SERMÓN 50

Traductor: Pío de Luis, OSA

Comentario de Ag 2,9

1. 1. Los maniqueos calumnian al profeta Ageo acusándole malévolamente de haber puesto en boca de Dios: Mío es el oro y mía la plata 1. E intentando con furor establecer la comparación entre el Evangelio y la ley antigua, con el objetivo de que aparezcan ambas Escrituras como opuestas y contrarias entre sí, proponen la cuestión de la siguiente manera: «En el profeta Ageo -dicen- está escrito: Mío es el oro, mía la plata; en el Evangelio, por el contrario, nuestro Salvador presentó a la mammona como una especie de iniquidad 2. Sobre su uso dice el bienaventurado Apóstol escribiendo a Timoteo: La raíz de todos los males es la avaricia, apeteciendo la cual algunos se apartaron de la fe y se vieron envueltos en muchos dolores 3». Así plantean ellos la cuestión o, mejor, la acusación contra el Antiguo Testamento, por cuyo medio se anunció de antemano el Evangelio, tomando pie del mismo evangelio en él preanunciado. Pues si propusieran en verdad una cuestión, tal vez investigarían; y si investigaran, tal vez encontrarían.

2. ¿Por qué estos desventurados no entienden que el Señor, hablando por el profeta Ageo, dijo: Mío es el oro, mía la plata 4, para que quien no quiere compartir lo que posee con los necesitados, al escuchar los mandamientos que prescriben hacer misericordia, entienda que Dios no ordena que se dé de lo propio de aquel a quien manda dar, sino de las cosas que son de Dios mismo? Por lo tanto, el que ofrece algo al pobre no crea que da de lo suyo propio, no sea que se engría con el orgullo, en vez de afirmarse con lo que se llama misericordia tanto como se engríe con el orgullo. Mío es -dijo- el oro y mía la plata, novuestro, ¡oh ricos de la tierra! ¿Por qué dudáis en dar al pobre de lo que es mío, o por qué os envanecéis cuando dais de lo mío?

2. 3. ¿Quieres ver que el oro y la plata son del justo juez? Lo que para el avaro es motivo de tormento es de ayuda para el misericordioso. Cuando la justicia divina distribuye sus bienes, en ellos se manifiestan las acciones rectamente ejecutadas y mediante ellos se castigan los pecados. Pues el oro y la plata y toda posesión terrena es, a la vez, un ejercicio de humanidad y un suplicio para la codicia. Cuando Dios otorga tales cosas a los hombres, muestra en ellas cuánto es capaz de despreciar el alma de aquel cuyas riquezas no son sino el mismo que las dona. Pues nadie puede hacer ver que desprecia una cosa si no ha llegado a poseerla. También el que no la posee puede despreciarla. Pero si tal desprecio es solamente fingido o es real, lo ve únicamente Dios, que escruta de corazones 5. En cuanto a los hombres, pensando en imitarlo, sólo pueden saber si uno desprecia las riquezas si ven que las dona. Cuando Dios concede estos bienes a hombres malvados, muestra a través de ellos cómo se atormenta incluso con bienes el alma de aquel para quien carece de valor Dios, que tanto les da. A los buenos proporciona ocasiones de hacer el bien; a los malvados, los atormenta con el temor de sufrir daños. Por lo tanto, si unos y otros pierden el oro y la plata, los primeros conservarán con corazón gozoso las riquezas celestes; los segundos, en cambio, se quedarán con la casa vacía de bienes temporales y con la conciencia aún más vacía de bienes eternos.

