TRATADO 124

Comentario a Jn 21,19-25, dictado en Hipona, probablemente el domingo 18 de julio de 420

Traductor: José Anoz Gutiérrez

Pedro, sígueme

1. Cuestión no pequeña es por qué el Señor, cuando se manifestó a los discípulos la tercera vez, dijo al apóstol Pedro: «Sígueme», y, en cambio, acerca del apóstol Juan: Quiero que él permanezca así mientras vengo; a ti ¿qué? Dedico el último sermón de esta obra a examinar a fondo o solucionar esta cuestión, en la medida en que el Señor mismo lo regalare.

Como, pues, el Señor hubiera prenunciado a Pedro con qué muerte iba a glorificar a Dios, le dice: «Sígueme». Al volverse, Pedro vio que seguía ese discípulo a quien quería Jesús, el cual, además, en la cena se recostó sobre su pecho y dijo: «Señor, ¿quién es el que te entregará»? Como, pues, Pedro hubiese visto a éste, dice a Jesús: «Señor, éste, por su parte, ¿qué?». Le dice Jesús: «Quiero que él permanezca así mientras vengo; a ti ¿qué? Tú sígueme». Se divulgó, entre los hermanos este dicho: que aquel discípulo no muere. Mas Jesús no le dijo «no muere», sino: Quiero que él permanezca así, mientras vengo; a ti ¿qué?1

He aquí hasta dónde se extiende, según este evangelio, la cuestión que por su profundidad ejercita extraordinariamente la mente de quien la escruta, a saber, por qué se dice a Pedro «Sígueme», y no se dice a los demás que juntos estaban presentes. En realidad, también los discípulos le seguían como a maestro. Pero, si ha de entenderse que le seguían a la pasión, ¿acaso solo Pedro padeció por la verdad cristiana? ¿No estaba allí, entre aquellos siete, el otro hijo del Zebedeo, el hermano de Juan, respecto al que se manifiesta que lo asesinó Herodes tras su ascensión?2 Porque Santiago no fue crucificado, alguien podría verdaderamente decir que con razón está dicho a Pedro «Sígueme», el cual experimentó no sólo la muerte, sino, como Cristo, incluso la muerte de cruz. Admitamos esto, si no pudiere hallarse otra cosa que sea más apropiada.

¿Por qué, pues, está dicho respecto a Juan: «Quiero que él permanezca así mientras vengo; a ti ¿qué?», y se ha repetido «Tú sígueme», cual si aquél no le siguiera, precisamente porque ha querido que él permanezca mientras viene? ¿Quién creerá fácilmente que está dicho algo distinto de lo que habían creído los hermanos que entonces estaban, distinto de esto, a saber: que aquel discípulo no iba a morir, sino que permanecería en esta vida mientras Jesús venía? Pero Juan mismo ha suprimido esta opinión, al declarar con desmentido evidente que el Señor no había dicho esto. En efecto, ¿por qué añadiría: «No dijo Jesús: “No muere”», sino para que a los corazones de los hombres no se adhiriera lo que había sido falso?

¿Murió Juan?

2. Pero, a quien le place, resista aún, diga que es verdad lo que afirma Juan —que el Señor no había dicho que aquel discípulo no muere, pero que, en todo caso, lo habían dado a entender palabras tales cuales ha narrado que él había dicho— sostenga que el apóstol Juan vive y defienda que en ese sepulcro suyo que está en Éfeso duerme más que yace muerto. Como argumento asuma que se cuenta que la tierra surge allí poco a poco y como que borbolla, y asevere constante o pertinazmente que la respiración de aquél hace esto. En efecto, no pueden faltar quienes lo crean, si no faltan quienes sostienen que también Moisés vive, porque está escrito que no se encuentra su sepulcro3 y que apareció con el Señor en el monte, donde también estuvo Elías4, respecto al cual leemos no que murió, sino que fue raptado5. Como si el cuerpo de Moisés no pudiera ser escondido en algún lugar de forma que los hombres ignorasen totalmente dónde estaba, y de allí ser hecho salir un rato por voluntad divina cuando con Cristo fueron vistos él y Elías, como por un rato resucitaron muchos cuerpos de santos cuando padeció Cristo y, como está escrito, tras la resurrección de él se aparecieron en la ciudad santa a muchos6.

