LA CIUDAD DE DIOS

CONTRA PAGANOS

Traducción de Santos Santamarta del Río, OSA y Miguel Fuertes Lanero, OSA

LIBRO XXII

[El cielo, fin de la ciudad de Dios]

CAPÍTULO I

Creación de los ángeles y de los hombres

1. Como prometimos en el anterior, este libro, último de toda la obra, tendrá por objeto la felicidad eterna de la ciudad de Dios. Que no ha recibido el nombre de eterna precisamente por la prolongación de la edad a través de muchos siglos, teniendo que terminar alguna vez, sino según el sentido de lo que se dice en el Evangelio: Su reinado no tendrá fin1. Tampoco se llama eterna porque, al desaparecer unos por la muerte y suceder los otros por el nacimiento, tiene lugar en ella una apariencia de perpetuidad, como en el árbol de fronda perpetua parece permanente el mismo verdor cuando, al caer unas hojas y brotar otras, conserva siempre un aspecto de lozanía. En aquélla, en cambio, todos sus ciudadanos serán inmortales, y los hombres llegarán a alcanzar lo que no perdieron nunca los ángeles santos. Esto será obra de su Creador omnipotente; lo prometió y no puede mentir. Y para dar fe de esto desde ahora, ha realizado ya muchas maravillas, prometidas unas, no prometidas otras.

2. Es Él quien al principio creó el mundo, lleno de toda clase de seres buenos visibles e inteligibles, entre los cuales destacan los espíritus, a quienes otorgó la inteligencia y capacidad para contemplarlo, uniéndolos en una sociedad que llamamos ciudad celeste y santa, en la cual es el mismo Dios, como vida y alimento común, el que los sustenta y hace felices. Dotó a la criatura racional de un libre albedrío con tales características que, si quería, podía abandonar a su Dios, es decir, su felicidad, cayendo entonces en la desgracia. Y sabiendo que algunos ángeles habían de desertar de bien tan grande por la soberbia de querer bastarse a sí mismos para conseguir la vida feliz, no les quitó esa facultad; juzgó que era indicio de mayor poder y más perfección sacar bien de los mismos males que el no permitir la existencia de estos males. No existirían, ciertamente, éstos si no se los hubiera ganado con el pecado la criatura mudable, aunque buena y creada por el bien supremo e inmutable, Dios, que creó todas las cosas buenas.

Su mismo pecado es un testimonio de que la naturaleza fue creada buena. Si, en efecto, ella misma no fuera un bien grande, bien que no igual a Dios, no se podría considerar como un mal el abandono de su Dios como su verdadera luz. La ceguera es un vicio del ojo, y esto mismo indica que el ojo ha sido creado para ver la luz; ello precisamente demuestra que el miembro capaz de la vista es más excelente que los otros miembros (no habría otra causa para que fuera vicio el carecer de la luz). De la misma manera, la naturaleza, que gozaba de Dios, con el mismo vicio que la hace miserable no gozando de Dios, demuestra que fue creada en un estado excelente.

Dios castigó la caída voluntaria de los ángeles con la merecida pena de la infelicidad eterna, y concedió como premio de su perseverancia a los que permanecieron en el bien supremo la certeza de su perseverancia sin término.

Dotado de ese mismo albedrío, creó también recto al hombre, ser viviente ciertamente terreno, pero digno del cielo si permanecía unido a su Creador, así como si le abandonaba había de soportar de modo semejante la desventura conveniente a su naturaleza. Y aunque sabía de antemano que, por la prevaricación de la ley de Dios, había de pecar abandonando al mismo Dios, no le quitó el libre albedrío, previendo a la vez qué bien podía sacar de este mal, Él precisamente, que del linaje mortal, justa y merecidamente condenado, reúne con su gracia un pueblo tan numeroso que suple y restaura la parte caída de los ángeles. Así, esta ciudad amada y celestial no se ve frustrada en el número de sus hijos: se regocija con un número quizá más crecido.

CAPÍTULO II

La voluntad eterna e inmutable de Dios

1. Cierto que los malos hacen muchas cosas contra la voluntad de Dios. Pero es tal el poder y la sabiduría de este Dios, que todo lo que parece adverso a su voluntad tiende a las metas justas y buenas que Él conoce de antemano. Por ello, cuando se dice que Dios cambia de voluntad, verbigracia, que se vuelve amable para con los que estaba airado, son ellos más bien los que cambian y por las circunstancias propias le encuentran a Él en cierto modo cambiado. Así cambia el sol para los ojos enfermos y se torna áspero el que antes era suave, y molesto el que antes era deleitable, cuando en realidad permanece el mismo.