4. El oro y la plata pertenecen, pues, al que sabe usar del uno y de la otra. Pues aun entre los mismos hombres se ha de decir que alguien posee algo cuando usa bien de ello. En efecto, lo que no administra conforme a justicia, no lo posee en derecho. Lo que no posee en derecho, aunque diga que es suyo, la suya no será voz de un justo poseedor, sino desvergüenza de un posesor ilegítimo. 3. Por lo tanto, si el hombre, no sin razón, llama suyo a algo no por haberse posesionado de ello por un inicuo y necio afán de poseer, sino por haberlo administrado con poder lleno de prudencia y justa moderación, ¿con cuánta mayor razón dice Dios que es suyo el oro y la plata, puesto que los creó con inmensa bondad y los administra con justísimo imperio, de modo que, sin su voluntad y dominio, ni los malos, para suplicio de su avaricia, ni los buenos, para ejercicio de la misericordia, pueden tener ni oro ni plata? Porque ni buenos ni malos pueden hacer que existan las riquezas, ni distribuir y ordenar que los unos las tengan y a otros les falten.

5. Si el oro y la plata se diesen en poder sólo a los malos, se juzgaría con razón que son un mal; si se diesen sólo a los buenos, se juzgaría con razón que son un gran bien. A su vez, si faltasen sólo a los malos, la pobreza parecería un gran castigo; si sólo a los buenos, la suprema felicidad. Ahora, si quieres saber que el oro puede poseerse santamente, lo tienen también los buenos; si quieres saber que el oro no los hace buenos, lo poseen también los malos. Más aún: si quieres saber que la pobreza no es una desdicha, hay algunos pobres dichosos 6; si quieres saber que la pobreza no es la felicidad, hay ciertos pobres desdichados. Por lo tanto, el oro y la plata los distribuye a los hombres Dios, creador y administrador de todo, de modo que, en sí mismos, por su naturaleza y género, son un bien, aunque no el sumo y supremo bien y, según el puesto que ocupan en la gradación de los seres, manifiestan al que es digno de alabanza en cuanto creador de todo. No obstante. ni su abundancia ha de llenar de orgullo a los buenos ni su escasez ha de abatirlos; en cambio, cuando se ofrecen a los malos, los ciegan, y cuando se les quitan, los atormentan.

4. 6. En ningún modo puede condenarse con justicia una cosa creada para alabanza de su hacedor y para probar a los buenos y castigar a los malos. Con toda verdad Dios dice que es suyo lo que no sólo creó con generosísima bondad, sino que también lo reparte con providentísima moderación. Cuando el Señor en el Evangelio llama mammona de maldad 7 a este género de cosas, indica que existe otro género de mammona, es decir, otras riquezas que sólo pueden poseer los justos y los buenos, y que se llaman mammona de maldad, porque es la maldad la que las denomina riquezas. La justicia, sin embargo, sabe que hay otras riquezas con las que se adorna el hombre interior, como dice el bienaventurado Pedro: Quien es rico ante Dios 8. Tales riquezas se dice que son justas porque se conceden como recompensa a merecimientos buenos y justos. Se llaman verdaderas riquezas porque quienes las posean no sentirán necesidad. A las otras, en cambio, se las llama riquezas injustas no porque el oro y la plata sean injustos, sino porque es injusto llamar riquezas a lo que no suprime la necesidad. Es más, tanto más sentirá uno necesidad cuantas más tenga si las ama. ¿Cómo llamar riquezas a las que, al acrecentarse ellas, aumenta la escasez; a las que, cuanto mayores son, no sólo no sacian a los que las aman, sino que les inflaman en el deseo de ellas? ¿Juzgas tú rico a quien tendría menos necesidad si poseyese menos? En efecto, vemos a algunos que, teniendo poco dinero, se gozan en sus pequeñas ganancias. Pero, una vez que comenzaron a abundar en oro y plata, aunque son falsas riquezas, si les ofreces poco, ya te lo rechazan. Piensas que ya están satisfechos, pero es falso. Pues mayor cantidad de dinero no cierra las fauces de la avaricia, sitio que las amplía mucho más; no las apaga, sino que las enciende. Rechazan el vaso porque ansían el río. A quien deseó tener algo para no sufrir penuria y tiene más para necesitar más, ¿hay que considerarlo más rico o más necesitado?

