SERMÓN SOBRE LA DISCIPLINA CRISTIANA

Traducción: Teodoro C. Madrid, OAR

Argumento del sermón

I 1. Aprender a vivir bien para llegar a vivir siempre. Nos ha dicho la palabra de Dios en la Escritura, tomada para exhortación nuestra: Aceptad la disciplina en la casa de la disciplina1. Disciplina viene del latín discendo. Casa de la disciplina es la Iglesia de Cristo. ¿Qué es lo que aquí se aprende y por qué se aprende? ¿Quiénes son los que aprenden y de quién aprenden? Se aprende a vivir bien. Y para eso se aprende a vivir bien: para llegar a vivir siempre. Aprenden los cristianos. Enseña Cristo. Entonces atended a lo que os diga en pocas palabras, según me lo inspire el Señor: lo primero de todo, qué es vivir bien. Lo segundo, cuál es el premio de una vida buena. Lo tercero, quiénes son verdaderos cristianos. Lo cuarto, quién es el maestro verdadero.

Todos estamos en la casa de la disciplina; pero muchos no quieren tener disciplina. Y lo que es más perverso: no quieren tener disciplina ni en la casa de la disciplina. Como además deben aceptar la disciplina en la casa de la disciplina para guardarla también en sus casas, ellos, por el contrario, quieren tener indisciplina no solamente en sus casas, sino llevarla también consigo hasta la misma casa de la disciplina. Entonces, aquellos en quienes no es estéril la palabra de Dios son los que tienen un corazón de oro, que no son como el camino, donde los pájaros arrebatan la semilla cuando ha caído; que no son como el pedregal, donde la semilla no puede tener raíz profunda, y aunque brota a tiempo, se seca en el estío; que no son como el campo espinoso, donde la semilla, cuando ha germinado y ha comenzado a entallecer, es sofocada por la densidad de las zarzas, sino que son como la tierra buena preparada para recibir la semilla y dar fruto: ya el ciento, el sesenta o el treinta. (Recordad vosotros, los que no sin razón entráis en la escuela de la disciplina, que he mencionado estas comparaciones del Evangelio)2. Por tanto, los que son tales que acepten lo que el Señor se digna decir por mí. En efecto, siendo él el que siembra, ¿qué es lo que soy yo? Apenas la espuerta del sembrador. El se digna depositar en mí lo que él os va a esparcir. No queráis, pues, reparar en la vileza de la espuerta, sino en la caridad de la semilla y en la potestad del sembrador.

Qué es vivir bien

II 2. Los preceptos de vivir bien están compendiados en un mandato breve y claro. —¿Qué es el vivir bien que aquí se aprende? En la ley hay muchos preceptos, donde está contenida, se manda y se aprende la misma vida buena. Los preceptos, sin duda, son muchos, innumerables. Apenas hay alguno capaz de contar las páginas en que están contenidos, ¿cuánto menos los mismos preceptos? Sin embargo, Dios quiso resumirlos y abreviarlos para que nadie pueda excusarse, bien porque no les va el leer, bien porque no saben, bien porque no los pueden entender fácilmente. Repito que, para que nadie tenga excusa en el día del juicio, quiso Dios, como está escrito, compendiar y abreviar su palabra sobre la tierra, según lo había predicho el rofeta: Realmente el Señor hará una palabra compendiadora y abreviadora sobre la tierra3. Esta misma palabra compendiada y abreviada quiso Dios que no fuese oscura. Además, breve, fácil de leer y clara, para que nadie diga: No me ha sido fácil entenderla. Las Sagradas Escrituras son como un inmenso tesoro que encierra en sí muchos preceptos maravillosos, a modo de muchas gemas y preciosos collares y vasos finos de buen metal. Pero ¿quién es capaz de examinar tan inmenso tesoro, de servirse de él y de llegar a descubrir todo lo que en él hay? Cuando el Señor puso esta parábola en su Evangelio y dijo: El reino de los cielos es semejante a un tesoro encontrado en el campo4, para que nadie se creyese incapaz de encontrarlo, añadió en seguida otra comparación diciendo: El reino de los cielos es semejante a un comerciante buscador de finas margaritas, que encontró una margarita preciosa5, y vendió todo lo que tenía, y la compra, para que si eras un perezoso en buscar el tesoro, no lo seas en llevar debajo de la lengua una margarita, y entonces anda seguro adonde quieras.

