo aquel al que David llama Señor suyo? Los judíos sabrían responder si estuviesen instruidos en la fe cristiana que nosotros profesamos. Si no cerrasen sus corazones al evangelio; si deseasen poseer en sí mismos la vida del Espíritu, tras haberse imbuido de la fe de la Iglesia, responderían a la pregunta y dirían: «Porque en el principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios y la palabra era Dios8: he aquí cómo es Señor de David. Mas la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros9: he aquí cómo es hijo de David». Pero, al desconocer esto, enmudecieron y, al ver que les cerró la boca, ni siquiera abrieron sus oídos, para conocer, una vez enseñados, la respuesta a la pregunta a la que no supieron responder.

3. Mas, dado que es un gran misterio conocer cómo es al mismo tiempo Señor e hijo de David, cómo una persona es hombre y Dios, cómo en la forma humana es menor que el Padre y en la divina igual a él10, cómo una vez dice: El Padre es mayor que yo11 y otra: Yo y el Padre somos una sola cosa.,12 dado que es un gran misterio, para poder comprenderlo hay que adaptar las costumbres. En efecto, el misterio está cerrado a los indignos y se abre a los que lo merecen. No llamamos a la puerta del Señor13 ni con piedras, ni con barras, ni con los puños ni a patadas. Es la vida la que llama; es a la vida a la que se le abre. Se pide, se busca, se llama con el corazón; al corazón se le abre14. Mas el corazón que pide en la forma debida y en la forma debida llama y busca debe ser piadoso. Ante todo, tiene que amar a Dios gratuitamente, pues la piedad consiste en no buscar otra recompensa fuera de él, esperándola de él. Nada hay mejor que él. Pero ¿qué cosa de valor puede pedir a Dios aquel para quien Dios es cosa vil? Te otorga un trozo de tierra y te gozas, en cuanto amante de la tierra, convertido en tierra15. Si te gozas cuando te da tierra, ¡cuánto más debes alegrarte cuando se te da el mismo que hizo el cielo y la tierra!16. Dios, por tanto, ha de ser amado gratuitamente. En efecto, el diablo, desconocedor del interior del santo Job, le acusa de un gran delito, al decir: ¿Acaso Job adora a Dios desinteresadamente?17.

4. Por tanto, si el adversario le echó en cara esto a Job, debemos temer que nos lo reproche a nosotros. Tenemos que vérnoslas con un gran urdidor de calumnias. Si busca inventar lo que no existe, ¡cuánto más nos echará en cara lo que existe! Alegrémonos, no obstante, de que el juez es tal que no lo puede engañar el que nos acusa. Pues si tuviéremos por juez a un hombre, el enemigo inventaría para él cuanto le viniese en gana. ¡Nadie más astuto que el diablo para inventar! Incluso ahora es él quien inventa las falsas y graves acusaciones contra los santos. Dado que no puede hacer valer sus acusaciones ante Dios, las esparce entre los hombres. ¿Y qué provecho saca de ello, diciendo el Apóstol: Nuestra gloria es el testimonio de nuestra conciencia?18. ¿O pensáis, acaso, que él se inventa los delitos sin malicia alguna? Sabe muy bien el mal que causa si no se le ofrece resistencia con la vigilancia de la fe. Por eso esparce calumnias referidas a los buenos, para que los débiles piensen que no hay gente buena y se entreguen a él para que los arrastren las pasiones y ellos mismos se diluyan interiormente, diciendo para sí: «¿Quién hay que cumpla el mandamiento de Dios? O ¿quién hay que guarde la castidad?». De este modo, al pensar que no existe nadie, él mismo se convierte en nadie. Esto es, pues, obra del diablo. Pero Job era un hombre de tal probidad que nada se podía inventar contra él; su vida, en verdad, era conocida y demasiado transparente. Pero, aprovechando que tenía muchas riquezas, le recriminó algo que, en caso de haber existido, solo podía hallarse en su corazón, sin que pudiera manifestarse en las costumbres. Rendía culto a Dios, hacía limosnas; pero nadie, ni siquiera el mismo diablo, sabía con qué intención hacía una y otra cosa; solo Dios lo conocía. Dios testimonia a favor de su siervo19, el diablo levanta calumnias contra el siervo de Dios. Dios permite que Job sea tentado; él sufre la prueba, y el diablo queda confundido. Se descubre que Job adora a Dios gratuitamente; que lo ama desinteresadamente; no porque le dio algo, sino porque no se apartó de su lado. Dice, en efecto: Dios me lo dio, Dios me lo quitó; como plugo a Dios, así ha sucedido. Sea bendito el nombre del Señor20. Se le aplicó el fuego de la tentación, pero encontró oro, no paja; lo acrisoló, no lo convirtió en cenizas.

