SERMÓN 80

Traductor: Pío de Luis Vizcaíno, OSA

El poder de la oración1

1. Como acabamos de escuchar cuando se leyó el Evangelio, nuestro Señor Jesucristo reprochó su incredulidad hasta a sus propios discípulos2. Habiéndole preguntado ellos: ¿Por qué no pudimos expulsarlo (un demonio) nosotros?3, les respondió: Por vuestra incredulidad4. Si los Apóstoles fueron incrédulos, ¿quién tiene fe? ¿Qué harán los corderos si titubean los carneros? No obstante, ni siquiera cuando eran incrédulos los abandonó la misericordia del Señor, sino que los censuró, los nutrió, los perfeccionó y los coronó. Pues también ellos, conscientes de su debilidad, como leímos en cierto pasaje del evangelio le dijeron: Señor, auméntanos la fe5. Señor —le dicen—, auméntanos la fe. La primera cosa útil para ellos era la ciencia, esto es, conocer de qué estaban escasos; la gran felicidad, saber a quién lo pedían. Señor —le dicen—, auméntanos la fe. Ved si no llevaban sus corazones como a la fuente y llamaban para que se les abriera6 y los llenara. Quiso que se llamase a su puerta, no para rechazar a quienes lo hicieran, sino para ejercitar a los deseosos.

2. ¿Acaso pensáis, hermanos, que no sabe Dios lo que os es necesario? Lo sabe y, conocedor de nuestra pobreza, se adelanta a nuestros deseos. Además, cuando enseñaba a sus discípulos a orar y los exhortaba a no hablar demasiado cuando orasen, les dijo: No empleéis muchas palabras, pues sabe vuestro Padre celestial lo que necesitáis antes de que se lo pidáis7. El Señor está diciendo ya otra cosa. ¿Cuál? No queriendo que empleemos muchas palabras en la oración, nos ordenó: No habléis mucho cuando oráis, pues sabe vuestro Padre lo que necesitáis antes de que se lo pidáis. Si sabe nuestro Padre lo que necesitamos antes de que se lo pidamos, ¿qué necesidad hay de palabras, aunque sean pocas? ¿Qué motivo hay para orar, si ya sabe nuestro Padre lo que necesitamos? Dice a alguien: -«No te alargues en tu súplica, pues sé lo que necesitas». -«Si lo sabes, Señor, ¿para qué, incluso, pedir? No quieres que mi súplica sea larga; más aún, me mandas que casi no la haga». ¿Y dónde queda lo que dice en otro pasaje? El mismo que dice: No habléis mucho en la oración, dice en otro lugar: Pedid y se os dará. Y para que no pienses que el mandato previo de pedir fue algo incidental, añadió: Buscad y hallaréis. Y para que ni siquiera esto lo consideres como dicho de paso, advierte lo que añadió, ve cómo concluyó: Llamad y se os abrirá8. Considera, pues, lo que añadió. Quiso que pidieras para recibir; que buscaras para hallar y que llamaras para entrar. Por tanto, dado que nuestro Padre sabe ya lo que necesitamos, ¿para qué pedir? ¿Para qué buscar? ¿Para qué llamar? ¿Para qué fatigarnos en pedir, buscar y llamar, a fin de instruir a quien ya sabe? Son también palabras del Señor, dichas en otro lugar: Conviene orar siempre y no desfallecer9. Si conviene orar siempre, ¿cómo dice: No habléis mucho? ¿Cómo voy a orar siempre, si acabo luego? En un lado me mandas que acabe luego, en otro me ordenas orar siempre y no desfallecer; ¿qué es esto? Pide, busca, llama para entender también esto. Pues la razón de que esté oscuro no es despreciarte, sino ejercitarte. Por tanto, hermanos, debemos exhortarnos mutuamente a la oración, tanto yo como vosotros. En medio de la multitud de los males del mundo actual no nos queda otra esperanza que llamar en la misma oración, creer y mantener fijo en el corazón que lo que tu Padre no te da es porque sabe que no te conviene. En efecto, tú sabes lo que deseas; lo que te es provechoso, lo sabe él. Suponte que te has puesto en manos de un médico y que estás enfermo, como es en verdad, pues toda esta nuestra vida no es otra cosa que una enfermedad, y una larga vida no es otra cosa que una larga enfermedad; suponte, pues, que, enfermo, te has puesto en manos de un médico. Recién llegado, te agradó dar el paso y pedir al médico un trago de vino. No se te prohíbe pedirlo; puede darse que no te haga daño y hasta te convenga tomarlo. No dudes en pedirlo; pídelo sin vacilar; pero si no lo recibes, no te entristezcas. Si esto se da con el médico corporal, ¿cuánto más con Dios médico, creador y restaurador tanto de tu cuerpo como de tu alma?