Se llama también voluntad de Dios la que Él suscita en los corazones de los que cumplen sus mandatos. De ella dice el Apóstol: Dios es el que obra en vosotros el querer2. Como se llama justicia de Dios no sólo a aquella por la cual es Él justo, sino también la que causa en el hombre que es justificado, así como también se habla de la ley de Dios, que es más bien de los hombres, aunque dada por Él. Eran ciertamente hombres aquellos a quienes dijo Jesús: En vuestra ley está escrito3; cuando en otro lugar se lee: La ley de Dios está grabada en su corazón4.

Según esa voluntad que causa Dios en los hombres, se dice que Él quiere lo que en realidad no quiere, sino que hace que lo quieran los suyos; como se dice que conoce lo que hace conocer a los que lo ignoraban. Pues cuando dice el Apóstol: Ahora que habéis reconocido a Dios, mejor dicho, que Dios os ha reconocido5, no podemos creer que Dios conoció entonces a los que tenía conocidos antes de la creación del mundo6; más bien se dice que entonces los conoció, porque entonces hizo que fuera conocido. Sobre expresiones de este tipo ya recuerdo haber tratado en los libros anteriores.

Según esta voluntad, pues, con la cual decimos que Dios quiere lo que hace que quieran otros, que no conocen las cosas del porvenir, muchas cosas quiere y no las hace.

2. También sus santos quieren con una voluntad santa que se hagan muchas cosas inspiradas por Él mismo, y, sin embargo, no llegan a realizarse; como ruegan piadosa y santamente por algunos, y no hace lo que piden, siendo Él quien por medio de su Espíritu causa en ellos esa voluntad de orar. Y así, cuando los santos quieren y ruegan por que todos se salven, podemos indicar con esa locución «Dios quiere y no obra» que Él quiere porque hace que ellos quieran.

Por lo que se refiere a aquella su voluntad, que es eterna como su presciencia, ha hecho en el cielo y en la tierra cuanto ha querido, no sólo las cosas pasadas o presentes, sino también las futuras7. Pero mientras llega el tiempo de que suceda lo que quiso, y que supo de antemano y dispuso antes de todos los tiempos, decimos: «Se hará cuando Dios quiera». Si, en cambio, ignoramos no sólo el tiempo en que ha de tener lugar, sino también si ha de suceder, decimos: «Sucederá si Dios quiere». No porque entonces tenga Dios una nueva voluntad que no había tenido, sino porque entonces tendrá lugar lo que está preparado desde la eternidad en su inmutable voluntad.

CAPÍTULO III

Promesa de la felicidad eterna de los santos
y de los tormentos perpetuos de los impíos

Por lo tanto, sin detenernos en otras muchas cuestiones, como al presente vemos cumplido en Cristo lo que prometió a Abrahán diciendo: En tu descendencia serán bendecidas todas las naciones8, así se cumplirá también lo que prometió a su descendencia al decir por el profeta: Resucitarán los que estaban en los sepulcros; y aquello otro: Habrá un cielo nuevo y una tierra nueva, y no se acordarán ni les vendrán más a la memoria las tribulaciones pasadas, sino que hallarán en ellas júbilo y alegría. Yo tornaré a mi pueblo y a Jerusalén en júbilo y alegría. Pondré mis delicias en Jerusalén y hallaré mi gozo en mi pueblo, y nunca más se oirá en ella la voz del llanto9. Y el anuncio por medio de otro profeta, a quien dijo: Entonces se salvará tu pueblo: todos los escritos en el libro. Muchos de los que duermen en el polvo (o, como interpretan otros, bajo un montón de tierra) despertarán: unos para la vida eterna, otros para ignominia perpetua10. Y el otro pasaje del mismo: Los santos del Altísimo recibirán el reino y lo poseerán por los siglos de los siglos11. Y un poco después: Será un reino eterno12. Y tantos otros pasajes sobre el mismo asunto, que cité o no cité en el libro XX, pero que se encuentran en las mismas Escrituras13.

