TRATADO 89

Comentario a Jn 15,22-23, dictado en Hipona, probablemente el sábado 13 de marzo de 420

Traductor: José Anoz Gutiérrez

El pecado de increencia

1. Más arriba había dicho a sus discípulos el Señor: Si me persiguieron, también a vosotros os perseguirán; si guardaron mi palabra, también la vuestra guardarán; pero os harán todo esto a causa de mi nombre, porque desconocen a ese que me envió1. Pues bien, si buscamos de quiénes ha dicho esto, hallamos que él llegó a estas palabras a partir de lo que había dicho: Si el mundo os odia, sabed que antes que a vosotros me ha odiado a mí2; en cambio, lo que ahora ha añadido: Si no hubiese venido y les hubiese hablado, no tendrían pecado3, pone muy expresamente delante de los ojos a los judíos. De éstos, pues, decía también aquello, porque lo indica el contexto mismo de las palabras. En efecto: «Si no hubiese venido y les hubiese hablado, no tendrían pecado», lo dice de esos acerca de los que decía: «Si me persiguieron, también a vosotros os perseguirán; si guardaron mi palabra, también la vuestra guardarán; pero os harán todo esto a causa de mi nombre, porque desconocen a este que me envió», pues a estas palabras ha añadido también ésas: Si no hubiese venido y les hubiese hablado, no tendrían pecado. Los judíos, pues, persiguieron a Cristo, cosa que el evangelio indica evidentísimamente; a los judíos habló Cristo, no a otras gentes; quiso, pues, que en ellos se entienda el mundo que odia a Cristo y a sus discípulos; más aún, no en ellos solos, sino que también ha demostrado que éstos pertenecen a ese mismo mundo.

¿Qué significa, pues: Si no hubiese venido y les hubiese hablado, no tendrían pecado? ¿Acaso los judíos estaban sin pecado, antes que en la carne hubiese Cristo venido a ellos? ¿Quién, ni siquiera el más tonto, diría esto? Pero quiere que, cual bajo un nombre general, se entienda cierto gran pecado, no cualquier clase de pecado. En efecto, éste es el pecado que sujeta todos los pecados: si cada persona no lo tiene, se le perdonan todos los pecados. Pues bien, éste es que no creyeron en Cristo, quien vino precisamente para que se crea en él. Si no hubiese venido, no tendrían, evidentemente, este pecado. En efecto, como si él mismo, Cabeza y Príncipe de los apóstoles, hubiese sido lo que estos mismos dijeron de sí —Para algunos, ciertamente olor de vida en orden a la vida; para algunos, en cambio, olor de muerte en orden a la muerte4—, su llegada ha resultado tan saludable para quienes creen cuanto desastrosa para quienes no creen.

No todo pecado tiene excusa

2. Pero lo que ha añadido y aseverado: Ahora, en cambio, no tienen excusa de su pecado5, puede incitar a preguntar si estos a los que Cristo no ha venido ni les ha hablado tienen excusa de su pecado. En efecto, si no la tienen, ¿por qué está aquí dicho que ésos no la tienen precisamente porque ha venido y les ha hablado? Si, en cambio, la tienen, ¿la tienen para esto: para ser alejados de las penas, o para ser castigados muy suavemente? A estas cuestiones respondo según mi alcance, por donación del Señor, que esos a quienes no ha venido y a quienes no ha hablado tienen excusa no de todo pecado suyo, sino de este pecado: no haber creído en Cristo. Pero en ese número no están estos a los que ha venido en los discípulos y a quienes mediante los discípulos ha hablado, cosa que también ahora hace porque mediante su Iglesia viene a las gentes y mediante la Iglesia habla a las gentes, pues a esto se refiere lo que asevera: Quien os recibe me recibe6, y quien os desprecia me desprecia7. ¿O queréis, pregunta el apóstol Pablo, recibir una prueba de este que en mí habla, Cristo?8

