TRATADO 77

Comentario a Jn 14,25-27, dictado en Hipona, probablemente el sábado 31 de enero de 420

Traductor: José Anoz Gutiérrez

Dos presencias del Señor

1. En la precedente lectura del santo evangelio, a la que sigue esta que hace un momento se ha leído en público, el Señor Jesús había dicho que él y el Padre van a venir a quienes los quieren y en éstos van a hacer morada. Por otra parte, también más arriba había dicho acerca del Espíritu Santo: «Vosotros, en cambio, lo conoceréis, porque junto a vosotros permanecerá y en vosotros estará»1, mediante lo cual hemos entendido que la Trinidad Dios permanece a una en los santos cual en su templo. Ahora, en cambio, dice: De estas cosas os he hablado mientras permanezco junto a vosotros2. Así pues, una es esa morada que ha prometido como futura; otra, en cambio, esta respecto a la que atestigua que es presente. Aquélla es espiritual e interiormente se da en recompensa a las mentes; ésta, corporal, se muestra a los ojos y oídos. Aquélla hace felices por la eternidad a los liberados; ésta visita en el tiempo a quienes van a ser liberados. Según aquélla, el Señor no se retira de sus queredores; según ésta, se va y se retira. De estas cosas, afirma, os he hablado mientras permanezco junto a vosotros, evidentemente con la presencia corporal en la que, visible él, hablaba con ellos.

Toda la Trinidad habla y enseña

2. Por su parte, afirma, el Paráclito, el Espíritu Santo que en mi nombre enviará el Padre, él os enseñará todo y os recordará todo lo que yo os haya dicho, cualquier cosa que esto sea3. ¿Acaso habla el Hijo y enseña el Espíritu Santo, de forma que percibamos las palabras al hablar el Hijo y, en cambio, al enseñarnos el Espíritu Santo idénticas palabras, las entendamos cual si el Hijo hablase sin el Espíritu Santo o el Espíritu Santo enseñase sin el Hijo o, en verdad, el Hijo no enseñase y el Espíritu Santo no hablase y, cuando Dios dice y enseña algo, no lo dijese y enseñase la Trinidad misma? Pero, porque la Trinidad existe, era preciso notificar sus personas de una en una, y que nosotros las oyéramos distintamente y las entendiéramos inseparablemente.

Oye al Padre hablar donde lees: «El Señor me dijo: “Hijo mío eres tú”»4; óyele también enseñar donde lees: Todo el que oyó al Padre y aprendió, viene a mí5. Por otra parte, ahora mismo has oído al Hijo hablar, pues de sí asevera: Cualquier cosa que os haya dicho. Si quieres conocer que enseña también, recuerda que es el Maestro: Uno solo, afirma, es vuestro maestro, el Mesías6. Por último, al Espíritu Santo, al que ahora mismo has oído enseñar donde está dicho «él en persona os enseñará todo», óyelo también hablar donde en Hechos de los Apóstoles lees que el Espíritu Santo había dicho al bienaventurado Pedro: Vete con ellos, porque yo los he enviado7. Por tanto, habla y enseña toda la Trinidad; pero, evidentemente, si no se la hiciese valer también en cuanto a sus individuos, de ningún modo podría captarla la humana debilidad. Porque, pues, la Trinidad es absolutamente inseparable, nunca se sabría que existe, si de ella siempre se hablase inseparablemente. De hecho, cuando nombramos al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo, no los nombramos a la vez aunque, evidentemente, esos mismos no pueden no existir a la vez.

Por otra parte, respecto a lo que ha añadido, os recordará, debemos también entender que se nos manda no olvidar que los avisos salubérrimos pertenecen a la gracia que el Espíritu nos recuerda.