3. Por tanto, dado que en este pasaje el Señor nos exhortó a orar, donde dijo: Por vuestra incredulidad no pudisteis expulsar este demonio, para intimar la oración concluyó de esta manera: A esta clase [de demonios] no se la arroja sino con ayunos y oraciones10. Si ora el hombre para arrojar de otro a un demonio, ¡cuánto más ha de orar para expulsar de sí la avaricia! ¡Cuánto más para expulsar de sí la embriaguez! ¡Cuánto más para expulsar de sí la lujuria y la impureza! ¡Cuántas cosas hay en un hombre que, en caso de perseverar en ellas, impiden su admisión en el reino de los cielos! Ved, hermanos, cómo, en beneficio de la salud temporal, se suplica al médico; cómo, si alguien enferma hasta perder la esperanza de continuar en vida... ¿acaso se avergüenza, acaso siente reparos en arrojarse a los pies de un médico de alta cualificación y lavar con lágrimas sus huellas? Y si el médico le dice: «A no ser que te ate, te queme, te saje, no podrás curar», ¿qué responderá? «Haz lo que quieras, con tal que me cures». ¡Con qué ardor desea una salud efímera, de unos pocos días! Por ella acepta ser atado, sajado, cauterizado, custodiado para que no coma lo que le agrada, no beba lo que le apetece, ni siquiera cuando le apetece. Lo sufre todo para morir más tarde, ¡y no quiere sufrir un poco para nunca morir! Si te dijera Dios, que es el médico celeste por encima de nosotros: «¿Quieres sanar?», ¿qué le dirías sino: «Quiero»? Quizá no lo dices porque te crees sano, siendo esta tu peor enfermedad.

4. Imagínate ahora dos enfermos: uno que, con lágrimas, suplica a un médico y otro que, en su enfermedad, perdida la mente, se mofa de él. El médico, a la vez que da esperanza a quien llora, llora por el que se mofa de él. ¿Por qué, sino porque su enfermedad es tanto más peligrosa cuanto que se considera sano? Así eran también los judíos. Cristo vino a visitar a los enfermos; halló a todos enfermos. Nadie presuma de su salud, no sea que el médico renuncie a visitarlo. A todos los encontró enfermos; es afirmación del Apóstol: Todos, en efecto, pecaron y están privados de la gloria de Dios11. Así, pues, halló a todos enfermos, pero había dos clases de enfermos. Unos se acercaban al médico, se adherían a Cristo, le escuchaban, le honraban, le seguían, se convertían. Él, que los iba a sanar, recibía a todos sin repulsa alguna porque los sanaba gratuitamente, porque los sanaba con su omnipotencia. Por tanto, cuando él los acogía y los unía a sí para curarlos, saltaban de gozo. En cambio, la otra clase de enfermos, los que habían perdido ya la razón a causa de la enfermedad —su maldad— e ignoraban que estaban enfermos, le insultaron porque recibía a los enfermos y dijeron a sus discípulos: Ved qué maestro tenéis, que come con pecadores y publicanos12. Pero él, que sabía lo que eran y quiénes eran, les respondió: No necesitan de médico los sanos, sino los enfermos13. Y les mostró quiénes eran los sanos y quiénes los enfermos. No he venido —dice— a llamar a los justos, sino a los pecadores14. «Si los pecadores —afirma— no se acercan a mí, ¿para qué he venido? ¿Quiénes fueron causa de mi venida?». Si todos están sanos, ¿por qué bajó del cielo médico tan cualificado? ¿Por qué nos preparó una medicina que no sacó de su anaquel, sino que elaboró de su propia sangre? Por tanto, el grupo de enfermos cuyos males eran más leves, los conscientes de estar enfermos, se adherían al médico para curarse. En cambio, los otros, los que padecían una enfermedad más peligrosa, le insultaban a él y calumniaban a los enfermos. ¿A qué extremo llegó su delirio? Hasta detener, esposar, flagelar, coronar de espinas, colgar de la cruz y dar muerte en ella al médico mismo. ¿De qué te extrañas? El enfermo dio muerte al médico, pero el médico, muerto, devolvió la salud al trastornado.

