Agustín no abandonó el maniqueísmo por temor o ambición
1. Me agrada tu benevolencia hacia mí, tal como aparece en tu carta. Pero en la medida en que conviene que te devuelva el amor que me tienes, en esa misma medida siento tristeza porque te adheriste con tenacidad a sospechas falsas, en parte contra mí y en parte contra la verdad que no puede cambiar. Desprecio fácilmente lo que, sin ser verdad, piensas que hay en mi alma; aunque no se dé en mí, es posible que se dé en el hombre eso que tú piensas. Por tanto, aunque yerras por lo que a mí se refiere, tu error no es tal que tu opinión me excluya del número de los hombres, puesto que piensas de mí lo que puede darse en el alma humana, aunque de hecho no se dé en la mía. No es, pues, necesario que me esfuerce demasiado en quitarte esa sospecha. Tu esperanza no pende de mí, ni el ser bueno tú depende de que lo sea yo. Piensa sobre Agustín lo que se te antoje; a mí me basta con que la conciencia no me acuse a los ojos de Dios. Es lo que dice el Apóstol: Para mí es lo de menos el ser juzgado por vosotros o por día humano1. Yo no te pagaré con la misma moneda, hasta el punto de atreverme a juzgar de tu mente algo malo que no puedo ver. No estoy afirmando que hayas querido herirme astutamente; no tengo de ti otra opinión, que la que se deriva de tus palabras. Por ello, aunque no sean justas tus sospechas sobre mí, según las cuales abandoné la herejía maniquea por el temor de mi carne a que me sobreviniese alguna molestia por estar en vuestra compañía, o por ambicionar el honor que he alcanzado en la Iglesia católica, no te pago con los mismos sentimientos. Creo que tu sospecha llevaba intenciones benévolas y juzgo que lo escribiste no para acusarme, sino con el ánimo de corregirme. Ahora bien, si tú me otorgases la benevolencia de creerme, dado que recriminas a lo oculto de mi alma, que no puedo sacar fuera y mostrar a tus ojos, cambiarías de opinión respecto a ella y nunca más afirmarías temerariamente lo que desconoces.
Agustín abandonó el maniqueísmo por temor de Dios y ansia de su honor
2. En efecto, reconozco que abandoné a los maniqueos por temor; pero por temor a las palabras proferidas por el Apóstol: El Espíritu dice claramente que en los últimos tiempos algunos se apartarán de la je prestando atención a los espíritus seductores y a las doctrinas de los demonios en la hipocresía de sus embustes; tendrán cauterizada su conciencia, prohibirán casarse y se abstendrán de alimentos creados por Dios para que los tomen con acción de gracias los fieles y cuantos han conocido la verdad. Pues toda criatura de Dios es buena y nada ha de rechazarse, si se toma con acción de gracias. Aunque quizá se refiriese también a otros herejes, con estas palabras describió sobre todo a los maniqueos de forma breve y clara. Así, pues, llevado de este temor, cuando más tarde pude probarlo en mi pueril ingenio, me desvinculé de aquella compañía. Reconozco también que ardía en ansias de honor, razón de mi separación; pero de aquel honor del que dice el mismo Apóstol: Gloria, honor y paz a todo el que obra bien2. Mas ¿quién intentará obrar el bien si piensa que el mal no se halla en la voluntad mutable, sino en la naturaleza inmutable? Por eso dijo el Señor a quienes siendo malos, pensaban hablar cosas buenas: Haced el árbol bueno y su fruto (será) bueno, o haced el árbol malo y su fruto (será) malo3. En cambio, a losmalos convertidos ya en buenos dice el Apóstol: Pues en otro tiempo fuisteis tinieblas, mas ahora sois luz en el Señor4. Si noquieres creer lo que te digo sobre mi alma, piensa lo que te agrade; cuídate solamente de lo que piensas acerca de la verdad. Que no te aprisione otra tentación que la humana5. Es error humano creer que fue realidad en mi alma lo que era posible, pero de hecho no se dio; mas cuando juzgas que es verdad la fábula persa, sacrílega y sumamente falsa, además de falaz, tejida y elaborada con mentiras muy contaminadas, acerca no de un hombre, sino del sumo Dios, no es cosa de pasar ahora por alto, ni ha de considerarse como algo sin importancia tan gran muerte del alma. Es una cuestión que puedo tratar contigo. Porque como en lo referente a mi alma no puedo decirte otra cosa, sino que me creas, y, si no quieres, no hallo qué pueda hacer, así cuando juzgas algo falso acerca de la misma luz de las almas que las mentes racionales ven con tanta mayor claridad cuanto más puras son, no se te puede demostrar, aunque escuches con paciencia, cuán lejos está de la verdad lo que piensas. Pues como yo no puedo experimentar lo que siente tu ojo ni tú lo que siente el mío, sino que al respecto sólo podemos creernos o no creernos, y, sin embargo, podemos mostrarnos mutuamente la imagen que se ofrece a los ojos visibles de cada uno de nosotros, de igual manera, creámonos mutuamente, si te agrada, sobre las afecciones propias de nuestras almas; si, por el contrario, no te agrada, no otorguemos esa fe. Pero, una vez serenadas las mentes, tras haber disipado la niebla de la obstinación, pongamos juntos nuestra atención en la razón de la verdad, que no es ni tuya ni mía, que se nos propone a cada uno de nosotros para que la contemplemos.
Jesucristo, rey de las luces
3. No te presentaré más documentos que dejen al descubierto los errores de Manés, que los que tomo de tu misma carta. En ella tú das «gracias a la inefable y sacratísima Majestad y a su primogénito Jesucristo, el rey de todas las luces». Dime, ¿de qué luces es rey Jesucristo? ¿De las luces que hizo o de las que engendró? Yo afirmo que Dios Padre engendró un hijo igual a sí; que por él creó, es decir, constituyó e hizo la criatura inferior que ciertamente no es lo que es el que la hizo y por quien la hizo. Así, dado que él hizo los siglos, con razón el Apóstol le llama rey de los siglos6, como superior respecto a los inferiores y con poder para gobernar, ejercitándolo sobre aquellas cosas que necesitan su gobierno. En cambio, puesto que tú llamas a Jesucristo rey de las luces, si es que las engendró, ¿por qué no son iguales a él? Y si las consideras iguales, ¿cómo es su rey? El rey ha de regir necesariamente y de ninguna manera puede darse que las cosas regidas sean iguales a quien las rige. Si no las engendró, sino que las hizo, pregunto de qué las hizo. Si las sacó de sí mismo, ¿por qué le son inferiores? ¿Por qué degeneraron? Si no las sacó de sí mismo, dime de dónde. ¿Acaso ni hizo ni engendró las luces sobre las que reina? En esta eventualidad tienen un origen y una naturaleza propia, pero menos poderosa en cuanto que soportan o desean ser regidas por un vecino más poderoso. Si así es, ¿no adviertes que, dejando de lado la raza de las tinieblas, hay ya dos naturalezas, que una necesita de la ayuda de la otra, pero que ninguna tiene su principio en la otra? Sin duda tú rechazarás esta opinión porque se opone totalmente a Manés que intenta persuadir de la existencia de dos naturalezas, sí, pero no de estas dos: el rey de las luces y las luces gobernadas, sino de estas otras: el reino de las luces y el reino de las tinieblas. Hallarás tu refugio en afirmar que estas luces son engendradas. Cuando te preguntare por qué son más débiles, tal vez intentarás sostener que son iguales. Y cuando te replique: «¿Por qué motivo son regidas?», negarás que lo sean. A esto replicaré todavía: «¿Por qué tienen rey?» Aquí ya no veo qué salida quede a tu ingenuidad, sino la de arrepentirte de haber puesto tal entrada en tu carta, entrada por la que ni tú mismo puedes salir. Pero incluso cuando te hayas arrepentido y hayas dicho que no conviene considerar vencido a Manes por el simple hecho de que tú, incauto, hayas puesto algunas palabras en tu carta, citaré innumerables textos de los mismos libros de Manés en los que habla del reino de la luz. Reino del que afirmó que era contrario por naturaleza al reino de las tinieblas. Ni siquiera habla de un reino, sino de reinos, puesto que en la misma Carta del ruinoso Fundamento dice, hablando del Padre: «En sus reinos no hay nadie indigente o inferior». ¿Existe alguien tan ciego que no comprenda que donde hay reinos los reyes no pueden ser absolutamente iguales a aquellos sobre los que reinan? Si quieres prestar atención, ¿qué hay tan cercano y tan adecuado a la honestidad de tu corazón como el no arrepentirte de haber puesto tales palabras en tu carta? Jesucristo es con toda verdad el rey de las luces, que en ningún modo son iguales a él, sino que le están sometidas; él es el rector de esas luces bienaventuradas. Has de arrepentirte más bien de haber seguido a Manés; sus maquinaciones, tendentes a engañar, las derriba en su totalidad, como con un único golpe de ariete, la verídica frente de tu carta. Pues Cristo es el rey de las luces; él no engendró de sí mismo las luces inferiores de las que iba a ser rey, ni asumió para reinar sobre ellas las luces cercanas a sí, a las que ni engendró ni hizo. De lo contrario, habría dos géneros de bien, ninguno de los cuales procedería ni necesitaría del otro, cosa que se aparta de la senda de la verdad. No queda, pues, sino que las luces sobre las que reina, ciertamente buenas, no han sido engendradas por él, puesto que le son inferiores, y como le son propias, no las ha usurpado Dios, sino que las ha hecho y creado.
Dios hizo las cosas de la nada, pero buenas
4. Si quisieras preguntar de qué las hizo y comenzases a pensar en la ayuda de alguna materia no hecha por él, de modo que te pareciere que el omnipotente no hace lo que quiere si no le socorre algo no hecho por él, vuelves a sufrir las espesas nieblas del error. Pero con sobria mirada intelectual, el dicho profético añadió muy justamente a propósito de la sublime e inefable Majestad: El habló y las cosas se hicieron, él lo mandó y fueron creadas7. De esta manera verás en qué sentido se dice en la fe católica que Dios hizo de la nada todas las cosas muy buenas8. Pues, si las hizo de algo, las hizo o de sí mismo, o no de sí mismo. Y, si las hizo de sí mismo, no las hizo, sino que las engendró. Entonces, ¿por qué las engendró inferiores? Pues no podría ser su rey si no fuesen inferiores a él. Si no las hizo de sí mismo, tampoco de otra cosa que él no hubiera hecho; de lo contrario, lo habría hecho de algo ajeno a sí mismo, y habría ya un bien que él no habría hecho, para constituir su reino. Si la realidad es así, comienza a no ser el creador de las obras buenas, porque habría un bien no creado por él. En efecto, nunca habría hecho de un mal ajeno las luces sobre las que reina. Sólo queda, pues, que si las hizo de alguna otra cosa, las hizo de algo que ya él había hecho.