Pero en todo caso, como había yo empezado a decir, si algunos niegan que murió Moisés, del que empero la Escritura misma, donde leemos que nunca se ha hallado su sepulcro, sin ambigüedad alguna testifica que murió, ¿cuánto más, con ocasión de estas palabras donde el Señor dice: «Quiero que él permanezca así mientras vengo», se cree que bajo tierra duerme vivo Juan? De él cuentan también —esto se encuentra en ciertas Escrituras, aunque apócrifas— que, cuando mandó que le hiciesen el sepulcro, estuvo presente con buena salud; que, excavado y preparado diligentísimamente aquél, se colocó allí como en un lecho pequeño y que inmediatamente murió. Por otra parte, como suponen esos que entienden así las palabras del Señor, cuentan que aquél no murió, sino que se acostó similar a un difunto; que, pues se le consideraba muerto, fue sepultado dormido; que permanece así mientras Cristo viene, y que su vida la indica el manantial de polvo, polvo respecto al que se cree que el aliento del que descansa lo impele a subir desde lo profundo a la superficie del túmulo. Estimo superfluo luchar contra esta opinión. En efecto, porque se lo he oído a hombres no ligeros, quienes conocen el lugar vean si allí la tierra hace o padece esto que se dice.

Las palabras de Jesús sobre Juan siguen oscuras

3. Cedamos de momento a opinión que no somos capaces de desmentir con pruebas ciertas, no sea que surja otra cosa que se nos pregunte: por qué la tierra misma parece en cierto modo vivir y respirar encima de un muerto enterrado. Pero esta cuestión tan difícil ¿se soluciona acaso con esto: por un gran milagro, cuales puede hacer el Omnipotente, en sopor está vivo bajo tierra el cuerpo, hasta que llegue el final del mundo? Al contrario, resulta más amplia y difícil: por qué al discípulo al que Jesús quería más que a los demás, hasta el punto de merecer recostarse sobre su pecho, dio como gran dádiva un largo sueño en el cuerpo, aunque mediante la ingente gloria del martirio libró del peso del cuerpo mismo al bienaventurado Pedro y le concedió lo que el apóstol Pablo ha dicho, incluso ha escrito, que ansiaba: Disolverse y estar con Cristo7.

Si, en cambio —esto se cree, más bien—, san Juan asevera que el Señor no dijo: «No muere», precisamente para que no se supusiera que, mediante esas palabras que dijo, quiso que se entendiera esto, y si su cuerpo yace exánime en su sepulcro como el de los otros muertos, queda que, si verdaderamente sucede allí lo que la fama ha difundido acerca de la tierra que retoña inmediatamente después de haberse retirado, suceda precisamente o para encomiar de este modo su preciosa muerte, porque no la encomia el martirio —de hecho, el perseguidor no lo mató por la fe de Cristo—, o por alguna otra razón que se nos oculta. Permanece empero la cuestión de por qué dijo el Señor acerca de un hombre destinado a morir: Quiero que él permanezca así mientras vengo.

¿A quién amaba más Jesús, a Pedro o a Juan?

4. También a propósito de estos dos apóstoles, Pedro y Juan, aquello ¿a quién no mueve a preguntar por qué el Señor había querido más a Juan, aunque Pedro había querido más al Señor mismo? En efecto, doquiera Juan se menciona a sí mismo, para que callado su nombre pueda darse a entender su persona, añade esto, que Jesús le quería, cual si le quisiera a él solo, para que esta señal lo distinguiera de los demás, a todos los cuales quería, evidentemente; cuando, pues, decía esto, ¿qué otra cosa quería que se entendiera, sino que el era querido con mayor intensidad? ¡Y ni pensar que dijese esto mendazmente! Pues bien, ¿qué indicio mayor de su cariño hacia él pudo Jesús dar que el que, compañero de tan gran salvación con los demás condiscípulos suyos, se recostase él solo sobre el pecho del Salvador mismo?

Por otra parte, pueden ciertamente alegarse muchas pruebas de que el apóstol Pedro quiso a Cristo más que los otros; pero, para no irnos lejos a otras, aparece con bastante evidencia en la lectura inmediatamente anterior, que precede a ésta, la de la tercera manifestación del Señor, donde al preguntarle dijo: ¿Me quieres más que éstos?8 Lo sabía, evidentemente; y, sin embargo, interrogaba para que, al interrogar uno y responder el otro, también nosotros, que leemos el evangelio, conociéramos el amor de Pedro hacia el Señor. Ahora bien, porque en lo que Pedro respondió: Te amo, no añadió «más que éstos», respondió esto que sabía acerca de sí mismo. En efecto, quien no podía ver el corazón de otro no podía saber cuánto era querido por cualquier otro. Pero en todo caso, diciendo en las palabras anteriores: «Sí, Señor, tú sabes»9, incluso ese mismo ha dejado suficientemente claro que el Señor había interrogado, sabedor de lo que interrogó. Por tanto, el Señor sabía no sólo que Pedro le quería, sino también que le quería más que ellos.

