TRATADO 110

Comentario a Jn 17,21-23, dictado en Hipona, probablemente el domingo 30 de mayo de 420

Traductor: José Anoz Gutiérrez

Que todos sean uno como nosotros

1. El Señor Jesús, tras haber orado por sus discípulos que entonces tenía consigo y tras haber adjuntado otros suyos al decir: «Ahora bien, ruego no sólo por éstos, sino también por esos que mediante su palabra van a creer en mí»1, al instante, cual si preguntáramos qué o por qué rogaba por ellos, lo ha añadido al decir: Que todos sean uno como tú, Padre, en mí y yo en ti; que también esos mismos sean en nosotros uno2. También más arriba, cuando oraba aún por solos los discípulos que tenía consigo, afirma: Padre santo, guarda en tu nombre a esos que me has dado, para que sean uno como también nosotros3. Asimismo, pues, por nosotros ha rogado también ahora esto que entonces rogó por ellos —que todos, esto es, nosotros y ellos, seamos uno—, donde ha de advertirse escrupulosamente que el Señor ha dicho no que todos seamos uno, sino «que todos sean uno como tú, Padre, en mí y yo en ti»: se sobrentiende «somos uno», lo cual se dice después muy abiertamente, porque también antes había dicho de los discípulos que estaban con él: Para que sean uno como también nosotros.

Por tanto, el Padre está en el Hijo y el Hijo en el Padre, de forma que son uno porque son de sustancia única; en cambio, nosotros podemos, sí, estar en ellos; sin embargo, no podemos ser uno con ellos porque nosotros y esos mismos no somos de sustancia única, en cuanto que el Hijo es Dios con el Padre. Por cierto, en cuanto que es hombre es de sustancia idéntica a esa de la que también nosotros somos. Pero ahora ha querido, más bien, hacer valer lo que en otro lugar asevera: Yo y el Padre somos una sola cosa4, donde ha indicado que son idénticas la naturaleza del Padre y la suya. Y, por esto, aun cuando en nosotros están el Padre y el Hijo e incluso el Espíritu Santo, no debemos suponer que ellos son con nosotros de una única naturaleza. Así pues, están en nosotros o nosotros en ellos, de forma que ellos son en su naturaleza una sola cosa, nosotros una sola en la nuestra. En efecto, esos mismos están en nosotros como Dios en su templo; en cambio, nosotros estamos en ellos como la criatura en su Creador.

La unidad, ¿causa o consecuencia de la fe?

2. Después, tras haber dicho: «Que también esos mismos sean en nosotros uno», ha añadido: Para que el mundo crea que tú me enviaste5. ¿Qué significa eso? ¿Tal vez el mundo va a creer precisamente cuando en el Padre y en el Hijo seamos todos uno? ¿No es esto la paz perpetua y la paga de la fe más bien que la fe, pues seremos uno no para que creamos, sino por haber creído? Pero, aunque según lo del Apóstol: Pues en Cristo Jesús todos vosotros sois uno6, todos los que a causa de esa misma fe común creemos en el Único somos en esta vida uno, aun así somos uno no para que creamos, sino porque creemos. ¿Qué significa, pues: Todos sean uno, para que el mundo crea?En efecto, esos mismos «todos» son el mundo creyente, pues quienes serán uno no son unos ni es otro el mundo que va a creer precisamente porque esos serán uno, ya que «que todos sean uno» lo dice, sin duda, de estos acerca de quienes había dicho: «Ahora bien, ruego no sólo por éstos, sino también por esos que mediante su palabra van a creer en mí»7, para añadir inmediatamente: Para que todos sean uno. Pues bien, esos mismos «todos», ¿qué son, sino el mundo —no hostil, evidentemente, sino fiel—? De hecho, he ahí que quien había dicho: «No ruego por el mundo»8, ruega por el mundo para que crea, porque hay un mundo acerca del que está escrito: Para que no seamos castigados con este mundo9. No ruega por este mundo, pues tampoco ignora a qué está predestinado. Hay también un mundo del que está escrito: «Pues el Hijo del hombre vino no para juzgar al mundo, sino para que el mundo sea salvado mediante ese mismo»10, por lo que también el Apóstol afirma: En Cristo estaba Dios reconciliando consigo el mundo11. Por ese mundo ruega al decir: Para que el mundo crea que tú me enviaste. En efecto, mediante esta fe es reconciliado con Dios el mundo cuando cree en Cristo, el cual ha sido enviado por Dios.