Jesucristo, unigénito y primogénito
5. De ahí resulta el que confesemos que Dios hizo de la nada los primeros orígenes de las cosas que él pensaba crear. Al decir que Jesucristo es el primogénito de la inefable y sacratísima Majestad, quizá quieres que su ser primogénito se refiera no a la asunción del hombre en la que, según lo dice el Apóstol y según lo cree la fe católica, se dignó tener como hermanos, de quienes él fue el primogénito, a los llamados por la adopción9, sino a la misma excelencia de la divinidad, de forma que aquellas luces sobre las que reina sean hermanas suyas, no creadas por el Padre por su mediación, sino engendradas por el Padre después de él. El sería el primero en haber sido engendrado y las demás lo habrían sido después, pero todos de la propia y misma sustancia del Padre. Si esto es lo que crees, ante todo contradices el Evangelio, en el que se le denomina también unigénito: Y vimos su gloria —dice— como la que tiene de su Padre el Hijo unigénito, pues en ningún modo diría verdad, si su sempiterna Fuerza y Divinidad por la que es consustancial al Padre y existe antes de toda criatura, tuviese hermanos de la misma sustancia. La palabra de Dios atestigua que es a la vez unigénito y primogénito —unigénito porque carece de hermanos, primogénito porque los tiene— ; por tanto, no hallarás cómo entender ambas cosas afirmadas de él, refiriéndolas a la misma naturaleza de la divinidad. En cambio, la fe católica que distingue entre el creador y la criatura no tiene dificultad para entender estos dos nombres. El término unigénito lo entiende referido a aquel texto: En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba junto a Dios y la Palabra era Dios10; en cambio, primogénito de toda criatura, lo entiende de acuerdo con estas palabras del Apóstol: para que él sea primogénito de muchos hermanos11, que el Padre le engendró no en la igualdad de sustancia, sino por la adopción de la gracia, para que formen una sociedad fraterna. Lee, pues, las Escrituras; no hallarás ningún texto que diga que Cristo es hijo de Dios por adopción. Pero referido a nosotros, se lee a menudo: Habéis recibido el espíritu de adopción de los hijos; esperando la adopción, la redención de nuestro cuerpo12; para que recibamos la adopción de hijos13; nos predestinó a la adopción de hijos14; pueblo santo, pueblo llamado a la adopción15; nos llamó por nuestro Evangelio a la adopción de la gloria de nuestro Señor Jesucristo16, y todos los demás textos que se presenten a la memoria en la lectura. Una cosa es ser Hijo único de Dios por la excelencia del Padre y otra el que por gracia misericordiosa puedan ser hijos de Dios los que creen en él. Dice el Evangelio: Les dio poder para ser hijos de Dios17. En consecuencia, no lo eran por naturaleza, puesto que recibieron el poder serlo por la fe en él, Hijo único a quien el Padre no perdonó, sino que lo entregó por todos nosotros18, para que respecto a él fuese unigénito y respecto a los otros primogénito. En cuanto unigénito, pues, no nació de carne, ni de sangre, ni de voluntad de varón ni por voluntad de la carne, sino de Dios; en cuanto constituido en la Iglesia primogénito de muchos hermanos, la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros19. También nosotros, dado que fuimos por naturaleza hijos de la ira20, es decir, hijos de la venganza, atados por el vínculo de la mortalidad, aunque creados y constituidos por aquel que, sin duda alguna, dispone y forma todo, desde lo alto hasta lo bajo, en medida, número y peso21, hemos nacido de la carne y de la sangre, y de la voluntad de la carne; en cambio, en cuanto recibimos la potestad de ser hijos de Dios, tampoco nosotros nacemos de la carne y de la sangre o de voluntad de varón o de la voluntad de la carne, sino de Dios, aunque no porque nuestra naturaleza sea igual, sino por la gracia de la adopción.
Las emanaciones, salidas y ocasos se dan sólo en la criatura mutable
6. Luego, aunque te concediese ya que Jesucristo no es hijo único del Padre según su divina sustancia, sino que tiene hermanos nacidos después de él, respecto a los cuales él sería el primogénito, ¿cómo puede ser su rey? Te pregunto si te atreverías a decir que nació con mayor poder por haber nacido antes. Te avergonzarías de pensarlo ahora; pero no es así como tú piensas. ¿Qué es lo que piensas, pues? Sosiega tu ánimo y cálmate para considerar la verdad sin obstinación. Te pregunto cómo entiendes tú que Jesucristo es el primogénito en aquella sustancia divina óptima y eterna. ¿Es primogénito en el tiempo?¿Debemos entender que otros nacieron después en aquel reino, respecto a los cuales es primogénito? Y no podemos decir en cuántas horas, días, meses y años es mayor quien nació antes, pero con todo hemos de pensar que estas generaciones están separadas por algún intervalo o espacio temporal. ¿O hemos de pensar que no es por tiempo, sino por la misma excelencia de una más sublime majestad por la que mereció también ser rey de las luces de sus hermanos, como si hubiera sido engendrado en una cierta condición de príncipe? Si respondes que él es anterior y mayor que sus hermanos por razón del tiempo, hasta pretender que se le ha conferido el reinado sobre sus hermanos porque les ha precedido en el nacer y porque hubo un momento en que existía él y los otros no, ¿qué es lo que dices, hermano? ¿Hasta tal punto precipitas tu corazón en este abismo de impiedad, que piensas que en aquella naturaleza suma y divina se da la mutabilidad del tiempo y crees que en ella existe algo que no existía antes? ¿O acaso llamas generaciones a las mismas emanaciones, que consideras producidas en el tiempo para luchar temporalmente, porque convenía que de allí salieran las luces contra la raza de las tinieblas? Así, pues, no podía bastar una sola luz para que llevase a cabo con el poder divino toda aquella empresa bélica. O, si había necesidad de muchas, ¿ha de pensarse en las realidades espirituales cosas tales que creamos que había un conducto estrecho por el que no podían salir todas al mismo tiempo, de forma que como uno de los hermanos tenía que salir antes que los demás, se le llamase primogénito y mereciese ser rey de los demás? No quiero seguir considerando cada cosa en detalle, a fin de no resultar demasiado pesado para tu ingenio capaz de percibir la totalidad a partir de unos pocos datos. Levanta, pues, la mirada de tu mente, aparta las nieblas del afán de discutir; verás que sólo en la criatura mutable pueden darse, según el tiempo y lugar, movimientos, emanaciones, salidas, ocasos u otros cambios; sin embargo, si esa criatura no tuviese a Dios por artífice y creador, no habría dicho el Apóstol: Y rindieron culto y sirvieron a la criatura más bien que al creador, que es bendito por los siglos22.
La criatura no es prole de Dios, pero tampoco ajena a él
7. En esta frase hay sobre todo dos cosas que se siguen necesariamente. Te suplico que las consideres conmigo. La primera: Si la criatura fuese ajena a Dios, el Apóstol no diría que Dios es su creador. La otra: Si el creador y la criatura fuesen de una idéntica sustancia, no les reprocharía el haber servido a la criatura más bien que al creador, porque sirviesen a quien sirviesen, no se apartarían de la misma naturaleza y sustancia. Como nadie puede servir al hijo si no sirve también al padre, porque única es la sustancia de ambos, de igual manera nadie puede servir a la criatura sin servir al creador, si fuesen ambos de una misma sustancia. Por tanto, si tienes discernimiento y sabiduría, advertirás la gran diferencia que existe entre creador y criatura. Y es preciso que comprendas que la criatura no es la prole del creador, pues, si lo fuese, no le sería inferior, sino igual y de la misma sustancia, y, en consecuencia, quien rindiese culto y sirviese a la criatura, tributaría culto y servidumbre al mismo tiempo a su creador y padre. Cuando el Apóstol reprende y considera detestables a los que rindieron culto y sirvieron a la criatura más bien que al creador, quedó suficientemente claro que las sustancias de una y otro son diversas. Como no se puede ver o comprender al Hijo sin comprender también al Padre —pues él dice: Quien me ha visto a mí ha visto también al Padre23—, así tampoco se puede rendir culto al Hijo, si no se le rinde al mismo tiempo al Padre. Y, por eso, si la criatura fuese hijo, no se le rendiría culto sin rendírselo también al creador, ni serían condenados quienes lo tributaron a la criatura más bien que al creador. Adviertes ya, según creo, que no te conviene llamar a Jesucristo primogénito de la secretísima e inefable Majestad y rey de todas las luces, si no dejas de ser maniqueo, a fin de distinguir a la criatura del creador. De este modo, Jesucristo es unigénito en cuanto que es Palabra de Dios junto a Dios24, igualmente inmutable y eterno, que no considera una rapiña el ser igual a Dios25, y primogénito de toda criatura en cuanto que en él han sido creadas todas las cosas, las del cielo y las de la tierra, las visibles y las invisibles. Reconoces, pues, según creo, las palabras del Apóstol a los colosenses26.
