SERMÓN 77

Traductor: Pío de Luis Vizcaíno, OSA

La fe de la cananea1

1. Esta mujer cananea, que la lectura evangélica acaba de encarecernos, nos ofrece un ejemplo de humildad y el camino de la piedad: nos enseña a pasar de la humildad a la altura. Al parecer, no pertenecía al pueblo de Israel como los patriarcas, los profetas, ancestros de nuestro Señor Jesucristo según la carne, y también la misma Virgen María, que dio a luz a Cristo. La cananea, pues, no provenía de este pueblo, sino de la gentilidad. De hecho, según hemos oído, el Señor se retiró a las regiones de Tiro y Sidón, y una mujer cananea, que salía de aquellos contornos, le solicitaba con insistencia el favor de que curase a su hija, maltratada por el demonio. Las ciudades de Tiro y Sidón no pertenecían al pueblo de Israel, sino a los pueblos gentiles, aunque eran vecinas de Israel. Ella, ansiosa de obtener el favor, gritaba y llamaba con fuerza a la puerta del Señor; él fingía desentenderse de ella, no para negarle la misericordia, sino para estimular su deseo, y no solo para acrecentarle el deseo, sino también —como antes dije— para recomendar la humildad. Gritaba, pues, como si no la escuchase el Señor, que, sin embargo, planeaba en silencio lo que iba a hacer. Los discípulos le rogaron por ella y le dijeron: Despáchala, pues viene gritando detrás de nosotros2. Pero él replicó: No he sido enviado sino a las ovejas de la casa de Israel que han perecido3.

2. Estas palabras plantean una cuestión: ¿cómo hemos pasado nosotros de la gentilidad al redil de Cristo, si él no fue enviado sino a las ovejas de la casa de Israel que habían perecido? ¿Qué significa tan profundo plan oculto en este misterio, esto es, que sabiendo el Señor que había venido a proporcionarse una Iglesia en la gentilidad entera, dijo que no había sido enviado sino a las ovejas de la casa de Israel que habían perecido? Entendemos, pues, que en aquel pueblo debió manifestar su presencia física, su nacimiento, mostrar los milagros y el poder que implica resucitar; entendemos que así estaba programado, que así estaba anunciado desde el comienzo, que lo predicho y cumplido fue esto: que Cristo Jesús debió venir al pueblo judío para que lo vieran, lo mataran y ganara a los que conoció de antemano de ese pueblo. Pues el Señor, lejos de condenar a este pueblo, no hizo sino separar el grano de la paja. En él existía, junto a una gran abundancia de paja, la dignidad oculta de los granos. Había en él qué echar al fuego y con qué llenar el granero. En efecto, ¿de dónde, sino de él, salieron los Apóstoles? ¿De dónde salió Pedro? ¿De dónde salieron los demás?

¿De dónde salió Pablo mismo, antes Saulo, es decir, primero orgulloso y después humilde? Pues cuando se llamaba Saulo, este nombre era una derivación de Saúl. Ahora bien, Saúl fue un rey orgulloso; durante su reinado perseguía al humilde David4. Por tanto, cuando se llamaba Saulo el que luego se llamó Pablo, era orgulloso, perseguidor de inocentes, devastador de la Iglesia5. Ardiendo de celo por la sinagoga y persiguiendo el nombre cristiano, había aceptado cartas de los sacerdotes para que les presentase a todos los cristianos que pudiera hallar, a fin de someterlos a tormentos. Hallándose en camino, ansioso de matar, sediento de sangre, la voz de Cristo desde el cielo le derribó en cuanto perseguidor y lo levantó convertido ya en predicador6. Se cumplió en él lo escrito en el profeta: Yo heriré y yo sanaré7. Pues Dios hiere lo que en el hombre se alza contra Dios. No es cruel el médico cuando saja un tumor, cuando amputa o cauteriza un miembro gangrenado. Produce dolor, sí, pero lo hace para que recupere la salud. Es molesto; pero, si no lo fuese, no sería útil. Cristo, por tanto, con una sola frase derribó a Saulo y levantó a Pablo; es decir, le derribó en cuanto orgulloso y le levantó vuelto ya humilde. En efecto, ¿qué razón tuvo para cambiar de nombre, de modo que, llamándose antes Saulo, quisiese llamarse Pablo, sino el reconocer que, por su condición de perseguidor, en su persona el nombre de Saulo era expresión de orgullo? Eligió, pues, un nombre humilde; eligió llamarse Pablo, esto es, mínimo. «Paulum» designa algo mínimo; algo «paulum» no es otra cosa que algo pequeño. Gloriándose ya de este nombre y recomendando la humildad, dijo: Soy el menor de los Apóstoles8. ¿De dónde, pues, provenía, de dónde provenía este, sino del pueblo judío? De él provenían los demás apóstoles, de él provenía Pablo, de él los que Pablo mismo recomienda porque habían visto al Señor resucitado, puesto que afirma que fue visto por casi quinientos hermanos juntos, de los cuales la mayor parte viven aún, mientras que algunos han muerto9.