¿Cómo, pues, vamos a entender lo que asevera: «Que también esos mismos sean en nosotros uno, para que el mundo crea que tú me enviaste», salvo que, pues ese mundo mismo son todos los que creyendo son hechos uno, no haya puesto en eso —en que ellos son uno— la causa de que el mundo crea, cual si creyese precisamente porque ve que ellos son uno; sino que orando haya dicho «que el mundo crea», como orando ha dicho «que todos sean uno» y orando ha dicho: Que también esos mismos sean en nosotros uno? En efecto, «todos sean uno» es lo mismo que «el mundo crea», porque creyendo son hechos uno: perfectamente uno quienes, aunque por naturaleza eran uno, apartándose del Uno no eran uno.

Por eso, si sobrentendemos por tercera vez o, más bien, para que resulte más pleno, ponemos por doquier el verbo que asevera «ruego», la explicación de esta frase será bastante clara: Ruego que todos sean uno como tú, Padre, en mí y yo en ti; ruego que también esos mismos sean en nosotros uno; ruego que el mundo crea que tú me enviaste. Sin duda, precisamente para que supiéramos que el ser hechos uno por la fidelísima caridad ha de atribuirse a la gracia de Dios, no a nosotros, ha añadido lo que ha dicho «en nosotros», como el Apóstol, tras haber dicho: «Pues otrora fuisteis tinieblas; ahora, en cambio, luz», para que no se atribuyeran esto, afirma y ha agregado «en el Señor»12.

Al pedir la unidad, da la gloria

3. Además, nuestro Salvador, rogando al Padre, se mostraba como hombre; ahora, al mostrar que, porque con el Padre es Dios, también él mismo hace lo que ruega, afirma: Y yo les he dado la claridad que me has dado13. ¿Qué claridad, sino la inmortalidad que en él iba a recibir la naturaleza humana? Por cierto, ese mismo no la había recibido aún; pero, según su costumbre, por la inmovilidad de la predestinación, con verbos de tiempo pretérito indica el futuro: que ahora ha de ser esclarecido, esto es, resucitado por el Padre, y al final ha de levantarnos a esa claridad aquel mismo. Esto es similar a lo que dice en otra parte: Como el Padre resucita y vivifica a los muertos, así también el Hijo vivifica a los que quiere14. Y ¿a quiénes sino a los mismos que el Padre? En efecto, cualesquiera cosas que el Padre hace, no otras, sino éstas hace no de otro modo, sino similarmente, también el Hijo15. Y, por esto, también a sí mismo se resucitó él en persona. Por cierto, a aquello se debe: Destruid este templo, y en tres días lo levantaré16, afirma. Por ende, aunque no lo dice, ha de entenderse que también él mismo se ha dado la claridad de la inmortalidad respecto a la que dice haberle sido dada por el Padre.

De hecho, precisamente para atribuir a ese de quien él es cualquier cosa que él es, dice muy frecuentemente que el Padre hace, solo, lo que él mismo hace con el Padre. Pero también a veces, aun sin mencionar al Padre, dice que él hace lo que con el Padre hace, para que entendamos que, como no ha de separarse de la obra del Padre al Hijo cuando, sin mencionarse a sí mismo, dice que el Padre realiza algo, así tampoco se separa de la obra del Hijo al Padre cuando, sin mencionar a este mismo, se dice que el Hijo realiza lo que realizan de modo absolutamente idéntico. Cuando, pues, a propósito de la obra del Padre calla el Hijo su actuación, hace valer su abajamiento para sernos más saludable; cuando, en cambio, a su vez, a propósito de su obra calla la actuación del Padre, hace valer su paridad, para que no se le crea inferior.

Por tanto, de ese modo y en este lugar, aunque haya dicho «la claridad que me has dado», no se hace ajeno a la obra del Padre, porque también él en persona se la ha dado; y, aunque haya dicho «a ellos he dado», tampoco al Padre lo hace ajeno a su obra, porque también el Padre la ha dado a ellos. Por cierto, inseparables son no sólo las obras del Padre y las del Hijo, sino también las del Espíritu Santo. Por otra parte, como ha querido que esto —que todos sean uno— suceda en virtud de haber rogado por todos los suyos al Padre, así también, porque al instante ha agregado: «Para que sean uno como también nosotros somos uno», ha querido que esto suceda absolutamente en virtud de este beneficio suyo que formula: Les he dado la claridad que me has dado.

La unidad consumada

4. Después ha añadido: «Yo en ellos y tú en mí, para que sean consumados en uno»17, donde él se ha insinuado brevemente como mediador entre Dios y los hombres. En efecto, esto no está dicho cual si el Padre no estuviera en nosotros o nosotros no estuviéramos en el Padre, pues también en otro lugar ha dicho «Vendremos a él y en él haremos morada»18, y aquí ha dicho poco antes no lo que ha dicho ahora mismo: Yo en ellos y tu en mí ni «esos mismos en mí y yo en ti», sino: Tú en mi y yo en ti y esos mismos en nosotros. Lo que, pues, asevera ahora: Yo en ellos y tú en mí, está dicho así según el papel de mediador, como lo que asevera el Apóstol: Vosotros de Cristo; por su parte, Cristo de Dios19. Por otra parte, lo que ha añadido: Para que sean consumados en uno, muestra que la reconciliación que acontece mediante el Mediador es conducida hasta el punto de que disfrutemos de la perfecta felicidad, a la que nada puede ya añadirse.

