SERMÓN 53

Traductor: Pío de Luis Vizcaíno, OSA

Las bienaventuranzas (Mt 5,3—12)

1. En la solemnidad de la santa virgen, que dio testimonio de Cristo y mereció que Cristo lo diera de ella, públicamente martirizada y ocultamente coronada, se me sugiere que hable a Vuestra Caridad de la exhortación que poco ha nos dirigía el Señor en el Evangelio, al exponer los muchos caminos hacia la felicidad deseada por todos. En efecto, es imposible encontrar a alguien que no desee ser feliz. Pero ¡ojalá que los hombres, que tan vivamente desean la recompensa, no rehúsen la tarea que conduce a ella! ¿Quién hay que no corra con alegría cuando se le dice: «Vas a ser feliz»? Pero escuche también de buen grado cuando se le dice: «Si haces esto». Si se ama el premio, no se rehúya el combate; antes bien, enardézcase el ánimo a ejecutar gozosamente la tarea a la vista de la recompensa que se le garantiza. Lo que queremos, lo que deseamos, lo que pedimos vendrá después; lo que se nos manda realizar en función de lo que vendrá después, hágase ahora. Comienza, pues, a traer a la memoria los dichos divinos, tanto los preceptos como los galardones evangélicos. Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos1. El reino de los cielos será tuyo más tarde; ahora sé pobre de espíritu. ¿Quieres que más tarde sea tuyo el reino de los cielos? Considera de quién eres tú ahora. Sé pobre de espíritu. Quizá quieras saber de mí qué significa ser pobre de espíritu. Nadie que se infla es pobre de espíritu; luego el humilde es el pobre de espíritu. El reino de los cielos está arriba, pero quien se humilla será ensalzado2.

2. Atiende a lo que sigue: Bienaventurados —dice— los mansos, porque ellos poseerán la tierra en herencia3. ¿Quieres poseer ya la tierra? ¡Cuida de que no te posea ella a ti! La poseerás si eres manso; de lo contrario, te poseerá ella. Al escuchar el premio que se te propone —la posesión de la tierra— no abras el halda de la avaricia, que te impulsa a poseerla ya ahora tú solo, excluido incluso cualquier vecino tuyo. No te engañe tal pensamiento. Poseerás en verdad la tierra cuando te adhieras a quien hizo el cielo y la tierra. En esto consiste ser manso: en no poner resistencia a Dios, de manera que en el bien que haces sea él quien te agrade, no tú mismo; y en el mal que justamente sufras no te desagrade él, sino tú mismo. No es poco agradarle a él desagradándote a ti mismo, pues le desagradarías a él agradándote a ti.

3. Presta atención al tercer punto: Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados4. En el llanto está la tarea, en el consuelo la recompensa. ¿Qué consuelos reciben, en efecto, quienes lloran por motivos terrenos? Consuelos molestos y llenos de temor. El que llora encuentra consuelo allí donde teme volver a llorar. Un ejemplo: a un padre le causa tristeza el hijo conducido al sepulcro, y alegría el hijo nacido; condujo a la sepultura a aquel, recibió a este; el primero le produce tristeza, el segundo temor; en ninguno, por tanto, encuentra consuelo. Por tanto, el verdadero consuelo será aquel por el que se da lo que nunca se pierde, de modo que quienes ahora lloran por ser forasteros, gocen luego al ser consolados.

4. Venga ya la cuarta tarea y la cuarta recompensa: Bienaventurados quienes tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados5. Ansías saciarte. ¿De qué? Si es la carne la que desea saciarse, una vez digerido lo que te sació, volverás a sentir hambre. Y quien beba —dice— de esta agua, volverá a sentir sed6. El medicamento que se aplica a la herida deja de producir dolor si esta sana; en cambio, el remedio con que se ataca el hambre, es decir, el alimento, se aplica como alivio pasajero. Pasada la hartura, vuelve el hambre. Un día y otro llega el remedio que te sacia, pero la herida —la debilidad— no queda sanada. Por tanto, sintamos hambre y sed de justicia para ser saturados de la misma justicia de la que ahora estamos hambrientos y sedientos. Pues seremos saciados de lo que ahora sentimos hambre y sed. Sienta hambre y sed nuestro interior7, pues también él tiene su alimento y su bebida. Yo soy —dice— el pan que he bajado del cielo8. He aquí el pan para el que tiene hambre; desea también la bebida para quien tiene sed: Porque en ti se halla la fuente de la vida9.