5. En primer lugar, no olvidándose ni siquiera en la cruz de quién era, nos demostró su paciencia y nos dio un ejemplo de amor a los enemigos; viéndolos rugir a su alrededor, él, que en cuanto médico estaba al tanto de su enfermedad, conocía la locura que les había hecho perder la razón, acto seguido dijo al Padre: Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen15. ¿O pensáis que esos judíos no eran malvados, inhumanos, crueles, belicosos y enemigos del Hijo de Dios? ¿Pensáis que estuvo de más o que fue inútil el grito: Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen? Veía a todos, pero entre ellos reconocía a quienes iban a ser de los suyos. Finalmente murió, porque así convenía, para dar muerte a la muerte con su muerte. Murió Dios, para que se diese un cierto intercambio en esta especie de comercio celeste, a fin de que el hombre no viera la muerte. Cristo, en efecto, es Dios, pero no murió en su condición de Dios. Él mismo es Dios, él mismo es hombre, pero uno solo es Cristo, Dios y hombre. Asumió al hombre para transformarnos en algo mejor; no torció a Dios hacia lo peor. Asumió lo que no era, sin perder lo que era. Por tanto, siendo Dios y hombre, quiso que viviéramos de lo suyo y murió en lo nuestro. Ni él tenía en qué morir, ni nosotros de qué vivir. ¿Qué era él para no tener en qué morir? En el principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios y la Palabra era Dios16. Busca de qué pueda morir Dios; no lo hallarás. Nosotros, en cambio, morimos porque somos carne, hombres que arrastran la carne de pecado17. Busca de qué pueda vivir el pecado; no tiene. En consecuencia, ni él pudo recibir la muerte de lo suyo, ni nosotros la vida de lo nuestro. Pero nosotros recibimos la vida de la suya, él recibió la muerte de lo nuestro. ¡Qué comercio! ¿Qué dio y qué recibió? Los hombres ejercen el comercio para intercambiar productos. De hecho, antiguamente el comercio consistió en un intercambio de cosas: daba uno lo que tenía y recibía lo que no tenía. Un ejemplo: un mercader tenía trigo, pero no tenía cebada; el otro tenía cebada, pero carecía de trigo; daba aquel el trigo que tenía y recibía la cebada de que carecía. ¿Cuál era el valor de un producto, a fin de que una mayor cantidad compensara la peor calidad? Ved, pues, que uno entrega cebada para recibir trigo; por último, uno entrega plomo para recibir plata: entrega mucho plomo por poca plata. Otro entrega lana, para recibir un vestido. ¿Quién puede enumerar todos los ejemplos? Sin embargo, nadie entrega la vida para recibir la muerte. Por tanto, no fue inútil el grito del médico pendiente de la cruz. Dado que la Palabra no podía morir, a fin de morir por nosotros la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros18. Pendió de la cruz, pero en la carne. En la cruz se hallaba lo carente de valor que despreciaron los judíos; en ella lo de valor por lo que fueron liberados los judíos. En efecto, en favor de ellos se dijo: Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen19. Y no estuvo de más esa súplica. Murió, fue sepultado, resucitó; después de pasar cuarenta días con sus discípulos, subió al cielo, envió el Espíritu Santo sobre los que esperaban el cumplimiento de la promesa. Ellos, recibido el Espíritu Santo, se llenaron de él y comenzaron a hablar las lenguas de todos los pueblos. Entonces los judíos presentes, asustados al ver que, en el nombre de Cristo, hablaban en todas las lenguas unos hombres ignorantes, incultos y conocidos por ellos como instruidos en una sola lengua, se llenaron de estupor y, al hablar Pedro, descubrieron de dónde procedía ese don. Se lo había donado el que pendió de la cruz. Se lo había donado quien fue objeto de irrisión cuando colgaba del madero para dar el Espíritu Santo cuando estuviese sentado en el cielo. Le escucharon y creyeron aquellos en los que pensaba cuando dijo: Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen. Creyeron, se bautizaron y tuvo lugar la conversión. ¿Qué conversión? Bebieron como creyentes la sangre de Cristo que, llenos de crueldad, habían derramado.

6. Por tanto, para concluir nuestro sermón donde lo comenzamos, oremos y pongamos nuestra confianza en Dios. Vivamoscomo él manda y, cuando vacilemos en esta vida, invoquémosle como le invocaron sus discípulos, diciendo Señor, auméntanos la fe20. También Pedro confió, pero titubeó; sin embargo, ni fue despreciado ni se hundió, sino que, ayudado, salió a flote. ¿De dónde, entonces, procedía su confianza? No de sí mismo, sino del Señor. ¿Cómo? Señor, si eres tú, mándame ir a ti sobre las aguas21. En efecto, el Señor iba caminando sobre las aguas. Si eres tú, mándame ir a ti sobre las aguas. Sé ciertamente que, si eres tú, lo ordenas y se hace. Y él le dice: Ven22. Descendió de la barca por mandato del Señor, pero sintió miedo debido a su propia debilidad. Con todo, cuando sintió miedo, gritó a él, diciendo: Señor, líbrame23. Entonces el Señor le tendió la mano y le dijo: [Hombre] de poca fe, ¿por qué has dudado?24. Él lo invitó a bajar de la barca y él lo libró cuando vacilaba y titubeaba, para que se cumpliese lo dicho en el salmo: Si decía «ha vacilado mi pie», tu misericordia, Señor, me ayudaba25.

