TRATADO 18

Comentario a Jn 5,19-20, predicado en Hipona al día siguiente del tratado anterior

Traductores: Miguel Fuertes Lanero y José Anoz Gutiérrez

1. Del Señor, sobre cuyo pecho se reclinaba durante el convite1 para, mediante esto, significar que de su íntimo corazón bebía secretos muy hondos, el evangelista Juan, entre los otros evangelistas, compañeros y copartícipes suyos, recibió este don principal y propio: decir del Hijo de Dios lo que puede estimular quizá las mentes atentas de los pequeños, pero no puede llenar aún a las capaces. En cambio, a cualesquiera mentes creciditas y que dentro han llegado a cierta edad viril, les da mediante estas palabras algo que las ejercita y alimenta.

Acabáis de oír la lectura y recordáis la razón de estas palabras. Ayer, en efecto, leímos que los judíos querían matar a Jesús, no sólo porque abolía el sábado, sino también porque llamaba Padre suyo a Dios, pues se hacía igual a Dios2. Lo que disgustaba a los judíos, eso agradaba al Padre mismo. Sin duda, a quienes honran al Hijo como honran al Padre, esto también agrada, porque, si no les gusta, disgustarán a Dios. En efecto, Dios no será mayor porque te agrada, sino que tú serás menor si te desagrada. Pues bien, contra esta calumnia de los judíos, venida o de la ignorancia o de la malicia, dice el Señor no algo que entienden del todo, sino algo que los inquiete y conturbe y, conturbados, quizá busquen al Médico. Ahora bien, para que después lo leyéramos nosotros decía lo que iba a escribirse. Veamos, pues, qué sucedió en los corazones de los judíos cuando oyeron esto; pensemos más ampliamente qué sucede en nosotros cuando lo oímos.

Efectivamente, las herejías y ciertas doctrinas perversas que atrapan a las almas y las precipitan al abismo, no han nacido, sino cuando las Escrituras, buenas, no se entienden bien, y se asevera incluso temeraria y audazmente lo que en ellas no se entiende bien. Así pues, carísimos, eso para comprender lo cual somos niños debemos oírlo muy cautamente y ateniéndonos con corazón piadoso y, como está escrito, con temblor, a esta regla saludable: de lo que pudiéramos entender según la fe en que hemos sido instruidos, disfrutemos como del alimento; en cambio, respecto a lo que aún no pudiéramos entender según la sana regla de la fe, retiremos la duda, difiramos la comprensión; esto es, aun si no sabemos qué significa, sin embargo, no dudemos mínimamente que es bueno y verdadero.

En cuanto a mí, hermanos, que he emprendido la tarea de hablaros, tened bien presente quién soy y qué tarea he emprendido: hombre, me he propuesto tratar cosas divinas; carnal, cosas espirituales; mortal, cosas eternas. También lejos de mí, carísimos, esté la vana presunción, si quiero vivir sano en la casa de Dios, que es la Iglesia del Dios vivo, columna y fundamento de la verdad3. Según mi medida entiendo lo que os sirvo. Cuando se abre, me alimento con vosotros; cuando se cierra, aldabeo con vosotros.

En qué es el Padre mayor que Jesús

2. Pues bien, los judíos se incomodaron y se llenaron de indignación. Y con razón, claro está, puesto que un hombre tenía el atrevimiento de hacerse igual a Dios; pero con tanta menos razón cuanto que en aquel hombre —ellos no lo entendían— estaba Dios. Veían su cuerpo, no descubrían a Dios; contemplaban la morada, pero ignoraban al morador. Aquel cuerpo era un templo y Dios habitaba en su interior. No igualaba Jesús al Padre en su ser corporal; no se comparaba al Señor por su forma de siervo; no se igualaba en lo que por nosotros se hizo, sino en lo que era cuando nos hizo a nosotros. Bien sabéis quién es Cristo, hablo a católicos que tenéis una fe sana. No es sólo la Palabra, ni sólo la carne; es la Palabra hecha carne para vivir con nosotros. Voy a recordar lo que sabéis de la Palabra: En el principio existía la Palabra, y la Palabra existía en Dios, y la Palabra era Dios. Aquí, la igualdad con el Padre. Pero la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros4. Aquí, el Padre es mayor que la carne. Así, el Padre es igual y mayor: igual que la Palabra, mayor que la carne; igual a aquel por quien nos hizo, superior al que por nosotros se hizo criatura.