Asimismo provenían de aquel pueblo los que, cuando Pedro, una vez recibido el Espíritu Santo, proclamó con su palabra la pasión, resurrección y divinidad de Cristo10 y cuando todos aquellos sobre los que descendió el Espíritu Santo comenzaron a hablar las lenguas de la totalidad de los pueblos11, se compungieron de corazón12. Pensando en su salvación, los oyentes que provenían del pueblo judío le pidieron entonces consejo, tomando conciencia de que eran culpables del derramamiento de la sangre de Cristo. Fueron conscientes de que ellos mismos habían crucificado, de que ellos mismos habían dado muerte a aquel en cuyo nombre veían que se hacían tantos milagros y advertían la presencia del Espíritu Santo.

3. Pidiendo, pues, consejo, recibieron respuesta: Haced penitencia, y que cada uno de vosotros se bautice en el nombre de nuestro Señor Jesucristo, y os serán perdonados vuestros pecados13. ¿Quién perdería la esperanza de que se le perdonasen los pecados, si se perdonaba a los culpables el crimen de haber dado muerte a Cristo? Los que se convirtieron pertenecían al pueblo judío mismo; se convirtieron y se hicieron bautizar. Se acercaron a la mesa del Señor y bebieron con fe la sangre que habían derramado con furor. La manera, tan evidente y completa, como se convirtieron la muestran los Hechos de los Apóstoles. En efecto, vendieron todo lo que poseían y depositaron el precio de la venta de sus bienes a los pies de los Apóstoles; y se distribuía a cada uno según su necesidad, y nadie llamaba propio a nada, sino que todas las cosas les eran comunes14. Y, según está escrito, Tenían una sola alma y un solo corazón15 hacia Dios. Estas son las ovejas de las que dijo: No he sido enviado sino a las ovejas de la casa de Israel que han perecido16. A ellas se manifestó físicamente y por ellas, que se ensañaban con él, oró desde la cruz diciendo: Padre, perdónalos, pues no saben lo que hacen17. El médico comprendía que eran enfermos en delirio quienes, perdida la mente, daban muerte al médico y, al darle muerte, sin advertirlo, se procuraban un medicamento para la propia enfermedad. Efectivamente, con su muerte el Señor nos ha curado a todos; con su sangre nos ha rescatado; con el pan de su cuerpo nos ha librado del hambre. Este tipo de presencia fue la que manifestó Cristo a los judíos. Por tanto, dice: No he sido enviado sino a las ovejas de la casa de Israel que han perecido para hacer referencia a su presencia física, no para desdeñar o marginar a las ovejas que tenía entre los gentiles.