La criatura es mutable; Dios, inmutable
8. Por ello, si te pregunto de dónde ha sido hecha la creación entera, que aunque es buena en su género es inferior al creador, y mutable, mientras que él permanece inmutable, no hallarás qué responder, a no ser que confieses que ha sido hecha de la nada. Y, en consecuencia, la criatura puede tender hacia la nada cuando peca, y la parte que puede pecar, no hasta el punto de convertirse en nada, sino en el sentido de que pierde vigor y solidez. En efecto, si este perder vigor y solidez lo llevas con tu imaginación hasta el extremo, no quedará nada. La criatura, pues, ama espontáneamente la vanidad cuando abandona la solidez de la verdad para seguir cosas opinables, es decir, mudables. Y cuando paga la pena merecida por ello, queda sometida a la vanidad, pero no por su voluntad, como en el hombre que ha pecado. De aquí que diga el Apóstol: Toda criatura está sometida a la vanidad, pero no por su voluntad27, porque también el hombre la encierra a toda ella. En él hay algo invisible: lo relacionado con el alma, y algo visible: lo relacionado con el cuerpo. Por otra parte, la creación entera tiene una parte visible y otra invisible, pero no se halla entera en la bestia, que carece de mente intelectual. Dice que está sometida en esperanza en atención a la misericordia del que la libera por la remisión de los pecados y la adopción de la gracia. Mas tú, si no quieres confesar que la criatura, buena sí, pero desigual al creador y mudable, ha sido creada de la nada por el Padre mediante el Hijo en la bondad del Espíritu Santo, la Trinidad consustancial y eterna que permanece siempre inmutable, te verás forzado a proferir cosas sacrílegas: que Dios haya engendrado de sí mismo algo que no es igual al que lo ha engendrado y que puede estar sometido a la vanidad; o, si afirmas que es igual, serán uno y otro mudable. ¿Qué mayor impiedad que creer y afirmar estas cosas y preferir con perversa opinión cambiar a Dios para peor antes que, corregido el razonamiento, cambiar uno mismo a mejor? Si, por el contrario, temieses declarar a Dios mutable, porque es la más manifiesta impiedad, y dijeres que la criatura es inmutable, haciéndola igual al creador y de una misma sustancia, una vez más te dará la respuesta tu misma carta. ¿De dónde procede aquella alma que pones en medio de los espíritus y de la que dices que «desde el principio su naturaleza le dio la victoria»? A ella le impones esta ley y condición, que «si ella obra en unión con el espíritu de las virtudes poseerá la vida perpetua en su compañía y obtendrá aquel reino al que nos invita nuestro Señor. Si, por el contrario, comienza a dejarse arrastrar por el espíritu de los vicios y les otorga su consentimiento, y después de haber consentido se duele de ello, obtendrá la fuente del perdón para tales manchas». Reconocidas estas palabras de tu carta, reconocerás igualmente que haces mutable la naturaleza del alma. Pues consentir unas veces al espíritu de los vicios y luego lamentarse, ¿qué otra cosa es sino cambiar ahora a peor, luego a mejor? La evidencia de la verdad te forzó a decir también esto. Sí quisieras disimular, tu misma alma te urgiría a considerar su mutabilidad, y por los muchos cambios experimentados desde que has nacido, en los diversos quereres, doctrinas, olvidos y consentimientos, ella se convierte en testigo y no necesita buscar testimonio externo alguno.
Encarnación e inmutabilidad de la Palabra de Dios
9. Quizá pienses que esto viene en apoyo de tu afirmación de que el alma es inmutable, puesto que añadiste: «No pecó por propia voluntad, sino por inducción de otro; es arrastrada por la carne que tiene mezclada, no por propia voluntad». En esta frase quizá quieres que se entienda que el alma es inmutable en su naturaleza propia, mutable, en cambio, por la mezcla con otra naturaleza. Como si se preguntase por qué es así y no si en verdad es así. Por esta misma regla, podría afirmarse también que los cuerpos de Héctor y Ajax, más aún, de todos los hombres y seres animados, son invulnerables, en caso de que faltasen los golpes y las circunstancias que pudiesen causar la herida. Pero sólo del cuerpo de Aquiles se ha dicho que era invulnerable, sea por una ficción poética, sea por alguna fuerza más oculta de las cosas, pues incluso cuando llovían dardos sobre él no le penetraban. Y si podían penetrarle por alguna parte, en ésa no era invulnerable. De igual manera, si el alma fuese inmutable, no sufriría cambio al mezclarse con cualquier otra cosa, como el cuerpo invulnerable no es herido por el contacto o violencia de ninguna cosa. Así nosotros, dado que proclamamos inmutable a la Palabra de Dios, inclusive después de haber asumido la carne mortal y vulnerable para enseñarnos a despreciar la muerte y cualquier incomodidad corporal, no tememos creer que nació de una virgen; vosotros, en cambio, dado que por una impía perversidad consideráis contaminable al Hijo de Dios, teméis entregarle a la carne. Sin embargo, defendiendo que su sustancia se identifica con la naturaleza del alma, afirmáis que está unido a la carne y de tal manera que no dudáis en pensar que hasta ha cambiado para peor. Elige, pues, lo que quieras: o bien decir o creer que Dios está sujeto a cambio, creyendo al mismo tiempo que la sustancia mutable del Padre ha engendrado una prole mutable —y advierte cuan gran impiedad es esto—, o bien afirmar que Dios es inmutable, pero que engendró de su sustancia una prole mutable —y tú ves cuan impío y absurdo es afirmarlo—, o bien, por el contrario, confesar que Dios es inmutable de tal manera que lo engendrado por él de su sustancia es inmutable como él y como él el sumo y excelentísimo bien, y que obtiene el mismo ser supremo de igual manera, permaneciendo inviolable, mientras que los restantes bienes inferiores, lo que llamamos criatura, en cuanto buenos, pero desiguales a él, los hizo de la nada, no de sí mismo, porque en este último caso le serían iguales. Si crees esto último, dejarás de ser impío, olvidarás a los persas y serás de los nuestros.
Contra quién combate el justo
10. Pero dice el Apóstol: Nuestra lucha no es contra la carne y la sangre, sino contra los principados y potestades28, quienes dejándose llevar por el amor del propio fasto y por el impío deseo de honor miran con malos ojos el que las almas impías se conviertan. La diferencia entre vuestra opinión y nuestra fe es ésta: Vosotros pensáis que esos mismos príncipes, nacidos de una cierta naturaleza que les es propia, a la que Dios ni engendró ni hizo, sino que la tenía a su lado con una cercanía eterna, lucharon contra Dios y, antes de la mezcla del bien y del mal, le infligieron primeramente la gran calamidad de verse forzado por la necesidad a mezclar con ellos su sustancia, que ha de verse afligida y turbada, ha de cambiar y hundirse en el error y en el olvido total de sí, hasta el punto que necesita quien la libere, la corrija, la enmiende y la instruya. Y no se te oculta cuan necio y fantástico es afirmar tal cosa y cuán grande es el crimen impío que te amordaza. En cambio, a nosotros nos persuade la fe cristiana que sólo es contrario a Dios, ser supremo, lo que absolutamente no es; sin embargo, todo lo que de alguna manera es tiene del ser supremo el ser de alguna manera, y en su género es bueno, aunque algunas cosas en mayor y otras en menor grado. Y de esta manera todos los bienes, obra de Dios creador, son ordenados y distribuidos jerárquicamente, en parte por intervalos de lugares o de posiciones, como todas las cosas corporales, en parte por méritos naturales, como el alma se antepone al cuerpo; en parte por premios o castigos como cuando el alma es o bien elevada al descanso o bien sometida al dolor. Y por eso aquellos príncipes contra los que tenemos entablado combate, según el Apóstol, son los primeros en sufrir el castigo por sus pecados, y por eso causan daño. En efecto, nadie siente tal envidia que le lleve a herir a otro, sí antes no es él un tormento para sí mismo. Los más fuertes dañan a los más débiles, pues nadie vence a otro, si no es más poderoso que él. Y, sin embargo, estos príncipes malignos son más débiles que si hubiesen permanecido en su estado original y en la justicia. Es de importancia, sin embargo, el saber en qué uno es más fuerte que otro: si en el cuerpo, como los caballos lo son más que los hombres, o por la naturaleza del alma, como lo racional más que lo irracional, o por las disposiciones del alma, como el justo está por encima del injusto, o por la jerarquía del poder, como el emperador por encima del soldado o gobernador provincial. Se acepta que absolutamente todo poder procede del sumo poder de Dios; además, con frecuencia se da poder a los peores sobre los mejores, es decir, a los malvados sobre aquellos que o bien poseen ya la justicia o bien se esfuerzan por llegar a poseerla. Se les da para que los de virtud probada se manifiesten mediante la paciencia29, sea para alimentar la esperanza propia, sea para ejemplo de otros. Dice el Apóstol: Sabiendo que la tribulación obra la paciencia, la paciencia la virtud probada y la virtud probada la esperanza30. A este género de combate pertenece el que tiene entablado el hombre fiel contra los príncipes y potestades de los ángeles transgresores y contra los espíritus del mal. Estos reciben el poder de tentar y aquél el precepto de aguantar. De donde resulta que vencen en una cosa inferior, pero son vencidos en otra superior. Vencen con frecuencia al cuerpo que es más débil, y son vencidos por la mente que es más robusta. Contra su fuerza se combate oponiéndole la paciencia; contra sus asechanzas, oponiéndole la prudencia, a fin de que ni nos dobleguen obligándonos a dar el pernicioso consentimiento ni nos engañen con sus trampas. Mas como todas las cosas han sido hechas por el Poder y Sabiduría de Dios, cuando las cosas creadas superiores se deslizan hacia las inferiores, en lo que consiste todo pecado y cuanto recibe el nombre de mal, la fuerza imita al poder y la falacia a la sabiduría; en cambio, cuando las cosas que se habían deslizado remontan y vuelven hacia arriba, la magnanimidad imita al poder y la doctrina a la sabiduría. Los pecadores imitan a Dios Padre con impía soberbia, los justos con piadosa libertad. Finalmente, al Espíritu Santo le imitan las perversas apetencias de los malos y la caridad de los rectos. Mas unos y otros quedan lejos de la imitación, en unos viciosa, en otros laudable, de Dios, de quien, por quien y en quien han sido hechas las naturalezas mismas. Y nada tiene de extraño el que, cuando combaten los que progresan y los que desfallecen, la imitación de quienes desfallecen es superada por la de quienes progresan. Pues aquéllos son abatidos por su orgullo, éstos se levantan por su humildad.