Y, sin embargo, si preguntamos para plantear cuál de los dos es mejor, quién quiere más a Cristo o quién le quiere menos, ¿quién dudará responder que el que le quiere más es mejor? Asimismo, si planteamos cuál de los dos es mejor, ese a quien Cristo quiere menos o ese a quien quiere más, sin duda responderemos que es mejor el que es más querido por Cristo. Según, pues, la comparación que puse primeramente, Pedro es antepuesto a Juan; en cambio, según esta otra, Juan es antepuesto a Pedro. Por ende, proponemos así la tercera: ¿cuál de los dos discípulos es mejor, quien menos que su condiscípulo quiere a Cristo y más que su condiscípulo es querido por Cristo, o ese a quien, aunque más que su condiscípulo quiere ese mismo a Cristo, menos que a su condiscípulo le quiere Cristo? Lisa y llanamente, aquí vacila la respuesta y se agranda la cuestión. Por mi parte, hasta donde yo mismo comprendo, si viera con claridad cómo defender la justicia de nuestro Liberador, el cual quiere menos a quien le quiere más y quiere más a quien le quiere menos, respondería que es mejor quien más quiere a Cristo y, en cambio, es más dichoso ese a quien Cristo quiere más.

Respuesta: nuestra lastimosa vida terrena

5. Por tanto, con la misericordia manifiesta de ese cuya justicia es oculta intentaré, según las fuerzas que ese mismo me regalare, examinar, para solucionarla, cuestión tan ingente; hasta ahora, en efecto, ha sido propuesta, no expuesta. Pues bien, el exordio de su exposición sea éste: que recordemos que en este cuerpo corruptible que embota al alma10 vivimos una vida lastimosa. Pero sido ya redimidos mediante el Mediador y como arras hemos recibido el Espíritu Santo, tenemos en esperanza la vida feliz, aunque aún no la aferramos en cuanto a la realidad misma. Ahora bien, esperanza que se ve no es esperanza, pues ¿por qué alguien espera lo que ve? Si, en cambio, esperamos lo que no vemos, con paciencia lo aguardamos11. Ahora bien, la paciencia se precisa en los males que cada cual padece, no en los bienes de que disfruta. Así pues, esta vida de la que está escrito: «¿Acaso no es una prueba la vida humana sobre la tierra?»12, durante la cual cotidianamente gritamos al Señor «Líbranos del mal»13, el hombre está forzado a tolerarla aun perdonados los pecados, aunque la causa de que llegase a esta desventura haya sido el primer pecado. En efecto, la pena es más larga que la culpa, para que no se tuviera por pequeña la culpa, si con ella se acabase también la pena. Y, por eso, para demostración de la merecida desventura o para enmienda de la lábil vida o para ejercitación de la necesaria paciencia, la pena ocupa temporalmente al hombre, aun a ese a quien la culpa ya no ocupa como reo de condenación sempiterna. Esta condición de esos días malos que pasamos en esta mortalidad, aunque durante ella deseamos ver días buenos, es de llorar, sin duda, pero no de censurar, pues viene de la justa ira de Dios, al hablar de la cual afirma la Escritura: «Hombre, nacido de mujer, de breve vida y lleno de ira»14, aunque la ira de Dios no es como la del hombre, esto es, perturbación del ánimo irritado, sino tranquila decisión de justo suplicio.