Tendrá lugar todo esto como lo tuvieron tantas cosas que los incrédulos no pensaban iban a venir. En efecto, ha sido el mismo Dios quien prometió unas y otras, el que anunció el cumplimiento de unas y otras, el mismo ante quien se estremecen las divinidades de los gentiles, según el testimonio de Porfirio, eminente filósofo pagano.

CAPÍTULO IV

Contra los sabios del mundo, que tienen por imposible el paso de los
cuerpos terrenos de los hombres a la mansión celeste

Aquí tenemos a estos doctos y sabios que se revuelven contra la fuerza de tamaña autoridad, que ha convertido a todos los pueblos a la fe y la esperanza de estas realidades, como anunció tanto tiempo antes. Argumentan con toda sutileza, a su entender, contra la resurrección de los cuerpos, y repiten el argumento ya citado por Cicerón en el libro tercero de La República. Al asegurar, en efecto, que Hércules y Rómulo habían sido convertidos de hombres en dioses, dice: «Sus cuerpos no fueron llevados al cielo, pues no permite la Naturaleza que lo que procede de la tierra subsista más que en la tierra». Éste es el gran argumento de los sabios, cuyos pensamientos conoce el Señor como insustanciales14. Si en verdad fuéramos sólo almas, espíritus sin cuerpo alguno, y habitando en el cielo desconociéramos los vivientes terrenos, y nos dijeran que habríamos de llegar a unirnos con algún vínculo admirable a cuerpos terrenos para darles vida, ¿no tendríamos un argumento mucho más fuerte para negarnos a aceptar esto y decir que la Naturaleza no puede admitir un ser incorpóreo sujeto con un vínculo corpóreo? Y, sin embargo, ahí tenemos la tierra llena de almas que animan estos miembros terrenos, unidos a ellas y como entrelazados de un modo maravilloso. ¿Por qué, pues, si el mismo Dios, que hizo este ser animado, se lo propone no podrá levantar el cuerpo terreno a la categoría de cuerpo celeste, si el espíritu, más excelente que cualquier cuerpo, incluido el celestial, pudo quedar ligado al cuerpo terreno? ¿Acaso a una partícula terrena tan pequeña le fue posible contener en sí algo más excelente que un cuerpo celeste, hasta recibir sentido y vida, y se va a desdeñar el cielo de recibirla a ella con sentidos y vida? ¿O si la recibe no podrá mantenerla, teniendo esa sensibilidad y esa vida de un principio más excelente que cualquier cuerpo celeste?

Cierto que no tiene lugar esto ahora, porque aún no ha llegado el tiempo en que quiso se realizara quien hizo esta obra que con el trato se ha depreciado, pero que es mucho más admirable que lo que no creen éstos. ¿Por qué al ver cómo las almas incorpóreas, superiores al cuerpo celeste, se ven unidas a los cuerpos terrenos, no nos maravillamos más que si los cuerpos, aunque terrenos, son levantados a mansiones, bien que celestes, al fin corpóreas? ¿No será porque nos hemos acostumbrado a ver esto que es lo que somos, sin ser aquello aún ni haberlo visto nunca todavía? Ciertamente, si miramos las cosas atentamente, encontramos que es una obra divina más admirable unir de alguna manera los seres corpóreos a los incorpóreos, que unir entre sí diversos cuerpos, aunque sean celestes y terrestres.

CAPÍTULO V

La resurrección de la carne, que no creen algunos, creyéndola todo el mundo

Cierto que un hecho así pudo ser increíble en algún tiempo. Pero ahora ya el mundo ha creído que el cuerpo terreno de Cristo ha sido llevado al cielo; doctos e indoctos, con la excepción de muy pocos, sabios o ignorantes, presas de gran estupor, han creído ya la resurrección de la carne y la subida a las celestes esferas. Si creyeron algo que era creíble, reconozcan cuán estúpidos son los que no creen; y si lo que se ha creído es increíble, también es increíble que se haya creído así lo increíble.

Ya el mismo Dios, antes que sucediera ninguna de las dos cosas, predijo la realización de ambos increíbles, la resurrección de nuestro cuerpo para siempre y que el mundo creería una cosa tan increíble. Si vemos realizado uno de estos extremos increíbles, es decir, que el mundo creyera lo que es increíble15, ¿por qué se va a desesperar que tendrá lugar lo que el mundo creyó increíble, como se ha realizado ya lo que de modo semejante fue increíble, a saber, que el mundo creyera cosa tan increíble? ¿No se han anunciado en las mismas Escrituras, por las cuales creyó el mundo, esos dos extremos increíbles, de los cuales ya hemos visto el uno y creemos en el otro?