El mandamiento del amor a Dios y al prójimo

III 3. Quién es el prójimo. —¿Cuál es esa palabra compendiadora y abreviadora? Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente; y amarás a tu prójimo como a ti mismo. En estos dos preceptos está toda la ley y los profetas6. Esto es lo que se aprende en la casa de la disciplina: amar a Dios y amar al prójimo A Dios como a Dios; al prójimo como a ti mismo. Efectivamente, no encontrarás a nadie igual a Dios para que se te pueda decir: Ama a Dios como le amas a ése. Sobre el prójimo se ha encontrado para tí una regla, porque has sido encontrado tú mismo, que eres igual a tu prójimo. Preguntas, ¿cómo amas a tu prójimo? Fíjate en tí mismo. Y como te amas tú, del mismo modo ama al prójimo. No hay por dónde equivocarte. Quiero además recomendarte a tu prójimo para que lo ames como a ti mismo. Lo quiero, pero aún tengo miedo. Quiero decirte: ama a tu prójimo como te amas a ti mismo. Y tengo miedo: porque todavía quiero discutirte cómo te amas a ti mismo. No lo tomes a mal. Tú mismo, a quien va a ser encomendado el prójimo, no vas a ser perdonado fácilmente: no hay, pues, que tratarlo contigo de pasada. Tú eres un solo hombre, tus prójimos son muchos: porque en primer lugar no debes entender al prójimo algo así como a un hermano tuyo, consanguíneo o pariente legal. Porque todo hombre es prójimo para todo hombre. Se llaman prójimos el padre y el hijo, el suegro y el yerno. Nada hay tan prójimo como un hombre y otro hombre. Y si creemos que no son prójimos sino los que nacen de los mismos padres, vamos a fijarnos en Adán y Eva, y todos somos hermanos. Realmente hermanos en cuanto que somos hombres, y ¿cuánto más porque somos cristianos? En cuanto que tú eres hombre, Adán fue el único padre y Eva la única madre; en cuanto que tú eres cristiano, Dios es el único Padre y la Iglesia la única Madre.

El amor a sí mismo

IV 4. Cómo debe amarse a sí mismo aquel a quien se le ordena amar al prójimo como a sí mismo. —Fijaos bien cuántos prójimos tiene cada hombre. Todos los hombres a quienes haya encontrado o a quienes haya podido unirse son prójimos tuyos. ¿Cómo, pues, poner en tela de juicio si se ama a sí mismo aquel a quien le han sido confiados tantos prójimos para que los ame así como se ama a sí mismo? Que ninguno se ofenda si le discuto cómo se ama a sí mismo. Ciertamente que yo lo discuto, pero que él mismo se reconozca. ¿Para qué discutirlo si lo voy a reconocer? Precisamente lo discuto para que él mismo se interpele, él mismo se descubra a sí mismo, él mismo no se oculte, él mismo no se esconda, él mismo se ponga ante sus propios ojos y no a sus espaldas. Cuando yo estoy hablando, que él haga eso; cuando yo lo ignore, que haga lo propio. ¿Cómo te amas? Tú, quienquiera que me oigas, más aún, quienquiera que oye a Dios por mí en esta casa de la disciplina, fíjate en ti, cómo te amas tú. Porque de cierto que si te pregunto si tú te amas, responderás que te amas. Porque, ¿quién se odia a sí mismo? Luego tú, si te amas, no amas la iniquidad. Porque si amas la iniquidad, no te lo digo yo, escucha el salmo: El que ama la iniquidad, odia a su alma7. Luego si amas la iniquidad, escucha la verdad: la verdad que no te halaga, sino que te dice abiertamente: tú te odias. Cuanto más dices tú que te amas, te estás odiando, porque: el que ama la iniquidad, odia a su alma. ¿Qué voy a decir de la carne, que es la parte más inferior del hombre? Si odia al alma, ¿cómo ama a la carne? Finalmente, los que aman la iniquidad y odian a su propia alma, ejercitan toda torpeza con su carne. Así, pues, tú, que amas la iniquidad, ¿cómo querías que se te encomendase el prójimo para que lo amases como a ti mismo? Hombre, ¿cómo es que te pierdes? Porque si tú mismo te amas de modo que te pierdes, ciertamente que vas a perder también a aquel a quien amas como a ti mismo. No quiero, pues, saber a quién amas, ¡perece tú solo! O más bien, ¡corrige el amor; de lo contrario, renuncia a toda compañía!