Por ende, supongo que lo que sigue: Para que el mundo conozca que tú me enviaste20, no ha de comprenderse cual si de nuevo hubiere dicho: «Que el mundo crea». Cierto es que también se pone a veces «conocer» en vez de «creer», por ejemplo, lo que algo más arriba asevera: Y conocieron verdaderamente que de ti salí y creyeron que tú me enviaste21 —a esto que primeramente ha llamado «conocieron», posteriormente lo ha llamado «creyeron»—; pero aquí, puesto que habla de consumación, ha de entenderse tal conocimiento cual será mediante visión, no cual es ahora mediante fe. Efectivamente, en lo que poco antes ha dicho: Que el mundo crea, y aquí, en cambio: Para que el mundo conozca, parece que se ha conservado un orden. En efecto, aunque allí había dicho: «Que todos sean uno» y «en nosotros sean uno», no asevera empero: «Sean consumados en uno», y en esas circunstancias ha añadido: «Para que el mundo conozca que tú me enviaste»; aquí, en cambio, afirma «Para que sean consumados en uno», y después ha agregado no «Que el mundo crea», sino «Para que el mundo conozca que tú me enviaste». En efecto, mientras creemos lo que no vemos, no estamos aún consumados como lo estaremos cuando hayamos merecido ver lo que creemos.

Por tanto, muy justamente dice allí: «Que el mundo crea», aquí: «Para que el mundo conozca», y empero allí y aquí: «Que tú me enviaste», para que supiéramos que, en cuanto a lo que atañe a la inseparable caridad del Padre y del Hijo, nosotros creemos ahora mismo lo que creyendo tendemos a conocer. Si, en cambio, dijera «para que conozcan que tú me enviaste», equivaldría exactamente a esto que asevera: Para que el mundo conozca. En efecto, esos mismos son el mundo, no el que permanece como enemigo, cual es el mundo predestinado a la condenación, sino el que de enemigo ha sido hecho amigo, a causa del cual en Cristo estaba Dios reconciliando consigo el mundo. Por eso ha dicho: «Yo en ellos y tú en mí», cual si dijera: Yo en esos a los que me enviaste, y tú en mí, reconciliando contigo el mundo mediante mí.

El Padre nos ama en el Hijo

5. Por eso, sigue también lo que asevera: Y los quisiste como también a mí me quisiste22. Ciertamente, el Padre nos quiere en el Hijo porque en ese mismo nos eligió antes de la constitución del mundo23. En efecto, quien quiere al Unigénito, en realidad quiere también a sus miembros, que mediante él ha adoptado para él. Porque está dicho: «Los quisiste como también a mí», no por eso somos iguales al Unigénito Hijo mediante el que somos creados y recreados, pues quien dice «como esto, así también aquello» no siempre indica igualdad, sino a veces sólo «porque existe eso, existe también aquello», o «porque esto existe para que exista también aquello». En efecto, ¿quién dirá que Cristo ha enviado al mundo los apóstoles absolutamente de ese modo como él en persona ha sido enviado por el Padre? En efecto, por no mencionar otras diferencias que es largo conmemorar, ellos fueron ciertamente enviados cuando eran ya hombres; en cambio, él ha sido enviado para que fuese hombre. Y sin embargo, más arriba, cual si dijera «porque me enviaste, los envié», asevera también: Como me enviaste al mundo, también yo los envié al mundo24. Así también en este lugar afirma: «Los quisiste como me quisiste», lo cual no significa otra cosa que «los quisiste porque también a mí me quisiste». En efecto, quien quiere al Hijo no querría a los miembros del Hijo ni hay otra causa de querer a sus miembros sino porque le quiere. Pero quiere al Hijo según la divinidad, porque lo ha engendrado igual a sí; también le quiere en cuanto que es hombre, porque la unigénita Palabra en persona se hizo carne y a causa de la Palabra le es querida la carne; en cambio, a nosotros nos quiere porque somos miembros de ese a quien quiere y, precisamente para que fuésemos esto, nos quiso antes que existiéramos.