Pero todavía, si bien se considera, aparece más increíble el modo en que creyó el mundo. Cristo envió al mar de este mundo con las redes de la fe a unos pocos pescadores, faltos, para colmo, de toda erudición liberal, incultos en esas artes, imperitos en las letras, sin armas dialécticas, sin recursos retóricos; y así pescó cantidad inmensa de peces de todas clases, algunos de categoría tan notable como fueron los mismos filósofos.

A esos dos extremos increíbles anteriores, sí se admite -y debe admitirse-, tenemos que añadir este tercero. Y he aquí que tenemos ya tres cosas increíbles que, sin embargo, fueron realizadas: es increíble que Cristo resucitase en su cuerpo y que subiera con ese cuerpo al cielo; es increíble que el mundo haya creído una cosa tan increíble; es increíble también que hombres desconocidos, de ínfima calidad, en número tan reducido, hayan podido persuadir tan eficazmente de cosa tan increíble al mundo, incluso a sus sabios. De las tres cosas increíbles, estos filósofos con quienes discutimos no quieren admitir la primera; la segunda se ven forzados a verla; y no descubrirán cómo se ha realizado si no creen la tercera. Ciertamente la resurrección de Cristo y su ascensión al cielo con el cuerpo que resucitó se predica ya en todo el mundo, y en todo el mundo es ya creída; si no es creíble, ¿cómo se ha creído en toda la redondez de la Tierra?

Si un gran número de nobles, ilustres y sabios, hubieran dicho que la vieron y hubieran difundido lo que presenciaron, no sería maravilla que el mundo hubiera creído; y el obstinarse en no creer a éstos, sería caso de extrema dureza. Pero si -como es verdad- a pesar de ser tan pocos, de origen oscuro, los más insignificantes, nada instruidos, los que dicen y escriben que la vieron, el mundo ha creído, ¿por qué esos pocos tan obstinados que quedan no creen aún al mundo mismo que ya cree? Sin duda que este mundo ha creído a número tan insignificante de oscuros, bajos, ignorantes, porque con testigos de tan escasas cualidades convence con mayor maravilla la divinidad.

No fueron palabras, sino hechos maravillosos, los discursos de los predicadores. En efecto, los que no habían visto resucitar a Cristo en la carne y subir con ella al cielo daban fe a los que predicaban, con palabras y portentos, que la habían visto. Habían conocido a unos hombres que hablaban en una sola, o a lo más en dos lenguas, y de pronto los oían hablar las de todos los pueblos. Veían que uno, cojo desde el seno de su madre, al conjuro de su palabra en nombre de Cristo, se había puesto en pie, sano, después de cuarenta años; que los paños usados por ellos habían curado los enfermos; que tantísimas personas aquejadas de diversas enfermedades recuperaban al punto la salud al ponerse en el camino por donde habían de pasar para que les tocara su sombra; que habían hecho otra serie de asombrosos prodigios en el nombre de Cristo, y, finalmente, que habían llegado hasta a resucitar a los muertos16.

Si admiten que todas estas maravillas han sido realizadas como se han contado, tenemos aquí otra serie de cosas increíbles para añadir a aquellas otras tres. Con ello hemos acumulado testimonios tan notables de tantas cosas increíbles con el fin de persuadir una sola increíble: la resurrección de la carne y la subida al cielo. Y con todo ello no logramos doblegar la extrema pertinacia de estos incrédulos. Pero si no admiten que los apóstoles de Cristo realizaron estos milagros para garantizar la fe al predicar la resurrección y ascensión de Cristo, nos basta este único estupendo milagro: que el orbe de la Tierra ha creído en ellas sin milagro alguno.