Los planes salvadores de Dios

En medio de esta ira suya, Dios, quien, como está escrito, no reprime sus compasiones15, además de otros alivios de desventurados, que no cesa de suministrar al género humano, en la plenitud del tiempo respecto al que ese mismo sabía que en él había que hacer esto, a su Hijo Unigénito16, mediante el que ha creado absolutamente todo, lo envió para que, si bien seguía siendo Dios, se hiciera hombre y el hombre Cristo Jesús fuese el Mediador de Dios y hombres17, tras creer en el cual, disuelta mediante un baño de regeneración la culpabilidad de todos los pecados, a saber, la del original, que la generación lleva consigo —máxime contra ella ha sido instituida la regeneración—, y la de los demás pecados que se han contraído obrando mal, fuesen librados de la condenación perpetua y vivieran en la fe, la esperanza y la caridad los exiliados en este siglo, y en medio de sus fatigosas y peligrosas tentaciones y, por otra parte, con los consuelos corporales y espirituales de Dios, caminasen hacia su presencia, aferrados al camino, cosa que Cristo se hizo para ellos. Además, porque aun quienes caminan en ese mismo no están sin los pecados que a causa de la debilidad de esta vida los sorprenden, ha dado los remedios saludables de las limosnas, para que por ellas fuese ayudada la oración de ellos, en la que les ha enseñado a decir: Perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores18. En virtud de la esperanza feliz, en esta vida afligida hace esto la Iglesia; Iglesia a la que el apóstol Pedro representaba, figurado a causa de la primacía de su apostolado el conjunto.

Lugar preeminente de Pedro en los planes salvíficos de Dios

En efecto, en cuanto a lo que le atañe propiamente, por naturaleza era un único hombre, por gracia un único cristiano, por gracia más abundante un único apóstol y ese mismo el primero; pero, cuando le fue dicho: «Te daré las llaves del reino de los cielos y cualquier cosa que hayas atado sobre la tierra estará ligada también en los cielos, y cualquier cosa que hayas soltado sobre la tierra estará suelta también en los cielos»19, significaba a la Iglesia universal, a la que en este siglo sacuden pruebas diversas, a modo de aguaceros, ríos, tempestades, mas no se cae, porque está cimentada sobre la piedra de donde Pedro tomó el nombre, pues «piedra» no viene de «Pedro», sino «Pedro» de «piedra», como tampoco «Cristo» viene de «cristiano», sino «cristiano» de «Cristo». Por cierto, precisamente por haber dicho Pedro: «Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo»20, aseveró el Señor: Sobre esta roca edificaré mi Iglesia21. Afirma, pues: Sobre esta roca que has confesado edificaré mi Iglesia. De hecho, la Roca era el Mesías22, cimiento sobre el que también Pedro mismo está edificado, pues nadie puede poner otro fundamento fuera de este que está puesto, el cual es Cristo Jesús23.

Pedro representaba a la Iglesia presente, Juan a la celestial

La Iglesia, pues, que se cimienta en Cristo, de éste ha recibido en Pedro las llaves del reino de los cielos, esto es, la potestad de atar y desatar los pecados; en efecto, lo que en sentido propio es en Cristo la Iglesia, esto es en la Roca, por significación, Pedro; significación en virtud de la cual se entiende que Cristo es la Roca y Pedro la Iglesia. Por tanto, mientras entre malos vive esta Iglesia a la que significaba Pedro, amando y siguiendo a Cristo es librada de los malos. Ahora bien, se le sigue más en estos que por la verdad luchan hasta la muerte. Pero a la universalidad se dice: «Sígueme»24, universalidad por la que padeció Cristo, del que el mismo Pedro dice: Cristo padeció por nosotros para dejarnos un ejemplo a fin de que sigamos sus huellas25. He ahí por qué le ha sido dicho: Sígueme. Ahora bien, hay otra vida, inmortal, que no está entre malos; allí veremos cara a cara lo que aquí se ve mediante espejo y enigmáticamente26, cuando se progresa mucho en contemplar la verdad.

Así pues, la Iglesia conoce dos vidas predicadas y encomendadas a ella por voluntad divina, una de las cuales está en la fe, otra en la visión; una en el tiempo de la peregrinación, otra en la eternidad de la permanencia; una en la fatiga, otra en el descanso; una en camino, otra en la patria; una en el trabajo de la acción, otra en la paga de la contemplación; una se aleja del mal y hace el bien, otra no tiene mal alguno de que alejarse y tiene un gran bien de que disfrutar; lucha con el enemigo una, reina sin enemigo otra; una es fuerte en las adversidades, otra no siente nada adverso; una frena los antojos carnales, otra se dedica a los deleites espirituales; una está solícita por la preocupación de vencer, otra está segura por la paz de la victoria; una es ayudada en las tentaciones, otra, sin tentación alguna, se alegra en el Ayudador mismo; una socorre al indigente, otra está allí donde no halla indigente alguno; una, para que se le perdonen sus pecados, perdona los ajenos, otra no padece lo que perdone ni hace nada respecto a lo que implore que se le perdone; una es flagelada por males para que no se engría en los bienes, otra carece de todo mal con tanta plenitud de gracia, que sin ninguna tentación de soberbia se adhiere sólidamente al bien sumo; una discierne males y bienes, otra percibe bienes nada más; una, pues, es buena, pero aún desdichada; la otra, mejor y dichosa.