Quizá te intrigue por qué los más fuertes por su mente son los más débiles por su cuerpo. Nada tiene de extraño que quienes han alcanzado la liberación por la remisión de los pecados tengan que ejercitarse mediante la mortalidad del cuerpo, cuya inmortalidad será su corona. Pues nadie evita fácilmente el suplicio, a no ser quien, liberado del cuerpo, venza gracias a sus méritos. Por eso dice el Apóstol: Si Cristo está en vosotros, el cuerpo está ciertamente muerto por el pecado, mas el espíritu es vida por la justicia. Si, por el contrario, el Espíritu de quien resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, quien resucitó a Jesucristo de entre los muertos vivificará también vuestros cuerpos mortales, gracias a su espíritu que habita en vosotros31. El alma que lleva una carne mortal como castigo de su pecado, si cambia para mejor y no vive según la carne mortal, se hace mejor ella misma y merecerá poseer un cuerpo inmortal; pero esto tendrá lugar al final, cuando sea destruida la muerte, la última enemiga, cuando este cuerpo corruptible se vista de incorrupción, no en aquel globo de fábula vuestro, sino mediante aquel cambio, refiriéndose al cual dice: Todos resucitaremos, pero no todos seremos transformados. Tras haber dicho: Los muertos resucitarán incorruptos y nosotros seremos transformados, mostró en lo siguiente a qué cambio se refería. Estas son sus palabras: Pues conviene que esto corruptible se vista de incorrupción y esto mortal se revista de inmortalidad. Estaba considerando la cuestión sobre el cuerpo de los resucitados, que había planteado de esta manera: Pero dirá alguien: ¿Cómo resucitarán los muertos? ¿Con qué cuerpo volverán?32 Lee, pues, el texto en su totalidad con atención y piadoso cuidado, no turbado por un pertinaz afán de litigar y, si Dios ayuda tu ingenio, sin necesidad de comentador alguno, no hallarás otra cosa distinta de lo que yo te digo. Vuelve entonces tu mente a lo que habíamos determinado tratar y advierte ya, si puedes, que yo no afirmo que los justos luchen contra nada, sino contra aquellas sustancias que desfallecieron por no permanecer en la verdad.
Tender hacia la nada
11. El desfallecer no es ya la nada, sino un tender hacia ella. Cuando las cosas que tienen más ser se deslizan hacia aquellas que tienen menos, desfallecen no aquellas hacia las que se deslizan, sino las que se deslizan. Comienzan a ser menos de lo que eran, no en el sentido de que sean lo mismo que aquellas hacia la que se deslizaron, pero sí menos dentro de su género propio. El alma no se hace cuerpo cuando se inclina hacia éste, pero, no obstante, en cierto modo sí se hace cuerpo por el apetito que la hace desfallecer. De igual manera cierta sublimidad angélica, deleitándose más en sí misma por su dominio, inclinó su afecto a lo que es menos y comenzó a ser menos de lo que era y, a su nivel, tendió hacia la nada. Cuanto menos es cada cosa, tanto más cercana está a la nada. Cuando estas menguas son voluntarias, son objeto de justo reproche y reciben el nombre de pecado. Cuando a estas menguas voluntarias les siguen incomodidades, molestias, dolores, adversidades, cosas todas que padecemos contra nuestra voluntad, o bien son justamente castigados los pecados con suplicios o bien son lavados en las pruebas. Si quieres contemplar estas cosas con ánimo sereno, dejarás de acusar a las naturalezas y de incriminar a las mismas sustancias. Si deseas una explicación más abundante al respecto, lee mis tres libros titulados El libre albedrío, que puedes hallar en Nola, en la Campania, en poder de Paulino, noble siervo de Dios.
Pecado y consentimiento voluntario
12. Mas ahora debo recordar que estoy respondiendo a tu carta con otra, aunque mucho más larga. Por eso he hablado también de otras cosas, para no verme obligado a decir lo mismo en todas partes. Pero había prometido convencerte con tu misma carta en la mano cuan falso es lo que crees y cuan verídico es lo que afirma la fe católica. En verdad no es la única diferencia entre nosotros el que vosotros decís que el mal es una cierta sustancia, y nosotros que no es sustancia, sino una inclinación que se aleja de lo que tiene más ser a lo que tiene menos. Escucha también esto. En tu carta pones y escribes respecto al alma, que lo que la conduce al pecado no es la propia voluntad, sino el estar mezclada con la carne. Y si es así, creo que al ver que el Dios todopoderoso ha de venir en ayuda de toda alma sin excepción, y que ninguna absolutamente debe ser condenada, puesto que no pecó voluntariamente —establecido lo cual cae por tierra la afirmación que Manés proclama terriblemente acerca de los suplicios de las almas que proceden de la parte de la luz— añadiste muy atentamente: «Pero si, una vez que se conoce a sí misma, da su asentimiento al mal y no se arma contra el enemigo, ha pecado de propia voluntad». Está bien que confieses que alguna vez puede darse que el alma peque por su propia voluntad. Pero, ¿a qué mal ha de dar el consentimiento, para pecar por propia voluntad? A ese que afirmas ser una sustancia.
Si el mal es una sustancia, ¿qué es el consentimiento al mal?
13. Pero ya estoy viendo tres realidades y pienso que también tú las ves conmigo. En efecto, el alma que consiente al mal y el mal mismo al que consiente son dos realidades, y la tercera es el consentimiento mismo, pues no dices que éste sea el alma sino que es del alma. De estas tres, ves que el alma es una sustancia; según vuestra opinión, el mal al que consiente el alma cuando peca es también una sustancia. Pregunto, pues, qué es el consentimiento mismo, si afirmáis que es la sustancia misma o que está en la sustancia. Si afirmas que es una sustancia, tendrás que admitir que no son ya dos sustancias, sino tres. ¿O acaso dos porque el consentimiento del alma, en virtud del cual consiente al mal, es de la misma sustancia del alma? Pregunto ya, pues, si este consentimiento es bueno o malo. Si es bueno, el alma no peca cuando consiente al mal. No sólo lo proclama la verdad; también tú escribes que ella peca por propia voluntad. Este consentimiento, por tanto, es malo y por ello también la sustancia del alma, si él es la sustancia del alma y si ambos forman una sola sustancia. ¿Ves a lo que te has visto forzado? A mostrar que el alma y aquel mal no son ya dos sustancias, una buena y otra mala, sino las dos malas. Llegado aquí intentarás quizá no atribuir el consentimiento culpable al alma que consiente al mal, sino al mal mismo al que consiente, para que de este modo pueda haber dos sustancias, una buena y otra mala. En efecto, se afirma que el alma pertenece a la parte del bien, y que su consentimiento al mal y el mal mismo al que consiente pertenecen ambos a la otra parte, siendo atribuidos uno y otro por el alma a la sustancia mala. ¿Quién tendrá delirios tan absurdos? Pues el alma no consiente si no es suyo el consentimiento; mas es ella la que consiente, luego el consentimiento es suyo. Además, si el consentimiento es suyo y es malo, este mal es suyo. En efecto, si este mal pertenece a aquel otro al que consiente el alma, es necesario admitir que ésta no tenía ese mal antes de consentir a él. ¿Qué bien es entonces el alma, por cuya venida se duplica aquel mal o, para decirlo más suavemente, aumenta?
Si el consentimiento es una sustancia, habrá tres naturalezas
14. Más todavía: si ese consentimiento es una sustancia, cuya maldad consta, descubrimos que está en poder del alma el que exista o no exista cierta sustancia mala, dado que ese consentimiento está en poder del alma. Pues si no lo está, entonces no consiente por su propia voluntad. Tú, sin embargo, has dicho que, en virtud de ese consentimiento, el alma peca por su propia voluntad. Así, pues, como dije, el alma tiene en su poder el que exista o no cierta sustancia mala. Mas ¿qué otra cosa es una sustancia mala sino una naturaleza? En consecuencia, alguna naturaleza no será natural ni al alma, porque si ella no quiere no existirá, ni a aquel mal al que el alma consiente por su propia voluntad. No podéis afirmar que es natural el mal de la raza de las tinieblas, porque se instala allí por una voluntad ajena, es decir, por la voluntad del alma. ¿A qué naturaleza, pues, se considerará que pertenece esta naturaleza, esto es, ese consentimiento, si se trata de una naturaleza que no es natural ni al alma, ni a la raza de las tinieblas, si no admites, llevando la contraria a Manés, que no hay dos, sino tres naturalezas? Pues en el caso en que en otro tiempo hayan sido dos, ahora, una vez que ha nacido este consentimiento, se han convertido en tres. A esta tercera, que ha nacido del alma que consiente y del mal al que consiente, te ves obligado a considerarla como hija de ambos; mas como ha nacido de dos naturalezas, una de las cuales es buena y la otra mala, pregunto: ¿por qué no ha nacido una cosa neutra? De la misma manera que lo que nace de la unión de caballo y asno no es ni caballo ni asno, así lo nacido de una naturaleza buena y otra mala, si es una naturaleza, ésta no debía ser ni buena ni mala. Pero tú confiesas que el consentimiento es malo; afirmas que cuando el alma consiente al mal peca por su propia voluntad. ¿Acaso piensas que la naturaleza buena y la naturaleza mala son como dos sexos, uno masculino y otro femenino, y así, igual que del macho y de la hembra no sale algo neutro, sino un macho o una hembra, pretendes que del bien y del mal no se origine una tercera realidad, que no sea ni buena ni mala, sino otra mala? Si ello es así, ¿dónde está la naturaleza victoriosa del alma? ¿Tan alejada está de la victoria que no nace precisamente otro bien? Además, ¿no te das cuenta de que estás hablando ya de sexos diversos, no de naturalezas? Pues, si en el bien y en el mal hubiese diversidad de naturalezas, de uno y otro no nacería sino una tercera realidad que no sería ni buena ni mala; o también podría darse que fuese una unión estéril y que de ella no se originase esa tercera sustancia. Si de la unión de los animales antes mencionados, no nace sino un mulo o una mula, que no es ni caballo ni asno, ¿cuánto más convenía que así fuese en tan grande y suprema diversidad entre el bien y el mal? O también, si de su unión no resultase ninguna nueva naturaleza, no sería mala, aunque no pudiese ser buena. Sólo queda, pues, la imposibilidad de evitar tan increíbles absurdos, a no ser que reconozcamos que no es una sustancia, y afirmemos que existe en alguna otra aquel consentimiento de cuya maldad y culpabilidad consta.