5. 7. Pero esto no es culpa ni del oro ni de la plata. Suponte que una persona misericordiosa encontró un tesoro. Si entra en acción la misericordia, ¿no da hospitalidad a los peregrinos, alimenta a los hambrientos, viste a los desnudos, ayuda a los necesitados, rescata a los cautivos, construye iglesias, procura descanso a los fatigados, calma a picapleitos, socorre a los náufragos, cura a los enfermos, repartiendo en la tierra riquezas temporales y escondiendo en el cielo las espirituales? ¿Quién hace esto? El misericordioso y el bueno. ¿Con qué lo hace? Con el oro y la plata. ¿En servicio de quién hace esto? De aquel que dice: Mío es el oro y mía la plata 9. Ya veis, hermanos -así pienso-, cuán gran error y cuán gran demencia es traspasar a las cosas mismas de las que los hombres usan mal la culpa de quienes usan mal de ellas. Supongamos que se condena al oro y a la plata porque algunos hombres, depravados por la avaricia, despreocupándose de los preceptos del omnipotentísimo creador, se sienten arrastrados por una detestable codicia; en ese caso habría que condenar a cualquier criatura de Dios, porque, como dice el Apóstol, ciertos hombres descaminados las adoraron y sirvieron a la criatura en vez de al creador, que es bendito por los siglos 10. Habría que condenar también a este sol, a quien los mismos maniqueos, al no comprender que es una criatura, no cesan de adorar y venerar como al mismo Creador o como a una parte del mismo. ¿Por qué no condenan al sol, puesto que con frecuencia los hombres suscitan injustísimas querellas a propósito del disfrute del mismo y de su luz en los edificios? Para que por las propias ventanas entren más abundantemente sus rayos, a menudo se esfuerzan por derribar las casas ajenas, y a aquellos que se les oponen aunque sea con todo derecho, les persiguen con el más acerbo rencor. Si, pues, algún poderoso, de forma injusta y detestable, a causa del disfrute del sol, oprime a un indefenso, le desgarra, le fuerza al exilio o incluso a la muerte, ¿hay que imputar el delito al sol, del que el primero desea disfrutar más copiosamente? ¿No es, más bien, una maldad propia de quien usa mal de él, quien, mientras desea lograr para sus ojos físicos más luz temporal, no abre lo recóndito de su corazón a la luz de la equidad?

6. 8. A partir de lo dicho, los maniqueos han de comprender -si son capaces- que, o bien no es aceptable acusar al oro y a la plata, aunque con frecuencia luchen por el oro y por la plata hombres avariciosos en extremo, o bien que han de traspasar sus acusaciones de la tierra al cielo y de los metales brillantes a los astros y hasta al mismo sol, cuando hombres inicuos no pocas veces combaten con implacable discordia por la posesión de la luz solar. Aprendan al mismo tiempo la diferencia que existe entre esta luz visible y la luz de la justicia. Porque puede suceder que, cuanto mayor es la avidez con la que uno quiere gozar de esta luz, con tanta mayor ceguera se aparta de la luz de la justicia. Al hombre no le puede justificar ninguna criatura, sino que le ha de justificar el Creador para que pueda usar rectamente de todas ellas. Por esto mismo, el Señor, aunque como justo juez condene en todas partes la avaricia, sin embargo, como verdadero maestro, mostró cuál ha de ser el uso de las riquezas terrenas en aquel mismo lugar que estos quisieron presentar como si estuviera en contradicción con lo que afirma el profeta. Dice, pues: Haceos amigos con la mammona de maldad 11. Es lo mismo que decir: la mammona de maldad no debe ser vuestra mammona. Podréis usar justamente de la abundancia de bienes terrenos y haceros con ellos amigos que os reciban en los tabernáculos eternos 12, si carecéis de esta mammona, es decir, si no os creéis ricos por poseerla. Porque vuestras riquezas, las verdaderas riquezas que os liberarán de toda indigencia, no admiten comparación con los bienes terrenos. Mas para que podáis gozar merecidamente de ellas, antes habéis de usar bien de éstas, que ni son verdaderas riquezas ni son vuestras, porque sin razón se les llama riquezas. No suprimen la necesidad, y son los malvados los que las llaman así. Ellos piensan librarse de toda indigencia con ellas; vosotros debéis esperar otras riquezas, es decir, las que son verdaderas y vuestras. Pero, si no fuisteis fieles en la mammona injusta, ¿quién os dará la riqueza verdadera? Si en la ajena no fuisteis fieles, ¿quién os dará la vuestra? 13

