ACTAS DEL DEBATE CON FORTUNATO

Traducción: Pío de Luis Vizcaíno, OSA

Tomado de las Revisiones (115)

1. En la misma época en que era presbítero tuve un debate con un cierto Fortunato, presbítero también él, pero maraqueo, que llevaba mucho tiempo residiendo en Hipona y había seducido a tantos que le agradaba habitar allí en atención a ellos. El debate fue recogido sobre la marcha por notarios y redactado a modo de actas públicas, pues incluyen la fecha y el consulado. Yo me preocupé de convertirlo en un libro para perpetuar su recuerdo. En él se trata la cuestión sobre el origen del mal. Yo afirmaba que el mal que hace el hombre procede del libre albedrío de la voluntad; Fortunato, en cambio, se esforzaba por persuadir de la existencia de una naturaleza del mal coeterna a Dios. Pero al día siguiente confesó finalmente que no hallaba qué replicarme y, si bien no se hizo católico, al menos se alejó de Hipona.

2. En ese libro se halla escrito: Digo que Dios ha creado al alma, como a las demás cosas que hizo. Entre las cosas creadas por el Dios todopoderoso el primer lugar corresponde al alma (n.13). Dije tales palabras queriendo que se entendiesen referidas en general a toda criatura racional, aunque sea imposible o al menos no sea fácil hallar en la Sagrada Escritura un texto en que se hable de las almas de los ángeles, como indiqué antes.

3. En otro lugar dije igualmente: Yo afirmo que no hay pecado, si no se peca de propia voluntad (n.21). Estas palabras quise que se entendieran de aquel pecado que no es también castigo del pecado, pues respecto a tal castigo dije lo que había que decir en otro momento del mismo debate.

4. Dije también: De manera que esa misma carne que nos atormentó con sufrimientos cuando permanecíamos en él pecado se someterá a nosotros en la resurrección y no nos afligirá con oposición alguna a que observemos la ley y los mandamientos de Dios (n.22). Esto no ha de comprenderse como si también en aquel reino de Dios, en el que dispondremos de un cuerpo incorruptible e inmortal, hayan de conocerse la ley y los preceptos por las Escrituras divinas, sino en el sentido de que allí se cumplirá en toda su perfección la ley eterna y poseeremos los dos preceptos, el del amor a Dios y el del amor al prójimo1, no en la lectura, sino en el mismo amor perfecto y sempiterno.

Esta obra comienza así: Sexto et Quinto Kalendas Septembris Arcadio Augusto bis et Rufino viris clarissimis consulibus.



Los días 27 y 28 de agosto, siendo cónsules los muy ilustres varones Arcadio Augusto, que lo era por segunda vez, y Q. Rufino, se celebró una disputa con Fortunato, presbítero maniqueo de la ciudad de Hipona, en los baños de Sosio, en presencia del pueblo.

1. Agustín dijo: Yo considero ya un error lo que antes consideraba verdad; quiero oír de tu boca si mi apreciación es acertada.

Fortunato dijo: Comienza a exponer ese error.

Agustín: Ante todo considero el sumo error creer que Dios todopoderoso, en quien radica nuestra única esperanza, está sometido a violación, mancha o corrupción en cualquiera de sus partes. Sé que esto lo afirma vuestra herejía, aunque no con las mismas palabras que yo he usado. En efecto, cuando se os pregunta, confesáis que Dios es incorruptible y que no está sometido en absoluto a violación o mancha. Mas cuando comenzáis a exponer el resto de la doctrina os veis obligados a confesarlo sujeto a la corrupción y a la invasión, y capaz de mancillarse. Afirmáis que no sé qué otra raza de las tinieblas se rebeló contra el reino de Dios, y que Dios, cuando vio cuán grande era la ruina y la devastación que iba a caer sobre sus reinos, si no oponía algo que ofreciese resistencia a esa raza adversa, envió una fuerza, de cuya mezcla con el mal y la raza de las tinieblas fue fabricado el mundo. A eso se debe el que as almas buenas se fatiguen, sean siervas, se hallen en el error y la corrupción aquí, hasta el punto de necesitar un liberador que las purifique del error, las separe de esa mezcla y las libere de la esclavitud. Yo considero un crimen creer que el Dios todopoderoso haya temido a alguna raza enemiga o haya sufrido necesidad tal que nos ha precipitado en esta desdicha.

Fortunato: Sé que tú viviste entre nosotros, que estuviste al servicio de los maniqueos. Esos son, sí, los puntos principales de nuestra fe. Ahora de lo que se trata es de nuestra vida, de los falsos crímenes que se nos achacan. Oigan, pues, de tu boca estos buenos hombres aquí presentes si son verdaderas o falsas las cosas de las que se nos acusa y por las que se nos busca. Por lo que tú expongas, enseñes y manifiestes podrán conocer con mayor verdad nuestra vida, si tú la sacas a la luz pública. ¿Asististe a nuestra oración?

2. Agustín: Sí, asistí. Pero una es la cuestión concerniente a la fe y otra la que se refiere a las costumbres. Yo propuse discutir sobre la fe. Pero si los presentes prefieren oír hablar acerca de las costumbres, no eludo el tema.

Fortunato: Antes de nada, yo quiero verme justificado ante vuestra conciencia, ante la que aparecemos manchados, por tu testimonio: el de un hombre adecuado, quien en mi opinión lo es para ahora y para el juicio futuro de Cristo, justo juez; diga si vio o sorprendió en nosotros lo que ahora se nos achaca.

3. Agustín: Te pasas a otro tema, no obstante que yo propuse que habláramos sobre la fe. Vuestras costumbres las pueden conocer plenamente vuestros elegidos. Sabes bien que entre vosotros yo no fui un elegido, sino un oyente. En consecuencia, aunque también asistí a vuestra oración, según me has preguntado, sólo Dios y vosotros podéis saber si tenéis alguna otra oración aparte para vosotros solos. En todo caso, en aquella a la que yo asistí no vi que se realizase alguna acción torpe. Lo único que advertí contrario a la fe que más tarde conocí y a la que di mi aprobación es que para orar os poníais en dirección al sol. Aparte de ésta, ninguna novedad cosa advertí en vuestra oración. Con todo, quien os reprocha algo referente a las costumbres, lo reprocha a vuestros elegidos. Yo no puedo saber lo que hacéis los elegidos cuando os reunís vosotros solos. Ciertamente he oído de vosotros que recibís también la Eucaristía; mas, si ignoraba cuándo la recibíais, ¿cómo pude saber qué recibíais? Así, pues, si te place, deja la cuestión de las costumbres para discutirla en presencia de vuestros elegidos, si es que admite discusión. A mí me disteis esta fe que ahora repruebo. De ella propuse que hablásemos. Respóndaseme a lo que he propuesto.