El misterioso e inconmensurable amor del Padre a sus criaturas

6. Por tanto, la dilección con que Dios quiere es incomprensible y no mudable. En efecto, no comenzó a querernos desde que mediante la sangre de su Hijo fuimos reconciliados, sino que nos quiso antes de la constitución del mundo, para que con su Unigénito también nosotros fuésemos hijos suyos absolutamente antes que fuésemos algo. Que, pues, hemos sido reconciliados con Dios mediante la muerte de su Hijo, no ha de oírse, no ha de interpretarse cual si el Hijo nos hubiera reconciliado con aquél para que comenzase ya a amar a quienes odiaba, como un enemigo se reconcilia con su enemigo de forma que después son amigos y se quieren mutuamente quienes se odiaban mutuamente; sino que hemos sido reconciliados con ese que nos quería ya, con el cual a causa del pecado teníamos enemistades. En cuanto a esto, atestigüe el Apóstol si digo la verdad; afirma: Dios hace valer en nosotros su dilección porque, aunque éramos aún pecadores, Cristo murió por nosotros.25

Así pues, él tenía caridad hacia nosotros, incluso aunque por estar enemistados contra él cometíamos iniquidad, y sin embargo se le ha dicho con toda verdad: Odias, Señor, a todos los que cometen iniquidad26. Por ende, de modo admirable y divino nos quería aun cuando nos odiaba; en efecto, nos odiaba cuales él no nos había hecho y, porque nuestra iniquidad no había consumido de todo punto su obra, en cada uno de nosotros sabía a la vez odiar lo que habíamos hecho y amar lo que había hecho. Más aún, esto puede entenderse respecto a todo, a propósito de ese a quien con toda verdad se dice: No odias nada de esas cosas que hiciste27. En efecto, no habría querido que existiera cualquier cosa que odiase, ni existiría en absoluto lo que el Omnipotente no hubiese querido que existiera, si en eso que odia no hubiera también lo que amase. En efecto, con razón odia y reprueba el defecto como extraño a la regla de su arte; sin embargo, incluso en lo defectuoso ama su beneficio por sanación o su juicio por condenación. Así, tampoco odia Dios nada de esas cosas que hizo, pues Creador de las naturalezas, no de los defectos, no ha hecho él en persona los males que odia, y de los mismos males, sanándolos mediante la misericordia u ordenándolos mediante el juicio, son los bienes mismos que hace.

Por tanto, pues no odia nada de esas cosas que hizo, ¿quién podrá exponer dignamente cuánto quiere a los miembros de su Unigénito y cuánto más a ese Unigénito mismo en quien todo fue creado, lo visible y lo invisible, cosas a las que, ordenadas ordenadísimamente según sus especies, quiere? Ciertamente, por largueza de su gracia conduce hacia la igualdad con los ángeles santos a los miembros del Unigénito. Por su parte, el Unigénito, porque es el Señor de todo, es sin duda el Señor de los ángeles por la naturaleza con que es Dios igual no a los ángeles, sino, más bien, al Padre; en cambio, por la gracia con que es hombre, ¿cómo no excede la excelencia de cualquier ángel, pues es única la persona de la carne y la de la Palabra?

¿Nos tendremos por superiores a los ángeles?

7. Sin embargo, no faltan quienes nos prefieren incluso a los ángeles, porque Cristo, afirman, murió por nosotros, no por los ángeles. Esto ¿qué otra cosa es que querer gloriarse de la impiedad? En efecto, como asevera el Apóstol, en el tiempo fijado murió por los impíos Cristo28. Aquí, pues, se hace valer no nuestro mérito, sino la misericordia de Dios. Efectivamente, ¿cómo es posible que uno quiera que lo alaben precisamente porque por su culpa ha enfermado tan detestablemente que no puede ser sanado otramente que por la muerte del Médico? Esto es no gloria de nuestros méritos, sino medicina de nuestras enfermedades. ¿O nos preferimos a los ángeles precisamente porque, aunque también los ángeles habían pecado, no se empleó en ellos nada semejante con que fuesen sanados, cual si en ellos se hubiera empleado algo, siquiera pequeño, y en nosotros más? Pero, si aun esto hubiese sucedido, puede aún preguntarse si había sucedido precisamente porque habíamos estado en pie más excelentemente, o porque yacíamos en situación más desesperada. Porque, en cambio, sabemos que el Creador de todos los bienes no ha conferido a los ángeles malos nada de gracia para repararlos, ¿por qué no entendemos, más bien, que su culpa fue juzgada tanto más condenable cuanto su naturaleza era más elevada? En efecto, debieron pecar tanto menos que nosotros, cuanto fueron mejores que nosotros. Pero en realidad, en ofendiendo al Creador fueron tanto más execrablemente ingratos a su beneficio creados; además no les bastó ser desertores de él, si no se hacían también engañadores nuestros. Así pues, quien nos quiso como quiso a Cristo, nos conferirá este gran bien: en atención a ese mismo cuyos miembros ha querido que seamos, seremos iguales a los ángeles santos29, inferiores a los cuales nos ha establecido la naturaleza y el pecado nos ha hecho más indignos de estar destinados a ser hechos sus compañeros de cualquier clase.