4. Él no fue personalmente a los gentiles, pero envió a sus discípulos. Y en ellos se cumplió lo dicho por el profeta: Un pueblo, al que no conocía, me ha servido18. ¡Ved cuán profunda, cuán evidente y cuán explícita es esta profecía! Un pueblo, al que no conocía, esto es, un pueblo al que no manifesté mi presencia física, me ha servido. ¿Cómo? Continúa: Tras escucharme, me obedeció19. Es decir, creyeron en mí, no porque me vieran, sino porque me oyeron. Por eso los gentiles son acreedores a una mayor alabanza. Los judíos lo vieron y lo asesinaron; los gentiles oyeron hablar de él y creyeron en él. Para llamar y reunir a los gentiles, a fin de que se cumpliera lo que acabamos de cantar: Congréganos de entre los gentiles, para que confesemos tu nombre y nos gloriemos en tu alabanza20, fue enviado el célebre apóstol Pablo. Ese menor fue engrandecido, no por sí mismo, sino por aquel al que perseguía; fue enviado a los gentiles, convertido de salteador en pastor, de lobo en oveja. El célebre apóstol, el menor de todos ellos, fue enviado a los gentiles, trabajó mucho entre ellos21 y, por su mediación, creyeron. De ello dan testimonio sus cartas.

Esto lo tienes figurado también en el evangelio de forma sacrosanta en extremo. Una hija del jefe de una sinagoga había muerto; su padre rogaba al Señor que fuera a visitarla, pues la había dejado enferma y en peligro de muerte. El Señor se encaminaba a visitar y curar a la enferma, pero en el camino anunciaron al padre que la hija había muerto y le dijeron: La niña ha muerto, no molestes ya al maestro22. Mas el Señor, que sabía que podía resucitar a los muertos, no quitó la esperanza al padre desesperado y le dijo: No temas, basta que creas23. Él se dirigía a encontrar a la niña, pero en el camino, entre la muchedumbre, se deslizó como pudo una mujer que padecía flujo de sangre y que, en su ya larga enfermedad, había gastado en médicos y sin resultado todo lo que tenía24. Al tocar la orla del vestido del Señor, se curó. Y el Señor dijo: ¿Quién me ha tocado?25. Los discípulos, que ignoraban lo que había sucedido y que le veían oprimido por la muchedumbre, extrañados de que estuviese preocupado de que una mujer le hubiese tocado levemente, le replicaron: La muchedumbre te está oprimiendo y preguntas: «¿Quién me ha tocado?»26. Pero él replicó: Alguien me ha tocado27. En efecto, los demás lo oprimían, esta lo tocó. Son muchos, pues, los que oprimen y molestan al Cuerpo de Cristo, pocos los que lo tocan y obtienen la salud. Alguien —dice— me ha tocado, pues he sentido que una fuerza ha salido de mí28. Cuando ella se vio descubierta, se arrojó a sus pies y confesó lo sucedido. Después de esto, el Señor siguió su camino, llegó adonde se dirigía y resucitó a la niña, hija del jefe de una sinagoga, que estaba muerta29.

5. El hecho tuvo ciertamente lugar, y de la manera como aparece narrado. Con todo, las mismas acciones que el Señor realizó significaban algo; eran como palabras visibles —si podemos hablar así—, portadoras de un significado. Lo dicho salta a la vista sobre todo en el hecho de que el Señor buscó frutos en un árbol fuera de tiempo y, al no encontrarlo, lo maldijo e hizo que se secara30. Si no se interpreta en sentido figurado esta acción, resulta algo estúpida. En primer lugar, porque buscó frutos en un árbol cuando no era la estación adecuada; en segundo lugar, porque, aunque se tratase de dicha estación, ¿qué culpa tenía el árbol de no tener fruto? Pero el Señor realizó la acción porque significaba algo: que él no buscaba solo fronda, sino también frutos, es decir; en los hombres no buscaba solo palabras, sino también hechos. Al hacer que se secara el árbol en que solo halló fronda, significó el castigo de quienes pueden hablar cosas buenas, pero no quieren realizarlas. Lo mismo sucede en el relato que nos ocupa, que ciertamente encierra un misterio. El que todo lo sabe de antemano dice: ¿Quién me ha tocado?31. El Creador se hace semejante al ignorante y pregunta el que no solo sabía de antemano esto, sino incluso todo lo demás. Algo hay, sin duda, que Cristo nos dice mediante el hecho misterioso y simbólico.

