SERMÓN 84 (Fragmento)

Traductor: Pío de Luis Vizcaíno, OSA

El joven rico1

1. Dijo el Señor a cierto joven: Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos2. No dijo: «Si quieres entrar en la vida eterna», sino: Si quieres entrar en la vida, presentando como tal vida solo la que sea vida eterna. Así, pues, ante todo he de recomendar el amor a esa vida. Efectivamente, también a la vida presente, sea como sea, se la ama; por atribulada y mísera que sea, los hombres temen que llegue a su término y sienten pánico. A partir de aquí se puede ver y considerar cómo hay que amar la vida eterna, si tal es el amor a esta vida mísera y que ha de acabar alguna vez. Considerad, hermanos, cuánto hay que amar la vida en la que nunca pones fin a la vida. Amas, pues, esta vida en la que tanto te fatigas, corres, te afanas y anhelas, y cuesta enumerar las cosas que son necesarias en la mísera vida: sembrar, arar, plantar árboles, navegar, moler, cocer, tejer; y después de todas estas cosas tienes que concluir tu vida. Advierte qué cosas sufres en esta vida miserable que amas; ¿y piensas que has de vivir siempre, y que nunca has de morir? Los templos, las piedras, los mármoles, reforzados con hierro y plomo, se derrumban no obstante; ¿y piensa el hombre que nunca ha de morir? Aprended, por tanto, hermanos, a buscar la vida eterna, en la que no tendréis que soportar estas cosas, sino que reinaréis por siempre con Dios. Pues quien quiere la vida —como dice el profeta— anhela ver días buenos3. En efecto, si los días son malos se desea más bien la muerte que la vida. ¿No oímos y vemos a personas que, cuando se hallan en medio de algunas tribulaciones y estrecheces, entre achaques y enfermedades, y consideran sus fatigas, no dicen otra cosa sino: «Oh, Dios, envíame la muerte, imprime velocidad a mis días»? Y alguna vez llega la enfermedad: se corre, se llevan médicos, se les promete dinero y regalos. La misma muerte te dice: «Mira, me he hecho presente yo, la que hace poco pedías al Señor. ¿Por qué quieres huir de mí ahora? He descubierto que eres un farsante y amante de la vida miserable».

2. Refiriéndose a estos días de los que me estoy ocupando, dice el Apóstol: Rescatando el tiempo, porque los días son malos4. ¿No son malos estos días que pasamos en la corrupción de esta carne, en y bajo el peso tan grande de un cuerpo corruptible5, en medio de tentaciones y dificultades tan grandes? Cuando el placer es falso, la seguridad en el gozo es nula; el temor, un tormento; la codicia, ávida y la tristeza, árida. Ved cuán malos son los días; y, sin embargo, nadie quiere que lleguen a su fin y mucho suplican los hombres a Dios una vida larga. Mas, vivir largo tiempo, ¿qué otra cosa es sino sufrir un largo tormento? Vivir largo tiempo, ¿qué es sino añadir días malos a otros días malos? Cuando los muchachos crecen, da la impresión de que se les añaden días, pero no advierten que les disminuyen; hasta el cómputo de los mismos es erróneo. Pues, a medida que los muchachos crecen, para ellos los días más que aumentar, disminuyen. Asigna, por ejemplo, a una persona cualquiera una vida de ochenta años: todo lo que vive se le resta de esa cantidad. ¡Y en su necedad, las personas se alegran de los muchos cumpleaños celebrados, tanto de los suyos como de los de sus hijos! ¡Oh varón sabio!, te entristeces si disminuye el vino de tu cuba; pierdes días y te alegras. Estos días son, pues, malos, y el amarlos los hace peores. Este mundo halaga tanto que nadie quiere concluir esta vida azarosa. En efecto, la vida verdadera o vida dichosa es la que tendrá lugar cuando resucitemos y reinemos con Cristo. Pues también los malvados han de resucitar, pero irán al fuego6. Luego no existe vida si no es dichosa. Y no puede haber vida dichosa si no es la eterna, en la que los días son buenos; ni siquiera son muchos, sino uno solo. Solo por la costumbre se llaman días los de esta vida. Aquel día no conoce ni orto ni ocaso. A aquel día no le sucede el mañana, puesto que no le precede el ayer. Este día, o estos días, y esta vida y vida verdadera, nos ha sido prometida. Es, pues, recompensa de alguna obra. Si, pues, amamos la recompensa, no decaigamos en la tarea y reinaremos por siempre con Cristo.