El mal, no sustancial, en una sustancia buena
15. Sigamos e investiguemos con la máxima diligencia en qué sustancia se halla. Aunque ¿a quién no resulta manifiesto que como la persuasión no existe sino en la naturaleza que persuade, así el consentimiento no existe sino en la naturaleza que consiente? Por tanto, cuando el alma consiente al mal, ella misma es sustancia, pero no lo es su consentimiento. Ya ves, según creo, en qué sustancia se halla; es decir, ya ves que el consentimiento reside efectivamente en el alma; consentimiento que no dudas que es pecado y, por tanto, un mal. A partir de aquí ya comprendes que puede darse que en una sustancia buena, como lo es el alma, haya algún mal que no es sustancia, cual es este consentimiento, y en virtud de ese mal se llama también mala al alma. El alma pecadora es mala sin duda alguna; ahora bien, ella peca cuando consiente al mal. Así, pues, una misma e idéntica realidad, es decir, el alma, en cuanto es sustancia es buena; mas en cuanto tiene algún mal que no es sustancia, esto es, este consentimiento, en esa misma medida es mala. Ese consentimiento no significa para ella una perfección, sino una mengua. En verdad, cuando consiente al mal, mengua, tiene ya menos ser y, en consecuencia, comienza a poder menos de lo que puede cuando se mantiene en la virtud sin consentir a ningún mal. Pasa a ser tanto peor, cuanto mayor es el deslizamiento de lo que es en grado máximo a lo que es menos, de modo que también ella es menos. Y cuanto menos es, tanto más se acerca a la nada, pues lo que se va haciendo menos tiende a no ser en absoluto. Aunque no acontezca el llegar, pereciendo, a no ser absolutamente nada, está claro que toda mengua es el inicio del perecer. Abre ya los ojos del corazón y ve, si puedes, que cualquier sustancia es un cierto bien y que, por tanto, el mal es falta de sustancia, puesto que el ser sustancia es un bien. Pero no toda mengua es culpable, sino sólo el afecto voluntario por el que el alma racional, abandonando a su creador se desliza hacia las cosas creadas que le son inferiores. Es eso a lo que llamamos pecado. Todas las demás menguas, las que no son voluntarias, o bien son penas para castigo de los pecados bajo la moderación y ordenamiento de la suma justicia, o bien tienen que ver con la jerarquización de las realidades ínfimas, en virtud de las cuales las cosas que preceden ceden ante las que le siguen, y así toda belleza temporal se realiza en su momento y en su género. Es igual que un discurso. Este se desarrolla gracias a un cierto morir de unas y nacer de otras sílabas que se extienden en un cierto intervalo y en una cierta duración y, tras llenar su propio espacio, desaparecen y les suceden las que les siguen, según un orden, hasta que el discurso en su totalidad llega a su fin. Y no depende de los sonidos mismos, transitorios, sino de la regulación del que habla, en qué medida ha de alargarse o abreviarse una sílaba, o con qué especie de letras ha de guardar cada una el tiempo que corresponde a su lugar. Pues el arte mismo que origina el discurso no consiste ni en emitir sonidos ni en repetir o variar espacios temporales. De igual manera la belleza temporal es un tejido resultante del nacer y del morir, del desaparecer y aparecer de las cosas temporales en espacios fijos y definidos hasta llegar al término preestablecido. Esta belleza no es mala por el hecho de que podamos comprender y contemplar cosas mejores en las criaturas espirituales; al contrario, dentro de su modo de ser, tiene su propia armonía e insinúa a quienes viven bien la suprema sabiduría de Dios, profundamente secreta más allá de todos los límites temporales, que la ha creado y la gobierna.
Amar una cosa buena con un amor no bueno
16. El alma peca consintiendo voluntariamente al mal. Ea, pues; considera si eso a lo que llamabas mal es una cierta sustancia, o si, en cambio, ni siquiera ahí puedes acusar a la sustancia. Yo pregunto en qué afecta el consentimiento al alma: ¿Cae sobre ella por casualidad y se dice que consiente porque el alma se ve movida a disfrutar en virtud de un cierto deleite que le produce? Si es así, no hay lógica en el decir que algo es un mal, por el hecho de que no se le ama rectamente. Pues si logro demostrar que algo es mal amado, donde la culpa no está en lo que es amado, sino en quien ama, al instante confesarás que ninguna naturaleza es sin más viciosa porque caiga sobre ella el consentimiento de quien la desea viciosamente. Luego se verá cuánto ayuda esto a mi causa. Mas para mostrar lo que he prometido, ¿cuál debo preferir entre tanta abundancia de datos? ¿Qué he de elegir, repito, sino esto: Lo que nosotros alabamos como una criatura celeste, vosotros lo adoráis como una porción del mismo creador?. ¿Qué hay más resplandeciente que este sol, entre todas las criaturas visibles? Con todo, si alguien apetece su luz sin la moderación debida, llevará a su lado la guerra por su disfrute, en el caso de que logre algún poder mediante el cual pueda llevar a cabo lo que apetece; derribará las casas de los vecinos, situadas enfrente a las ventanas de la suya, a fin de que, a cielo abierto, el sol pueda difundir sus rayos por el interior de la misma. ¿Acaso es falta del sol el que aquel sujeto haya amado esta luz tanto que se atreviese a anteponerla a la luz de la justicia y, queriendo recibir con mayor abundancia la luz de los ojos carnales en la morada del cuerpo, osase cerrar también la puerta del corazón y la mirada de la mente a la luz de la equidad? Ves, pues, que se puede amar una cosa buena con un amor no bueno. Por eso, aunque tú llames mal a aquello, consintiendo a lo cual peca el alma, yo mantengo que es un bien en su especie, pero un bien tal al que el alma, en cuanto superior, no debe otorgarle su asentimiento. El alma es superior al cuerpo y tiene a Dios como superior a sí misma; por eso, aunque la naturaleza del cuerpo sea buena en su orden, el alma peca —y con el pecado se hace mala— si otorga al cuerpo, que le es inferior, al consentimiento del amor que debe a Dios, que le es superior.
Amar mal una cosa buena
17. Y si afirmas que no llamas culpable al consentimiento, cuando se ama una realidad que no actúa para que se le otorgue el consentimiento, sino que el alma consiente cuando ella persuade o fuerza a algo a aquel al que ella consiente, y por eso es un mal, porque persuade y urge a que se cometa algún mal, se trata de una segunda cuestión que a su debido tiempo ha de ser tratada también. Pero aquí hemos de recordar ante todo el pecado del que, según pienso, he discutido ya lo suficiente, y quedó claro que puede darse que alguna cosa buena en su género sea mal amada y, aunque sea culpable el amante, nada ha de reprocharse a ella. ¿Qué, pues? Si el alma, hecha ya pecadora y viciosa por tal amor, persuade a otros el mismo pecado, la que da su consentimiento a la que la persuade, ¿no queda depravada por un vicio tal cual el que había depravado a aquella a la que sigue? El primer pecado es, pues, anteponer en el amor la criatura, aunque buena, al creador; el segundo consiste en tentar también a otro para que haga lo mismo, ya persuadiéndole, ya forzándole a ello. Pues nadie quiere conducir a otro a la maldad, si no se ha depravado él antes. Los que pecan quieren arrastrar al pecado a otros ya por una necia benevolencia, ya por una maliciosa malquerencia. ¿Quién, a no ser que los ame torcidamente, amonesta a sus hijos a que no consideren torpe ninguna ganancia, sino a que adquieran el máximo de dinero de la manera que sea? Es cierto que no les odia y, sin embargo, les infunde una persuasión dañina. Ese padre ya está corrompido él por el amor a tales cosas, aunque el oro y la plata no sean un mal, como tampoco lo es el sol del que hablé con anterioridad; con todo, quien ama desordenadamente una cosa buena se hace culpable. La malquerencia, en cambio, por la que uno quiere que otro peque, ama el honor con inmoderada soberbia y desea destacar y sobresalir en él por encima de los demás. Como ve que ese honor se concede más amplia y verdaderamente a las virtudes, para que no le superen en él, desea que otros sean derribados desde la fortaleza de la equidad hasta el abismo de la iniquidad. Es así como el diablo intenta sugerir o forzar al pecado. Pero ¿acaso el honor mismo es culpable porque el diablo se haya hecho impío amándolo perversa e impíamente? ¿O es mala la sustancia angélica del mismo diablo, creada por Dios, por ser sustancia? Mas al abandonar el amor de Dios y volverse hacia un excesivo amor propio, deseando parecer igual a él, fue derribado por el tumor de la soberbia. No es malo, pues, en cuanto sustancia, sino en cuanto que siendo una sustancia creada, se amó a sí mismo más que a su creador. Y es malo porque es menos de lo que sería si hubiese amado al ser supremo. La mengua, pues, es mala. Toda mengua parte del ser y tiende a no ser, como todo progreso parte de lo que es menos y tiende a ser más. El honor supremo, como lo muestra la piedad de las personas religiosas, se debe a Dios. Mas las almas humildes quieren recibir su honor de él, las soberbias más que él. Los humildes tienden hacia Dios y se elevan por encima de las injustas; los elevados, en cambio, van contra Dios y van a parar por debajo de los justos, gracias al reparto de premios y castigos. Los primeros amaron a Dios más que a sí mismos; los segundos se amaron a sí mismos en lugar de Dios.
Sugestión y consentimiento al pecado
18. Pienso que ya te resultará fácil comprender, a partir de las palabras de tu misma carta, en las que dijiste: «El alma, cuando consiente al mal, peca voluntariamente», que ningún mal es una naturaleza mala o amor a una naturaleza mala, sino que, pues todas las naturalezas son buenas en su especie, el mal es el pecado que se comete en virtud de la voluntad del alma, cuando ama a la criatura en vez del creador mismo, sea por propio capricho, si es ya mala, sea por sugestión ajena, cuando da su consentimiento a quien es malo. Y, sin embargo, se hace mala de forma que la acompañan los castigos para que el creador sumamente bueno disponga todo según los propios méritos en la criatura buena, pero no sumamente buena, porque no la engendró de sí mismo, sino que la hizo de la nada. Tú, por el contrario, estableciste dos naturalezas, de las cuales quieres que una sea buena y la otra mala, o mejor, una la del bien y otra la del mal. En efecto, la naturaleza mala se origina también de la buena mediante el pecado. Reconoces, sin embargo, que la naturaleza a la que llamas buena obra mal al consentir al mal, es decir, que peca por su voluntad. Pero yo afirmo que ambas son buenas, y que una de ellas hace el mal sugiriéndolo, y la otra dando su consentimiento. Como el consentimiento de ésta no es una naturaleza, así tampoco la sugestión de aquélla. Y como la una permanece buena y mantiene la integridad de su naturaleza, si no consiente, así también la otra, si no sugiere el mal se hará mejor, y ni siquiera comete ella el pecado que tampoco sugiere que otro lo cometa, serán igualmente íntegras y dignas de alabanza en su género. Aunque peque dos veces si ella misma comete el pecado y además invita a cometerlo, y una sola vez si únicamente da su asentimiento a obrar el mal, se hacen malas por el pecado, pero no lo son por naturaleza. O si una naturaleza es mala por sugerir el pecado, la otra lo es por dar su consentimiento. Si te parece que es peor sugerirlo que consentir al mal, sea una mala y otra peor. Pero no haya tal acepción de personas y un juicio inicuo tan gratuito que, pecando ambas, aunque una más grave y otra más levemente, a una se la llama naturaleza del mal y a otra naturaleza del bien, en vez de considerar que o ambas son buenas pero mejor la que peca menos, o ambas malas, pero peor la que peca más.