Todo lo que vanos entendiendo debemos confrontarlo según esta regla sana católica que ante todo debéis saber y, quienes ya la sabéis, mantener con firmeza. Vuestra fe no debe apartarse de ella lo más mínimo, y ningún razonamiento humano deberá arrancarla de vuestro corazón. Las demás verdades que quizá todavía nos quedan sin entender, deberán quedar reguladas por esta norma, con la esperanza de entenderlas cuando estemos preparados. Sabemos que el Hijo de Dios es igual al Padre, porque sabemos que en el principio la Palabra era Dios. ¿Por qué, pues, los judíos querían matarlo? Porque no sólo abolía el sábado, sino que llamaba Padre suyo a Dios, pues se hacía igual a Dios. Veían la carne, no veían la Palabra. Hable, pues, contra ellos la Palabra mediante la carne, y el íntimo morador haga oír su voz mediante su morada para que, quien puede, sepa quién habita dentro.

La herejía arriana

3. ¿Qué, pues, les dice? Así pues, respondió Jesús y les dijo a los conmocionados porque se hacía igual a Dios: En verdad, en verdad os digo: el Hijo no puede hacer por sí algo, sino lo que vea al Padre hacer5. No está escrito qué respondieron a esto los judíos. Quizá se callaron. Sin embargo, algunos que quieren ser tenidos por cristianos no se callan y en virtud de estas palabras conciben de algún modo ciertas cosas que decir contra nosotros, las cuales han de ser tenidas en cuenta en atención a ellos y a nosotros. En efecto, los herejes arrianos —al decir que el Hijo que asumió la carne es menor que el Padre no por la carne, sino antes de la carne, y que no es de la misma sustancia que el Padre—, en virtud de aquellas palabras, aprovechan la ocasión para la impostura y nos responden: «Veis que el Señor Jesús, al advertir que los judíos se alborotaron porque se hacia igual al Padre, añadió inmediatamente tales palabras para mostrar que no es igual. Efectivamente, afirman, contra Cristo movía a los judíos el hecho de que se hacía igual a Dios. Cristo, por su parte, queriendo corregirlos de esta agitación y demostrarles que el Hijo no es igual al Padre, esto es, igual a Dios, como si les preguntase: “¿Por qué os airáis? ¿Por qué os indignáis?”, afirma: “No soy igual, porque el Hijo no puede hacer por sí algo, sino lo que vea al Padre hacer”». En efecto, afirman, quien no puede hacer por sí algo, sino lo que vea al Padre hacer, es ciertamente menor, no igual.

Unidad perfecta entre el Padre y el Hijo por el amor

4. A propósito de esta regla de su corazón, retorcida y depravada, el hereje óigame no reprocharle aún, sino preguntarle, digamos; y explíqueme lo que opina. «Supongo que tú, quienquiera que seas —imaginemos, en efecto, que él como que asiste presente—, admites conmigo que en el principio existía la Palabra. ¿Es cierto?». «Lo admito», dice él. «¿Admites también que la Palabra estaba con Dios?». «También lo admito», responde. «Sigue, pues, y con más firmeza sostén esto: que la Palabra era Dios». «También sostengo esto, afirma; pero uno es un dios mayor, otro, un dios menor». Ya estoy notando aquí un cierto olor a paganismo. Yo creía que estaba hablando con un cristiano. Porque si hay un dios mayor y otro menor, estamos adorando a dos dioses, no a un Dios único. «¿Por qué?, replica él; ¿no afirmas tú también que son dos dioses iguales ente sí?» No; yo no digo eso, pues entiendo esta igualdad, de forma que en ella entiendo también una indivisible caridad; y, si entiendo una indivisible caridad, entiendo una perfecta unidad. En efecto, si la caridad que Dios envió a los hombres hace de muchos corazones humanos un solo corazón, y hace de muchas almas humanas una sola —como en los Hechos de los Apóstoles está escrito acerca de quienes creyeron y se querían mutuamente: Tenían un alma sola y un solo corazón hacia Dios—6; si, pues, mi alma y tu alma, cuando tenemos idéntico sentir y nos queremos, llegan a ser una sola alma, ¿cuánto más Dios Padre y Dios Hijo son un único Dios en la fuente del amor?