Amor pernicioso al prójimo

V 5. El hombre bestial. —Me vas a decir: yo amo al prójimo como a mí mismo. Lo sé, lo sé; tú quieres emborracharte con aquel a quien amas como a ti mismo. ¡Vamos a pasarlo hoy bien y a beber cuanto podamos! Fíjate que al amarte así, y al arrastrar al otro contigo, también le estás invitando a lo que tú amas. ¡Es necesario que al que amas como a ti mismo le invites también a lo que a ti te gusta! ¡Eres hombre muy humano o más bien eres bestial!, porque amas las mismas cosas que las bestias. Y, ciertamente, Dios hizo a las bestias postradas hasta la cara cuando se procuran el pasto de la tierra, y a ti te elevó de la tierra sobre dos pies. Quiso que tu cara se dirigiese hacia arriba. Que tu corazón no discorde de tu cara, ¡no vayas con la cara hacia arriba y con el corazón hacia abajo! Más aún: escucha la verdad y haz lo verdadero. ¡Arriba el corazón! No seas un mentiroso en la casa de la disciplina. En efecto, cuando escuchas, responde; pero que sea verdad lo que respondes. Amate de este modo y amarás al prójimo como a ti mismo. ¿Qué es tener arriba el corazón sino lo que he dicho antes: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente?8 Porque son dos los preceptos: ¿si dijera uno solo, no sería suficiente? También es suficiente uno solo si se entiende bien. Pues a veces la Escritura habla de este modo, como el apóstol Pablo: No cometerás adulterio, no cometerás homicidio, no fornicarás. Y si queda algún otro mandamiento, está recapitulado en esta expresión: amarás a tu prójimo como a ti mismo. El amor del prójimo no obra el mal. Porque la plenitud de la ley es la caridad9.

¿Qué es la caridad? El amor. Parece que no ha dicho nada del amor de Dios, sino que ha dicho que es suficiente sólo el amor del prójimo para cumplir la ley. Cualquier otro mandamiento está recapitulado en esta expresión, está cumplido en esta sola frase. ¿En cuál? Amarás a tu prójimo como a ti mismo10. He ahí un solo mandamiento. Y ciertamente son dos los preceptos en los cuales está resumida toda la ley y los profetas.

El hombre debe amar a Dios para ser feliz

VI. Fijaos cómo está más abreviado, y todavía somos perezosos. Ved que eran dos y se han reducido a uno. ¡Adelante! Ama al prójimo, y ¡te basta! Pero ámalo como te amas a ti mismo, no como te odias a ti mismo. Ama a tu prójimo como a ti mismo; pero lo primero es que te ames a ti mismo.