Origen de la capacidad de corrupción
19. «Pero, ¿de dónde procede la acción mala a la que llamamos pecado, si no existe la naturaleza del mal?» Dime de dónde procede el consentimiento al mal en aquella naturaleza que concedes y pregonas que es buena. Todo lo que padece por consentir al mal no lo padecería si no pudiese padecerlo. Pregunto, pues, de dónde le viene el mismo poder padecerlo, dado que su ser sería superior si careciese de ello. No es, por tanto, la naturaleza del sumo bien, si puede haber algo mejor que ella. Luego si tiene en su poder el consentir o no consentir, no consiente por haber sido vencida. Pregunto de dónde le viene ese consentimiento al mal si ninguna naturaleza contraria le fuerza. Si, por el contrario, se ve forzada a consentir y no está en su poder obrar de otro modo, entonces no peca voluntariamente como decías, si no consiente por propia voluntad. Pero yo pregunto todavía de dónde le viene el poder ser engañada, si es que lo es. Si no existiese en ella tal capacidad, antes de ser engañada, nunca hubiese padecido el engaño. Aunque, en realidad, de ninguna manera consiente, si no es por propia voluntad, pues si es forzada ha de hablarse de ceder más que de consentir. Pero independientemente del nombre que le des, te pregunto a ti, varón agudo y capaz y a tu ingenio romano del que te glorías, de dónde le viene a esta naturaleza del bien el poder padecer lo que padece para consentir el mal. En un palo, antes de ser quebrado existe la fragilidad, y si no existiese no podría serlo de ninguna manera, ni deja de ser frágil porque nadie se acerque a quebrarlo. Así yo pregunto de dónde se origina en esta naturaleza cierta fragilidad o capacidad de doblarse, antes de quebrarse al mal consentimiento por la fuerza o doblarse por la sugestión. O, si ya existía tal fragilidad por la proximidad del mal, igual que los cuerpos suelen corromperse por las exhalaciones de alguna laguna cercana, entonces ya era corruptible, si el contagio pestilencioso de esa realidad cercana pudo corromperla. Pregunto, pues, de dónde le viene tal capacidad de corrupción. Pon atención, te ruego, a lo que estoy diciendo y cede ante la verdad evidente. No pregunto de dónde procede la corrupción, pues me responderás que del corruptor y defiendes animosamente que ese corruptor es no sé qué príncipe de la raza de las tinieblas para que, envuelto en tan fabulosos velos, apenas sea capaz de descubrirlo y apresarlo. Lo que pregunto es de dónde procede la capacidad de corrupción, anterior a la presencia del corruptor. Si ella no existiese, tampoco existiría corruptor alguno o nada dañaría su presencia. Halla, por tanto, el origen de esa capacidad de corrupción presente antes de que la corrompa la naturaleza contraria, en la naturaleza buena; o, si no quieres admitir que se corrompa, halla el origen de esa mutabilidad, anterior al cambio producido en ella por el adversario hostil; pues no se puede negar un cambio a peor en la naturaleza que de sabia se convierte en necia y que se olvida de sí. Tuyas son estas palabras: «Si, habiéndose conocido a sí misma consiente al mal». Así, pues, cambia a peor cuando se olvida de sí y se conoce al acordarse de nuevo de sí. Ahora bien, en ningún modo hubiera podido cambiar, si no hubiese sido mutable antes de cambiar. Cuando descubras de dónde procede esa mutabilidad existente en la naturaleza del supremo bien, antes de que existiese mezcla alguna entre el bien y el mal, dejarás al instante de preguntarme de dónde viene el mal. Aunque en la naturaleza del supremo bien, si la consideras rectamente, no puede hallarse absolutamente ninguna mutabilidad temporal, ni originada por sí misma ni por el acercamiento de cualquier otro, como acontece con aquella sustancia que Manés se inventa y piensa que es sumamente buena o, al menos, eso intima a los que le dan fe. Averigua y responde, si te es posible, de dónde procede esa mutabilidad que, lejos de ser una invención, se manifestó cuando le llegó su momento. En efecto, ni siquiera el enemigo hubiera podido cambiarla, si ella hubiese sido absolutamente inmutable; dado que pudo, demostró que ella no se había hecho inmutable. Al creer que existe esa mutabilidad en la sustancia del bien supremo, es decir, en la sustancia de Dios, si no eres terco, verás a qué gran demencia se debe esa blasfemia. En cambio, cuando se afirma eso mismo de una criatura a la que Dios no engendró, ni sacó de su sustancia, sino que la hizo de la nada, no se trata del bien supremo, sino de un bien tal que sólo el bien supremo que es Dios podía crearlo. Dios, bien supremo e inmutable, hizo todas las cosas buenas, aunque no suma e inmutablemente buenas, desde los ángeles del cielo hasta los últimos animales y hierbas de la tierra, ordenadas todas según la dignidad de su naturaleza, en sus respectivos lugares. Mas la criatura racional, cuando, sirviéndose de estos bienes, se adhiere a su creador, es decir a Dios que la hizo y la constituyó, por la obediencia del amor, custodia su naturaleza en la eternidad, verdad y caridad del mismo Dios. Mas cuando le abandona por una contumaz desobediencia y por su libre albedrío se envuelve en el pecado, se hace miserable. Es el castigo impuesto por el justo juicio de Dios. Y a esto se reduce todo el mal: en parte es una obra injusta y en parte un castigo justo. No me preguntes a mí de dónde procede, dado que tú mismo te has dado la respuesta al decir: «Cuando el alma se ha conocido a sí misma, si consiente al mal, peca por su propia voluntad». Esta voluntad propia no es una naturaleza, sino una culpa, y por esto mismo contraria a la naturaleza, a la que daña privándole del bien que hubiera podido hacerla feliz, si ella no hubiera querido pecar. Tú piensas que esta voluntad de pecar no se pone en acción, sino por efecto de otro mal, que crees es una naturaleza no hecha por Dios y defiendes que el alma misma es la naturaleza de Dios. Mas, si eso es así, y esa no sé qué naturaleza del mal causa en el alma con su sugestión la voluntad de pecar, Dios es vencido y precipitado al pecado.
El dios maniqueo, sujeto a corrupción
20. He aquí de cuan gran impiedad, de cuan criminales y horrendas blasfemias no te quieres despojar cuando pones en una naturaleza no hecha por Dios la vida, la sensibilidad, la palabra, el modo, la especie, el orden y otros innumerables bienes, y cuando pones en la misma naturaleza de Dios, antes de que se mezclase ningún mal, la misma mutabilidad en virtud de la cual podía ser apresada y a la que se veía obligada a temer «al ver la gran ruina y devastación que iban a caer sobre sus siglos santos, si no le oponía alguna divinidad eximia y resplandeciente y poderosa por su fuerza». Y ¿para qué todo esto, sino para que aquella naturaleza y sustancia de Dios tenga al enemigo sometido tan atenazado que, cuando peca lo sufra, aunque esté sujetado; ya purificada no se libre totalmente de él, encadenado y vencido; y, condenada ella, lo mantenga encerrado en sí? Habéis encontrado la bella excusa de la necesidad de la guerra en vuestro Dios como respuesta a lo que se os pregunta: «¿Qué podía hacer a Dios la raza de las tinieblas, si él no hubiera querido entrar en lucha con ella?». Si sostenéis que le podía causar algún daño, estáis confesando que Dios está sujeto a corrupción y a violación; si, por el contrario, decís que no puede dañarle, se os pregunta: «¿Por qué, entonces, luchó? ¿Por qué entregó a sus enemigos su sustancia para que sufriese la corrupción, la violación y la coacción en toda clase de pecados?» Nunca pudisteis hallar salida a este dilema. Creéis haber hallado una respuesta digna y segura al decir: «El apetecer lo ajeno es una gran iniquidad; ahora bien, Dios hubiese otorgado su asentimiento si no hubiese querido combatir a esa raza de las tinieblas que había osado hacerlo». Esta respuesta tendría un cierto color de justicia si al menos la naturaleza de vuestro Dios se hubiese mantenido íntegra e incontaminada y, aunque mezclada a miembros hostiles, ni por coacción ni por sugestión hubiese obrado mal alguno. Mas como afirmáis que ella, cautiva, consiente a tantos crímenes y torpezas, y, además, mantenéis que ella no puede purificarse totalmente de aquella impiedad tan cruel por la que hasta se convirtió en enemiga de aquella luz santa de la que es una parte, por lo cual creéis que se le retribuye justamente con el suplicio eterno de aquel globo horrendo, ¡cuánto mejor hubiera sido dejar en su impunidad a aquel enemigo de guerra, que tramaba planes inconsistentes, antes que entregarle una parte de Dios, cuyas fuerzas agotaría, cuya hermosura ajada asociaría a su iniquidad! ¿Quién no ve esto? ¿Quién hay no cegado por tan grande obstinación que no advierta, que no se dé cuenta de cuan menor es la maldad de la raza de las tinieblas al intentar en vano invadir la naturaleza ajena, que la de Dios al entregar la suya para que la asalten, la fuercen a cometer iniquidad y luego sea condenada en parte? ¡No quiso consentir a la iniquidad y cometió sin necesidad alguna tan gran iniquidad! ¿O acaso había necesidad, cosa que Manés no se avergonzó de decir, pero vosotros sí? En efecto, él dice: «Vio Dios que una gran devastación y ruina iba a caer sobre sus siglos santos, si no le oponía alguna divinidad eximia y poderosa por su fuerza ». Vosotros, en cambio, razonáis con más argucia: No decís que Dios luchó obligado por la necesidad de evitar que le dañase la raza de las tinieblas; afirmáis más bien que Dios, a quien algo podría dañar, sería violable y corruptible si no hubiera querido luchar. Apartad y arrojad de vuestros corazones y de vuestra fe ese mismo combate y reprobad y condenad ya de una vez toda aquella fábula tejida con el horror de blasfemias impías y sumamente inmundas. Pues, ¿a qué se debe —te suplico— que, como antes dije, no temáis afirmar que aquella naturaleza está sometida a violación y Dios a la corrupción de manera que vuestro Dios, si no pudo emplear su fortaleza para no ser capturado, no pudo, una vez cautivo, mantener al menos la justicia, como pudo Daniel, de cuyos leones has osado mofarte? Por su piedad, sin que le forzase temor alguno, él no consintió a quienes le habían llevado cautivo, ni perdió, hallándose en situación de esclavitud corporal, la equidad y la libertad de un alma sufrida y sabia33. En cambio, la naturaleza de Dios ha sido reducida a cautividad, se ha vuelto inicua, es incapaz de purificarse en su totalidad y se ve forzada a la condenación final. Si conocía desde la eternidad que este mal le iba a acontecer, no le correspondía ninguna divinidad de acuerdo con su ser. Has dicho que es inefable lo referente a las tierras y regiones del reino de la luz y de la raza de las tinieblas, contiguas por su cercanía —según lo narra Manes para risa de todos los hombres sabios e inteligentes— y que Cristo lo llama derecha e izquierda. Sabemos que Cristo habla de derecha e izquierda no queriendo que se entienda de lugares corpóreos, sino de la felicidad y miseria respectivamente, según los méritos de cada cual. Mas vuestro pensamiento carnal es tan incapaz de alejarse de los lugares corporales, que hasta decís que este sol visible y, por tanto, corpóreo, que no puede ser contenido sino en un lugar corporal es Dios y parte de Dios. Tratar con vosotros de estas cosas es una necedad. ¿Qué realidad incorpórea seréis capaces de comprender vosotros que aún no creéis que Dios es incorruptible?
