TRATADO 104

Comentario a Jn 17,1, dictado en Hipona, probablemente el domingo 9 de mayo de 420

Traductor: José Anoz Gutiérrez

La paz en Cristo es el fin supremo del cristiano

1. Antes de eso que, si el Señor ayuda, voy a tratar ahora, Jesús había dicho: De estas cosas os he hablado para que en mí tengáis paz1. Debemos entender que ellas son no las más recientes, dichas por él poco más arriba, sino todas: cualesquiera de las que les ha hablado desde que comenzó a tenerlos como discípulos o ciertamente desde que tras la cena dio comienzo a este discurso admirable y prolijo. Lo cierto es que ha mencionado tal causa de por qué les ha hablado, para que a ese fin refieran rectísimamente todas las cosas de que les ha hablado o máxime ésas que, cuando iba ya a morir por ellos, cual últimas palabras dijo después que del convite santo salió el que iba a entregarlo. Por cierto, como causa de su discurso ha hecho valer ésta: que en él tuvieran paz; enteramente en razón de esto se produce el hecho de que somos cristianos.

En efecto, esta paz no tendrá final de tiempo, sino que esa misma será meta de toda nuestra intención y acción virtuosa. En vista de ésta somos imbuidos en sus sacramentos, en vista de ésta se nos instruye en sus admirables obras y discursos, en vista de ésta hemos recibido la prenda de su Espíritu, en vista de ésta creemos y esperamos en él y en su amor somos inflamados en la medida en que él nos lo regala; con esta paz somos consolados en todas las aflicciones, con ésta somos librados de todas las aflicciones, en vista de ésta soportamos valientemente toda tribulación, para reinar felizmente en ella sin tribulación alguna. Con razón ha concluido con ella las palabras que eran enigmas para los discípulos cuando entendían poco, los cuales iban a entenderlas cuando les hubiera dado el Espíritu Santo prometido, acerca del que más arriba asevera: De estas cosas os he hablado mientras permanezco junto a vosotros. Por su parte, el Paráclito, el Espíritu Santo que en mi nombre enviará el Padre, él os enseñará todo y os sugerirá todo lo que yo os haya dicho, cualquier cosa que esto sea2.

Esta hora iba a ser ciertamente esa respecto a la que había prometido que en ella iba ya no a hablar en parábolas, sino a informar abiertamente sobre el Padre. En efecto, para quienes por revelación del Espíritu Santo entienden, esas mismas palabras suyas no iban ya a ser enigmas, pues, porque en sus corazones hable el Espíritu Santo, no iba a callar el Unigénito Hijo, el cual ha dicho que, en esa hora, sobre el Padre va a informarles abiertamente de lo que, evidentemente, no sería un enigma para esos que ya entienden. Pero esto mismo —cómo en los corazones de sus espirituales hablan a una el Hijo de Dios y el Espíritu Santo, mejor dicho, la Trinidad misma, que obra inseparablemente— es, para quienes entienden, una palabra y, en cambio, para quienes no entienden, un enigma.

Jesús comienza su oración al Padre

2. Tras haber, pues, dicho por qué ha hablado de todo, a saber, para que en él tuvieran paz mientras en el mundo tenían aflicción, y tras haberlos exhortado a confiar porque él mismo ha vencido al mundo, acabado ese discurso a ellos, después dirigió al Padre unas palabras y comenzó ya a orar. En efecto, el evangelista sigue así, al decir: De esto habló Jesús y, levantados al cielo los ojos, dijo: «Padre, ha venido la hora; esclarece a tu Hijo»3. El Señor, Unigénito y coeterno con el Padre, en la forma de esclavo y en virtud de la forma de esclavo podía orar en silencio, si esto fuese preciso; pero al Padre quiso mostrarse suplicador, de forma que nos recordase que es nuestro profesor. Por ende, esa oración que ha hecho por nosotros nos la ha dado también a conocer, porque edificación de los discípulos —y si de esos que estaban presentes para oír estos dichos, en realidad también nuestra, que íbamos a leerlos escritos— es no sólo la conversación de tan gran Maestro con esos mismos, sino también la oración por esos mismos al Padre. Por tanto, esto que asevera: «Padre, ha venido la hora; esclarece a tu Hijo», muestra que todo tiempo y qué hará o permitirá que suceda alguna vez lo ha dispuesto ese que no está sometido al tiempo, porque lo que iba a suceder a lo largo de cada tiempo tiene sus causas eficientes en la sabiduría de Dios, en la que no hay ningún tiempo. Créase, pues, que esta hora acaece no por un hado apremiante, sino, más bien, porque Dios la ordena. Tampoco la fatalidad astral tramó la pasión de Cristo, pues ¡ni pensar que los astros forzasen a morir al fundador de los astros! Así pues, a Cristo no lo ha empujado a morir el tiempo, sino que el tiempo en qué morir lo ha elegido Cristo, quien con el Padre, del que nació sin tiempo, ha establecido también el tiempo en que nació de la Virgen. Según esta doctrina verdadera y sana, el apóstol Pablo afirma también: «Ahora bien, cuando vino la plenitud del tiempo, Dios envió a su Hijo»4, y Dios asevera mediante un profeta: En tiempo favorable te escuché y en día de salvación te ayudé5, y de nuevo el Apóstol: He ahí que ahora es tiempo favorable, he ahí que ahora es día de salvación6. Quien, pues, con el Padre ha dispuesto todas las horas, diga «Padre, ha venido la hora», cual si dijera: Padre, ha venido la hora que a una hemos establecido para esclarecerme a causa de los hombres y entre los hombres; esclarece a tu Hijo, para que también tu Hijo te esclarezca.