6. No hay que amar al dinero de modo que no estés dispuesto a compartirlo con el prójimo. —Tienes que examinar cómo te amas a ti mismo. Y tienes que oír: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente11. Pues como el hombre no pudo hacerse a sí mismo, tampoco puede hacerse feliz a sí mismo. Una realidad, que no es el mismo hombre, lo hizo hombre; otra realidad, que no es el mismo hombre, lo ha de hacer feliz. Ciertamente que él mismo, al errar, ve que no puede ser feliz por sí mismo, y ama otra cosa para ser feliz. Ama eso en el punto mismo en que cree que se hace feliz. Y ¿qué creemos que ama en el momento en que cree que se hace feliz? La riqueza, el oro, la plata, las posesiones; brevemente lo repito: la riqueza. Pues todo lo que poseen los hombres en la tierra, todo de lo que son dueños, se llama riqueza (o pecunia). Sea un siervo, un vaso, un campo, un árbol o ganado; cualquier cosa de éstas se llama pecunia—riqueza. Y ¿de dónde la riqueza fue llamada pecunia por primera vez? Porque los antiguos todo lo que tenían lo tenían en pécoras (o ganado), de ahí viene pecunia. De pécora se llama pecunia. Leemos que los antiguos patriarcas fueron pastores ricos. Luego amas la riqueza, oh hombre; y riqueza para ti es aquello que crees que te puede hacer feliz, y la amas mucho. Querías amar a tu prójimo como a ti mismo, divide con él tu riqueza. Discutía qué cosa es: has sido encontrado; has aparecido ante tus ojos, te has visto y te has valorado. No estás dispuesto a compartir con el prójimo tu riqueza. Pero ¿qué es lo que le responde la avaricia benigna? ¿Qué es lo que me responde? Si lo llego a dividir con él, habrá menos tanto para mí como para él; queda disminuido lo que amo, pues ni él lo tendrá todo ni yo tampoco. Pero porque le amo como a mí mismo, le deseo que tenga tanto que ni lo mío se disminuya y que él mismo se nivele conmigo.

La envidia es un vicio diabólico que procede de la soberbia

VII 7. Hay quienes desean bien al necesitado, pero no le dan nada. —Te deseo la mejor manera de que no pierdas nada; y ojalá que digas la verdad o que, al menos, la desees. Porque temo que tengas envidia. ¿Cómo va a ser social tu felicidad a la que molesta la felicidad ajena? ¿O es que cuando tu vecino ha comenzado a enriquecerse y que ya va a levantar cabeza y a ir detrás de ti, no temes quizá que te siga y que te pase? ¡De seguro que amas al prójimo como a ti mismo! Pero yo no estoy hablando de los envidiosos, ¡que Dios aparte esta peste de las almas de todos los hombres, cuánto más de los cristianos: el vicio diabólico del cual solamente el diablo es reo, y eternamente reo! Porque no se le ha dicho al diablo para ser condenado: has cometido adulterio, has robado, te has apropiado de la villa ajena, sino: tú, caído, has envidiado al hombre que estaba en pie. La envidia es el vicio diabólico; pero tiene su propia madre. La madre de la envidia se llama soberbia. La soberbia hace envidiosos. Sofoca a la madre y no serás de la hija. Por esto Cristo enseñó la humildad. Yo no hablo a los envidiosos, hablo a los que desean el bien. Hablo a aquellos que desean bien a los amigos para que lleguen a tener tanto cuanto tienen ellos mismos. Desean bien a los necesitados, para que tengan también cuanto tienen ellos; pero no quieren darles de lo que ellos tienen. ¿Por eso te vanaglorias, hombre cristiano, porque deseas bien? Es mejor que tú el mendigo, que te desea muchas cosas y no tiene nada. Tú quieres desear bien al que no recibe nada de ti: da algo al que te desea bien. Si es bueno desear bien, dale la recompensa. Te desea bien el pobre, ¿por qué tiemblas? Voy más lejos: estás en la casa de la disciplina. Añado algo a lo que he dicho: da al que te desea bien. Es Cristo. El, que te lo ha dado, te lo pide a ti. Avergüénzate. El, siendo rico, quiso ser pobre para que tú tuvieses pobres a quienes dar. Da algo a tu hermano, da algo a tu prójimo, da algo a tu compañero. Tú eres rico, él es pobre. Esta vida es el camino, y camináis juntos.