Contra el sello del vientre
21. Pasando por buen amigo me reprochas benignamente que haya abandonado a los maniqueos y que me haya pasado a los libros de los judíos. Ellos son los que sofocan vuestro error y falacia; en ellos se halla profetizado Cristo, tal como lo presenta la verdad de Dios, no como lo inventó la vanidad de Manés. Mas, como hombre muy educado, atacas la Escritura antigua, porque está escrito en un profeta: Haz hijos de fornicación; porque la tierra fornicará alejándose del Señor34, no obstante que escuchas en el Evangelio que las meretrices y los publicanos os precederán en el reino de los cielos35. Sé de dóndeviene tu indignación. En aquella fornicación no te desagradó tanto la mujer fornicaria, como el hecho de que se haya pasado al matrimonio y se haya convertido a la castidad conyugal. Pues creéis que al procrear hijos vuestro Dios se ata más estrechamente a los lazos de la carne. Y pensáis también que las meretrices que se esfuerzan por evitar la concepción para entregarse a la pasión libres del dolor de dar a luz se muestran misericordiosas con él. Según vosotros, la concepción de la mujer significa una cárcel y cadena para Dios. Por eso te desagrada también este texto: Serán dos una sola carne, no obstante que el Apóstol encarezca este gran misterio que se cumple en Cristo y en la santa Iglesia36. Por eso te desagrada también éste: Creced y multiplicaos37, no sea que se multipliquen las cárceles. Yo confieso haber aprendido en la Iglesia católica que igual que el alma también el cuerpo, aquélla gobernante, éste súbdito, e igualmente el bien del alma y los bienes del cuerpo, no proceden sino del bien supremo en quien tienen su origen todos los bienes, grandes o pequeños, celestes o terrestres, espirituales o corporales, temporales o eternos, y que no se ha de despreciar a unos porque haya que anteponerles otros.
Contra el sello de la boca y del vientre
22. Aquel otro texto al que colocas entre los merecedores de reproche: mata y come38, es utilizado también en los Hechos de los Apóstoles en un sentido espiritual Mas tampoco en su corporalidad merece reproche el alimento, sino el exceso. A vosotros sobre todo, que os abstenéis de la carne en su sentido literal, debería agradaros que se aceptase ese texto a fin de dar muerte a las carnes y, de esta manera, destruidas ellas, pudiese huir vuestro Dios de esta miserable cautividad. Y si hubiesen quedado allí algunas partículas, comiéndolas las podríais purificar en la oficina del vuestro estómago. Me reprochas el que sintiese dolor por la esterilidad de Sara. En verdad no sentí dolor porque se trata de una profecía. Mas no cuadra con vuestros sacrilegios de fábula el sentir dolor por la esterilidad de Sara, pero sí el sentirlo por su fecundidad, pues toda fecundidad de mujer es una dura calamidad para Dios. Por donde no es extraño, pues se cumple sobre todo en vosotros, lo predicho acerca de los tales: Prohíben el matrimonio39. Pero no es tanto la unión carnal lo que detestáis, sino el matrimonio, porque en él dicha unión, realizada con el fin de la procreación, no es un vicio, sino un deber. De este deber está exenta la continencia de los santos varones y mujeres, no porque la hayan evitado como un mal, sino porque eligieron algo mejor. Mas el deber conyugal de padres y madres como Abrahán y Sara no ha de valorarse desde la sociedad humana, sino desde el plan divino. Como convenía que Cristo viniera en carne, a la propagación de esa carne sirvió tanto el matrimonio de Sara como la virginidad de María.
Valor profético de las palabras de Abrahán
23. A partir de aquí se entiende también el texto que citaste, mofándote con una ignorancia que no ha de pasar desapercibida: Pon tu mano bajo mi muslo. Son palabras de Abrahán a su siervo exigiéndole un juramento de fidelidad: Pon —le dijo— tu mano bajo mi muslo y jura por el Dios del cielo40. Aquel siervo obedece y jura; pero Abrahán cuando se lo mandaba estaba profetizando que el Dios de cielo y tierra había de venir en aquella carne que se transmitiría de aquel muslo. Vosotros despreciáis, detestáis y abomináis esto; vosotros, hombres castos y puros que sentís pavor ante un único seno para el Hijo de Dios a quien ningún contacto carnal habría podido cambiar, pero introducís la naturaleza de vuestro Dios, ya alterada y mancillada, en los senos de todas las hembras, no sólo humanas, sino también de las bestias. Y por eso vosotros que sentís horror de que se hable del muslo del patriarca, ¿qué muslos halláis, no digo ya de profetas, sino de cualesquiera prostitutas, donde no debáis jurar por vuestro Dios tan torpemente encadenado allí? A no ser que tal vez lo que os cause vergüenza no sea el tocar castamente un miembro del cuerpo humano, sino el jurar por un Dios tan torpemente encadenado. Te revuelves contra el arca de Noé que41, por contener toda clase de animales, figuraba a la Iglesia que había de formarse de todos los pueblos, deformándola en gran medida y designándola, debido al gran número de animales de toda especie que encerraba, con el nombre de pancarpo, alimento propio de esclavos, que lo solían comer en los juegos públicos. Me felicito de que por inadvertencia o por ignorancia hayas empleado en el caso el término adecuado: pagjarpos. En efecto, significa todos los frutos, cosa que, en sentido espiritual se da efectivamente en la Iglesia. Y no adviertes cuánto más feliz era Noé y los suyos en medio de aquellas fieras a donde entró y de donde salió ileso, que vuestro Dios que fue desgarrado y devorado por la rabia feroz de la raza de las tinieblas. Así él (vuestro Dios) no era pancarpo, sino que se hizo camparco, pues fue desgarrado con toda fiereza. Te burlas de la lucha de Jacob con un ángel42 en la que se figuraba proféticamente la lucha futura del pueblo de Israel con la carne de Cristo. Mas, lo entiendas como lo entiendas, ¡cuánto mejor hubiera sido que vuestro Dios hubiera luchado con el hombre, antes que, vencido y prisionero, fuese desgarrado por la raza de los demonios! Acusas falsamente a Abrahán de haber vendido la castidad de su mujer. En aquel caso no mintió al decir que era su hermana, sino que, por prudencia humana, calló que era su mujer43, confiando a su Dios la custodia de la castidad de ella. Si no hubiera hecho lo que le era posible, habríamos pensado que no confiaba en Dios, sino que le tentaba. Pero, con todo, tú no te fijas en tu Dios, que no vendió a la mujer sino que entregó gratuitamente sus propios miembros a los enemigos para que los mancillasen, corrompiesen y deshonrasen. Bien desearíais, si fuese posible, que la brillantísima naturaleza de vuestro Dios, regresase del poder de sus enemigos tan inmaculada como fue devuelta Sara a su marido.
El demonio católico y el maniqueo
24. Alabas mis costumbres e ilusiones de otro tiempo y me preguntas quién me cambió tan repentinamente. Después, sirviéndote de rodeos, mencionas al antiguo enemigo de todos los fieles y santos y hasta del mismo Señor Jesucristo. Sin duda alguna quieres indicar al diablo. ¿Qué te puedo responder acerca del cambio efectuado en mí sino que con toda seguridad no me hubiese dirigido a la Iglesia y fe católica, después de detestar y condenar vuestro error, a menos que creyese que había sido un cambio para mejor? Si así fue en realidad, es decir, si mi cambio fue del mal al bien, tú mismo respondes a la cuestión al hablar de un «cambio». Si, como vosotros decís, mi alma se identificase con la naturaleza de Dios de ningún modo hubiera podido cambiar ni para mejor, como espero, ni para peor, como me reprochas, ni por sí misma ni por impulso de cualquier otro. En consecuencia, cuando abandoné ese error y elegí la fe en la que se cree piadosamente que la naturaleza de Dios es absolutamente inmutable, para llegar a la comprensión de los sabios, mi cambio no desagrada sino a quien desagrada el Dios inmutable. El diablo es el adversario de los santos, no porque se levante contra ellos como enemigo procedente del principio contrario de la otra naturaleza, sino porque siente envidia de su honor celeste del que él fue arrojado. Habiendo cambiado él se esfuerza por cambiar a los demás. Pues, como vosotros lo describís en la prolija fábula persa, si cambia a los otros sin haber cambiado él, él aparece como superior y vencedor; si, por el contrario, como afirmáis, él no es enemigo de Dios, sino amigo de la luz santa y mejor que aquellos a quienes engaña, ¿quién los hace enemigos de la luz santa de la que él es amigo? Por eso dice Manés que las almas han de ser condenadas en aquel horrible globo porque «toleraron el apartarse de su anterior naturaleza luminosa y entonces se convirtieron en enemigas de la luz». Él, en efecto, pretende que la misma mente de la raza de las tinieblas ardiendo en deseos de retener en sí la luz crea los cuerpos de los animales. Esfuérzate, pues, por librarte de esas ficciones sumamente vanas y sacrílegas, para cambiar a mejor con la ayuda de quien no cambia ni para mejor ni para peor.