5. Pon atención a lo que sigue: Bienaventurados los misericordiosos, porque de ellos tendrá Dios misericordia10. Hazla, y se te hará; hazla tú con otro para que se haga contigo. Pues abundas y escaseas: abundas en cosas temporales, escaseas en las eternas. Oyes que un mendigo te pide algo; tú mismo eres mendigo de Dios. Te piden, y pides. Lo que hagas con quien te pide a ti, eso mismo hará Dios con quien le pide a él. Estás lleno y estás vacío; llena de tu plenitud el vacío del pobre para que tu vaciedad se llene de la plenitud de Dios.

6. Considera lo que viene a continuación: Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios11. Este es el fin de nuestro amor: fin que significa nuestra perfección, no nuestra consunción. Llega a su fin el alimento, llega a su fin el vestido; el alimento porque se consume al ser comido; el vestido porque se concluye su textura. Una y otra cosa llegan a su fin, pero un fin implica la consunción, el otro, la perfección. Todo lo que obramos —lo que obramos bien—, todo aquello por lo que nos esforzamos, todo lo que laudablemente anhelamos, lo que deseamos sin culpa, ya no lo buscaremos más cuando se llegue a la visión de Dios. Pues ¿qué puede buscar quien tiene a Dios a su lado? ¿O qué le puede bastar a quien no le basta Dios? Queremos ver a Dios, buscamos verle y ardemos en deseos de verle. ¿Quién no? Pero mira lo que se dijo: Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Prepara esa limpieza que te permita verlo. Hablando de modo carnal, ¿cómo es que deseas la salida del sol, teniendo los ojos legañosos? Estén sanos los ojos, y la luz producirá gozo; si no lo están, la misma luz será un tormento. En efecto, si tienes el corazón manchado, no se te permitirá ver lo que solo se ve con el corazón limpio. Serás rechazado, alejado; no lo verás. Pues bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. ¡Cuántas veces ha enumerado ya a los bienaventurados! ¡Qué caminos de felicidad, qué tareas, qué recompensas, qué méritos, qué premios ha enumerado! En ningún lugar se ha dicho: Ellos verán a Dios. Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados los mansos: ellos poseerán la tierra en herencia. Bienaventurados los que lloran: ellos serán consolados. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia: ellos serán saciados. Bienaventurados los misericordiosos: ellos alcanzarán misericordia12. En ningún lugar se ha dicho: Ellos verán a Dios13. Cuando se llegó a los limpios de corazón, ahí se prometió la visión de Dios. No sin motivo: ahí aparecen los ojos con los que se ve a Dios. Hablando de estos ojos, dice el apóstol Pablo: Iluminados los ojos de vuestro corazón14. Al presente, a causa de su debilidad, estos ojos son iluminados por la fe; luego, ya vigorosos, serán iluminados por la visión. Pues mientras vivimos en el cuerpo, somos peregrinos lejos del Señor. En efecto, caminamos en fe y no en visión15. ¿Qué se dice de nosotros mientras caminamos a la luz de la fe? Ahora vemos oscuramente como en un espejo, luego veremos cara a cara16.