La limosna aligera la carga de las riquezas

VIII 8. Excusa cruel de los avaros so pretexto de piedad. —Dices tal vez: Yo soy rico y él es pobre. Camináis juntos, ¿sí o no? ¿Qué es eso que dices: yo soy rico y él es pobre, sino: yo voy cargado y él va ligero? Yo soy rico y él es pobre. Recuerdas tu carga y alabas tu peso. Y lo que es más grave: ¡has sujetado a ti tu carga y por eso no puedes alargar la mano! Cargado y atado, ¿de qué te vanaglorias? ¿De qué te alabas? Suelta tus ataduras y disminuye tu carga. Da al compañero, así le ayudas y tú te aligeras. Mientras haces ponderados elogios de tu carga, Cristo sigue pidiendo todavía, y no recibe; y tú, so pretexto de piedad, ofendes cruelmente y dices: Y ¿qué voy a dejar para mis hijos? Yo le pongo delante a Cristo y él me opone sus hijos. Y ¿ésta es la gran justicia: que tu hijo tenga donde retozar orondo y que padezca necesidad tu Señor? Cuando lo hicisteis a uno de estos mis más humildes, a mí me lo hicisteis. ¿No lo has leído, no lo has advertido? Cuando no lo hicisteis a uno de mis más humildes, no me lo hicisteis a mi12. ¿No lo has leído y no has temblado? Mira quién es el que tiene necesidad, y ¿tú enumeras a tus hijos? Bien: enumera a tus hijos; pero añade uno más entre ellos, añade a tu Señor. Tienes uno, que él sea el segundo; tienes dos, que sea él el tercero; tienes tres, sea él el cuarto. ¡No te agrada oír nada de esto! Pues mira cómo amas a tu prójimo, a quien tú haces socio para tamaña perdición!

9. Crueldad de los avaros. —¿Te voy a decir que: Amas a tu prójimo? ¿Qué vas a decirle al oído, hombre avaro, sino: Hijo, o hermano, o padre, nuestro bien en esta vida es que vivamos bien? Cuanto mayor bien tengas, tanto más feliz seras. Parte la luna y haz fortuna. Esto se lo vas a contar a tu prójimo, pero eso no lo has aprendido en la casa de la disciplina ni lo has oído aquí.

Hay que evitar la conversación peligrosa de los avaros

IX. No quiero que ames así a tu prójimo. ¡Oh! Si pudiese hacer que no te juntaras con ninguno! Las malas conversaciones corrompen las costumbres buenas13. Pero no puedo, no puedo evitar que te juntes a quien le cuentes estos males que no quieres olvidar; y no solamente quieres no ser enseñado, sino que hasta te jactas de enseñarlos tú. No quiero, mejor aún, sí lo quiero, pero no puedo separarte de los oídos de los demás. Voy a amonestar a ésos, a cuyos oídos intentas rondar, en cuyos oídos maquinas penetrar y en cuyos corazones a través de los oídos te dispones a entrar. Tú, que recibes la palabra sana en la casa de la disciplina: Cerca tus oídos con espinos. Las malas conversaciones corrompen las costumbres buenas. Cerca tus oídos con espinos14. Cércalos, pero cércalos con espinos, para que quien se atreviere a entrar inoportunamente, no sólo sea rechazado, sino que también se vea compungido. Apártalo de ti. Dile: tú eres cristiano, yo soy cristiano. Nosotros no hemos recibido nada de esto en la casa de la disciplina; no aprendimos eso en aquella escuela a la cual entramos gratuitamente. No aprendimos eso a los pies de aquel maestro cuya cátedra está en el cielo. No me hables de eso o no te acerques a mí. Esto quiere decir: Cerca tus oídos con espinos.