Manés, veraz; Cristo, mentiroso
25. Escribes tú: «Nosotros escapamos porque hemos seguido un salvador espiritual. Pues su audacia llegó a tanto que si nuestro Señor hubiera sido carnal, toda nuestra esperanza se hubiese visto amputada». Si dices esto porque creéis que Cristo no tuvo carne, no debéis poner vuestra esperanza en Manés, pues concedéis que fue engendrado, según la carne, de varón y de mujer como los demás hombres. ¿Por qué entonces ponéis en él una esperanza tan grande? En efecto, para atemorizarme, tú mismo has escrito en tu carta: «¿Quién será tu abogado ante el tribunal del juez justo, cuando comiences a reconocerte convicto, por tu propio testimonio, de tus palabras y de tus obras? El persa al que acusaste no te asistirá. Excluido él, ¿quién te consolará cuando llores? ¿Quién salvará al púnico? ». Has dicho que a excepción de Manés nadie puede consolar y salvar. ¿Cómo entonces dijiste, tratando de los padecimientos de Cristo, que vosotros habíais escapado a ellos por haber seguido a un salvador espiritual, no fuera que el enemigo pudiera darle muerte, si tenía carne? Por tanto, si el enemigo dio muerte a vuestro Manés en quien halló carne, para que pudiese constituirse ya en vuestro salvador, ¿cómo dices: «Excluido él, quién te consolará cuando llores? ¿Quién salvará al púnico? ». Estás viendo lo que se encierra en la herejía y doctrinas de los demonios, en la hipocresía de quienes hablan mentira44. Pretendes que Manés dice la verdad acerca de Cristo, que sería falaz. Si Cristo se comportó con falacia y mentira plenas al mostrar la carne, la muerte, la resurrección, los lugares de las heridas y de los clavos que mostró a sus discípulos que dudaban45, entonces Manés dijo la verdad acerca de Cristo; si, por el contrario, Cristo mostró verdadera carne y por tanto verdadera muerte, verdadera resurrección y verdaderas cicatrices, entonces Manés mintió acerca de Cristo. Por eso la diferencia entre tú y yo en este asunto está en que tú preferiste creer veraz a Manés teniendo a Cristo por falaz, mientras que yo preferí creer que Manés había mentido acerca de Cristo como acerca de otras cosas, antes de admitir que Cristo hubiera mentido en algo. ¡Y cuánto más tratándose de su pasión y resurrección sobre la que fundamentó particularmente la esperanza de los fieles! En efecto, quien dice: «Cuando Cristo, después de la que se consideró como su muerte, se manifestó a sus discípulos que dudaban y creían estar viendo un espíritu, les dijo: Tocad mis manos y mis pies, y ved que un espíritu no tiene carne y huesos como veis que yo tengo46; cuando dijo a uno de ellos que no lo creía: Introduce tus dedos en mi costado y no seas incrédulo, sino creyente, lo que mostraban no era real, sino mentira»; quien esto dice, repito, no anuncia, sino que acusa a Cristo. «Pero —replicas— Manés anuncia a Cristo y afirma ser su apóstol». Por eso mismo hay que detestarlo y huir de él. Pues si dijese eso acusando a Cristo, al menos se jactaría de ser amante de la verdad arguyendo al otro de falsedad; mas ahora, ignorante e incauto, se descubre y manifiesta a quienes miran con atención lo que hace él mismo y lo que ama al alabar y anunciar a un mentiroso. Huye, por tanto, amigo, de tan gran peste, no sea que Manés, sirviéndose del engaño, quiera hacerte —cosa imposible— un fiel, como aquel discípulo de quien pretende que se afirme que Cristo le hizo fiel al decirle: Introduce mis dedos en tu costado y no seas incrédulo, sino creyente47. De acuerdo con la sabiduría de la dulcísima verdad, ¿qué otra cosa dijo Cristo al discípulo, sino: «Toca el cuerpo que llevo, toca el cuerpo que he llevado, toca mi carne verdadera, toca las cicatrices de las verdaderas heridas, toca los verdaderos lugares de los clavos y, creyendo cosas verdaderas, no seas incrédulo, sino creyente»? Por el contrario, de acuerdo con la insipiencia de la sacrílega vanidad de Manés, ¿qué otra cosa dijo Cristo a su discípulo, sino: «Toca el cuerpo que simulo tener, toca esto de lo que me sirvo para engañar»; qué sino: «Toca mi falsa carne, toca los lugares engañosos de las falsas heridas y no seas incrédulo respecto a mis miembros de mentira, para que creyendo a cosas falsas puedas ser creyente»? Tales son los creyentes que tiene Manés: los que creen a todas las doctrinas de los demonios engañadores.
El falso argumento del reducido número
26. Huye de estas cosas, te ruego, no te engañe el falso argumento de vuestro pequeño número, amparándoos en que el Señor dijo que el camino estrecho es de pocos48. Quieres hallarte entre los pocos, pero entre los pocos pésimos. Es verdad que son pocos los absolutamente inocentes, pero entre los mismos culpables es menor el número de los homicidas que el de los ladrones, menor el de los incestuosos que el de los adúlteros. Además tanto las fábulas como la historia de los antiguos tienen menos Medeas y Fedras que mujeres culpables de otros crímenes y torpezas, menos Ocos y Busírides que varones culpables de otros actos impíos y criminales. Fíjate bien, pues, no sea que entre vosotros el merecer ser pocos os venga del supremo horror de la impiedad. Allí, en verdad se leen, se dicen y se creen tales cosas que lo que causa extrañeza no es que hayan caído y permanezcan en tal error muy pocos, sino el que haya caído alguno en él. El número de los santos que siguen el camino estrecho es pequeño en comparación con la muchedumbre de los pecadores. Ese pequeño número se oculta bajo el número mucho mayor de la paja. Pero ahora ha de ser reunida y trillada en la misma era de la Iglesia católica, y al final ha de ser aventada y limpiada49. A esta Iglesia te conviene dirigirte si deseas ser fielmente fiel, no sea que, dando fe a cosas falsas, apacientes vientos como está escrito50, es decir, te conviertas en alimento para los espíritus inmundos. El apóstol Pablo a quien citas consideró como pérdida y estiércol a fin de ganar a Cristo, no las Escrituras del Antiguo Testamento, llenas de sabiduría, ni toda aquella economía profética de palabras y de hechos, sino la excelencia carnal de la estirpe judía y el celo en que ardía, cual cosa digna de alabanza, en perseguir los cristianos en favor de las sinagogas de la estirpe paterna que se hallaban en el error y no reconocían a Cristo, e igualmente la justicia que procede de la ley de la que se gloriaban soberbiamente los judíos al no comprender en ella la gracia de Dios51. Según eso, cuánto más debes tú rechazar no ya como estiércol, sino como veneno esas escrituras llenas de nefandas blasfemias, donde la naturaleza de la verdad, la naturaleza del sumo bien, la naturaleza de Dios es descrita tantas veces como mutable, tantas veces como vencida, tantas veces corrupta y mancillada, incapaz de alcanzar la purificación plena y al final merecedora de que la verdad misma la condene; y dejando de lado la discusión deberías pasar a la Iglesia y fe católica que se ha revelado en su momento tal cual había sido profetizada con tanta anterioridad. Si te digo estas cosas es porque tu mente no es ni la naturaleza del mal, que no existe en absoluto, ni la naturaleza de Dios, pues de lo contrario hablaría en vano a una naturaleza inmutable. Mas como ella ha cambiado al abandonar a Dios y ese su mismo cambio es un mal, cambie convirtiéndose al bien inmutable con la ayuda de ese mismo bien inmutable, y tal cambio será una liberación del mal. Si desprecias esta recomendación, creyendo aún que hay dos naturalezas, una la naturaleza mutable del bien que, mezclada al mal pudo consentir a la injusticia y otra la naturaleza inmutable del mal, que ni siquiera mezclada al bien fue capaz de asentir a la justicia, no haces sino charlotear esa vergonzosa fábula antes mencionada, que siembra execrables y torpes blasfemias en los oídos que sienten la comezón de la fornicación, para sumarte a la grey de aquellos de quienes está predicho que llegará un tiempo, en que no soportarán la sana doctrina, sino que, por satisfacer sus apetencias, se darán una muchedumbre de maestros por el prurito de oír y, apartando su oído de la verdad, se volverán a las fábulas52. Si, por el contrario, acoges sabiamente esta recomendación y te conviertes al Dios inmutable, en virtud de ese cambio digno de alabanza, te harás de aquellos de quienes dice el Apóstol: En otro tiempo fuisteis tinieblas, mas ahora sois luz en el Señor53. Esto no puede decirse ni de la naturaleza de Dios que nunca fue mala y merecedora de este nombre de tinieblas, ni de la naturaleza del mal, que, si existiese, nunca podría cambiar ni convertirse en luz. Pero se afirma recta y verídicamente que aquella naturaleza no es inmutable, sino que al abandonar la luz inmutable por quien fue hecha, se hace tinieblas en sí misma, pero convertida a ella se hace luz no en sí, sino en el Señor. Brilla no por sí misma, puesto que no es la luz verdadera, sino en cuanto iluminada por aquel de quien se ha dicho: Era la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo54. Esto es lo que debes creer, lo que debes comprender, lo que debes retener, si quieres ser bueno por participación en el bien inmutable, cosa que no puedes ser por ti mismo. Pues el ser bueno no podrías perderlo si lo fueses inmutablemente, ni recibirlo si inmutablemente no lo fueses.