Aquélla está significada mediante el apóstol Pedro, ésta mediante Juan. Aquélla está aquí en juego «hasta el final de la era» esta y ahí halla final; ésta se difiere para colmarse tras el final «de la era» esta, pero en la era futura no tiene final. Por eso se dice a aquél: «Sígueme»; en cambio, acerca de éste: Quiero que él permanezca así mientras vengo; a ti ¿qué? Tú sígueme27. De hecho, ¿qué significa esto? En la medida en que entiendo, en la medida en que capto, ¿qué significa esto sino: Tú, sígueme mediante la imitación de tolerar los males temporales; aquél permanezca, mientras vengo a pagar con los bienes sempiternos? Esto puede decirse más claramente así: sígame la acción perfecta, modelada por el ejemplo de mi pasión; por su parte, la contemplación incoada permanezca mientras vengo, para ser perfeccionada cuando haya venido. En efecto, puesto que aquí, en el país de los murientes, se toleran los males de este mundo, y allí, en el país de los vivientes, se verán los bienes del Señor, la piadosa plenitud de la paciencia sigue a Cristo de forma que llega hasta la muerte; en cambio, mientras viene Cristo permanece la plenitud de la ciencia para manifestarse ella entonces. Por cierto, lo que asevera: Quiero que él permanezca así mientras vengo, ha de entenderse no así, cual si hubiera dicho «que se quede» o «que perdure», sino «que aguarde», porque lo que mediante él se significa se cumplirá, evidentemente, no ahora, sino cuando Cristo haya venido. En cambio, si ahora no se realiza lo que se significa mediante este a quien está dicho: «Tú, sígueme», no se llegará a lo que se aguarda.

Pues bien, durante esta vida activa, cuanto más queremos a Cristo, tanto más fácilmente somos librados del mal. Por su parte, aquel mismo nos quiere menos cuales somos ahora y de esto nos libra, precisamente para que no seamos siempre así. En cambio, allí nos quiere con más intensidad, porque no tendremos lo que le desagrade ni lo que retire de nosotros, y aquí nos quiere no por otra razón, sino para sanarnos y trasladarnos de estas cosas a las que no quiere. Nos quiere, pues, menos, aquí donde no desea que nos quedemos; con mayor intensidad, allí adonde desea que pasemos y de donde no desea que desaparezcamos. Ámele, pues, Pedro, para que seamos librados de esta mortalidad; sea por él amado Juan, para que seamos conservados en esa inmortalidad.

Pedro, menos amado, ama más; Juan, más amado, ama menos

6. Pero este razonamiento muestra aquello, por qué Cristo ha amado a Juan más intensamente que a Pedro, no por qué Pedro ha amado a Cristo más intensamente que Juan. En efecto, si en la era futura, donde sin fin viviremos con él, Cristo nos quiere más que en ésta, de donde somos arrancados para estar allí siempre, no por eso vamos nosotros a quererle menos cuando seamos mejores, ya que, evidentemente, de ningún modo podemos ser mejores, sino queriéndole más intensamente. Si, pues, Juan significaba esa vida en que ha de ser querido mucho más intensamente, ¿por qué le quería menos que Pedro sino porque: «Quiero que él permanezca», esto es, aguarde, «mientras vengo», está dicho, precisamente, porque ese amor mismo que entonces será mucho más intenso no lo tenemos aún, sino que aguardamos que exista para tenerlo cuando haya venido él en persona? Efectivamente, como idéntico apóstol dice en una carta suya: Aún no ha aparecido lo que seremos; sabemos que, cuando haya aparecido, seremos similares a él porque le veremos como es28. Entonces, pues, querremos más intensamente lo que veremos. Por su parte, a esa vida nuestra que va a llegar, el Señor mismo, sabedor de cómo va a ser ella en nosotros, la ama más a causa de la predestinación a conducirnos a ella, amándonos.