7. A este respecto, no se piense en un rostro físico. Pues si, enardecido por el deseo de ver a Dios, dispones tu rostro físico para verle, desearás también en Dios un rostro igual. Si, por el contrario, tienes al menos la idea de que Dios es espiritual, de suerte que ya no piensas que es algo corpóreo —de lo cual traté más detenidamente ayer, si es que traté algo de forma plena—; si he roto ya en vuestro corazón, como en el templo de Dios, la imagen antropomórfica de Dios; si os viene ya con facilidad a la mente y posee vuestro interior el pasaje en que el Apóstol reprueba a los que, creyéndose sabios, se hicieron necios y trocaron la gloria del Dios incorruptible por la semejanza con la imagen de un hombre corruptible17; si ya detestáis y os oponéis a este mal; si purificáis su templo al Creador; si queréis que venga y ponga en vosotros su morada18, pensad bondadosamente del Señor y buscadle con sencillez de corazón19. Considerad a quién decís, si es que lo decís, si lo decís sinceramente: A ti dijo mi corazón: tu rostro buscaré20. Dígalo también tu corazón, y añada: Tu rostro, Señor, buscaré21. Pues adecuadamente le buscas, puesto que le buscas con el corazón. Se habla del rostro de Dios, del brazo de Dios, de las manos de Dios, de los pies de Dios, del trono de Dios, del escabel de sus pies, pero no pienses en miembros humanos. Sí quieres ser templo de la Verdad, quiebra el ídolo de la falsedad. La mano de Dios es su poder; su rostro, su conocimiento; sus pies, su presencia; su trono, si quieres, lo eres tú. —«¿O acaso osarás negar que Cristo es Dios?». —«Yo, no», dices. —«¿Concedes también que Cristo es el Poder y la Sabiduría de Dios?»22. —«Lo concedo», afirmas. —«Escucha: El alma del justo es el trono de la sabiduría»23. ¿Dónde tiene Dios su trono sino donde habita? ¿Dónde habita sino en su templo? Santo es el templo de Dios, que sois vosotros24. Mira, pues, cómo acoges a Dios. Dios es espíritu; razón, pues, por la que conviene adorarle en espíritu y en verdad25. Entre ya a tu corazón, si así te place, el arca de la alianza y ruede por el suelo Dagón26. Ahora, por tanto, escucha, y aprende a desear a Dios; aprende a prepararte para verlo. Bienaventurados —dice— los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios27. ¿Por qué preparas los ojos del cuerpo? Si se le va a ver así, ¿qué será lo que se vea? Lo que se vea ocupará un lugar. Ahora bien, no ocupa un lugar el que está entero doquier. Limpia el órgano con que lo vas a ver.

8. Escucha y comprende, si con su ayuda consigo explicarlo. Que Él nos ayude a comprender cómo todas las tareas y recompensas antes mencionadas están puestas de modo que se ajustan las unas a las otras. Pues ¿dónde se habla de un premio que no se ajuste y adecue a la tarea? Como los humildes dan la impresión de estar excluidos del reino: Bienaventurados —dice— los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos28. Como los hombres mansos fácilmente son excluidos de su tierra: Bienaventurados —dice— los mansos, porque ellos poseerán la tierra en herencia29. Las demás bienaventuranzas son manifiestas; se advierte su claridad por sí misma; no necesitan quien las explique; solo quien las recuerde. Bienaventurados quienes lloran30. ¿Quién, si llora, no desea consolación? Ellos —dice— serán consolados31. Bienaventurados quienes tienen hambre y sed de justicia32. ¿Quién, si tiene hambre y sed, no busca saciarse? También ellos —dice— serán saciados33. Bienaventurados los misericordiosos34. ¿Quién es misericordioso sino quien desea que por una obra Dios le pague con la misma moneda, de modo que le haga lo que hace él con el pobre? Bienaventurados —dice— los misericordiosos, porque de ellos tendrá Dios misericordia35. Ved cómo se ha adjuntado a cada bienaventuranza, una a una, lo que le es propio, y cómo, en cuanto al premio, nada se ha ofrecido que no se ajuste al precepto. En efecto, el precepto es que seas pobre de espíritu; el premio, la posesión del reino de los cielos. El precepto es que seas manso; el premio, la posesión de la tierra. El precepto te ordena que llores; el premio es ser consolado. El precepto es que tengas hambre y sed de justicia; el premio, ser saciado. El precepto es que seas misericordioso; el premio, conseguir misericordia. Del mismo modo, el precepto es que limpies el corazón; el premio, la visión de Dios.

9. Por tanto, respecto a estos preceptos y a estos premios piensa de manera que, cuando escuchas Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios36, no juzgues que no lo han de ver los pobres de espíritu ni los mansos, ni los que lloran, ni quienes sufren hambre y sed de justicia, o los misericordiosos. No pienses que solamente le han de ver los limpios de corazón, excluidos los restantes. Pues ellos mismos —los limpios de corazón— son todas estas cosas a la vez. Verán a Dios ciertamente, pero no por ser pobres de espíritu, o mansos, o porque lloran, o tienen hambre y sed de justicia, o porque son misericordiosos, sino porque son limpios de corazón. Sería lo mismo que si las obras corporales se emparejasen con los miembros del cuerpo, y alguno dijera, por ejemplo: «bienaventurados quienes tienen pies, porque caminarán; bienaventurados los que tienen manos, porque obrarán; bienaventurados quienes tienen voz, porque gritarán; bienaventurados quienes tienen boca y lengua, porque hablarán; bienaventurados quienes tienen ojos, pues ellos verán». De manera semejante, fingiendo en cierto modo miembros espirituales, enseñó qué corresponde a cada cual. La humildad es adecuada para conseguir el reino de los cielos; la mansedumbre lo es para poseer la tierra; apto el llanto para el consuelo, apta el hambre y la sed de justicia para la saciedad, apta la misericordia para obtener misericordia y apto el corazón limpio para ver a Dios.