La glorificación del Hijo

3. Algunos entienden que el Padre ha esclarecido al Hijo porque no tuvo miramiento con él, sino que lo entregó por todos nosotros7. Pero, si se dice que lo ha esclarecido con la pasión, ¿cuánto más con la resurrección? De hecho, en la pasión se hace valer más su rebajamiento que su claridad, según testifica el Apóstol, quien dice: «Se rebajó a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte; ahora bien, muerte de cruz»; después sigue y de su esclarecimiento dice ya: Por eso, Dios lo exaltó y le donó el nombre sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús se doble toda rodilla de celestes, terrestres e infernales, y toda lengua confiese que el Señor Jesucristo está en la gloria de Dios Padre. Éste es el esclarecimiento de nuestro Señor Jesucristo, que de su resurrección tomó exordio. Su rebajamiento, pues, comienza en el discurso del Apóstol desde ese lugar donde asevera «Se vació a sí mismo al tomar forma de esclavo», y llega hasta «muerte de cruz»; en cambio, su claridad comienza desde ese lugar donde asevera: «Por eso, Dios lo exaltó», y llega hasta: Está en la gloria de Dios Padre8.

Por cierto, si se inspeccionan los códices griegos, lengua de que a la latina han sido trasladadas las cartas apostólicas, también ese nombre mismo que aquí se lee gloria se lee allí dóxa, de la que se ha derivado en griego el verbo, de forma que se dice dóxason que el traductor latino expresa con clarifica (esclarece), aunque también podía decir glorifica, que vale lo mismo. Y, por eso, también en la carta del Apóstol podría ponerse claridad donde está gloria, lo cual, si se hiciera, valdría lo mismo. Ahora bien —para no retirarse de los sonidos de las palabras—, como de claridad se deriva esclarecimiento, así de gloria se deriva glorificación.

Para que, pues, el Mediador de Dios y hombres, Cristo Jesús hombre, fuese esclarecido o glorificado con la resurrección, primeramente ha sido humillado con la pasión, pues no hubiese resucitado de entre los muertos si no hubiese muerto. El rebajamiento es favor de la claridad; la claridad es premio del rebajamiento. Pero esto aconteció en la forma de esclavo; en cambio, en la forma de Dios siempre estuvo, siempre estará la claridad; mejor dicho, no «estuvo» cual si ya no estuviera, ni «estará» cual si aún no estuviera, sino que sin inicio, sin fin está siempre la claridad.

Lo que, pues, asevera: «Padre, ha venido la hora; esclarece a tu Hijo», ha de entenderse así, cual si hubiere dicho: «Ha venido la hora de sembrar rebajamiento; no difieras el fruto de la claridad». Pero ¿qué significa lo que sigue: Para que tu Hijo te esclarezca?. ¿Acaso también Dios Padre soportó el rebajamiento de la carne o de la pasión, en virtud del cual sería preciso que él fuese esclarecido? Por tanto, ¿cómo iba a esclarecerlo el Hijo, cuya claridad sempiterna no pudo parecer menor en virtud de la forma humana, ni podría ser más amplia en la divina? Pero no quiero encerrar en este sermón esa cuestión ni en razón de ella hacerlo más largo.