9. Quede, pues, claro que los maniqueos -según su costumbre- acusan injustamente a los dichos proféticos. Cualquiera que examine, siquiera sea mediocremente, el contexto del pasaje citado, advertirá que el profeta no lo dijo refiriéndose a esta plata y a este oro, por el que la avaricia neciamente se desvive, sino más bien a lo que menciona el Apóstol al decir: Si uno edifica sobre este fundamento con oro y plata, piedras preciosas 14. De este oro y esta plata es rico el tesoro que -según atestigua el Señor- un avaro encontró y compró admirable y laudablemente, después de haber vendido todo lo que poseía 15. Anunciando de antemano al mismo Señor y designando en forma figurada, como acostumbra, los tiempos del siglo nuevo, es decir, de la Iglesia, dice el profeta: Todavía un poco y yo sacudiré el cielo y la tierra, el mar y la parte seca, y sacudiré a todos los pueblos. Y vendrá el deseado de todos los pueblos, y llenaré de gloria esta casa -dice el Señor de los ejércitos-. Mío es el oro y mía la plata -dice el Señor de los ejércitos-. Grande será la gloria de esta casa: la de la última, mayor que la de la primera -dice el Señor de los ejércitos-. Y en este lugar estableceré la paz -dice el Señor de los ejércitos- 16.

7. 10. Si éstos, en lugar de ser perros y cerdos, a los que se nos prohíbe dar lo santo y arrojar las margaritas 17, desearan pidiendo, recibir; buscando, encontrar y, llamando a la puerta, que se les abra 18, ¡cuán fácilmente podrían, quizá hasta sin ningún expositor, guiándoles el Espíritu Santo mismo, advertir que lo dicho se refiere sin ninguna oscuridad al nuevo pueblo, o sea, al pueblo cristiano, cuyo gran sacerdote es Jesús, el Hijo de Dios 19!; ciertamente al menos en aquel lugar donde se dijo: Todavía un poco y yo sacudiré el cielo y la tierra, el mar y la parte seca, y sacudiré a todos los pueblos. Y vendrá el deseado de todos los pueblos 20. A la última, esto es, a la segunda venida del Señor, en que llegará en esplendor 21, se refiere el versículo del profeta que dice: Y vendrá el deseado de todos los pueblos. Cuando vino la primera vez, en carne mortal, por medio de la Virgen María, todavía no lo deseaban todos los pueblos, puesto que aún no habían creído. Extendida ya la semilla del Evangelio por todos ellos 22, en todos se enciende el deseo de su venida. En todos los pueblos hay y habrá elegidos suyos que, con todo el corazón, digan en la oración: Venga tu reino 23. La primera venida sembró la misericordia antes que el juicio; en el juicio que seguirá a su segunda venida destacará su gloria. Así, pues, convenía que antes fuese sacudido el cielo, cuando el ángel lo anunció a la Virgen que lo iba a concebir, cuando la estrella guió a los magos a adorarle, cuando de nuevo los ángeles indicaron a los pastores que había nacido; convenía que se fuese sacudida la tierra, al conmoverse con sus milagros; que fuese sacudido el mar, al bramar este mundo con las persecuciones; que fuese sacudida la parte seca, al sentir los creyentes hambre de él y sed de justicia 24; convenía, por fin, que fuesen sacudidos todos los pueblos al extenderse en todas direcciones el Evangelio. Entonces, finalmente, vendrá el deseado de todos los pueblos 25, como - conforme al anuncio del profeta- vendrá. Y se llenará de gloria esta casa, es decir, la Iglesia.