10. Si, pues, deseamos ver a Dios, ¿con qué hemos de limpiar este ojo? ¿Quién no correrá, quién no buscará con qué limpiar el ojo con el que pueda ver a quien desea de todo corazón? Lo ha manifestado el testimonio divino: Purificando —dice— con la fe sus corazones37. La fe en Dios limpia el corazón, y el corazón limpio ve a Dios. Pero hay hombres que, engañándose a sí mismos, a veces ponen el límite en la fe como si bastase con solo creer; y algunos, por el hecho de creer, aunque vivan mal, se prometen a sí mismos la visión de Dios y el reino de los cielos. Irritado contra ellos y, en cierto modo, indignado en su caridad espiritual, el apóstol Santiago dice en su Carta: Tú crees que Dios es único38. Te congratulas por tu fe; ves que muchos impíos consideran que existen numerosos dioses, y te alegras por ti mismo por creer que Dios es único. Haces bien. También los demonios creen, pero tiemblan39. ¿Acaso también ellos verán a Dios? Lo verán los que son limpios de corazón. Pero ¿quién llamará limpios de corazón a los espíritus inmundos? No obstante, su inmundicia, creen, pero tiemblan.

11. Nuestra fe hay que distinguirla de la de los demonios, pues, mientras la nuestra limpia el corazón, la de ellos les hace reos. En efecto, obran el mal y, en consecuencia, dicen al Señor: ¿Qué hay entre nosotros y tú?40. Al oír hablar así a los demonios, ¿piensas que no le reconocen? Sabemos —dicen— quién eres. Tú eres el Hijo de Dios41. Lo dice Pedro, y se le alaba42; lo dice el demonio, y se le condena. ¿Cómo así, sino porque, aunque las palabras son idénticas, el corazón es distinto? Discernamos, pues, nuestra fe y no nos conformemos con creer. No es tal la fe que limpia el corazón. Purificando —dice— con la fe sus corazones43. Pero ¿con qué fe, con qué clase de fe sino con la indicada por el apóstol Pablo al decir: La fe que obra por el amor?44. Esta fe se distingue de la de los demonios; se distingue de las vergonzosas y perdidas costumbres de los hombres. La fe —dice—. ¿Qué fe? La que obra por el amor espera lo que Dios promete. Nada más calibrado, nada más perfecto que esta definición. Hay, pues, tres realidades. Es preciso que aquel en quien existe la fe que obra por el amor espere lo que Dios promete. Compañera de la fe es, pues, la esperanza. La esperanza, por tanto, es necesaria mientras no vemos lo que creemos, no sea que, al no verlo, desfallezcamos de desesperación. Nos entristece el no ver, pero nos consuela el esperar ver. Existe, pues, la esperanza y se hace compañera de la fe. Y, luego, la caridad por la que deseamos, por la que intentamos llegar a la meta, por la que nos enardecemos y de la que sentimos hambre y sed. Por tanto, se añade también esta y tendremos la fe, la esperanza y la caridad45. Pues ¿cómo no va a haber allí caridad, no siendo cosa distinta del amor? Ahora bien, la fe misma fue definida de esta manera: la que obra por amor. Elimina la fe: desaparece el creer; suprime la caridad: desaparece el obrar. La fe tiene por objeto creer; la caridad, obrar. Si, pues, crees y no amas, no te animas a obrar bien; y si te animas, lo haces como un esclavo, no como un hijo: por temor al castigo, no por amor a la justicia. En consecuencia, la fe —digo— limpia el corazón —pues no se limpia sino mediante la fe—; pero —repito— la fe que obra por el amor es la que limpia el corazón.