Fortunato: También nosotros profesamos que Dios es incorruptible, luminoso, inaccesible e impasible; que habita en una luz eterna que le es propia, que nada tiene su origen en él que sea corruptible, que en su reino no pueden hallarse ni tinieblas ni demonios, ni satanás, ni nada que le sea adverso; que él envió un Salvador semejante a sí; que el Verbo, nacido desde la formación del mundo, cuando fabricó el mundo, vino en medio de los hombres después de hecho el mundo y eligió para sí almas dignas de su santa voluntad, santificadas por sus mandamientos celestes, imbuidas por la fe y la razón de las cosas celestiales; que bajo su guía estas almas han de regresar de nuevo de aquí al reino de Dios según la santa promesa de quien dijo: Yo soy el camino, la verdad y la puerta, y Nadie puede llegar al Padre, sino por mí2. Esto es lo que nosotros creemos: que las almas no podrán regresar al reino de Dios de otra manera, es decir, por otro mediador, que encontrando al que es la verdad, el camino y la puerta. Pues él ha dicho: Quien me ha visto a mí ha visto también al Padre3, y quien crea en mí no gustará la muerte nunca jamás, antes bien, pasará de la muerte a la vida y no le llegará la condenación4. Esto es lo que nosotros creemos y ésta es la razón de nuestra fe; y, según las fuerzas de nuestra alma, obedecemos a esta única fe en la Trinidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

4. Agustín: ¿Qué ha precipitado en la muerte a esas almas que confesáis que pasan de la muerte a la vida por la mediación de Cristo?

Fortunato: A partir de aquí, dígnate sacar las consecuencias y contradecirme, si no existe nada fuera de Dios.

5. Agustín: Más bien, dígnate tú responder a lo que se te pregunta: ¿qué ha entregado esas almas a la muerte?

Fortunato: Mejor, dígnate tú decir si hay algo fuera de Dios, o si todo está en Dios.

6. Agustín: Esto es lo que yo puedo responder: el Señor quiso que yo supiera que Dios no puede padecer ninguna necesidad ni sufrir violación o corrupción de ninguna parte. Dado que también tú confiesas esto, te pregunto: ¿qué necesidad le obligó a enviar aquí las almas que, según tú, regresan gracias a Cristo?

Fortunato: Tú acabas de decir que Dios te ha revelado a ti, como a mí, que él es incorruptible. De acuerdo con esto, si nada hay fuera de él, ha de investigarse la razón del cómo o por qué motivo vinieron las almas a este mundo, para que ahora tengan que ser liberadas de él, por medio de su Hijo unigénito, semejante a Él.

7. Agustín: No debemos defraudar a tantos que se hallan aquí presentes, pasando de la cuestión propuesta a otra cosa. Los dos confesamos y nos concedemos mutuamente que Dios es incorruptible e inviolable y que no puede sufrir nada. De aquí se sigue que es falsa vuestra herejía, según la cual Dios, cuando vio cuán grande era la ruina y la devastación que iba a caer sobre sus reinos, envió una fuerza para que luchase contra la raza de las tinieblas y que la mezcla consiguiente es el motivo por el que nuestras almas se hallan envueltas en estas fatigas. Así pues, mi razonamiento es breve y, a cuanto creo, clarísimo para cualquiera. Si Dios por ser inviolable no pudo sufrir nada de parte de la raza de las tinieblas, sin motivo nos envió aquí para que suframos tales tribulaciones. Si, por el contrario, pudo sufrir algo, no es inviolable y estáis engañando a aquellos a quienes decís que Dios es inviolable. En efecto, esto lo niega vuestra herejía al exponer el resto de la doctrina.

Fortunato: Nosotros pensamos lo que nos enseña el bienaventurado apóstol Pablo, que dijo: Tened en vosotros los mismos pensamientos que se albergaban en Cristo Jesús; él existiendo en la condición divina no juzgó una rapiña el ser igual a Dios, antes bien se anonadó a sí mismo tomando la forma de siervo, hecho a semejanza de los hombres y hallado en su porte como un hombre; él se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte5. Así pues, tenemos en nosotros los mismos pensamientos que se albergaban en Cristo Jesús, quien existiendo en la condición divina se sometió hasta la muerte para mostrar la semejanza con nuestras almas. Y del mismo modo que él mostró en sí la semejanza de la muerte y, resucitado de entre los muertos, que él está en el Padre y el Padre en él, así hemos de pensar que acontecerá también a nuestras almas. Por él podremos ser librados de esta muerte, la cual o es ajena a Dios o, si pertenece a Dios, se viene abajo tanto su misericordia como el nombre y la obra del Salvador.

8. Agustín: Yo pregunto cómo hemos venido a parar en la muerte y tú respondes con el cómo somos librados de ella.

Fortunato: El apóstol indicó lo que debemos pensar acerca de nuestras almas: lo mismo que Cristo nos mostró. Si Cristo se halló en la pasión y muerte, también nosotros; sí por la voluntad del Padre descendió a la pasión y muerte, también nosotros.

9. Agustín: Es de todos conocido que la fe católica profesa que nuestro Señor, es decir, la Fuerza y la Sabiduría de Dios6 y el Verbo por quien fueron hechas todas las cosas y sin el cual no se hizo nada7, tomó al hombre para nuestra liberación. En el mismo hombre que tomó mostró eso que afirmas. Pero yo ahora pregunto acerca de la sustancia del mismo Dios y de la Majestad inefable, si pudo dañarle algo o no pudo. Pues si algo pudo ocasionarle daño no es inviolable; si nada puede ocasionarle daño, ¿qué podría hacerle la raza de las tinieblas contra la que, según vosotros, Dios sostuvo una guerra antes de la formación del mundo? En esa guerra, según afirmáis, nosotros, es decir, las almas que evidentemente necesitan ahora un liberador, se vieron mezcladas con toda clase de mal y envueltas en la muerte. Vuelvo, pues, a lo mismo con muy pocas palabras: Si la raza de las tinieblas le podía dañar, no es inviolable; si no podía, él se mostró cruel al enviarnos aquí para padecer estas cosas.

Fortunato: ¿El alma es de Dios o no?

10. Agustín: Si es justo que no se me conteste a lo que he preguntado y a la vez se me pregunte, responderé.

Fortunato: Te pregunto si el alma actúa por sí misma.