CAPÍTULO VI

Roma divinizó a su fundador, Rómulo, por amor;
la Iglesia amó a Cristo creyéndolo Dios

1. Traigamos aquí a colación el pasaje en que Marco Tulio se maravilla de que haya sido aceptada la divinidad de Rómulo. Citaré textualmente sus palabras: «Lo más digno de admiración en Rómulo es que los otros hombres que fueron elevados a la categoría de dioses lo fueron en épocas de inferior cultura de la Humanidad, cuando la razón era más propensa a la ficción y la ignorancia era fácilmente arrastrada a la creencia. En cambio, sabemos que Rómulo vivió no hace aún seiscientos años, cuando las letras y las ciencias tenían un arraigo profundo y habían sido desterrados ya los errores de la incultura antigua». Y un poco más adelante, refiriéndose a esto mismo, dice sobre el mismo Rómulo: «De donde se puede entender que Homero existió muchos años antes que Rómulo; así que en época de éste apenas quedaba lugar para la ficción, dados los hombres tan doctos que había y la generación tan erudita. Pues la Antigüedad admitió las fábulas, a veces tan burdamente concebidas; por el contrario, esta edad ya cultivada rechaza con mofa cuanto no cabe en los moldes de lo factible».

Tenemos aquí a uno de los hombres más sabios y elocuentes, Marco Tulio Cicerón, sorprendiéndose de que haya sido aceptada la divinidad de Rómulo por la sencilla razón de que eran ya tiempos de tan elevado nivel cultural que no admitía la falsedad de las fábulas. Y ¿quién tuvo por dios a Rómulo sino Roma, en los albores de su existencia y de su extensión? Después le fue preciso a la posteridad conservar lo que había recibido de sus antepasados; y así, como amamantada con esa leche materna, creció la ciudad y llegó a Imperio tan grande que desde su cima, como desde lugar más encumbrado, impregnó con esta superstición a los pueblos en que estableció sus dominios; y así, aunque no lo creyeran, tenían por dios a Rómulo para no contrariar a la ciudad dominadora en relación con su fundador, no teniéndolo en el concepto en que ella lo tenía, aunque ella no lo creyera dios por amor de tal error, sino por el error del amor.

En cambio, Cristo, aunque fundador de la ciudad celeste y eterna, no fue aceptado como dios por ella en razón de haberla fundado, sino que por haber creído en Él mereció ser fundada. Roma no honró a su fundador como dios en el templo sino después de haber sido fundada y consagrada; en cambio, esta Jerusalén puso como fundamento, para ser construida y edificada, su fe en la divinidad de Cristo, su fundador. Aquélla, por amor a su fundador, lo tuvo por dios; ésta, por su fe en la divinidad del suyo, lo amó. Como hubo algún precedente para que aquélla amase y admitiese de buen grado en lo que amaba un bien engañoso, también lo hubo en ésta para creer y así amar sin temeridad con una fe recta no la falsedad, sino la verdad.

Hay que tener en cuenta, pasados por alto milagros tan portentosos que persuadieron la divinidad de Cristo, que precedieron también profecías de origen divino dignas de toda fe, cuyo cumplimiento esperaban, sí, los patriarcas, pero que vemos convincentemente ya palpable nosotros. Por el contrario, sobre Rómulo se dice que fundó Roma y que reinó allí, o también se lee lo que tuvo lugar, no lo que había sido profetizado antes. Pero que haya sido recibido entre los dioses es una creencia de la Historia, no un hecho admitido, pues no se aduce en su favor ningún hecho maravilloso. Incluso la existencia de la loba nodriza, que aparece como un gran portento, ¿qué fundamento ni qué autoridad tiene para demostrar su divinidad? En realidad, aunque la tal loba no fuera una meretriz, sino una fiera, siendo común para los dos, sin embargo, su otro hermano no ha sido tenido por dios. Además, ¿hubo alguno a quien se le prohibiera proclamar por dioses a Rómulo, o a Hércules, o a hombres semejantes, y que prefiriera morir a dejar de proclamarlo? ¿O habría pueblo alguno que honrase a Rómulo entre sus dioses si no le obligara el miedo al pueblo romano? Por el contrario, ¿quién puede contar cuántos y con qué refinamiento tan cruel prefirieron ser muertos a negar la divinidad de Cristo?

Por consiguiente, el miedo de incurrir en cualquier indignación de parte de los romanos si no se practicaba, forzaba a algunos pueblos sometidos a su yugo a honrar a Rómulo como dios. En cambio, no hubo miedo alguno, no digo de una insignificante ofensa, sino ni de duras y múltiples penas, ni siquiera el de la muerte, terrible sobre todos los demás, que haya apartado, por toda la redondez de la Tierra, a tal multitud de mártires del culto y confesión de Cristo como Dios. Y no luchó entonces la ciudad de Dios contra sus impíos perseguidores por la conservación de la vida temporal, bien que forastera aún en la tierra, aunque ya con gran afluencia de pueblos; por el contrario, no opuso resistencia con vistas a la consecución de la vida eterna. Se veían atados, encarcelados, azotados, torturados, quemados, descuartizados, asesinados, y con ello se multiplicaban. No era su objetivo la lucha por la vida, sino el desprecio de la vida por el Salvador.