La hija de jefe de una sinagoga significaba al pueblo judío, por el que había venido Cristo, que dijo: No he sido32. A su vez, la mujer que padecía flujo de sangre era figura de la Iglesia de los gentiles, a la que Cristo no había sido enviado con presencia física. Iba hacia la hija del jefe de la sinagoga con la intención de otorgarle la salud; la otra mujer se cruza, toca la orla del vestido de quien parece ignorar quién lo toca, es decir, es curada como por un ausente. Él pregunta: ¿Quién me ha tocado?33, como si dijera: «No conozco a este pueblo». Un pueblo, al que no conocía, me ha servido34. Alguien me ha tocado, pues he sentido que de mí ha salido una fuerza35, es decir, que el Evangelio anunciado ha llenado todo el mundo. Mas lo que aquella mujer tocó es la orla, franja estrecha y final de un vestido. Imagínate que los apóstoles son como el vestido de Cristo. En él Pablo era la orla, es decir, el último y el menor. En efecto, una y otra cosa dijo de sí: Soy el menor de los apóstoles36. Fue llamado después de todos, creyó después de todos, curó más que todos. El Señor no había sido enviado sino a las ovejas de la casa de Israel que habían perecido. Mas como le había de servir también el pueblo que no había conocido, como le había de obedecer tras haberle escuchado, tampoco calló a propósito de él, cuando se hallaba allí. Pues el mismo Señor dice en cierto lugar: Tengo otras ovejas que no son de este redil; conviene que también atraiga a estas, para que haya un solo rebaño y un solo pastor37.

6. Una de ellas era esa mujer; por tanto, no sufrió un desprecio, sino una dilación. No he sido enviado —dice— sino a las ovejas de la casa de Israel que han perecido. Pero ella, con sus gritos, insistía, perseveraba, llamaba a la puerta, como si ya hubiese oído: «Pide y recibe, busca y hallarás, llama y se te abrirá». Insistió, llamó a la puerta, pues cuando el Señor dijo estas palabras: Pedid y recibiréis, buscad y encontraréis, llamad y se os abrirá38, había dicho previamente: No deis las cosas santas a los perros, ni arrojéis vuestras perlas ante los puercos, no sea que las pisoteen con sus patas y, volviéndose, os despedacen39, es decir, además de despreciar vuestras perlas hasta os resulten molestos. No les echéis, pues, lo que desprecian.

Pero supongamos que respondieron: ¿cómo sabemos quiénes son los puercos y quiénes son los perros? Esto se muestra en esa mujer. En efecto, a esa mujer que le insistía, el Señor le respondió lo siguiente: «No está bien quitar el pan a los hijos y echárselo a los perros40. Tú eres perro, una gentil, adoras a los ídolos». ¿Hay cosa más habitual en un perro que lamer las piedras? Así, pues, no está bien quitar el pan a los hijos y echárselo a los perros. Si ella, al recibir esa respuesta, se hubiese retirado, se habría acercado siendo perro y siendo perro se habría alejado; pero llamando a la puerta, de perro se convirtió en hombre.

Insistió en su petición y, en lo que llevaba trazas de un insulto, demostró su humildad y alcanzó misericordia. Pues no se alteró, ni se enojó porque, al pedir un beneficio y demandar misericordia, la llamara perro, sino que dijo Así es, Señor41. Me has llamado perro; reconozco que lo soy, reconozco este apelativo como mío; habla la Verdad. Pero no por eso he de ser excluida del favor. Sin duda soy perro, pero también los perros comen de las migajas que caen de la mesa de sus amos42. Deseo un favor módico e insignificante; no asalto la mesa, sino que busco las migajas.