11. Agustín: Yo responderé a lo que me has preguntado. Pero no olvides que tú no has querido contestar a mis preguntas, mientras que yo respondo a las tuyas. Preguntas si el alma procede de (a) Dios. Ciertamente se trata de una gran cuestión. Pero sea que proceda sea que no proceda de él, respecto al alma respondo que ella no es Dios; que una cosa es Dios y otra el alma; que Dios no está sujeto a violación, corrupción, invasión o mancha. De ningún modo puede sufrir corrupción y de ninguna manera se le puede dañar. En cambio, vemos que el alma es pecadora y se halla envuelta en tribulaciones, que busca la verdad y necesita un liberador. Esta mutabilidad del alma me muestra que ella no es Dios. Pues si el alma es sustancia divina, la sustancia divina yerra, la sustancia divina se corrompe, la sustancia divina sufre violación, la sustancia divina sufre engaño. Afirmar lo cual es un crimen.

Fortunato: Así pues, has negado que el alma sea de (ex) Dios, en tanto que sirve al pecado, a los vicios y a los bienes del mundo y se deja llevar por el error, puesto que no puede darse que o Dios o su sustancia padezca tales cosas. Dios es incorruptible y su sustancia inmaculada y santa. Ahora, sin embargo, se me pregunta si el alma es de (ex) Dios o no. Nosotros confesamos que sí y lo mostramos por la venida del salvador, por su santa predicación, por su elección, fruto de su compasión por las almas; decimos además que el alma ha venido por la voluntad de él para librarla de la muerte, conducirla a la gloria eterna y devolverla al Padre. Tú, en cambio, ¿qué dices o esperas del alma? ¿Es de Dios o no? ¿La sustancia de Dios, de {ex) la que niegas que venga el alma, no puede sufrir ninguna pasión?

12. Agustín: Al negar que el alma es sustancia de Dios negaba que ella fuera Dios. Pero tiene a Dios por autor, puesto que ha sido hecha por él. Una cosa es el creador, otra la cosa creada; el creador en ningún modo puede ser corruptible; la obra creada en ningún modo puede ser igual al creador.

Fortunato: Tampoco yo he dicho que el alma sea semejante a Dios. Mas como has afirmado que el alma ha sido hecha y que nada hay fuera de Dios, te pregunto dónde halló Dios la sustancia del alma.

13. Agustín: No olvides que yo contesto a lo que me preguntas, pero tú no respondes a lo que te pregunto yo. Digo que Dios ha creado al alma, como a las demás cosas que hizo. Entre las cosas creadas por el Dios todopoderoso el primer lugar corresponde al alma. Y si preguntas de qué hizo Dios al alma, recuerda que yo, igual que tú, confieso que Dios es todopoderoso. Ahora bien, no es todopoderoso quien requiere la ayuda de alguna materia de la que ha de hacer lo que quiere hacer. De aquí se sigue que, según nuestra fe, Dios hizo de la nada cuanto hizo por su Verbo y Sabiduría. Así pues, leemos: él dio la orden y las cosas se hicieron; él lo mandó y fueron creadas8.

Fortunato: ¿Todo procede de su mandato?

14. Agustín: Así lo creo, pero referido a cuantas cosas han sido creadas.

Fortunato: Las cosas creadas se ajustan unas con otras; mas como éstas se oponen las unas a las otras, por eso mismo consta que no hay una única sustancia, no obstante que esas cosas hayan llegado por el mandato de uno solo a componer este mundo y su figura. Por lo demás, la misma realidad manifiesta que nada hay de semejante entre las tinieblas y la luz, entre la verdad y la mentira, entre la muerte y la vida, entre el alma y el cuerpo, y demás cosas parecidas que distan entre sí por sus nombres y por sus especies. Consta también que con razón dijo nuestro Señor: el árbol que no plantó mi Padre será arrancado y arrojado al fuego porque no da frutos buenos9, y que el árbol tiene raíces. De aquí resulta también por la misma naturaleza de las cosas que en este mundo hay dos sustancias de distinta especie y nombre: una de ellas es la sustancia del cuerpo y la otra, en cambio, eterna, que creemos es la del Padre todopoderoso.

15. Agustín: El que estas cosas contrarias que te impresionan las sintamos como opuestas entre sí, se debe a nuestro pecado, es decir, es consecuencia del pecado del hombre. Dios, en efecto, no sólo lo hizo todo bien, sino que además lo ordenó bien. En cambio, al pecado no lo hizo él y es lo único a lo que se llama mal, es decir, nuestro pecado voluntario. Hay también otra clase de mal: el castigo debido al pecado. Existiendo, pues, dos clases de males, el pecado y el castigo del pecado, el primero no pertenece a Dios y el segundo le pertenece en cuanto juez. Igual que Dios es bueno por haber creado todo, así también es justo para tomar venganza del pecado. Todas las cosas han sido muy bien ordenadas; por tanto, las que ahora se nos manifiestan a nosotros como opuestas entre sí, son el justo resultado de la caída del hombre que no quiso cumplir la ley de Dios. Dios dotó de libre albedrío al alma racional que hay en el hombre. Sólo podemos merecer si somos buenos por propia voluntad, no por necesidad. Puesto que conviene ser buenos por propia voluntad, no por necesidad, era oportuno que Dios otorgase al alma el libre albedrío. Dios había sometido todas las cosas a este alma obediente a su ley, sin que nada se le opusiera, a fin de que todas las demás cosas creadas por Dios le sirvieran a ella, si ella hubiera querido servir a Dios. Y en el caso contrario de que ella no quisiera servirle, para que las cosas que le servían se tornasen en castigo para ella. En consecuencia, si todas las cosas han sido rectamente ordenadas por Dios, ellas son buenas y Dios no sufre mal alguno.

Fortunato: Dios no sufre el mal, sino que lo previene.

16. Agustín: ¿De parte de quién habría de sufrirlo?

Fortunato: Lo que yo afirmo es que él quiso prevenirlo, no temerariamente, sino con su fuerza y presciencia. Por lo demás, niega que existe el mal fuera de Dios. Sus mismos mandamientos muestran que hay otras cosas que se hacen contra su voluntad. El precepto no se hace presente sino donde hay oposición. La facultad de vivir libremente no tiene lugar más que como consecuencia de la caída, según el razonamiento del Apóstol que dice: Y vosotros estabais muertos por vuestros delitos y pecados en los que caminasteis en otro tiempo, según las enseñanzas de este mundo, de acuerdo con el príncipe de la potestad de este aire, el espíritu, que ahora actúa en los hijos de la incredulidad. Entre ellos también nosotros, y todos hemos vivido alguna vez en los deseos de nuestra carne cumpliendo la voluntad de los consejos de la misma, y éramos por naturaleza hijos de la ira, como los demás. Pero Dios, que es rico en misericordia, se compadeció de nosotros. Y estando nosotros muertos por el pecado, nos vivificó en Cristo, por cuya gracia habéis sido salvados; y juntamente nos resucitó y nos colocó en el cielo con él, con Cristo Jesús para mostrar a los siglos venideros, y lo que sigue hasta dando muerte en sí mismo a la enemistad. Al venir os anunció la paz a vosotros que estabais lejos y a los que estaban cerca. Unos y otros tenemos acceso al Padre por él en un mismo Espíritu10.