12. Y ahora, ¿qué obra la fe? Con tantos testimonios de las Escrituras, con tan numerosos textos leídos, con una exhortación tan variada y abundante, ¿qué es lo que hace la fe, sino que ahora veamos, aunque oscuramente, como en un espejo, y después cara a cara?46. Pero no vuelvas a pensar otra vez en un rostro como el tuyo. Piensa en el rostro del corazón. Obliga a tu corazón a pensar realidades divinas; fuérzale, úrgele. Rechaza cuanto se te ocurra semejante a lo corpóreo. Aún no puedes decir «Es esto»; di al menos «No es esto». ¿Cuándo podrás decir «Esto es Dios»? Ni siquiera cuando lo veas, porque lo que verás es inefable. Si pudo ser expresado, eso no es Dios. El Apóstol afirma haber sido arrebatado al tercer cielo y haber oído palabras inefables47. Si ya las palabras son inefables, ¿cómo será la realidad a la que se refieren? Así, pues, tal vez cuando piensas en Dios se te presenta a la imaginación una forma humana de admirable y vastísima amplitud. Lo pusiste ante la mirada de tu mente como algo grande, amplísimo, enorme, de gran corpulencia. Con todo, le pusiste un límite en algún lugar. Si le pusiste límites, no es Dios. Si no le pusiste límites, ¿dónde está su rostro? Piensas en una mole; mas, para distinguir los miembros, has de establecer límites. Pues no existe otra forma de distinguir unos miembros de otros si no es poniendo un límite a la mole. Pensamiento necio y carnal, ¿qué haces? Te has forjado una gran mole; y tanto más grande cuanto que creíste que de esta forma honrabas más a Dios. Otro le añade un codo más, y te lo hace mayor.

13. «Pero yo he leído...» —dices—. ¿Qué has leído, tú que nada has entendido? Con todo, di qué has leído. No rechacemos al niño que juega en su corazón. Di qué has leído. El cielo es mi trono y la tierra el escabel de mis pies48. Te lo digo, también yo lo he leído; pero tú tal vez te consideras mejor porque lo has leído y creído. También yo creo lo que has dicho. Creamos juntos. ¿Qué digo? Busquemos juntos. Mira, ten presente lo que has leído y creído: El cielo es mi trono, es decir, mi asiento —trono es un término griego que significa, en latín, asiento—. La tierra es el escabel de mis pies49. ¿No has leído también: Quién midió el cielo con la palma de la mano?50. Pienso que lo has leído; conoces el texto y confiesas darle fe. Pues en ese pasaje hemos leído lo uno y lo otro, y lo uno y lo otro hemos creído. Ahora piensa ya, y enséñame. Te constituyo en doctor y yo me convierto en parvulito. Enséñame, te lo suplico. ¿Quién hay que se siente en la palma de su mano?

14. Advierte que has tomado del cuerpo humano las formas y contornos de los miembros de Dios. Pero quizá, sin advertirlo, se te coló el pensamiento de que fuimos hechos a imagen de Dios según el cuerpo. De momento lo acepto como punto que hay que considerar, discutir, buscar y examinar en un debate. Si te parece bien, escúchame, pues también yo te escuché en lo que a ti te plugo. Dios se sienta en el cielo, cielo que se mide con la palma de la mano. ¿Acaso el mismo cielo se hace ancho cuando Dios se sienta en él y estrecho cuando se le mide? ¿O acaso la parte de Dios con la que se sienta mide tanto como la palma de la mano? Si ello es así, Dios no nos hizo a su semejanza51; la palma de nuestra mano, en efecto, es bastante más estrecha que la parte del cuerpo con la que nos sentamos. Por otra parte, si él es tan ancho de palma como de asiento, hizo nuestros miembros distintos de los suyos. Aquí no hay semejanza. Así, pues, que la existencia de tal ídolo en el corazón cristiano llene de vergüenza. En consecuencia, entiende que el cielo son todos los santos, puesto que también se toma la tierra por todos los que la habitan: Toda la tierra te adore52. Si estamos acertados al decir: Toda la tierra te adore, pensando en quienes la habitan, igualmente lo estamos al decir: «Todo el cielo te sostenga», pensando en quienes allí moran. Pues también los santos mismos que habitan en la tierra la pisotean con su cuerpo, pero con el corazón habitan en el cielo. No en vano se les exhorta a tener en alto su corazón y, una vez recibida la exhortación, responden que así es en realidad13; en caso contrario, se dice en vano: Si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios; saboread las cosas de arriba, no las de la tierra53. Por tanto, en cuanto tienen allí su vida, ellos mismos sostienen a Dios y son cielo, porque son asiento de Dios; y cuando ellos anuncian las palabras de Dios, los cielos narran la gloria de Dios54.