2. No ignoro que en el libro tercero de La República, de Cicerón, si no me equivoco, se sostiene que cualquier Estado rectamente ordenado no debe emprender guerra alguna si no es en defensa de sus pactos o de su supervivencia. Qué entiende él por supervivencia o qué supervivencia quiere él dar a entender lo manifiesta en otro lugar cuando dice: «Los particulares se sustraen mediante una muerte pronta a estas penas que sienten aun los necios, es decir, a la pobreza, destierro, cadenas, azotes. En cambio, el castigo propio de las ciudades es esa muerte que parece libera a los particulares del castigo. Porque la constitución de la ciudad exige que ésta sea eterna. De suerte que no hay muerte natural para el Estado como la hay para el hombre, en quien la muerte no sólo es necesaria, sino muchas veces hasta deseable. Por contra, la ciudad, cuando se suprime, se destruye, desaparece; algo así (si comparamos las cosas pequeñas con las grandes) como si toda esta máquina del mundo se abatiera y se derrumbara».

Esto dijo Cicerón porque piensa con los platónicos que este mundo no ha de desaparecer. Es claro, pues, que él sostenía que la ciudad sólo debe emprender una guerra por la supervivencia que la hace eterna, aun a costa de la muerte y sucesión de los individuos; como es perenne la sombra del olivo o del laurel u otros árboles semejantes con la caída de unas hojas y el brote de otras. La muerte, por consiguiente, como dice, no es un castigo para los individuos en particular, sino para el conjunto de la ciudad, puesto que la mayor parte de las veces libra a los individuos de otras penas.

Y aquí se plantea una cuestión: ¿obraron bien los saguntinos cuando prefirieron la caída total de la ciudad que quebrantar la fidelidad que los unía con la misma República romana? En esa gesta, los ciudadanos de la ciudad terrena los alaban. Pero no veo cómo pueden solventar la cuestión de no emprender guerra alguna si no es por la fidelidad o la conservación; pues no se dice qué se ha de elegir si en una misma situación se arriesgan los dos extremos, de suerte que no pueda mantenerse el uno sin la pérdida del otro. Es evidente que si los saguntinos elegían su conservación, era a costa de la fidelidad; y si se mantenían en su fidelidad, tenían que renunciar a su conservación, como sucedió.

Por el contrario, la conservación de la ciudad de Dios es de tal condición que puede mantenerse, o mejor adquirirse, con la fidelidad y por medio de ella; y si se renuncia a la fidelidad, no puede nadie llegar a ella. Este pensamiento de un corazón firme y sufrido ha hecho tantos mártires y de tal categoría, cual no ha conseguido ni pudo conseguir uno siquiera la fe en la divinidad de Rómulo.

CAPÍTULO VII

La fe del mundo en Cristo fue obra de la virtud divina, no de la persuasión humana

Ciertamente, es ridículo en extremo hacer mención de la falsa divinidad de Rómulo cuando hablamos de Cristo. Con todo, habiendo existido Rómulo casi seiscientos años antes de Cicerón, y estando ya a nivel cultural bien alto aquella época para rechazar cualquier pretensión imposible, con cuánta mayor razón, después de seiscientos años, en tiempo de Cicerón, y sobre todo después, bajo Augusto y Tiberio, en tiempos ciertamente más cultos, podría la mente humana no admitir, por imposible, la resurrección de la carne de Cristo ni su ascensión al cielo. Sin duda se hubiera mofado de ella sin prestarle oídos ni admitirla en su corazón si no la hubiera mostrado como posible y real la divinidad de la misma verdad o la verdad de la divinidad y las pruebas constantes de los milagros. A pesar del terror y la contradicción de tantas y tales persecuciones, se creyó con la fe más cabal, se predicó con intrepidez y, fecundada por la sangre de los mártires, se diseminó por toda la Tierra la resurrección e inmortalidad de la carne, primero en Cristo, y luego en los demás al correr de los siglos.