17. Agustín: Este texto del Apóstol que has querido leer favorece al máximo, si no me engaño, a la fe que yo profeso, y se opone a la tuya. En primer lugar porque está suficientemente indicado el libre albedrío al que se debe, como dije, el que el alma peque; está indicado al mencionar los pecados y al afirmar que nuestra reconciliación con Dios tiene lugar por medio de Jesucristo. Por el pecado nos habíamos apartado de Dios; del mismo modo al cumplir los preceptos de Cristo nos reconciliamos con Dios y así quienes nos hallábamos muertos en el pecado, al guardar sus preceptos somos vivificados y alcanzamos la paz con él en el único espíritu, de quien nos habíamos alejado al no cumplir sus mandamientos, como nuestra fe proclama respecto al primer hombre que fue creado. Según esto, de acuerdo con la lectura de antes, te pregunto cómo tenemos pecados, si una naturaleza contraria nos fuerza a hacer lo que hacemos. Quien se ve forzado por alguna necesidad a hacer algo, no peca; a su vez, quien peca, peca por el libre albedrío. ¿Por qué se nos ha ordenado el arrepentimiento si no hemos cometido mal alguno nosotros, sino la raza de las tinieblas? Si es a ésta a la que se le concede, también ella reinará con Dios al recibir el perdón de los pecados; si, por el contrario, es a nosotros a quienes se nos otorga, está claro que hemos pecado de libre voluntad. Es propio de una no pequeña necedad el perdonar a quien no ha cometido mal alguno. Así pues, en el caso de que el alma, habiéndole prometido Dios el perdón de los pecados y la reconciliación, dejase de pecar y se arrepintiese de sus pecados, si hablase conforme a vuestra fe, diría: «¿En qué he pecado? ¿Qué he merecido? ¿Para qué me expulsaste de tus reinos a fin de que luchase contra no sé qué raza? He sido precipitada de lo alto; me hallo mezclada, corrompida, menguada, no he conservado el libre albedrío. Tú conoces la necesidad que me atenaza, ¿por qué me imputas las heridas que he recibido? ¿Por qué me obligas al arrepentimiento, siendo tú la causa de mis heridas? Tú sabes lo que he padecido; sabes que la raza de las tinieblas arremetió contra mí, siendo el causante tú, que no podías ser violado; con todo, queriendo mostrarte precavido frente a tus reinos a los que ningún daño podría sobrevenir, me arrojaste a estas calamidades. Si es cierto que soy una parte tuya y que he salido de tus entrañas, si he salido de tu reino y de tu boca, no debí padecer nada en medio de esta raza de las tinieblas; si era una parte del Señor era ella la que debía someterse permaneciendo yo incorrupta. Mas ahora, dado que aquella raza no podía ser apaciguada sino mediante mi corrupción, ¿cómo se me llama parte tuya, o cómo permaneces inviolable tú, o cómo no eres cruel tú que quisiste que yo sufriera por esos reinos a los que ningún daño podía ocasionar la raza de las tinieblas?» Respóndeme a esto si te place y dígnate exponerme también en qué sentido dijo el Apóstol que éramos por naturaleza hijos de la ira11, los mismos de los que se afirma que estamos reconciliados con Dios. Si eran hijos de la ira por naturaleza, ¿cómo dices que el alma es por naturaleza hija y una porción de Dios?

Fortunato: Si el Apóstol hubiese dicho que somos por naturaleza hijos de la ira refiriéndose al alma, la misma palabra del Apóstol hubiese hecho al alma extraña a Dios. Con ese razonamiento muestras tú ahora que el alma no es de Dios, porque, como dice el Apóstol, somos por naturaleza hijos de la ira. Si, por el contrario, el mismo Apóstol, que reconoce expresamente que desciende del linaje de Abrahán, hablaba así en cuanto vinculado a la ley, resulta que él dijo que fuimos hijos de la ira en cuanto al cuerpo, como todos los demás. El mostró que la sustancia del alma procede de (ex) Dios y que el alma no puede reconciliarse con él de ninguna otra manera, si no es por mediación del maestro Cristo Jesús. Pero aun después de eliminada la enemistad, el alma parecía que era indigna de Dios. Nosotros, sin embargo, confesamos que ha sido enviada por Dios omnipotente y que de él trae su origen y que fue enviada para hacer su voluntad, igual que creemos que Cristo el Salvador vino del cielo para cumplir la voluntad del Padre. Voluntad del Padre que era ésta: liberar nuestras almas de la enemistad dándole muerte a ella. Si esta enemistad no hubiese sido adversaria de Dios, ni se hubiese hablado de enemistad donde había unidad, ni se hubiese hablado o hubiese tenido lugar la muerte donde había vida.

18. Agustín: Recuerda que el Apóstol dijo que estamos alejados de Dios por nuestro comportamiento.

Fortunato: Yo afirmo que había dos sustancias; que en la sustancia de la luz se halla Dios, incorruptible como antes dijimos, pero que existía también la naturaleza contraria de las tinieblas. Proclamo que es vencida incluso hoy por la fuerza de Dios, y que Cristo ha sido enviado como salvador con vistas a mi regreso, como ha dicho antes el mismo Apóstol.

19. Agustín: Los que nos escuchan nos habían impuesto que discutiésemos con argumentos racionales la fe en las dos naturalezas. Mas como tú has vuelto a refugiarte en las Escrituras, a ellas acudo yo también. Pido que no se pase nada por alto, no sea que sirviéndonos sólo de algunos textos aportemos tinieblas a quienes no conocen las Escrituras. Consideremos desde su comienzo lo que dice el apóstol Pablo en su carta a los Romanos. Ya en su primera página hay algo que se opone violentamente a vosotros. Dice, en efecto: Pablo siervo de Jesucristo, llamado Apóstol, predestinado al evangelio de Dios, que había prometido antes en las Escrituras Santas por medio de sus profetas, acerca de su Hijo Jesucristo nuestro Señor que nació según la carne del linaje de David, y fue predestinado como Hijo de Dios en poder según el Espíritu de santificación por la resurrección de los muertos de Jesucristo nuestro Señor12.

Vemos cómo el Apóstol nos enseña acerca de nuestro Señor que antes de la encarnación existió por el poder de Dios y que según la carne nació del linaje de David. Esto lo habéis negado siempre y seguís negándolo; ¿cómo, pues, requerís las Escrituras para que discutamos con ellas en la mano?