3. Queda por investigar si estos a quienes ha pillado o pilla el fin de esta vida antes que en la Iglesia viniera a las gentes Cristo y antes que oyeran su Evangelio, pueden tener esta excusa. Pueden, lisa y llanamente; pero no por eso pueden evitar la condena, pues quienes sin la Ley pecaron, también sin la Ley perecerán, y quienes en la Ley pecaron, mediante la Ley serán juzgados9. Estas palabras del Apóstol, porque esto que asevera, perecerán, suena más terrible que lo que asevera, serán juzgados, ciertamente no sólo parecen mostrar que nada ayudan a esta excusa, sino que también abruman más, ya que, quienes se excusarán porque no oyeron, sin la Ley perecerán.

Penas diferentes para pecados diferentes

4. Pero con razón se pregunta uno si entre esos respecto a los que parece haber sonado algo más levemente lo que está dicho: «Mediante la Ley serán juzgados», ha de contarse a estos que, tras haber oído, despreciaron o incluso se opusieron, y no sólo contradiciendo, sino aun persiguiendo con odios a estos a quienes oyeron. Pero, incluso si una cosa es perecer sin la Ley, otra ser juzgado mediante la Ley, y aquello es más grave, esto, en cambio, más leve, sin duda no han de ser puestos en esta pena más leve ésos, porque no es que pecaron en la Ley, sino que en absoluto no quisieron acoger la ley del Mesías y, por lo que a estos mismos toca, quisieron que absolutamente no existiera ella.

Por otra parte, pecan en la Ley quienes están en la Ley, esto es, la asumen y confiesan que es santa y que el mandato es santo y justo y bueno10, pero por debilidad no cumplen lo que no pueden dudar que ella preceptúa rectísimamente. Éstos son quienes tal vez pueden de algún modo ser separados de la perdición de esos que están sin la Ley, si empero lo que el Apóstol asevera: Mediante la Ley serán juzgados, ha de comprenderse como si hubiera dicho «no perecerán», cosa extraña si así es. De hecho, para decir esto, el discurso trataba no de los infieles y fieles, sino de las gentes y los judíos, los cuales, ciertamente unos y otros, si no son salvados en este Salvador que vino a buscar lo que había perecido11, pertenecerán sin duda a la perdición, aunque puede decirse que unos van a perecer más gravemente, otros más levemente, esto es, que en su perdición van a padecer unos penas más graves, otros, más leves. En efecto, se dice que perece para Dios cualquiera que mediante el suplicio es separado de la felicidad que él da a sus santos; ahora bien, la diversidad de suplicios es tanta cuanta la de pecados. Sobre cómo está ella, la sabiduría divina juzga más profundamente de lo que la conjetura humana escruta o determina. Esos a quienes ha venido y a quienes ha hablado Cristo, respecto al gran pecado de incredulidad ciertamente no tienen esa excusa con que puedan decir: «No hemos visto, no hemos oído», ora no aceptase esta excusa ese cuyos juicios son inescrutables, ora la aceptase, aun cuando no para librarlos de toda condena, ciertamente para condenarlos un poco más lenemente.

«Quien me odia, odia a mi Padre»

5. Quien me odia, afirma, odia también a mi Padre12. Tal vez se nos diga aquí: «¿Quién puede odiar a quien desconoce?». Y a propósito, evidentemente, antes de decir: «Si no hubiese venido y les hubiese hablado, no tendrían pecado», había dicho a sus discípulos: Os harán esto porque desconocen a ese que me envió. ¿Cómo, pues, lo desconocen y odian? En efecto, si de él opinan no lo que este mismo es, sino no sé qué otra cosa, se descubre, evidentemente, que odian no a él, sino lo que imaginan o, más bien, conjeturan errando. Y empero, si los hombres no pudieran odiar lo que desconocen, la Verdad no habría dicho una y otra cosa: que desconocen y odian a su Padre. Pero, si mediante mí puede con la ayuda del Señor mostrarse cómo puede suceder esto, ahora no puede mostrarse porque ha de cerrarse ya esta disquisición.