15. Vuelve, pues, conmigo a la faz del corazón. Esta tienes que preparar. Dentro está aquel al que habla Dios. Los oídos, los ojos, los restantes miembros visibles son la morada o el instrumento de alguien que mora en el interior. Interior es el hombre en el que habita Cristo de forma provisional por la fe55. En él ha de habitar con la presencia de su divinidad, una vez que hayamos conocido cuál es la anchura, la largura, la altura y la profundidad, y hayamos conocido también la supereminente caridad de la ciencia de Cristo, para estar llenos de la plenitud de Dios56. Ahora, pues, si no te desagrada este modo de entenderlo, convócate a comprender esa anchura, largura, altura y profundidad. No divagues con la imaginación por espacios mundanos ni por la grandiosidad de esta mole tan enorme, pero abarcable con la mente. Advierte en ti lo que voy a decirte. La anchura consiste en las buenas obras; la largura, en la longanimidad y perseverancia en las buenas obras; la altura, en la espera de los bienes eternos, en vista de la cual se te exhorta a tener levantado el corazón. Obra el bien y persevera en las buenas obras, pensando en los beneficios de Dios. Estima en nada lo terreno, no sea que, si esta tierra llega a ser perturbada con algún azote de aquel sabio, te atrevas a decir que en vano has servido a Dios, que en vano has hecho obras buenas y en vano perseveras en ellas. Al hacer el bien, tenías —por decirlo de alguna manera— la anchura; al perseverar en él, la largura; pero, al buscar lo terreno, te faltó la altura. Considera la profundidad: es la gracia de Dios en el misterio de su voluntad. ¿Quién conoció la mente del Señor?, ¿o quién fue su consejero?57. Y tus juicios son como un abismo insondable58.

16. Esta vida consistente en obrar bien, en perseverar en el bien, en esperar los bienes de arriba, en otorgar Dios ocultamente su gracia —obra de la sabiduría, no de la necedad—, y en no reprocharle que a uno dé una gracia y a otro otra59 —pues no hay injusticia en Dios60—; si te place, amolda también esta vida a la cruz de tu Señor. Pues no sin motivo eligió tal género de muerte, una vez que estaba en su poder el morir o no morir. Si estaba en su poder el morir o no morir, ¿cómo no iba a estarlo también el morir de una forma u otra? No sin motivo, entonces, escogió la cruz, en que crucificarte a ti para este mundo61. De hecho, en la cruz la anchura corresponde al palo transversal, al que se clavan las manos, en cuanto signo de las buenas obras. La largura corresponde a la parte del madero que va desde el palo transversal hasta la tierra: en él se crucifica el cuerpo y en cierto modo se mantiene en posición vertical, posición que simboliza la perseverancia. La altura corresponde a lo que sobresale del palo transversal hacia arriba, con la que se simboliza la espera de los bienes superiores. ¿Dónde está representada la profundidad sino en la parte clavada en tierra? Pues está oculta, se esconde bajo tierra; no se la ve, pero de ella surge lo que se ve. Después de lo dicho, si has comprendido todo, no solo con la inteligencia, sino también con la acción —pues buena es la inteligencia, mas para todos los que la llevan a la práctica62—, extiéndete ya, si puedes, para conocer la caridad de Cristo que supera [toda] ciencia. Cuando hayas llegado, te llenarás de toda la plenitud de Dios63. Entonces tendrá lugar el «cara a cara». Te llenarás de la plenitud de Dios, no de modo que Dios esté lleno de ti, sino de modo que tú estés lleno de Dios. Busca en él, si puedes, un rostro corporal. Desaparezcan ya de la mirada de la mente las bagatelas. Tire el niño sus juguetes y aprenda a manejar cosas mayores. También nosotros somos como niños en muchas cosas. Y cuando lo fuimos más que lo somos ahora, los mayores nos soportaron. Buscad la paz y la santificación con todos, sin las cuales nadie podrá ver a Dios64. Pues por medio de ella también se purifica el corazón, porque en ella está la fe que obra por el amor65. En efecto, bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios66.