Fortunato: Vosotros afirmáis que según la carne nació del linaje de David, no obstante que se proclama que nació de una virgen y es glorificado como Hijo de Dios13. No hay más posibilidad que ésta: que lo que procede del (de) espíritu sea tenido por espíritu y lo que procede de (de) la carne sea entendido como carne. Ahora bien, a ello se opone la autoridad misma del Evangelio que dice: La carne y la sangre no pueden poseer el reino de Dios, como tampoco la corrupción posee la incorrupción14.

En este momento los asistentes que deseaban que se empleasen más bien argumentos racionales, causaron un alboroto al comprobar que no quería admitir todo cuanto consta en el texto del Apóstol. Luego comenzaron a hablar todos unos con otros discutiendo hasta dónde llegaba su afirmación de que la palabra de Dios se hallaba prisionera en la raza de las tinieblas. Tras sentirse horrorizados, se levantó la sesión.

Al día siguiente se procuró de nuevo la presencia de un notario. Las cosas sucedieron como se indica a continuación:

Fortunato: Afirmo que Dios todopoderoso no produce de sí (ex se) nada que sea malo y que lo que es suyo permanece incorrupto por haber surgido y haber sido engendrado de una fuente inviolable. Respecto a las demás cosas que se manifiestan como contrarias en este mundo, afirmo que no derivan de Dios ni aparecieron en este mundo por obra suya, es decir, que no tienen su origen en él. Esto es lo que aceptamos en nuestra fe: el mal es ajeno a Dios.

20. Agustín: Nuestra fe, en cambio, es ésta: Dios ni ha engendrado mal alguno ni ha hecho naturaleza mala alguna. Y como los dos estamos de acuerdo en que Dios no está sujeto a corrupción o mancha alguna, es propio de personas sabias y creyentes valorar qué fe es más pura y más digna de la majestad de Dios: la que afirma que una fuerza, o una parte, o una palabra de Dios puede sufrir cambio, violación, corrupción o sujeción, o la otra que afirma que Dios todopoderoso y toda su naturaleza y sustancia nunca puede estar sujeta a corrupción en ninguna de sus partes, y que los males proceden del pecado voluntariamente cometido por el alma, a la que Dios dotó de libre albedrío. Si Dios no le hubiese otorgado ese libre albedrío no podría existir ningún juicio justo que castigase, ni mérito en el bien obrar, así como tampoco el precepto divino de hacer penitencia por los pecados, ni el mismo perdón de los pecados que Dios nos ha otorgado por Jesucristo nuestro Señor. En efecto, quien no peca libremente, no peca. Pienso que esto es claro y manifiesto para todos. En consecuencia, no nos debe causar problema el que algunas de las obras de Dios nos resulten molestas de acuerdo con nuestros merecimientos. Así como Dios es bueno al crear todo, así también es justo al no condescender con nuestros pecados. Tales pecados, como ya dije, no lo serían si no gozásemos de libre voluntad. Supongamos que una persona ata todos los miembros de otra y sin que ésta asienta, escribe con la mano de ésta algo falso. Ahora pregunto: si el juez conociese este hecho, ¿podría condenar a tal hombre por el delito de falsificación? Por tanto, si está claro que no hay pecado donde no existe el libre albedrío de la voluntad, quiero escuchar qué mal ha hecho al alma a la que llamáis parte, fuerza, palabra de Dios o cualquier otra cosa, para que Dios la castigue o para que tenga que hacer penitencia por el pecado a fin de merecer el perdón, si ella nada pecó.

Fortunato: Respecto a las sustancias he mantenido que Dios es sólo creador de los bienes y que ha de ser tenido como vengador de los males, porque éstos no proceden de él. Justamente pienso que Dios es vengador de los males, puesto que no proceden de él. Por lo demás, si procediesen de él, o bien daría licencia para pecar, puesto que afirmas que él nos dotó de libre albedrío y se constituiría en cómplice de mi delito, en cuanto que sería autor del mismo, o bien, ignorando lo que yo iba a ser, delinquiría al hacer a alguien no digno de sí. Esto es lo que he venido manteniendo. Y ahora pregunto: ¿Es Dios autor de los males? Y ¿es él quien ha puesto fin a los males? En efecto, de ellas mismas resulta y la fe evangélica enseña que las cosas que hemos reconocido haber sido hechas por Dios como por un artesano han de ser consideradas incorruptibles en cuanto creadas y engendradas por él. Esto es lo que he mantenido: lo que nosotros creemos y lo que tú puedes sostener en esta nuestra profesión de fe, sin que le falte la autoridad de la fe cristiana. Y como no poseo ningún otro medio para mostrar que mi fe es recta, sino fundamentándola en la autoridad de las Escrituras, eso es lo que he indicado y he dicho. Y si los males han entrado en este mundo por obra de Dios, dígnate decirlo tú mismo; si, por el contrario, es justo creer que los males no proceden de Dios, esto debe oírlo y recibirlo de ti mismo la mirada de los presentes. Me he referido a las sustancias, no al pecado presente en nosotros. En efecto, si el pensamiento de cometer un delito no tuviese un origen no nos veríamos obligados a llegar al pecado o al delito. Porque pecamos sin quererlo y nos vemos forzados por una sustancia enemiga y contraria a nosotros es por lo que alcanzamos la ciencia de las cosas. Advertida por esta ciencia y devuelta a su memoria anterior, el alma reconocerá de dónde trae su origen, el mal en que se halla, con qué obras buenas puede corregir el resultado de su pecado involuntario y obtener para sí el mérito de la reconciliación ante Dios por la enmienda de sus delitos mediante las buenas obras. El autor de ello es Dios nuestro Salvador que nos enseña a practicar el bien y a huir del mal. Me has indicado que el hombre no sirve a la justicia o se somete al pecado por obra de alguna naturaleza contraria, sino espontáneamente. Si no hay ninguna raza contraria, si en el cuerpo no hay más que una sola alma a la que, como afirmas, Dios otorgó el libre albedrío, estaría sin pecado y no se sometería a él.

21. Agustín: Yo afirmo que no hay pecado, si no se peca de propia voluntad. Si hay premio es porque hacemos el bien de propia voluntad. O si merece el castigo quien peca sin quererlo, debe ser merecedor de premio también quien obra el bien sin quererlo. Pero ¿quién dudará de que no se otorga el premio sino a quien ha hecho algo con su buena voluntad? De aquí inferimos también que el castigo se aplica a quien hizo algo con su mala voluntad. Mas como me remites a las naturalezas y sustancias originales, mi fe proclama que Dios omnipotente —cosa que ante todo debéis admitir y grabar en vuestro espíritu—; que, repito, Dios omnipotente, justo y bueno ha hecho las cosas buenas. Pero las cosas hechas por él no pueden ser como él. Es injusto y de necios creer que la obra es igual a su hacedor y las criaturas al creador. En consecuencia, si la fe piadosa enseña que Dios hizo todas las cosas buenas, a las cuales él aventaja en mucho por excelencia y preeminencia, el principio y origen del mal está en el pecado, como dice el Apóstol: La concupiscencia es la raíz de todos los males; siguiéndola a ella muchos se apartaron de la fe y fueron a dar en muchos dolores15. Si buscas la raíz de todos los males, tienes al Apóstol que dice que la concupiscencia es la raíz de todos ellos. Yo no puedo buscar la raíz de la raíz; o, si hay otro mal que no tenga por raíz a la concupiscencia, no es ésta la raíz de todos los males. Si, por el contrario, es verdad que ella es la raíz de todos los males, en vano buscamos algún otro género de mal.