Refutación del arrianismo

5. Pero atiende a estas palabras que han alterado tu corazón; atiende y recuerda conmigo lo que sobre la Palabra investigábamos. Ya sostenemos que la Palabra era Dios. Añado otra cosa: después de decir «Ésta existía al principio en Dios», a continuación añadió el evangelista: Todo se hizo mediante ella. Ahora te hostigo preguntando, ahora te muevo contra ti y te interpelo contra ti; sólo retén de memoria acerca de la Palabra esto: la Palabra era Dios y todo se hizo mediante ella. Escucha ya las palabras que te han turbado, hasta el punto de afirmar que el Hijo es menor, puesto que dijo: El Hijo no puede hacer por sí algo, sino lo que vea al Padre hacer. «Así es», afirma. Explícame esto un poco. En mi opinión, lo entiendes así: el Padre hace ciertas cosas; por su parte, el Hijo atiende a cómo actúa el Padre, para poder también él hacer lo que ha visto hacer al Padre. Has establecido como dos artesanos: el Padre y el Hijo, como maestro y aprendiz, como suelen los padres artesanos enseñar su arte a sus hijos.

He aquí que desciendo a tu comprensión carnal, de momento pienso como tú; veamos si este pensamiento nuestro halla resultado según lo que ya hemos dicho juntos y opinamos juntos acerca de la Palabra: la Palabra es Dios, y todo se hizo mediante ella. Por tanto, imagina al Padre como a un artesano que hace ciertas obras; en cambio, al Hijo como un aprendiz que no puede hacer por sí algo, sino lo que vea al Padre hacer, pues en cierto modo mira a las manos del Padre para, según le vea fabricar, así fabricar también él en sus obras algo parecido. Pero todo lo que ese Padre hace, y quiere que el Hijo le atienda y haga también él cosas tales, ¿mediante quién lo hace? ¡Ea, ahora es tiempo de que defiendas tu aserción anterior que formulaste conmigo y conmigo sostuviste: En el principio existía la Palabra, y la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios, y todo se hizo mediante ella. Tú, pues, aunque has sostenido conmigo que todo se ha hecho mediante la Palabra, de nuevo te forjas en el ánimo, con conocimiento carnal y actitud pueril, a Dios hacedor y a la Palabra atenta para actuar también la Palabra, una vez que Dios haya actuado. ¿Qué hace, en efecto, Dios sin la Palabra? Si, efectivamente, hace algo sin ella, no se hace todo mediante la Palabra; has perdido lo que sostenías. Si, en cambio, todo se ha hecho mediante la Palabra, corrige lo que entendías mal. El Padre lo hizo, y no lo hizo sino mediante la Palabra; ¿cómo atiende la Palabra para ver al Padre hacer sin la Palabra lo que similarmente hará la Palabra? Cualquier cosa que ha hecho el Padre, mediante la Palabra lo ha hecho, o es falso que todo se hizo mediante ella. Pero es verdad: Todo se hizo mediante ella. ¿Quizá te parecía poco? Y sin ella nada se hizo.