7. Hay, pues, dos clases de bienes, los temporales y los eternos. Los temporales son la salud, las riquezas, un cargo público, los amigos, la casa, los hijos, la esposa y las demás cosas de esta vida en la que somos forasteros. Situémonos, por tanto, en el albergue de esta vida como huéspedes de paso, no como propietarios estables. Los bienes eternos, a su vez, son, ante todo, la misma vida eterna, la incorrupción y la inmortalidad de la carne y del alma, la compañía de los ángeles, la ciudad celeste, la dignidad indefectible, el Padre y la patria, él sin muerte, ella sin enemigos. Deseemos estos bienes con todo el ardor, pidámoslos con toda perseverancia, no con un largo discurso, sino con el testimonio del gemido. El deseo ora siempre, aunque calle la lengua. Si siempre deseas, siempre oras. ¿Cuándo se adormece la oración? Cuando se enfría el deseo26. Pidamos, por tanto, con toda avidez los bienes eternos, busquémoslos con toda atención; pidamos confiados esos bienes, pues a quien los tiene, le son de provecho, no pueden dañarle. Por el contrario, estos bienes temporales a veces aprovechan, a veces dañan. A muchos les fue provechosa la pobreza y les dañaron las riquezas; a muchos les fue de provecho la vida privada y les dañó el desempeñar un alto cargo. Y, a su vez, a muchos les benefició el dinero y les favoreció el poseer un alto rango. Les fue de provecho a quienes los usaron bien; en cambio, el no habérselo quitado dañó a quienes hicieron mal uso de ellos. Por ello, hermanos, pidamos también estos bienes temporales, pero con moderación, con la seguridad de que, si los recibimos, los da quien sabe lo que nos conviene. ¿Pediste y no se te concedió lo que solicitabas? Cree al Padre; cree que, si te hubiese convenido, te lo hubiese dado. Ponte tú mismo como ejemplo. Como es tu hijo respecto de ti, es decir, desconocedor de las cosas humanas, así eres tú ante el Señor, esto es, desconocedor de las cosas divinas. Suponte que tu hijo pasa todo el día llorando ante ti para que le des el cuchillo, esto es, la espada; te niegas a dárselo, no se lo das; no te preocupa que llore, para no tener que llorarlo al verlo morir. Llore, aflíjase, golpéese para que lo subas al caballo; no lo haces porque no puede gobernarlo; el caballo lo tirará al suelo y lo matará. A quien le niegas una parte, le reservas la totalidad. Mas para que crezca y posea todo sin peligro, le niegas esa cosa pequeña, pero peligrosa.

8. Por tanto, hermanos, os digo que oréis cuanto podáis. Abundan los males, pero Dios lo quiso. ¡Ojalá no abundaran los malos y no abundarían los males! «Malos tiempos, tiempos fatigosos» —así dicen los hombres—. Vivamos bien, y serán buenos los tiempos. Los tiempos somos nosotros; como somos nosotros, así son los tiempos. Pero ¿qué hacemos? ¿No podemos convertir a la vida santa a la muchedumbre de los hombres? Vivan bien los pocos que me escuchan; los pocos que viven santamente soporten a los muchos que viven malvadamente. Son granos, están en la era. En la era pueden tener a su lado la paja, pero no en el granero. Soporten lo que no quieren para llegar a lo que quieren. ¿Por qué nos entristecemos y acusamos a Dios? Si abundan males en el mundo es para que no lo amemos. Grandes varones, santos varones fueron los que despreciaron un mundo hermoso; nosotros no somos capaces de despreciarlo ni aun siendo feo. El mundo es malo; ved que es malo y se le ama como si fuera bueno. Sin embargo, ¿qué es ese mundo malo? Pues no es malo el cielo, ni la tierra, ni las aguas y cuanto hay en ellos, los peces, las aves, los árboles. Todas estas cosas son buenas, pero el mundo malo lo constituyen los hombres malos. Mas, puesto que, mientras vivimos —como he dicho—, no podemos carecer de hombres malos, gimamos ante el Señor nuestro Dios, soportemos los males hasta llegar a los bienes. Nada reprochemos al padre de familia, pues es cariñoso. Es él quien nos lleva, no nosotros a él. Sabe cómo gobernar lo que él creó; haz lo que mandó y espera lo que prometió.