Puesto que yo ya te he respondido a tus objeciones, te ruego que también tú te dignes contestar a las mías. Si esa naturaleza contraria que tú introduces, si esa naturaleza contraria es la totalidad del mal y no hay pecado que no proceda de ella, sólo ella debe merecer el castigo, no el alma de la que no procede el pecado. Y si dices que sólo ella merece el castigo y no el alma, pregunto a quién se ha impuesto la penitencia, a quién se ha mandado arrepentirse. Si el arrepentimiento se le ha ordenado al alma, el pecado procede de ella y ella pecó con su voluntad. Si el alma se ve obligada a cometer el pecado y no es ella la que obró el mal, ¿no es propio de necios y el colmo de la locura que haya pecado la raza de las tinieblas y que tenga que arrepentirme yo de los pecados? ¿No es el colmo de la demencia que haya pecado la raza de las tinieblas y se me conceda a mí el perdón de los pecados? De acuerdo con vuestra fe, yo podría decir: «¿Qué he hecho? ¿Qué pecado he cometido? Estuve junto a ti, gocé de integridad, ninguna mancha me contaminó; tú me enviaste aquí, tú has sufrido necesidad, tú cuidaste de tus reinos cuando estaba a punto de sobrevenirle una gran ruina y devastación. Si conoces la necesidad que me tiene prisionera aquí, que me impide respirar, y a la que no he podido ofrecer resistencia, ¿por qué me acusas como si hubiera pecado? O ¿por qué me prometes el perdón de los pecados?» Si te place, responde a esto sin ambigüedades, como yo te respondí.

Fortunato: Nosotros afirmamos que una naturaleza contraria fuerza al alma a pecar. Tú no quieres que el pecado tenga otra raíz distinta del hecho de que el mal reside dentro de nosotros. Pero es evidente que los males existen en el mundo incluso fuera de nuestros cuerpos. De la mala raíz no procede sólo el mal que tenemos en nuestros cuerpos, sino también los que se hallan en el mundo entero y se les llama bienes. Tu humildad ha dicho que la raíz de todos los males es la concupiscencia presente en nuestros cuerpos. Pero cuando la apetencia del mal no procede de nuestros cuerpos, la naturaleza contraria de la que trae su origen, lo hace presente en todo el mundo. El Apóstol, es cierto, indicó que la concupiscencia, a la que tú llamas raíz de todos los males, es raíz de males; pero no dijo que fuera el único mal. No obstante, no se entiende de una sola manera esa concupiscencia que tú dijiste que es la raíz de todos los males, como si esa raíz sólo se hallase en nuestros corazones, constando como consta que el mal que habita en nosotros procede del mal original, que es una parte del mal eso que tú dices que es la raíz, y que, en consecuencia, no es propiamente la raíz, sino una parte del mal; de ese mal que se halla por doquier. Nuestro Señor indicó esa raíz al hablar del árbol malo que nunca da frutos, árbol que no ha plantado su Padre y que, por tanto, ha de ser arrancado y arrojado al fuego16. Tú dices que el pecado debe imputarse a la naturaleza contraria, pero esa naturaleza es la del mal. Y si hay pecado en el alma, sólo se da tras haber sido advertida por nuestro Salvador y haber recibido su sana doctrina; tras haberse separado de la raza contraria y enemiga suya y haberse adornado con realidades más puras, pues de otra manera no puede regresar a su sustancia. Así está escrito: Si yo no hubiera venido y les hubiese hablado, no tendrían pecado; mas ahora que he venido y les he hablado y no han querido creerme, no tendrán perdón por su pecado17. De aquí aparece que la penitencia se ha dado oportunamente tras la venida del Salvador y tras haber otorgado ese conocimiento, por el que el alma, como lavada en la fuente divina de las manchas y vicios tanto del mundo entero como de los cuerpos en que se halla, puede hacerse presente de nuevo en el reino de Dios de donde salió. Pues dijo el Apóstol: La prudencia de la carne es enemiga de Dios, pues no está, ni puede estar, sujeta a la ley de Dios. Resulta de aquí que el alma buena parece pecar no por voluntad propia, sino bajo el influjo de aquella naturaleza que no está sometida a la ley de Dios. En efecto, el mismo Apóstol continúa: La carne apetece contra el espíritu y el espíritu contra la carne, de modo que no hacéis lo que queréis18. Y dice también: Veo en mis miembros otra ley que se opone a la ley de mi mente y me lleva cautivo a la ley del pecado y de la muerte. Desdichado, pues, yo hombre. ¿Quién me librará del cuerpo de esta muerte, sino la gracia de Dios por nuestro Señor Jesucristo?19 Por él el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo20.