El ver y el obrar del Hijo

6. Retírate, pues, de este saber carnal e investiguemos cómo está dicho: No puede el Hijo hacer por sí algo, sino lo que vea al Padre hacer. Investiguémoslo, si somos dignos de entenderlo. Confieso, en efecto, que es gran cosa, absolutamente ardua, ver al Padre obrar mediante el Hijo; no al Padre y al Hijo hacer obras individuales, sino al Padre hacer cualquier obra mediante el Hijo, de manera que ninguna obra se haga por el Padre sin el Hijo, ni por el Hijo sin el Padre, porque todo se hizo mediante ella y sin ella nada se hizo. Establecido esto firmísimamente sobre el cimiento de la fe, ¿cuál es la naturaleza de ese ver, porque el Hijo no puede hacer por sí algo, sino lo que vea al Padre hacer? Creo que buscas conocer al Hijo hacedor; busca primero conocer al Hijo que ve. En efecto, ¿qué dice ciertamente? El Hijo no puede hacer por sí algo, sino lo que vea al Padre hacer. Atiende a lo que dijo: Sino lo que vea al Padre hacer. Precede la visión y sigue la acción, pues ve para hacer. ¿Por qué buscas tú conocer ya cómo obra, mientras aún no sabes cómo ve? ¿Por qué corres a lo que es posterior, dejado lo que es anterior? Dijo que él ve y hace, no que hace y ve, porque no puede hacer por sí algo, sino lo que vea hacer al Padre hacer. ¿Quieres que te explique cómo lo hace? Explícame tú cómo ve. Si no puedes explicar esto, tampoco yo aquello; si tú aún no eres idóneo para percibir aquello, tampoco yo para percibir esto. Cada uno de nosotros, pues, busque, cada uno aldabee, para que cada uno merezca recibir. ¿Por qué cual docto censuras al indocto? Indoctos ambos, yo respecto al hacer, tú respecto al ver, preguntemos al Maestro, no litiguemos puerilmente en su escuela.

Sin embargo, juntos hemos ya aprendido que todo se hizo mediante ella. Está, pues, claro que el Padre no hace otras obras, que el Hijo vea para hacerlas él semejantes, sino que mediante el Hijo hace el Padre idénticas obras, porque todo se hizo mediante la Palabra. ¿Quién conoce ya cómo obra Dios? No digo cómo ha hecho el mundo, sino cómo ha hecho tu ojo, adherido carnalmente al cual, comparas lo visible con lo invisible, pues de Dios piensas cosas tales cuales estás acostumbrado a ver con estos ojos. Ahora bien, si Dios puede ser visto por esos ojos, no diría: Dichosos los de corazón limpio, porque ésos mismos verán a Dios7. Tienes, pues, el ojo del cuerpo para ver a un artesano, pero aún no tienes el ojo del corazón para ver a Dios. Por eso quieres transferir a Dios lo que sueles ver en el artesano. Pon lo terreno en la tierra; ¡arriba el corazón!

Prepara tu espíritu para ver

7. ¿Por qué, pues, carísimos, voy a explicar lo que he preguntado: cómo ve la Palabra, cómo el Padre es visto por la Palabra, qué es el ver de la Palabra? No soy tan audaz, tan temerario, que prometa explicarlo ni a mí ni a vosotros. Vuestra capacidad puedo sospecharla, pero la mía la conozco. Si, pues, os parece bien, no nos detengamos más tiempo, recorramos la lectura y veamos que las palabras del Señor turban los corazones carnales. Los turban, para que no permanezcan en lo que sostienen. Como a niños, por la fuerza arránqueseles de no sé qué juego peligroso, para que como personas más adultas puedan instruirse con algo más útil y puedan crecer quienes andaban arrastrándose por tierra. Levántate, busca, suspira, desea con ardor y llama a la puerta que encuentres cerrada. Y, si aún no deseamos, aún no ansiamos, aún no suspiramos, arrojaremos perlas ante cualquiera o nosotros mismos hallaremos perlas cualesquiera.