10. La ceguera de los avaros. —Me dirigiré a él. Eres un avaro, amas la riqueza y ¿quieres ser feliz? Ama a tu Dios. La riqueza no te hace feliz. Tú a ella la haces atractiva, ella a ti no te hace feliz. Pero porque amas mucho la riqueza, y veo que estás dispuesto a caminar adonde te ordenare tu concupiscencia, ¡perezoso!, camina adonde te reclama la caridad. Mira y advierte cuánta diferencia hay entre tu riqueza y tu Dios. Este sol es más hermoso que tu riqueza, y, sin embargo, este sol no es tu Dios. Pues si esta luz es más hermosa que tu riqueza, ¿cuánto más hermoso es aquel que hizo esta luz? O ¿acaso quieres comparar tu riqueza con la luz? Advierte que el sol se pone; enséname ahora tu riqueza. Es brillante, pero de noche le quito el brillo. Ciertamente que tú eres rico, muéstrame tus riquezas. Ahora bien: si careces de luz, lo mismo que si no tienes con qué ver lo que tienes, ¿dónde están tus riquezas?

Contra la ceguera de los avaros

X. Y, sin embargo, siendo tan horrenda la profundidad de la avaricia, no aparece ante los ojos ni sale a borbollones en las almas. Hemos visto que los avaros son también ciegos. Que me expliquen cómo los avaros son ciegos, por qué no ven. Porque lo que tiene el avaro a la vez no lo tiene, por eso el avaro es ciego. ¿Por qué? Porque cree tenerlo, por eso es avaro. La fe lo hace rico: creyendo es rico, no viendo. ¿Cuánto mejor el que cree en Dios? Tú no ves lo que posees y yo te predico de este modo a Dios. Aún no ves: ama y verás. ¡Ciego! Tú amas la riqueza que no verás jamás. Tú posees siendo ciego, morirás ciego; lo que posees, aquí lo vas a dejar. No lo tenías tampoco cuando vivías, porque no veías lo que tenías.

11. Amar a Dios como a la riqueza. —¿Qué te dicen de Dios? Atiende a esto de la misma Sabiduría: Amala como a la riqueza15. Es indigno, es injurioso comparar a la Sabiduría con la riqueza; en cambio, sin injuria alguna el amor es comparado con el amor. En efecto, os veo ahora que amáis la riqueza de tal modo que, ordenándolo el amor a la riqueza, tomáis trabajo, sufrís ayuno, pasáis el mar, os atrevéis a enfrentaros a los vientos y al oleaje; sé cómo elegís lo que vais a amar, pero no sé qué añadir al amor con que amáis. Amadme así, yo no quiero ser amado más, dice Dios. Hablo a los malvados, hablo a los avaros: amáis la riqueza, amadme a mí otro tanto. De cierto que yo soy incomparablemente mejor; pero no quiero de vosotros un amor mayor. Cuanto amáis la riqueza, amadme a mí otro tanto. Que al menos nos avergoncemos, que confesemos y golpeemos el pecho en lugar de poner una losa sobre nuestros pecados. El que golpea el pecho y no se corrige, consolida los pecados, no los quita. Golpeemos el pecho, azotémonos y corrijámonos para que no nos castigue después aquel que es el maestro.

Hemos dicho qué se aprende aquí. Diremos por qué se aprende.