A consecuencia de que todos los caminos del Señor son misericordia y verdad29, nuestra presente miseria la conocemos porque la experimentamos y, por eso, la misericordia del Señor, respecto a la cual queremos que nos sea manifestada para ser librados de la miseria, la amamos más y, máxime para remisión de los pecados, cotidianamente la imploramos y tenemos; esto está significado mediante Pedro, más amante, pero menos amado porque menos nos ama Cristo desventurados que dichosos. En cambio, la contemplación de la verdad cual entonces va a ser la amamos menos porque aún no la conocemos ni tenemos; ésta está significada mediante Juan, menos amante y que, por eso, hasta que venga el Señor, aguarda a que se realice esa misma y a que en nosotros se realice el amor hacia él, cual se le debe; pero más amado, porque lo que mediante él está figurado, esto hace dichoso.

La unidad inseparable de Pedro y Juan

7. Nadie empero separe a esos apóstoles insignes. Ambos estaban en lo que Pedro significaba, y en lo que Juan significaba iban a estar ambos. Significando, seguía aquél, permanecía éste; en cambio, creyendo, toleraban ambos los males presentes de esta desventura, ambos aguardaban los futuros bienes de esa dicha. No solos esos mismos hacían esto, sino que lo hace la santa Iglesia universal, la novia de Cristo, que ha de ser arrancada de estas tentaciones y conservada en esa felicidad. Pedro y Pablo han representado estas dos vidas, una cada uno; pero en ésta caminaron ambos en estado de fe y de aquélla disfrutan eternamente ambos en estado visión. Por tanto, en atención al gobierno de esta vida procelosísima, para todos los santos, inseparablemente pertenecientes al cuerpo de Cristo, ha recibido Pedro, el primero de los apóstoles, las llaves del reino de los cielos para atar y desatar los pecados, y a favor de esos mismos santos todos se recostó sobre el pecho de Cristo el evangelista Juan, en atención a la bahía tranquilísima de esa vida secretísima, porque no aquel solo, sino la universal Iglesia ata y desata los pecados, ni, para eructarlo predicando, de la fuente del Señor bebe éste solo la Palabra, en el principio Dios en Dios, y lo demás acerca de la divinidad de Cristo y las sublimidades acerca de la Trinidad y unidad de la entera divinidad que en ese reino han de ser contempladas cara a cara y, en cambio, hasta que venga el Señor, han de ser miradas atentamente en un espejo y enigmáticamente; sino que el Señor mismo ha difundido por el entero disco de las tierras este evangelio mismo, para que todos los suyos beban según su capacidad, la de cada uno.

Hay quienes han opinado, y éstos son tratadistas ciertamente no desdeñables de la Palabra Sacra, que Cristo amó más al apóstol Juan, por no haber tomado esposa y desde el comienzo de la niñez haber vivido castísimo. Por cierto, esto no aparece evidentemente en las Escrituras canónicas; sin embargo, mucho favorece a la congruencia de opinión tal el hecho de que mediante aquél está significada esa vida donde no habrá matrimonio.

La hipérbole final del evangelio de Juan

8. Éste es el discípulo que da testimonio de estas cosas y ha escrito estas cosas, y sabemos que su testimonio es verdadero. Ahora bien, afirma, hay también otras muchas cosas que hizo Jesús, que si se escriben una por una, estimo que ni el mundo mismo abarca esos libros que han de escribirse30. No es de creer que en el espacio de los lugares no puede el mundo abarcar las cosas que ¿cómo podrían escribirse en él, si no las soportase escritas? Pero la capacidad de quienes las leen no podría tal vez comprenderlas: indemne cuanto se quiera la verdad de los hechos, las palabras parecen exceder casi siempre la verdad. Esto sucede no cuando algo que era oscuro o dudoso se expone dando su causa y razón, sino cuando lo que es claro se aumenta o atenúa y empero no se aparta uno del trámite de significar la verdad, porque el hecho que se indica lo exceden las palabras, de forma que aparece la intención del que habla, mas no engaña, el cual sabe hasta dónde se le cree a él que, hablando, aminora o aumenta algo, más allá de lo que ha de creerse. A este modo de hablar lo llaman con nombre griego los maestros de las letras no sólo griegas, sino también latinas, hipérbole. Este modo se halla como en este lugar también en algunas otras Divinas Letras, como es: «Pusieron contra el cielo su boca»31, «La cima del cabello de quienes continuamente caminan en sus delitos»32, y muchas cosas de esta laya, que no faltan en las Escrituras Santas, como otros tropos, esto es, modos de locuciones. Expondría yo más eficazmente estas cosas si, pues el evangelista termina su evangelio, no me viese yo forzado a terminar también mi sermón.