5. Por tanto, para comprender este misterio de Dios, es decir, cómo Cristo es, a la vez, Dios y hombre, hay que purificar el corazón. Ahora bien, el corazón se purifica con las costumbres, con la vida, con la castidad, con la santidad, con el amor y con la fe que obra mediante la caridad21 —lo que estoy diciendo, es equiparable a un árbol que tuviera sus raíces en el corazón, pues de ningún otro lugar proceden las acciones sino de la raíz del corazón. Si has plantado en él un amor pasional, brotan espinas; si, en cambio, has plantado la caridad, brotan frutos—. Inmediatamente después de haber propuesto a los judíos esta cuestión que ellos no supieron responder, el Señor pasó a hablar de las costumbres para mostrarles por qué ellos no habían merecido comprender lo que les había preguntado. Al no haber podido responder, ellos, desgraciados y orgullosos, debieron decirle: «Lo desconocemos; Maestro, dínoslo tú». Callaron ante la pregunta y ni para preguntar abrieron la boca. Acto seguido, pensando en su orgullo, dijo el Señor: Guardaos de los escribas22, que aman ocupar los primeros asientos en las sinagogas y el primer puesto en los banquetes23. No porque lo consigan, sino porque lo aman. En efecto, aquí lanzó una acusación contra su corazón. Pero nadie puede acusar al corazón sino quien ve en él. Conviene, sin duda, que se asigne el primer puesto al siervo de Dios que tiene algún cargo en la Iglesia, porque, si no se le asigna, el mal será para quien se niega a ello; ningún bien, en cambio, se deriva para aquel al que se asigna. Es conveniente, por tanto, que los que están al frente de la asamblea de los cristianos se sienten en un lugar más elevado, para que la misma sede les distinga de los demás y aparezca con claridad su ministerio; no para que a causa de ella se inflen, sino para que piensen en la carga de la que han de rendir cuentas. ¿Quién conoce si aman o no aman esto? Es cosa del corazón y no puede tener más juez que Dios. El mismo Señor prevenía a los suyos para que no viniesen a dar en tal levadura. Es lo que dice en otro lugar: Guardaos de la levadura de los fariseos y saduceos24. Y, como ellos pensaban que había dicho esto porque no habían llevado pan, les respondió: ¿Ya habéis olvidado cuántos miles fueron saciados con cinco panes? Entonces comprendieron —dice— que llamaba levadura a sus enseñanzas25. Pues ellos amaban estos bienes temporales; en cambio, en cuanto a los eternos, ni temían los males, ni amaban los bienes. Teniendo el corazón cerrado, no habían podido comprender lo que el Señor les preguntó.

6. ¿Qué ha de hacer la Iglesia de Dios para poder comprender lo que antes mereció creer? Haga a su alma capaz de recibir lo que se le va a dar. Para que esto sea una realidad, es decir, para que el alma adquiera esa capacidad, Dios nuestro Señor aplazó el cumplir sus promesas, no las anuló. Las aplazó para que nosotros nos estiremos; nos estiramos para crecer; crecemos para alcanzarlas. Advierte cómo el apóstol Pablo se estira hacia lo que está aplazado: No que ya lo haya alcanzado o que ya sea perfecto. Hermanos, no pienso haberlo alcanzado; una sola cosa hago: olvidando lo que está detrás y tendido hacia lo que tengo delante, en mi intención persigo la palma de la vocación celeste de Dios en Cristo Jesús26. El corría en tierra; la palma pendía del cielo. Por tanto, él corría en la tierra, pero en el Espíritu ascendía. Contémplale estirado; obsérvale pendiente de lo aplazado. Persigo —dice— la palma de la vocación celeste de Dios en Cristo Jesús.

