TRATADO 83

Comentario a Jn 15,11-12, dictado en Hipona, probablemente el sábado 21 de febrero de 420

Traductor: José Anoz Gutiérrez

La alegría de Jesús y la nuestra

1. Carísimos, habéis oído al Señor decir a sus discípulos: Os he hablado de estas cosas para que mi gozo esté en vosotros y vuestro gozo se colme1. El gozo de Cristo en nosotros, ¿qué es, sino que se digna regocijarse por nosotros? Y nuestro gozo, del que dice que se colmará, ¿qué es sino tener su consorcio? Por eso, había dicho al bienaventurado Pedro: Si no te lavare, no tendrás parte conmigo2. Su gozo en nosotros es, pues, la gracia que nos ha proporcionado; esa misma es también nuestro gozo. Pero él se regocijaba también por ella desde la eternidad, cuando nos eligió antes de la constitución del mundo3; mas, pues Dios no gozaba imperfectamente alguna vez, no podemos decir con razón que su gozo no era pleno. Pero aquel gozo suyo no estaba en nosotros, porque no existíamos nosotros en quienes pudiera estar, ni comenzamos a existir con él cuando comenzamos a existir. En cambio, siempre estaba en él, que gracias a la certísima verdad de su presciencia se regocijaba de que nosotros íbamos a ser suyos. Por ende, pues en ese gozo suyo no había miedo alguno de que quizá no sucediera lo que preconocía que él iba a hacer, gozo perfecto tenía ya él a causa de nosotros cuando gozaba preconociéndonos y predestinándonos. Pero, cuando comenzó a hacer lo que preconoció que él iba a hacer, no creció su gozo con el que es feliz; de lo contrario, fue hecho más feliz porque nos ha hecho. ¡Ni pensarlo, hermanos míos; porque la felicidad de Dios no había sido menor sin nosotros, no resulta mayor en virtud de nosotros!

Por tanto, su gozo por nuestra salvación, el cual siempre estuvo en él cuando nos preconoció y predestinó, comenzó a estar en nosotros cuando nos llamó, y con toda justicia calificamos de nuestro a este gozo gracias al cual también nosotros vamos a ser felices; pero este gozo nuestro crece, progresa y perseverando se dirige a su perfección. Se incoa, pues, en la fe de quienes renacen, se colmará en el premio de quienes resucitan.

He ahí por qué estimo que está dicho: «Os he hablado de estas cosas para que mi gozo esté en vosotros y vuestro gozo se colme; en vosotros esté el mío, se colme el vuestro». En efecto, porque aun antes que fueseis llamados preconocía que iba yo a llamaros, el mío era pleno siempre, pero se produce también en vosotros cuando sois hechos eso que acerca de vosotros preconocí; en cambio, el vuestro se colme porque, igual que quienes no existíais habéis sido creados, seréis felices, cosa que aún no sois.

El mandamiento por excelencia

2. Éste es, afirma, mi precepto: que os queráis mutuamente como os quise4. Ora se diga precepto, ora mandato, uno y otro se traducen de un único vocablo griego, que es entolê. Añado que también antes había él dicho esta frase, acerca de la cual debéis recordar que, como pude, expuse con detalle5. En efecto, allí aseveró así: Os doy un mandato nuevo: que también vosotros os queráis mutuamente6. Así pues, encomio es la repetición de este mandato, salvo que allí afirma: «Os doy un mandato nuevo», y aquí, en cambio, afirma: «Éste es mi mandato»: allí, como si antes no hubiese habido tal mandato; aquí, como si su mandato no fuese otro. Pero allí está dicho «nuevo», para que no perseveremos en nuestra vetustez; aquí está dicho «mío», para que no lo supongamos despreciable.

Donde hay caridad, ¿qué puede faltar?

3. Pues bien, porque aquí ha dicho así: Éste es mi mandato, como si no hubiera otro, ¿qué suponemos, hermanos míos? ¿Por ventura su mandato se refiere sólo a esa dilección con que nos queremos mutuamente? ¿Acaso no hay también otro mayor: que queramos a Dios? ¿O, de hecho, Dios nos ha dado mandatos respecto a sola la dilección, de forma que no necesitemos otros? El Apóstol encarece ciertamente tres cosas, al decir: Pues bien, permanecen la fe, la esperanza, la caridad, estas tres cosas; ahora bien, la mayor de éstas es la caridad7. Aunque en la caridad, esto es, en la dilección, se encierran los dos preceptos, se dice empero que ella es la mayor, no la única. Por tanto, los muchísimos mandatos que tenemos respecto a la fe, los muchísimos que tenemos respecto a la esperanza, ¿quién puede recogerlos todos, quién dar abasto a enumerarlos? Pero miremos lo que asevera idéntico Apóstol: Plenitud de la Ley, la caridad8. Donde, pues, está la caridad, ¿qué es lo que puede faltar? En cambio, donde no está, ¿qué es lo que puede aprovechar? El demonio cree9, mas no ama; nadie que no cree ama. En efecto, quien no ama puede esperar perdón, pero en todo caso en vano; en cambio, nadie que ama puede desesperar. Así pues, donde hay dilección, allí hay inevitablemente fe y esperanza, y donde hay dilección del prójimo, también allí hay inevitablemente dilección de Dios. En efecto, quien no quiere a Dios ¿cómo quiere al prójimo cual amismo, puesto que no se quiere tampoco a sí mismo? Por cierto, existen el impío y el inicuo; ahora bien, quien quiere a la iniquidad, lisa y llanamente no quiere a su alma, sino que la odia10. Mantengamos, pues, este precepto del Señor, el de que nos queramos mutuamente, y cumpliremos cualquier otro que haya preceptuado, porque aquí tenemos cualquier otro que haya.

Por cierto, esa dilección se distingue de la dilección con que en cuanto hombres se quieren los hombres, porque para distinguirla está añadido: Como os quise. En efecto,¿para qué nos quiere Cristo sino para que podamos reinar con Cristo? Querámonos, pues, mutuamente también nosotros para esto: para que nuestra dilección la distingamos de los demás que, porque ni siquiera aman, no se quieren mutuamente para esto. En cambio, quienes se quieren para poseer a Dios, esos mismos se quieren; quieren, pues, a Dios para quererse. No está en todos los hombres esta dilección; pocos se quieren precisamente para que Dios sea todo en todos11.