7. Ved cómo se nos encareció la humildad. El Señor la había llamado perro; pero ella no dijo «no lo soy», sino «lo soy». Y, por haberse reconocido perro, acto seguido le dijo el Señor: ¡Oh mujer, qué grande es tu fe! Que te suceda como has pedido43. Tú te reconociste perro, yo ya te reconozco hombre. ¡Oh mujer, qué grande es tu fe! Pediste, buscaste, llamaste a la puerta; recibe, halla, que te abran. Ved, hermanos, cómo en esta mujer que era cananea, esto es, proveniente de la gentilidad y tipo, es decir, figura de la Iglesia, se nos ha encarecido ante todo la humildad. En verdad, con el resultado de ser excluido del evangelio, el pueblo judío se infló de orgullo por haber merecido recibir la Ley, porque de su estirpe procedieron los patriarcas, porque en él existieron los profetas, porque el siervo de Dios Moisés hizo en Egipto los grandes milagros que hemos escuchado al recitar el salmo, condujo al pueblo por medio del mar Rojo cuando se retiraron las aguas, recibió la ley que Dios había dado al pueblo mismo. El pueblo judío tenía motivos para vanagloriarse, pero ese orgullo le llevó a no querer humillarse ante Cristo, autor de la humildad, represor del orgullo, Dios médico, que por eso se hizo hombre, siendo Dios: para que el hombre se reconociese hombre. ¡Magnífica medicina! Si esta medicina no cura el orgullo, no sé qué podrá curarlo. Es Dios y se hace hombre; deja de lado la divinidad, la secuestra en cierto modo, esto es, oculta lo que era suyo, dejando ver lo que había recibido. Siendo Dios se hace hombre, y el hombre no se reconoce hombre, esto es, no se reconoce mortal, frágil; no se reconoce pecador y enfermo, para buscar, al menos en cuanto enfermo, al médico. Y lo que es más peligroso, ¡se cree sano!

8. Así, pues, aquel pueblo no se acercó por eso, por su orgullo. A los judíos se les llama ramas naturales, tronchadas del olivo, el pueblo surgido de los patriarcas; estériles a causa de su espíritu orgulloso. Pero en ese olivo fue injertado el acebuche44. El acebuche es el pueblo gentil.

Así dice el Apóstol que en el olivo fue injertado el acebuche, mientras que las ramas naturales fueron tronchadas. Las ramas naturales fueron cortadas por su orgullo, el acebuche fue injertado por su humildad45. Esa humildad mostraba la cananea cuando decía: «Así es, Señor46; perro soy, migas deseo». Por esa humildad agradó también al Señor el centurión, que, deseando que el Señor curara a su siervo y habiéndole dicho el Señor: Iré y lo curaré, respondió: Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo; pero dilo de palabra y curará mi siervo47. No soy digno de que entres bajo mi techo. No lo recibía bajo el techo, lo había recibido en su corazón. Cuanto más humilde era, tanto era más capaz y se hallaba más lleno. Pues mientras los collados dejan correr el agua, los valles se llenan de ella. Y después de haber dicho el centurión: Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo, ¿qué dijo el Señor al respecto a los que le seguían? En verdad os digo, no he hallado tanta fe en Israel48, es decir, en el pueblo al que vine no he hallado tanta fe. ¿Qué significa tanta? Tan grande. ¿De dónde procede esa magnitud? De lo mínimo; es decir, lo grande procede de la humildad. No he hallado fe tan grande. Era semejante al grano de mostaza: cuanto más pequeño, tanto más vigoroso49. Así, pues, el Señor injertaba ya el acebuche en el olivo. Lo realizaba al decir: En verdad os digo, no he hallado fe tan grande en Israel.