La paz presente y la paz futura

3. Paz, afirma, os dejo, mi paz os doy. Esto es lo que leemos en un profeta: Paz sobre paz8. Paz nos deja quien va a irse, su paz nos dará quien al final va a venir; paz nos deja en esta era, su paz nos dará en la era futura; su paz nos deja, con la que si permanecemos en ella vencemos al enemigo; su paz nos dará cuando reinaremos sin enemigo; paz nos deja para que aun aquí nos queramos mutuamente, su paz nos dará donde nunca podamos disentir; paz nos deja para que, mientras estamos en este mundo, no nos juzguemos mutuamente acerca de nuestras cosas ocultas, su paz nos dará cuando manifieste los planes del corazón y entonces cada uno tendrá la loa, venida de Dios9. En él empero y de él tenemos paz, bien la que nos deja cuando va a ir al Padre, bien la que nos dará cuando vaya a conducirnos al Padre. Ahora bien, al ascender desde nosotros mientras no se retira de nosotros, ¿qué nos deja sino a sí mismo? Efectivamente, nuestra paz es él en persona, que de una y otra realidad ha hecho una sola10. Para nosotros, pues, él en persona es la paz, cuando creemos que es y asimismo cuando lo veamos como es11. En efecto, si mientras estamos en el cuerpo corruptible que embota al alma12, cuando caminamos en estado de fe, no estado de visión13, no abandona a quienes están exiliados de él, ¡cuánto más nos llenará de sí cuando hayamos llegado a la visión misma!

La paz nuestra y la paz de Cristo

4. Pero ¿qué significa que donde asevera «paz os dejo» no ha añadido «mía» y, en cambio, donde asevera «os doy», ahí ha dicho «mía»? ¿Acaso, porque puede también referirse a uno y otro pasaje lo que está dicho una sola vez, ha de sobreentenderse «mía» aun donde no está dicho? ¿O quizá también aquí se oculta algo que ha de pedirse, buscarse y abrirse a quienes aldabean ante ello? ¿Qué pasaría si de hecho quiso que por paz suya se entienda esta que él mismo tiene? Sin la menor duda ha de decirse que es nuestra más que suya esa paz que nos deja en esta era. En efecto, a él, que no tiene en absoluto pecado alguno, en su persona nada le opone resistencia; nosotros, en cambio, tenemos ahora una paz tal que en medio de ella digamos aún: Perdónanos nuestras deudas14.

Tenemos, pues, alguna paz porque según el hombre interior nos complacemos en la ley de Dios; pero no es plena, porque vemos en nuestros miembros otra ley, que opone resistencia a la ley de nuestra mente15. Y asimismo tenemos entre nosotros mismos paz porque recíprocamente nos fiamos de que mutuamente nos queremos; pero tampoco ésa es plena, porque no vemos recíprocamente los planes de nuestro corazón y respecto a nosotros nos imaginamos recíprocamente, a mejor o a peor, ciertas cosas que no están en nosotros. Así pues, aunque nos ha sido dejada por él, ya que, si no la tuviéramos de él, tampoco tendríamos tal paz, ésa es paz nuestra; pero él mismo no tiene tal paz. Si hasta el final la mantuviéremos cual la hemos recibido, cual la tiene la tendremos cuando nada de nosotros nos oponga resistencia y nada de lo que hay en nuestros corazones se nos oculte recíprocamente.

No ignoro que esas palabras del Señor, Paz os dejo, mi paz os doy, pueden también entenderse de forma que parecen repetición de idéntica frase, de modo que al decir «mi paz» haya repetido lo que había dicho, paz, y al decir «os doy» haya repetido lo que había dicho, os dejo. Cada cual entiéndalo como quiera. A mí empero me deleita, y creo que también a vosotros, hermanos míos dilectos, mantener esa paz en que vencemos concordemente al adversario, de modo que deseemos la paz en que no tendremos adversario.

Sin concordia no hay verdadera paz

5. Por otra parte, lo que el Señor ha añadido y aseverado: No como el mundo la da, yo os la doy16, ¿qué otra cosa significa sino «Yo la doy no como la dan los hombres que aman el mundo»? Éstos se dan la paz precisamente para disfrutar por entero, sin la molestia de pleitos y guerras, no de Dios, sino de su querido mundo; y, cuando a los justos dan la paz de no perseguirlos, no puede haber paz auténtica donde no hay concordia auténtica, porque están desunidos los corazones. En efecto, como se llama consorte a quien une su suerte, así ha de llamarse concorde quien une los corazones. Nosotros, pues, carísimos, a quienes Cristo deja paz y nos da su paz no como el mundo, sino como ese mediante el que el mundo se hizo, para ser concordes unamos recíprocamente los corazones y tengamos arriba un único corazón, para que no se corrompa en la tierra.