TRATADO 84

Comentario a Jn 15,13, dictado en Hipona, probablemente el domingo 22 de febrero de 420

Traductor: José Anoz Gutiérrez

Amar hasta dar la vida

1. Al decir el Señor: «Nadie tiene mayor dilección que ésta: que alguien deponga su alma por sus amigos»1, ha definido, hermanos carísimos, la plenitud de la dilección con que debemos querernos mutuamente. Porque, pues, había dicho arriba: «Éste es mi mandato: que os queráis mutuamente como os quise»2 —palabras a las que ha añadido lo que ahora habéis oído: Nadie tiene mayor dilección que ésta: que alguien deponga su alma por sus amigos—, en virtud de esto resulta consecuente lo que este mismo evangelista Juan dice en una carta suya: que como Cristo depuso por nosotros su alma, así también nosotros debemos deponer por los hermanos las almas3, evidentemente porque nos queremos mutuamente como nos quiso ese mismo que por nosotros depuso su alma. Sin duda, esto significa lo que se lee en Proverbios de Salomón: Si te sentares a cenar a la mesa del poderoso, tras reflexionar entiende lo que se te sirve y echa tu mano así: sabedor de que es preciso que tú prepares algo igual4. Efectivamente, ¿cuál es la mesa del Poderoso sino esa de la que se toman el cuerpo y la sangre de ese que depuso por nosotros su alma? Y ¿qué significa sentarse a ella sino acercarse humildemente? Y ¿qué significa considerar y entender lo que se te sirve sino pensar dignamente en tamaña gracia? Y ¿qué significa echar la mano de forma que sepas que es preciso que tú prepares algo igual, sino lo que ya he dicho: que como Cristo depuso por nosotros su alma, así también nosotros debemos deponer por los hermanos las almas? En efecto, como asevera también el apóstol Pedro: Cristo padeció por nosotros para dejarnos un ejemplo a fin de que sigamos sus huellas5. Eso significa preparar algo igual.

Esto hicieron con ardiente dilección los bienaventurados mártires. Si no celebramos inútilmente sus memorias y a la mesa del Señor nos acercamos en el convite que los sació también a ellos, es preciso que, como ellos, también nosotros preparemos algo igual. En efecto, precisamente porque, por haber presentado a sus hermanos algo igual a lo que de la mesa del Señor recibieron en el mismo grado, ellos realizaron la caridad respecto a la que el Señor ha dicho que no puede haberla mayor, junto a esa misma mesa los recordamos no como a los otros que descansan en paz, para orar también por ellos, sino, más bien, para que esos mismos oren por nosotros a fin de que nos adhiramos a sus huellas.

Seamos humildes en el amor

2. Esto no está dicho así: cual si pudiéramos ser iguales al Señor Cristo precisamente si por él afrontamos el martirio hasta la muerte. Él tuvo potestad de deponer su alma y de tomarla de nuevo6; nosotros, en cambio, no vivimos cuanto queremos y morimos aunque no queremos; él, al morir, inmediatamente mató en sí la muerte; nosotros somos con su muerte librados de la muerte; su carne no vio corrupción7; la nuestra, tras la corrupción, al final del mundo será gracias a él vestida de incorrupción; él no tuvo necesidad de nosotros para hacernos salvos; nosotros, nada podemos hacer sin él; él se ha brindado como la Vid a nosotros, los sarmientos, nosotros independientemente de él, no podemos tener vida; por último, aunque los hermanos mueran por sus hermanos, sin embargo, la sangre de ningún mártir se derrama para remisión de los pecados fraternos —cosa que él hizo por nosotros—, y en este asunto nos ha concedido no qué imitásemos, sino qué agradeciésemos. Los mártires, pues, en tanto mostraron algo igual a lo que de la mesa del Señor recibieron, en cuanto que derramaron su sangre por los hermanos. Por cierto, respecto a lo demás que he dicho aun sin haber podido decir todo, el mártir de Cristo es muy inferior a Cristo.

Pero, si alguien se compara no digo a la potencia de Cristo, sino a su inocencia, suponiendo no diré que él sana el pecado ajeno, sino que al menos no tiene ningún pecado suyo, aun así es más ávido de lo que exige la razón de la salvación; es mucho para él, no abarca tanto. Y viene bien lo que recuerda esa sentencia de Proverbios, la cual añade y dice al instante: Pero, si eres más ávido, no ansíes sus alimentos —que de ellos nada consumas es, en efecto, preferible a que más de lo que te es necesario asumas—, pues éstos, afirma, tienen vida falaz8, esto es, la hipocresía. En efecto, diciendo que él está sin pecado, puede no mostrar que es justo, sino fingirlo. Por eso está dicho: Pues éstos tienen vida falaz. Uno solo es quien ha podido tener carne de hombre y no tener pecado.

Con razón se nos preceptúa lo que sigue, y tales palabra y proverbio denuncian la humana debilidad y se le dice: Pues eres pobre, no te crezcas contra el rico. El Rico, en efecto, es el que nunca está sujeto a deuda hereditaria ni propia; ese mismo es también el Justo y justifica a los otros: Cristo. Pobre hasta el punto de que en la plegaria de la remisión de los pecados te muestras mendigo cotidiano, no te crezcas contra él; en cambio, afirma, abstente de tu parecer. ¿De qué sino de la presunción falaz? Ciertamente, porque él es no sólo hombre, sino también Dios, por eso nunca es reo. En efecto, si dirigieres a él tu ojo, nunca aparecerá. Si dirigieres hacia él tu ojo, o sea, el ojo humano con que percibes las realidades humanas, nunca aparecerá porque no puede ser visto según tú puedes ver. En efecto, se preparará alas como de águila e irá a la casa de su jefe9, de donde, evidentemente, a nosotros ha venido, mas no nos ha hallado tales cual ha venido.

Querámonos, pues, mutuamente como también el Mesías nos quiso y se entregó a sí mismo por nosotros10. Efectivamente: Nadie tiene mayor dilección que ésta: que alguien deponga su alma por sus amigos. Con piadosa obediencia imitémosle, de forma que con ninguna audacia nos atrevamos a compararnos a él.