9. Para concluir, presta atención a lo que sigue. Por eso os digo —porque no he hallado fe tan grande en Israel, esto es, tanta humildad con fe—, por eso os digo, que muchos vendrán de oriente y de occidente y se sentarán a la mesa con Abrahán, Isaac y Jacob en el reino de los cielos50. Se sentarán a la mesa —dice—: descansarán. Pues no debemos pensar que allí va a haber manjares carnales, ni desear cosas semejantes en aquel reino, de modo que, en vez de cambiar las virtudes en vicios, consolidemos los vicios. En efecto, una cosa es desear el reino de los cielos por la sabiduría y la vida eterna, y otra desearlo por una felicidad terrena, como si allí la tuviéramos más abundante y mejor. Si piensas que en aquel reino vas a ser rico, no eliminas el deseo ilícito, sino que lo cambias de lugar. Con todo, serás rico, y solo allí serás rico. En verdad, aquí es tu indigencia la que recoge infinidad de cosas. ¿Por qué los ricos poseen tantas cosas? Porque es mucho lo que necesitan. Es la mayor indigencia la que se procura bienes en apariencia mayores. Allí, en cambio, desaparecerá la indigencia misma. Solo entonces, cuando nada necesites, serás verdadero rico. Pues no eres rico tú y pobre el ángel que no tiene animales de tiro, calesas y esclavos. ¿Por qué no los tiene? Porque no los necesita; porque, cuanto más fuerte es, menos necesitado se halla. Por tanto, allí se encuentran las riquezas, las auténticas riquezas. No pienses que allí existen los manjares de esta tierra. Los alimentos de esta tierra son una medicina para cada día; son necesarios para cierta enfermedad de nacimiento. Todos sienten esa enfermedad cuando ha pasado la hora de comer. ¿Quieres ver cuán seria es esta enfermedad? Tanto que, como una fiebre aguda, mata en solo siete días. No te creas sano. La salud plena será la inmortalidad, pues la de aquí es solo una larga enfermedad. Como te sostienes en tu enfermedad con esa medicación diaria, te crees sano; suprime la medicación y advierte qué está en tu poder.

10. Efectivamente, el hecho de nacer conlleva la necesidad de morir. Esta enfermedad —el nacer— ha de conducir necesariamente a la muerte. Es lo que ciertamente dicen los médicos cuando examinan a los enfermos. Por ejemplo: «Este es un hidrópico; va a morir; la enfermedad no tiene curación. Este sufre de lepra, enfermedad incurable. Está tísico, ¿quién puede curarle? Es inevitable que perezca, es inevitable que muera». Ved que ya lo dijo el médico: Está tísico; no puede no morir. Y, no obstante, algunas veces ni el hidrópico, ni el leproso, ni el tísico mueren a causa de su enfermedad; y, sin embargo, necesariamente todo el que nace muere por el hecho de haber nacido. Muere por esta causa; no puede ser de otro modo. Esto lo proclama tanto el médico como el ignorante en medicina. Y, aunque tarde en morir, ¿dejará de morir? ¿Cuándo, pues, habrá auténtica salud, sino cuando haya auténtica inmortalidad? Por tanto, si entonces habrá verdadera inmortalidad, si no habrá corrupción, ni defección alguna, ¿qué necesidad habrá allí de alimentos? En consecuencia, cuando oyes: Se sentarán a la mesa con Abrahán, Isaac y Jacob51, no prepares el vientre, sino el espíritu. Allí quedarás saciado, pues el vientre interior tiene también sus manjares. Pensando en este vientre, se dice: Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados52. Y de tal manera serán saciados, que no sentirán hambre.

El Señor, pues, injertaba ya el acebuche cuando decía: Muchos vendrán de oriente y de occidente y se sentarán a la mesa con Abrahán, Isaac y Jacob en el reino de los cielos53, es decir, serán injertados en el olivo. Porque las raíces de este olivo son Abrahán, Isaac y Jacob. En cambio, los hijos del reino, esto es, los judíos incrédulos, irán a las tinieblas exteriores54. Para injertar al acebuche, se cortarán las ramas naturales. ¿Pero qué otra cosa, sino el orgullo, hizo que las ramas naturales merecieran ser cortadas? ¿Y qué otra cosa, sino la humildad, hizo que el acebuche mereciese ser injertado? Esa humildad es la que hizo decir a la mujer cananea: Así es, Señor, pues también los perros comen las migajas que caen de la mesa de sus amos55. Y gracias a esa humildad, escuchó: Oh mujer, ¡qué grande es tu fe!56. De idéntica manera dijo también el centurión: No soy digno de que entres bajo mi techo. En verdad os digo, no he hallado fe tan grande en Israel57. Aprendamos la humildad o, mejor, aferrémosla. Si aún no la poseemos, aprendámosla. Si la poseemos, no la perdamos. Si aún no la poseemos, obtengámosla para ser injertados; si ya la tenemos, aferrémosla, para no ser amputados.