Hay que caminar, pues; pero no hay que ungirse los pies, ni buscar caballerías ni procurarse navíos. Corre con el afecto; camina con el amor; asciende mediante la caridad. ¿Por qué buscas un camino? Adhiérete a Cristo que, con su encarnación y ascensión, se hizo camino. ¿Quieres ascender? Agárrate al que asciende. En efecto, por tus solas fuerzas no puedes elevarte. Porque nadie ascendió al cielo sino quien descendió del cielo, el Hijo del hombre, que está en el cielo27. Si nadie ascendió sino quien bajó —ese es el Hijo del hombre, Jesús nuestro Señor—, ¿quieres ascender también tú? Sé miembro del único que ascendió. Pues él, la cabeza, con los restantes miembros es un solo hombre. Y, puesto que nadie puede ascender a no ser quien, incorporándose a su cuerpo, se haga miembro suyo, se cumple lo de que nadie ascendió sino quien descendió. En efecto, no puedes decir: «Si nadie ascendió sino quien descendió, ¿cómo es que, por ejemplo, ascendió Pedro, Pablo y los apóstoles?». Se te responderá: «¿Qué escuchan de boca del Apóstol, Pedro, Pablo, los restantes apóstoles y todos los fieles? Vosotros sois el cuerpo de Cristo y miembros suyos cada uno»28. Si, pues, son el cuerpo de Cristo y miembros de una sola persona, no hagas dos. Él abandonó padre y madre y se unió a su esposa para ser dos en una sola carne29. Abandonó a su Padre, porque aquí no se manifestó en su forma igual al Padre, sino que se anonadó a sí mismo tomando la forma de siervo30. Abandonó también a su madre, la sinagoga, de la que nació según la carne. Se unió a su esposa, es decir, a la Iglesia. Al mencionar este testimonio31 manifestó la indisolubilidad del matrimonio: ¿No habéis leído —dice— que ya desde el inicio Dios los hizo varón y mujer? Serán dos —dice— en una sola carne. Por tanto, lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre. ¿Qué significa dos en una sola carne? A continuación, lo dice: Pues no son dos, sino una sola carne32. Nadie ascendió sino quien descendió.

7. Mas para que conozcáis que el esposo y la esposa son un solo hombre —según la carne de Cristo, no según su divinidad, pues nosotros no podemos ser lo que es él según la divinidad, dado que él es el creador, nosotros su criatura; él el hacedor, nosotros los hechos; él el hacedor, nosotros la hechura; mas para que fuéramos con él una sola cosa en él, quiso ser nuestra cabeza, recibiendo carne de la nuestra en que morir por nosotros—; para que conozcáis, pues, que este conjunto constituye el único Cristo, dijo por el profeta Isaías: Como a un esposo me ciñó el turbante y como a una esposa me vistió de gala33. Él mismo es esposa y esposo. Él mismo es ciertamente, como cabeza, esposo; como cuerpo, esposa. Pues —dice— serán dos en una sola carne; y es una sola carne, no ya dos34.

Por tanto, hermanos, siendo miembros de su cuerpo, a fin de comprender este misterio, vivamos —según dije— piadosamente y amemos a Dios con desinterés. El mismo que muestra a los peregrinos la forma de siervo, reserva para los que lleguen la forma de Dios35. Con su forma de siervo pavimentó el camino; con su forma de Dios fundó la patria. Puesto que es mucho para nosotros comprender esto, pero no lo es creerlo, dice Isaías: Pues si no creéis, no entenderéis36: caminemos en la fe mientras dura nuestra peregrinación lejos del Señor37, hasta que lleguemos a la visión en que le veremos cara a cara38. Caminando en la fe, obremos el bien. Sea desinteresado el amor a Dios manifestado en las buenas obras; sea hacedor del bien el amor al prójimo. En efecto, nada tenemos que podamos dar a Dios; mas como tenemos que dar al prójimo, dando al necesitado mereceremos a quien tiene en abundancia. Por tanto, cada cual dé al otro lo que tiene; otorgue al necesitado lo que tiene de más. Uno tiene dinero: alimente al pobre, vista al desnudo, levante la iglesia, obre con su dinero todo el bien que pueda. Otro posee don de consejo: dirija al prójimo; disipe las tinieblas de la duda con la luz del amor fraterno. Un tercero tiene ciencia: dé de la despensa del Señor, sirva el alimento a sus consiervos39, conforte a los fieles, llame a los que yerran, busque a los perdidos, haga lo que pueda. Hay algo que también los pobres pueden ofrecer los unos a los otros: uno puede adaptar el ritmo de sus pies a los de un cojo; otro, conceder la guía de sus ojos a un ciego: uno visite a un enfermo; otro dé sepultura a un muerto. Esto se halla en todos, de forma que es muy difícil encontrar a uno que no tenga nada que ofrecer a otro. Queda siempre como última y grande posibilidad la señalada por el Apóstol: Llevad mutuamente vuestras cargas y así cumpliréis la ley de Cristo40.