Querría, carísimos, suscitar el deseo en vuestro corazón. Las costumbres conducen hasta la comprensión; un género de vida conduce a un género de vida. Una es la vida terrena, otra la vida celeste. Una es la vida de las bestias, otra la vida de los hombres, otra la vida de los ángeles. La vida de las bestias arde en placeres terrenos, sólo busca cosas terrenas, está inclinada y lanzada a ellas. Sola la vida de los ángeles es celestial. La vida de los hombres es intermedia entre la de los ángeles y la de las bestias. Si el hombre vive según la carne, se asemeja a las bestias; si vive según el espíritu, se asocia a los ángeles. Cuando vives según el espíritu, investiga también si eres pequeño o grande respecto a la vida angélica. En efecto, si todavía eres pequeño, los ángeles te dicen: «Crece; nosotros comemos pan, tú aliméntate con leche, la leche de la fe, para que llegues al alimento de la visión». Si, en cambio, aún se aspira a placeres sórdidos, si aún se piensa en fraudes, si no se evitan las mentiras, si las mentiras se colman de perjurios, corazón tan inmundo osa decir: «Explícame cómo la Palabra ve», aun si yo pudiera, aun si ya lo viera. Pero además, si yo no estoy quizá en estas costumbres y empero estoy lejos de esta visión, ¿cuánto lo estará quien, sobrecargado por los deseos terrenos, aún no es arrebatado por este deseo superior? Hay gran diferencia entre quien rechaza y quien desea; asimismo, gran diferencia hay entre quien desea y quien disfruta. ¿Vives como las bestias? Rechazas; los ángeles disfrutan plenamente. Si tú, en cambio, no vives como las bestias, ya no rechazas; deseas algo, y no lo comprendes; mediante ese deseo has comenzado la vida de los ángeles. Crezca en ti, realícese del todo en ti, y entenderás esto no por mí, sino por quien nos ha hecho a mí y a ti.

El obrar del Hijo es el mismo del Padre. Explicación

8. Sin embargo, no nos ha abandonado de ningún modo el Señor, que quiso que en lo que dijo —El Hijo no puede hacer por sí algo, sino lo que vea al Padre hacer8 entendamos no que el Padre hace unas obras que vea el Hijo, y otras el Hijo, cuando ve al Padre hacerlas, sino que idénticas obras hace el mismo: el Padre y el Hijo. En efecto, a continuación asevera: Pues cualesquiera cosas que él hiciere, éstas hace similarmente también el Hijo. Cuando aquél las hiciere, no las hace similarmente el Hijo, sino que cualesquiera cosas que él hiciere, éstas hace similarmente también el Hijo. Si el Hijo hace estas que hiciere el Padre, mediante el Hijo las hace el Padre; si mediante el Hijo hace el Padre las que hace, no hace unas el Padre, otras el Hijo, sino que son idénticas las obras del Padre y del Hijo. ¿Y cómo también el Hijo las hace idénticas? Idénticas y similarmente. No idénticas y quizá desemejantemente. Idénticas, afirma, y similarmente. ¿Y cómo podría hacerlas idénticas no similarmente? Tomad un ejemplo a vuestro alcance, creo. Cuando escribimos las letras, primero las hace nuestro corazón y después nuestra mano. Ciertamente, ¿por qué habéis aclamado, sino porque habéis entendido? Cierto es lo que he dicho y evidente para todos nosotros. Las letras son hechas primero por nuestro corazón, después por nuestro cuerpo. La mano sirve al corazón que ordena: idénticas letras hacen el corazón y la mano. ¿Acaso unas el corazón, otras la mano? Idénticas, sí, las hace la mano, pero no similarmente, pues nuestro corazón las hace inteligentemente; la mano, en cambio, visiblemente. He aquí cómo cosas idénticas se hacen disimilarmente. Por eso pareció poco al Señor decir: «Cualesquiera cosas que el Padre hiciere, éstas hace también el Hijo», si no añadiera: y similarmente. En efecto, ¿qué pasaría si entendieras de este modo: como el corazón hace cualesquiera cosas, también la mano hace éstas, pero no similarmente? Aquí, en cambio, ha añadido: Éstas hace también el Hijo similarmente. Si hace éstas y las hace similarmente, despierta, refrénese el judío, crea el cristiano, quede convicto el hereje: el Hijo es igual al Padre.

El que formó el ojo, ¿no va a ver?