Aprender las letras humanas para un fin temporal

XI 12. El miedo a la muerte. —¿Para qué fuiste a la escuela, y fuiste castigado y llevado por tus padres; aunque huías, eras buscado, y una vez encontrado, eras traído a la fuerza, y llevado eras extendido? ¿Por qué fuiste azotado? ¿Por qué sufriste tantos males en la niñez? Para que aprendieses, ¿Qué ibas a aprender? Las humanidades. ¿Para qué? Para conseguir riquezas y honores, para alcanzar las mayores dignidades. Mira que tú vas a perecer, por una cosa perecedera has aprendido con tantos castigos y tanto trabajo, que todo eso es perecedero, y, sin embargo, el que te llevaba a la fuerza a tantos castigos te amaba. El mismo que te amaba te llevaba a la fuerza al castigo, para que fueras azotado; lo hacía porque te amaba; para que aprendieses, ¿qué? Las humanidades. ¿Las humanidades son cosa buena? Son buenas. Ya sé que me lo vas a decir: porque también vosotros, obispos, ¿no habéis leído letras? ¿Por qué no tratáis las divinas Escrituras con la misma literatura? Así es en verdad. Pero no aprendimos letras para eso. En realidad, nuestros padres, cuando nos enviaban a la escuela, no nos decían: Aprended letras para que consigáis leer los códices del Señor lo mejor que podáis. Tampoco los cristianos dicen eso a sus hijos, sino: Aprended letras, ¿para qué? Para que seas un hombre. Pues qué, ¿es que ahora soy una bestia? Lo repito: para que seas un hombre, a saber: para que seas eminente entre los hombres. De donde aquel proverbio: cuanto más tengas tanto mayor serás. Para que tengas cuanto tienen los demás, o cuanto tienen unos pocos, o más que tienen los demás, o más que tienen esos pocos. Para que obtengas por ello honor, para que obtengas por ello dignidad. Y ¿dónde estarán todas estas cosas cuando llegue la muerte? ¿Cómo estimula este miedo, cómo interpela este miedo? ¿Cómo el solo nombre recordado por mí ha sacudido los corazones de todos? ¿Cómo habéis declarado vuestro temor con el gemido como testigo? Lo he oído, lo he oído; habéis gemido y teméis la muerte. Si teméis, ¿por qué no lo evitáis? Teméis la muerte, ¿qué teméis? Que ha de venir; que la tema o no la tema, tiene que venir; tarde o pronto, ha de venir. Si la temes, no obrarás de manera que lo que temes no exista.

La muerte buena va precedida de una vida buena

XII. 13. La muerte de los justos y de los mártires. —Teme más bien aquello que depende de tu voluntad. ¿El qué? Pecar. Teme pecar, porque si has amado el pecado, te precipitarás en la muerte segura, que podrías evitar si no amaras el pecado. Pero ahora, tú que eres perverso, amas más la muerte que la vida. Que no sea así, te respondo. ¿Qué hombre hay que ame más la muerte que la vida? A lo mejor te convenzo de que tú amas más la muerte que la vida. Mira cómo te convenzo: Tú amas la túnica tuya, y quieres que sea buena. Amas tu villa, y quieres que sea buena; amas a tu hijo, y quieres que sea bueno; amas a tu amigo, y lo quieres bueno; amas tu casa, y la quieres buena. ¿Es que también quieres tener una muerte buena? Porque cada día pides: «Ya que la muerte ha de llegar, que Dios me dé una muerte buena», porque la muerte ha de llegar. Y también: «Que Dios aleje de mí una muerte mala». Luego amas más tu muerte que tu vida. Temes morir mal y no temes vivir mal. Corrige el vivir mal y teme morir mal. De seguro que no quieres temer: pues no puede morir mal el que haya vivido bien. Lo confirmo del todo y me atrevo a decirlo: He creído, por eso hablé: que no puede morir mal el que haya vivido bien. También te dices para ti mismo: ¿No han naufragado muchos justos? Con seguridad que no puede morir mal el que haya vivido bien. ¿No ha matado a muchos justos la espada enemiga? De seguro que no puede morir mal el que haya vivido bien. Y los ladrones, ¿no han asesinado a muchos justos? Las fieras, ¿no han despedazado a muchos justos? Es seguro que no puede morir mal el que haya vivido bien. Yo te respondo: ¿De verdad que a ti te parece mal esa muerte? ¿Naufragar, morir a espada, ser despedazado por las fieras te parece a ti una muerte mala? ¿Acaso no padecieron esas muertes los mártires cuyos natalicios celebramos? ¿Qué género de muerte no han padecido? Y, no obstante, si somos cristianos, si recordamos que estamos en la casa de la disciplina, al menos cuando estamos aquí, cuando lo oímos aquí y si no lo olvidamos cuando salgamos de aquí, si recordamos que aquí lo hemos oído, ¿no creemos dichosos a los mártires? Investiga la muerte de los mártires; interroga a los ojos de la carne: han muerto mal. Interroga a los ojos de la fe: La muerte de sus santos es preciosa a los ojos de Dios16. Si los imitas, todo eso que temes en la muerte, no lo temas en absoluto. Ea, obra bien para que tengas una vida buena. Y cualquiera que sea la circunstancia al salir de este mundo, vas al descanso, vas a la felicidad que no tiene temor ni fin. Efectivamente, en cierto modo es buena la muerte del rico entre púrpura y lino y es mala la muerte del sediento y del que desea una gota de agua en medio de los tormentos. En cierto modo, es mala la muerte del mendigo, echado a la puerta del rico, lamido por los perros, y deseando con hambre y sed las migajas de la mesa. Mala es la muerte, debe ser desterrada la muerte. Pero mira el fin: eres cristiano, enfoca el ojo de la fe. Sucedió que murió aquel pobre, y fue llevado por los ángeles al seno de Abrahán17. ¿De qué le servía al rico su sepulcro de mármol, muerto de sed en los infiernos? ¿Qué lejos estaban los harapos y la podre de sus llagas para el pobre que descansaba en el seno de Abrahán? Vio a lo lejos que descansaba aquel a quien había despreciado cuando yacía echado. Ahora elige la muerte y dime: ¿quién ha muerto bien y quién mal? Creo que mucho mejor el pobre que el rico. ¿Quieres ser enterrado con aromas y pasar sed en los infiernos? Responderás: No, ¡qué horror! Pienso que sabrás elegir. Luego aprenderás a morir bien cuando hayas aprendido a vivir bien. Porque el premio a una vida buena es la vida eterna.