22. Agustín: Reconozco y acepto los testimonios de las Escrituras divinas y voy a exponer brevemente, en la medida en que Dios se digne concedérmelo, cómo favorecen a mi fe. Yo mantengo que el primer hombre en ser creado estaba dotado de libre albedrío. Fue hecho tal que si hubiese querido guardar los preceptos de Dios, nada absolutamente hubiese ofrecido resistencia a su voluntad. Mas después que él, por su libre voluntad, pecó, nosotros, descendientes suyos, hemos venido a parar en esta necesidad. Cada uno de nosotros puede descubrir, sin reflexionar demasiado, que es verdad lo que digo. En efecto, también nosotros, en nuestro obrar actual, gozamos de libre albedrío para hacer o no hacer algo, antes de que nos atenace alguna costumbre. Mas cuando en virtud de esa libertad hacemos algo y la dañina dulzura y el placer se apoderan del alma, su misma costumbre atenaza al alma de tal modo que luego no puede vencer a la costumbre que ella se creó pecando. Vemos a muchos que no quieren jurar; mas como la costumbre ya se ha apoderado de su lengua, no pueden ya refrenarla, cuando salen de su boca palabras que no podemos afirmar que no proceden de un origen malo. Tratando con vosotros, me voy a servir de esas palabras que ojalá comprendáis en vuestro corazón de igual manera que no se apartan de vuestra boca. Vosotros soléis jurar por el Paráclito. Si, pues, queréis experimentar la verdad de lo que estoy diciendo, proponeos no jurar. Veréis cómo la costumbre va por donde tiene el hábito de ir. Y lo que lucha contra el alma no es nada más que eso: la costumbre carnal. Ella es, en efecto, la prudencia de la carne que, mientras es tal, mientras es prudencia de la carne, no puede someterse a Dios; pero, una vez que el alma ha sido iluminada, ella deja de ser prudencia de la carne. Se ha dicho que la prudencia de la carne no puede someterse a la ley de Dios, de igual manera que si se dijese que la nieve glaciar no puede ser caliente. Mas como esa nieve se deshace con el calor y deja de ser nieve, de modo que ya puede calentarse, aquella prudencia de la carne, es decir, la prudencia carnal, una vez que nuestra mente haya sido iluminada y Dios se haya sometido al hombre entero al arbitrio de su divina ley, en lugar de la costumbre mala del alma entra la costumbre buena. Por lo cual, con toda verdad dijo el Señor que aquellos dos árboles que mencionaste, el árbol bueno y el árbol malo, tienen sus respectivos frutos, es decir, que ni el árbol bueno puede dar malos frutos, ni el árbol malo frutos buenos, sino malos, mientras él es malo. Pensemos ahora en dos hombres, uno bueno y otro malo. Mientras es bueno, no puede dar frutos malos, y mientras es malo no puede dar frutos buenos. No obstante, a fin de que adviertas que el Señor puso el ejemplo de estos dos árboles para indicar mediante ellos la existencia del libre albedrío, y que estos árboles no son dos naturalezas, sino nuestras voluntades, dice él mismo en el Evangelio: o haced bueno el árbol o hacedlo malo21. ¿Quién hay que pueda hacer una naturaleza? Si, pues, se nos ha mandado que hagamos al árbol bueno o malo, es competencia nuestra elegir lo que queramos. Refiriéndose a este pecado del hombre y a la costumbre carnal del alma, dice el Apóstol: Que nadie os engañe; toda criatura hecha por Dios es buena22. El mismo Apóstol a quien tú citaste dice también: Como por la desobediencia de uno se hicieron pecadores muchos, así también por la obediencia de uno a lo mandado se harán justos muchos23, pues por un hombre tuvo lugar la muerte y por otro la resurrección de los muertos24. Así pues, mientras llevamos la imagen del hombre terreno25, esto es, mientras vivimos según la carne o, con otro nombre, según el hombre viejo, sufrimos la necesidad de nuestra costumbre, de forma que no hacemos lo que queremos. Mas cuando la gracia de Dios nos haya inspirado el amor divino y nos haya sometido a su voluntad a nosotros a quienes dijo: Habéis sido llamados a la libertad 26y: La gracia de Dios me ha librado de la ley del pecado y de la muerte27 —la ley del pecado es que todo el que peque muera—, nos libraremos de esta muerte cuando comencemos a ser justos. La ley de la muerte es aquella por la que se dijo al primer hombre: Tierra eres y a la tierra irás28. Todos nacemos de la misma manera porque somos tierra e iremos a la tierra por efecto del pecado del primer hombre. Pero, por la gracia de Dios que nos libra de la ley del pecado y de la muerte, si nos convertimos a la justicia, somos liberados de manera que esa misma carne que nos atormentó con sufrimientos cuando permanecíamos en el pecado, se someterá a nosotros en la resurrección y no nos afligirá con ninguna oposición a que observemos la ley y los mandamientos de Dios.

Así pues, como yo te he respondido a ti, dígnate tú contestarme a lo que yo quiero que me contestes: ¿cómo puede suceder que, si existe una naturaleza contraria a Dios, se nos impute el pecado a nosotros, que hemos sido enviados a esa naturaleza, no por nuestra voluntad, sino por el mismo Dios a quien nada podía ocasionar daño?

Fortunato: De idéntica manera a como el Señor dijo también a sus discípulos: Ved que os envío como ovejas en medio de lobos29. Al respecto ha de saberse que nuestro Salvador no hubiera querido enviar a sus corderos, es decir, a sus discípulos en medio de los lobos con intención hostil, si no existiera alguna realidad contraria que depusiese esa misma intención a semejanza de los lobos, allí adonde había enviado también a sus discípulos, para que las almas que quizá hubieran podido ser engañadas fuesen llamadas de nuevo a su propia sustancia. De aquí resulta manifiesta la antigüedad de nuestros tiempos, que traemos a la memoria, y de nuestros años; antes de la formación del mundo han sido enviadas de esa manera contra la naturaleza contraria, a fin de que sometiéndola con la propia pasión, devuelvan la victoria a Dios. En efecto, el mismo Apóstol dijo que la lucha no es sólo contra la carne y la sangre, sino también contra los principados y potestades, los espíritus malos y el dominio de las tinieblas30. Si, pues, los males se hallan en una y otra parte y existe la iniquidad, ya no sólo está el mal en nuestros cuerpos, sino en todo el mundo, donde se ve que se hallan las almas que habitan y se encuentran aprisionadas bajo este cielo.

23. Agustín: Nuestro Señor envió en medio de los lobos sus corderos, es decir, envió a hombres justos en medio de hombres pecadores para que anunciasen el evangelio en el tiempo en que la sabiduría divina e inabarcable asumió al hombre para llamarnos del pecado a la justicia. Las palabras del Apóstol en las que afirma que nuestra lucha no es contra la carne y la sangre, sino contra los príncipes y potestades, y demás realidades mencionadas, significan esto: decimos que el diablo y sus ángeles cayeron, como también nosotros, por el pecado; que fueron precipitados a la tierra y obtuvieron lo terreno, es decir, los hombres pecadores; que mientras somos pecadores estamos bajo su yugo. De igual manera, cuando seamos justos, estaremos bajo el yugo de la justicia. Contra ellos hemos de combatir para librarnos de su dominio, pasándonos al de la justicia. Así pues, dígnate responder también tú, con brevedad, a mi única pregunta: «¿Podía Dios sufrir daño o no?» Pero te ruego que me respondas: «No podía».

Fortunato: No podía sufrir daño.

24. Agustín: ¿Por qué entonces, según vuestra fe, nos envió aquí?

Fortunato: Esto es lo que profesa mi fe: que Dios no podía sufrir daño y que Dios nos envió aquí. Mas como a ti te parecen dos cosas contrarias, dime tú por qué motivo apareció aquí el alma que nuestro Dios desea liberar ahora mediante sus mandamientos y el envío de su propio Hijo.