9. Pues el Padre quiere al Hijo y le muestra todo lo que él mismo hace9. Fíjate en esto: Muestra. Muestra, ¿como a quién? Ciertamente como a alguien que ve. Regresamos a lo que no podemos explicar: cómo ve la Palabra. He aquí que el hombre ha sido hecho mediante la Palabra; pero el hombre tiene ojos, tiene oídos, tiene manos, miembros diversos en el cuerpo; mediante los ojos puede ver, mediante los oídos puede oír, mediante las manos trabajar; diversos miembros, diversas funciones de los miembros. Un miembro no puede lo que puede otro; sin embargo, a causa de la unidad del cuerpo, el ojo ve para sí y para el oído, y el oído oye para sí y para el ojo. ¿Habrá que estimar que sucede algo parecido en la Palabra, porque todo existe mediante ella? La Escritura dijo también en un salmo: Entended, quienes entre el pueblo sois insensatos; y tontos, entended por fin: ¿quien plantó el oído no oirá, o quien formó el ojo no considera?10 Si, pues, la Palabra formó el ojo porque todo existe mediante la Palabra; si la Palabra plantó el oído, porque todo existe mediante la Palabra, no podemos decir: «La Palabra no oye, la Palabra no ve», no sea que el salmo nos reprenda: Tontos, entended por fin. Así pues, si la Palabra oye y la Palabra ve, el Hijo oye y el Hijo ve; ¿acaso empero vamos a buscar en él mismo ojos y oídos en lugares diversos? ¿Por aquí oye, por allí ve, y su oído no puede lo que el ojo, y su ojo no puede lo que puede el oído? ¿O él entero es vista y, entero, oído? Quizá es así. Mejor dicho, no quizá, sino verdaderamente así, con tal de que empero su ver mismo y su oír mismo sean muy de otro modo que el nuestro. En la Palabra hay simultáneamente ver y oír, no es una cosa oír y otra ver, sino que el oído es vista y la vista oído.

La vuelta al corazón

10. Y ¿cómo sabemos esto nosotros, que oímos de una manera y vemos de otra? Quizá regresamos a nosotros, si no somos los prevaricadores a quienes está dicho: Regresad, prevaricadores, al corazón11. ¡Regresad al corazón! ¿Por qué os vais de vosotros y perecéis por vosotros? ¿Por qué vais por caminos solitarios? Erráis vagando; ¡regresad! ¿A dónde? Al Señor. Está a un segundo; primero regresa a tú corazón, desterrado de ti vagas fuera; no te conoces a ti mismo ¡y buscas a quien te ha hecho! Regresa, regresa al corazón; sepárate del cuerpo; tu cuerpo es tu morada; tu corazón siente también mediante tu cuerpo, pero tu cuerpo no es lo que tu corazón; deja incluso tu cuerpo, regresa a tu corazón. En tu cuerpo encontrabas en un lado los ojos, en otro los oídos; en tu corazón, ¿acaso hallas esto? ¿O no tienes oídos en tu corazón? ¿De cuáles, pues, decía el Señor: Quien tiene oídos para oír, oiga?12 ¿O no tienes ojos en el corazón, por lo cual dice el Apóstol: Iluminados los ojos de vuestro corazón?13 Regresa al corazón: allí ve qué percibes quizá de Dios, porque allí está la imagen de Dios. En el hombre interior habita Cristo14, en el hombre interior eres renovado a imagen de Dios, en su imagen conoce a su autor. Ve cómo todos los sentidos del cuerpo transmiten dentro al corazón qué han sentido fuera; ve cuán numerosos servidores tiene un único emperador interior, y qué gestiona cabe sí aun sin estos servidores. Los ojos transmiten lo blanco y lo negro; los oídos transmiten al mismo corazón armonías y disonancias; la nariz transmite al mismo corazón aromas y hedores; el gusto transmite al mismo corazón amargura y dulzor; el tacto transmite al mismo corazón suavidad y aspereza; el corazón mismo se transmite a sí mismo también lo justo y lo injusto. Tu corazón ve, oye y juzga las demás cosas sensibles; y —cosa a que no se acercan los sentidos del cuerpo— discierne justicia e injusticia, maldad y bondad. Muéstrame los ojos, los oídos, la nariz de tu corazón. Diversas son las cosas que se refieren a tu corazón, y allí no se hallan miembros diversos. En tu carne oyes en un lado, en otro ves; en tu corazón oyes allí donde ves. Si esto hace la imagen, ¿cuánto más potentemente lo hará aquel cuya imagen es? El Hijo, pues, oye y el Hijo ve y el Hijo es visión y audición mismas, y, para él, oír es lo mismo que existir, y, para él, ver es lo mismo que existir. Para ti, ver no es lo mimo que existir porque, aunque pierdas la vista, puedes existir, y, aunque pierdas el oído, puedes existir.