8. 11. Con lógica añadió: Mío es el oro y mía es la plata 26. Pues con el nombre de oro se significa figuradamente toda sabiduría, y las palabras del Señor, palabras castas, son plata limpia de tierra por el fuego, plata siete veces purificada 27. Toda esa plata y ese oro no son de los hombres, sino del Señor, para que, puesto que la casa se llenará de gloria, quien se gloríe, se gloríe en el Señor 28. Aquel gran Sacerdote, el morador de esta casa, nuestro Señor Jesucristo 29, para lograr el regreso del hombre que por soberbia se había alejado del paraíso, se dignó presentarse a sí mismo como ejemplo de humildad; lo atestigua el Evangelio al decir: Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón 30. Para que nadie en su casa, esto es, en la Iglesia, se envanezca, si es capaz de comprender o decir algo con sabiduría, queriendo presentarlo como cosa suya, ved cuán medicinalmente le dice el Señor Dios: Mío es el oro y mía la plata. De esta forma se cumplirá lo que dice a continuación: para que sea grande la gloria de esta casa; la de la última, mayor que la de la primera 31. La primera casa, es decir, los ciudadanos de la Jerusalén terrena desconociendo -según dice el Apóstol- la justicia de Dios y buscando establecer la suya, no se sometieron a la justicia de Dios 32. Ved si éstos, mientras dicen que son suyos el oro y la plata, pudieron llegar a la gloria eterna de la última casa. Sin embargo, al decir el profeta: Grande será la gloria de esta casa; la de la última, mayor que la de la primera, demuestra que la primera no estuvo privada de cierta gloria. Pues de ella hablaba también el Apóstol al decir: Si lo que se destruye es para gloria, mucho más se hallará en gloria lo que permanece 33.

11. 12. El último versículo, con el que concluye este texto profético, es: Y en este lugar -está escrito- estableceré la paz -dice el Señor de los ejércitos- 34. ¿Qué significa en este lugar, sino tal vez algo terreno, como si lo señalara con el dedo? ¿Qué puede contenerse en un lugar sino un cuerpo? Por lo tanto, no es absurdo que entendamos la última resurrección del cuerpo, con la que se completa la felicidad más plena, cuando la carne ya no tiene deseos contrarios a los del espíritu, ni el espíritu contrarios a los de la carne 35: Pues esto corruptible se revestirá de incorrupción y esto mortal de inmortalidad 36. Nohabrá otra ley en los miembros que oponga resistencia a la ley de la mente 37, porque en este lugar estableceré la paz -dice el Señor de los ejércitos- 38.

13. ¿Quién es tan sordo frente a las palabras divinas que ignore lo que los profetas dicen sobre el desprecio del oro y plata terrenos? Así ellos, para engañar a los hombres, presentan estas palabras del Apóstol: La avaricia es la raíz de todos los males; siguiendo la cual muchos se alejaron de la fe y se vieron envueltos en muchos dolores 39, como si fuese fácil encontrar un libro del Antiguo Testamento donde no se denuncie la avaricia y se la condene como digna de execración 40. Mas, puesto que ahora se trata en concreto del oro y de la plata, ¿por qué no prestan atención al profeta que dice: pero ni su plata ni su oro podrá librarlos en el día de la ira del Señor? 41 Si algún sediento (de Dios) escucha solamente este texto y lo introduce en las entretelas de su alma, ¿no se apartaría totalmente de los halagos de la falsa felicidad y, despojándose del hombre viejo 42 para revestirse de inmortalidad, se echaría en brazos de Dios? ¿Para qué seguir ocupándonos de esta cuestión? Creo que vuestra caridad tiene claro que la secta de los maniqueos actúa frente a los ignorantes no con la verdad, sino con el fraude: no presentan la Escritura entera a todos, anteponen la nueva a la antigua, espigando frases que pretenden mostrar como contrarias entre sí, para engañar a los ignorantes. Limitándonos sólo al Nuevo Testamento, no existe carta apostólica ni Evangelio en los que no se pueda conseguir ese resultado. Si de un único libro se toman sólo frases sueltas, al lector que no considera con suma atención todo el conjunto le parecerá que se contradice.