Los oyentes buenos y malos

XIII 14. Quiénes aprenden y quiénes no. —Los que aprenden son cristianos: quienes oyen y no aprenden, ¿le importan al sembrador? No es el camino lo que atemoriza la mano del sembrador, no son las piedras ni las espinas: él siembra lo que es suyo. El que no ha temido caer en tierra mala no llega nunca a tierra buena. Yo al menos os hablo y os arrojo la semilla, siembro. No faltan quienes desprecian, quienes critican, quienes se ríen. Si tememos a ésos, no llegaremos a sembrar nada y en la siega tenemos que tener hambre. Luego la semilla cae en tierra buena. Ya sé que quien oye y oye bien, se aparta y progresa. Se aparta de la iniquidad y progresa en la verdad; se aparta del mundo y progresa para Dios.

el maestro verdadero

XIV 15. Quién es el Maestro verdadero. —En verdad, ¿quién es el maestro que enseña? No un hombre cualquiera, sino un apóstol. Realmente es un apóstol el que habla, y, sin embargo, no es un apóstol el que enseña. ¿Queréis tener acaso una prueba de que aquel que habla es Cristo?18 Cristo es el que enseña; tiene la cátedra en el cielo, como he dicho poco antes. Su escuela está en la tierra, y su escuela es su mismo cuerpo. La Cabeza enseña a sus miembros, la lengua habla a sus pies. Cristo es el que enseña: escuchemos, temamos, obedezcamos. Y ¡cuidado con despreciar también al mismo Cristo!, el cual nació en la carne por ti, fue envuelto en los pañales de la mortalidad; tuvo hambre y tuvo sed por ti; fatigado por ti, se sentó junto al pozo; cansado por ti, se durmió en la barca; oyó por ti injurias como un indeseable; por ti no apartó de su faz los salivazos de los hombres; recibió en su rostro bofetadas por ti; por ti colgó en la cruz; por ti entregó el alma; por ti fue puesto en el sepulcro. ¿Vas a despreciar acaso todo esto en Cristo? ¿Quieres saber quién es él? Recuerda el Evangelio que has oído: El Padre y yo somos uno19 .

16. Conclusión. —Vueltos al Señor, pidámosle por nosotros y por todo su pueblo, presente con nosotros en los atrios de su casa: a la cual se digne guardar y proteger por Jesucristo su Hijo, Señor nuestro, que con él vive y reina por los siglos de los siglos. Amén.