La cura de la ceguera

11. ¿Suponemos o no haber aldabeado? ¿Se ha erguido en nosotros algo con que sospechemos, siquiera tenuemente, de dónde nos viene la luz? Supongo, hermanos, que cuando digo y cuando meditamos eso, nos entrenamos. Y cuando nos entrenamos en ello y por nuestra inercia nos desviamos, por así decirlo, hacia esto habitual, somos como quienes tienen inflamados los ojos: cuando se los saca a ver la luz, si quizá antes no tenían vista en absoluto, comienzan a recobrar de algún modo la misma vista gracias a la diligencia de los médicos. Y cuando el médico quiere comprobar cuánta salud les ha sobrevenido, intenta mostrarles lo que deseaban y no podían ver porque eran ciegos. Al regresar ya de algún modo la fuerza penetrante de los ojos, se los saca a la luz. Y cuando han visto, el resplandor mismo los hace rebotar de algún modo y responden al médico que se lo muestra: «¡Ya he visto, ya; pero no puedo ver!». ¿Qué hace, pues, el médico? Manda que el enfermo regrese a lo ordinario, y añade un colirio para nutrir el deseo respecto a lo que fue visto, mas no pudo ser visto, y en virtud de ese deseo se cure más plenamente, y, si para reparar la salud se aplican cosas mordientes, las soporte con fortaleza, de forma que, encendido en el amor de aquella luz, se diga: «¿Cuándo será que con ojos firmes pueda ver lo que con ojos enfermos y débiles no pude?». Urge al médico y ruega que le cure.

Hermanos, si quizá, pues, algo parecido ha sucedido en vuestros corazones, si de algún modo habéis erguido vuestro corazón para ver la Palabra y, rebotados por su luz, habéis retrocedido a lo habitual, rogad al médico que aplique colirios mordientes, los preceptos de la justicia. Hay algo que puedes ver, pero no tienes con qué verlo. Antes no me creías que hay algo que puedes ver; te ha conducido cierto razonamiento, te has acercado, has prestado atención, has palpado, has retrocedido huyendo. Sabes ciertamente que hay algo que puedes ver, pero que tú no eres idóneo para verlo. Cúrate, pues. ¿Cuáles son los colirios? No mientas, no perjures, no adulteres, no robes, no engañes. Pero estás acostumbrado, y con algún dolor se te hace regresar de la costumbre; esto es lo que muerde, pero sana. En verdad, te hablo con total franqueza, por temor tanto mío como tuyo: si dejas de curarte y descuidas ser idóneo para disfrutar plenamente de esta luz, la salud de tus ojos, amarás las tinieblas; amando las tinieblas, en tinieblas te quedarás; y quedando en tinieblas, serás también arrojado a las tinieblas exteriores; allí estará el llanto y el rechinamiento de los dientes15. Si nada hacía en ti el amor a la luz, haga algo el temor al dolor.

Vivo por vosotros

12. Estimo que he hablado bastante, y empero no he terminado la lectura evangélica; si digo lo restante, os agobiaré y temo que se derrame lo que se ha comprendido; baste, pues, eso a Vuestra Caridad. Soy deudor, no ahora, sino siempre mientras vivo, porque vivo por vosotros. Sin embargo, en este mundo consolad, viviendo bien, esa vida mía débil, laboriosa, peligrosa; no me contristéis ni atormentéis con vuestras costumbres malas. Por cierto, cuando tropiezo con vuestra vida mala, si me escapo de vosotros y me separo de vosotros y no me acerco a vosotros, ¿acaso no os quejaréis y diréis: «Si estábamos débiles, tendrías que curarnos; si estábamos enfermos, tendrías que visitarnos»? He aquí que os curo, he aquí que os visito; pero que no me pase como habéis oído al Apóstol: Temo haberme fatigado sin causa respecto a vosotros16.