25. Agustín: Como veo que no has podido responder a mis preguntas y has optado por preguntarme algo, he aquí que yo satisfago tu deseo; pero no olvides que tú no has contestado a lo que te pregunté. No sé cuántas veces he dicho, no ahora sino poco antes, por qué el alma se halla en este mundo envuelta en miserias. El alma pecó y por eso es miserable. Recibió el libre albedrío y usó de él como quiso; cayó, fue arrojada de la felicidad y envuelta en miserias. Para probarlo aduje el testimonio del Apóstol que dice: Como por un hombre entró la muerte, así también por otro vino la resurrección de los muertos. ¿Qué más quieres? Responde, pues, tú: ¿Por qué nos envió aquí Dios, a quien nada podía ocasionar daño?

Fortunato: Lo que ha de investigarse es el motivo por el que el alma vino aquí o por qué Dios quiere liberar de aquí al alma que vive en medio de tantos males.

26. Agustín: Por ese motivo te pregunto; es decir, si nada podía ocasionar daño a Dios, ¿por qué nos envió aquí?

Fortunato: Se me pregunta por qué el alma fue enviada aquí o por qué motivo se halla mezclada con el mundo, si el mal no podía dañar a Dios. Pero el motivo está claro en lo que dijo el Apóstol: ¿Dice acaso el vaso de arcilla a quien le modeló: Por qué me has dado esta forma?31 Si, pues, hay que buscar una causa, hay que preguntar quién envió al alma sin que le forzase necesidad alguna; si por el contrario existía una necesidad para enviar al alma, con razón hay también una voluntad para liberarla.

27. Agustín: Luego Dios se siente forzado por la necesidad.

Fortunato: Así es en verdad, pero no interpretes con mala intención lo que he dicho, porque no declaramos que Dios esté sometido a la necesidad, sino que envió al alma libremente.

28. Agustín: Repite lo que dijiste antes. (Y se repitió: «si por el contrario, existía una necesidad para enviar el alma, con razón hay también una voluntad para liberarla»).

Agustín: Lo hemos oído [«si por el contrario existía una necesidad para enviar al alma, con razón hay también una voluntad para liberarla»].

Tú has dicho que hubo una necesidad para enviar al alma. Pero si ahora quieres introducir la voluntad, añado todavía: Si nada podía ocasionar daño a Dios, su voluntad de enviar el alma a tan grandes miserias fue cruel. Como hablo para refutarte, pido perdón a la misericordia del único en quien tenemos la esperanza de ser liberados de todos los errores de los herejes.

Fortunato: Tú afirmas que nosotros decimos que Dios es cruel al enviar el alma; pero afirmas también que Dios hizo al hombre y que le insufló el alma; que por su conocimiento sabía ese alma que se había de ver envuelta en el mal y que, en beneficio de los males, no podía hacerse presente de nuevo en lo que es su herencia. Ahora bien, hacer eso es propio o de un ignorante, o de uno que entrega el alma a los males antes mencionados. He recordado esto porque no ha mucho dijiste que Dios adoptó para sí al alma, no que ella sea de (ab) él, pues adoptar consiste en otra cosa.

29. Agustín: Recuerdo haber hablado días antes sobre nuestra adopción, de acuerdo con el testimonio del Apóstol, quien afirma que hemos sido llamados a la adopción filial32. Por tanto, la respuesta no es mía, sino del Apóstol. De ese tema, es decir, de nuestra adopción podemos discutir, si te place, en otro momento; pero respecto a aquella insuflación del alma te responderé cuando tú hayas respondido a mis objeciones.

Fortunato: Yo afirmo que el alma salió para oponerse a la naturaleza contraria, la cual naturaleza no podía ocasionar daño alguno a Dios.

30. Agustín: ¿Qué necesidad había de esa salida, si Dios, a quien nada puede ocasionar daño, no tenía nada ante que tomar precauciones?

Fortunato: ¿Consta a nuestra conciencia que Cristo vino de Dios?

31. Agustín: Otra vez vuelves a interrogarme; responde a lo que se te preguntó.

Fortunato: Así lo he recibido en mi fe: él vino aquí por voluntad de Dios.

32. Agustín: Yo sigo preguntando: ¿Por qué Dios omnipotente, inviolable, inmutable, a quien nada puede dañar envió al alma a estas miserias, al error, a estos sufrimientos?

Fortunato: Está escrito: Tengo poder para entregar mi alma y poder para recuperarla33, pero no que el alma haya venido por voluntad de Dios.

33. Agustín: Pero yo pregunto el motivo, si es que a Dios nada puede dañarle.

Fortunato: Ya dije que nada puede ocasionar daño a Dios y que el alma se halla en la naturaleza contraria, precisamente para ponerle límites; y una vez que la haya reducido dentro de sus límites Dios la recupera para sí. El, en efecto, ha dicho: Tengo poder para entregar mi alma y poder para recuperarla. El Padre me ha dado este poder de entregar el alma y de recuperarla. ¿A qué alma se refería Dios que hablaba en el Hijo? Consta que hablaba de nuestra alma, la que se halla en estos cuerpos y que de ella afirma que ha venido por voluntad de Dios y que de nuevo será recuperada por su voluntad.

34. Agustín: Todos saben por qué dijo nuestro Señor: Tengo poder para entregar mi alma y poder para recuperarla, a saber, porque iba a padecer y a resucitar. Pero yo vuelvo a preguntarte una y otra vez: «Si nada podía causar daño a Dios, ¿por qué envió las almas aquí?»

Fortunato: Para poner límites a la naturaleza contraria.

35. Agustín: Luego Dios omnipotente y el sumo de la misericordia, para imponer límites a la naturaleza contraria quiso que ella fuese reducida al orden propio sacándonos a nosotros del nuestro.

Fortunato: Mas por eso la vuelve a llamar a sí.

36. Agustín: Si la vuelve a llamar a sí desde un estado de inmoderación, desde el pecado, el error, la miseria, ¿qué necesidad había de que el alma sufriera males tan grandes por tanto tiempo, es decir, hasta el fin del mundo, si nada podía causar daño a Dios, quien decís que la envió?

Fortunato: ¿Qué he de responder, pues?

37. Agustín: También yo sé que no tienes nada que responder. Cuando yo era oyente vuestro, nunca hallé qué responder a esta cuestión, y por ese conducto recibí un aviso divino para que abandonase ese error y retornase a la fe católica, o mejor fuese revocado por la misericordia de quien no permitió que siguiese adherido por siempre a ese engaño. Mas, sí confiesas que no tienes qué responder, oyéndola y reconociéndola todos los presentes, puesto que son fieles, te expondré la fe católica, si ellos lo permiten y quieren.

Fortunato: Sin prejuicio de mi fe, digo: Las objeciones que me presentas, tengo que tratarlas con mis mayores. Si no son capaces de responder a mí pregunta, semejante a la que tú me has hecho ahora, correrá por mi cuenta el venir a investigar eso que me ofreces y que prometes exponerme. También yo deseo que mi alma sea liberada con una fe garantizada.

Agustín: Gracias a Dios.