Se leían, en efecto, los anuncios de los profetas, cooperaban los prodigios de las virtudes y se persuadía una verdad, ciertamente nueva, por lo inusitada, pero no contraria a la razón, hasta que el orbe de la Tierra, de furioso perseguidor, se trocó en seguidor fiel.

CAPÍTULO VIII

Los milagros que se realizaron para que el mundo creyera en Cristo,
y que se continúan después que creyó

1. ¿Por qué -replican- no se realizan ahora los milagros que decís fueron hechos antes? Podría responder que fueron necesarios antes de creer el mundo, precisamente para que creyera. Ahora bien, si alguno exige todavía prodigios para creer, en sí mismo tiene el prodigio de no creer cuando todo el mundo cree. Claro que hablan así para que no se admita que tuvieron lugar aquellos milagros. ¿Cómo, entonces, se proclama por todas partes con fe tan grande que Cristo subió al cielo con su carne? ¿Cómo en siglos tan civilizados, que rechazan cuanto carece de visos de posibilidad, creyó el mundo con fe admirable misterios increíbles sin milagro alguno? ¿Dirán acaso que eran creíbles y por eso fueron creídos? ¿Por qué entonces no creen ellos?

Nuestra conclusión es breve: o han dado testimonio de algo increíble y no presenciado otros testimonios increíbles -que no obstante se realizaban a la vista de todos-, o una cosa tan creíble que no necesitaba milagro alguno para ser creída refuta la extremada infidelidad de éstos. Con esto basta para rebatir a pensadores tan inconsistentes. No podemos negar, en efecto, que tuvieron lugar tantos milagros que dan fe del grande y saludable milagro de la ascensión de Cristo al cielo con la carne en que resucitó. En los mismos libros tan veraces están escritos todos los prodigios que se realizaron previamente para que se creyera esto. Estos milagros se proclamaron para que dieran fe, y con la fe que produjeron se dieron a conocer con más publicidad. Pues se leen entre los pueblos para que sean oídos, y no se leerían si no se les creyera.

Todavía hoy se realizan milagros en su nombre, tanto por los sacramentos como por las oraciones o las reliquias de sus santos. Lo que sucede es que no se los proclama tan abiertamente que lleguen a igualar la fama de aquéllos. De hecho, el canon de las sagradas letras, que era preciso tener fijado, obliga a recordar aquellos milagros en todas partes, y quedan así grabados en la memoria de todos los pueblos; éstos, en cambio, apenas son conocidos por la ciudad donde se realizan o por los que habitan en el lugar. Incluso en dichos lugares apenas llegan al conocimiento de unos pocos, sobre todo si la ciudad es grande. Y cuando se cuentan en otras partes, no es tal la garantía que se admitan sin dificultad o duda, aunque se los refieran unos fieles cristianos a otros.

2. Tuvo lugar en Milán, estando yo allí, el milagro de la curación de un ciego, que pudo llegar al conocimiento de muchos por ser la ciudad tan grande, corte del emperador, y por haber tenido como testigo un inmenso gentío que se agolpaba ante los cuerpos de los mártires Gervasio y Protasio. Estaban ocultos estos cuerpos y casi ignorados; fueron descubiertos al serle revelado en sueños al obispo Ambrosio. Allí vio la luz aquel ciego, disipadas las anteriores tinieblas.

3. Lo mismo ocurrió en Cartago: ¿quién, fuera de un reducido número, llegó a enterarse de la curación de Inocencio, ahogado a la sazón de la prefectura? A esta curación asistí yo y la vi con mis propios ojos. Veníamos de allende el mar mi hermano Alipio y yo, aún no clérigos, pero sí siervos ya de Dios; como era, al igual que toda su familia, tan religioso, nos recibió en su casa y vivíamos con él. Estaba sometido a tratamiento médico; ya le habían sajado unas cuantas fístulas complicadas que tuvo en la parte ínfima posterior del cuerpo, y continuaba el tratamiento de lo demás con sus medicamentos. En esas sajaduras había soportado prolongados y terribles dolores. Una de las fístulas se había escapado al reconocimiento médico, de suerte que no llegaron a tocarla con el bisturí. Curadas todas las otras que habían descubierto y seguían cuidando, sólo aquélla hacía inútiles todos los cuidados.

Tuvo por sospechosa esa tardanza, y se horrorizaba ante una nueva operación que le había indicado un médico familiar suyo, a quien no habían admitido los otros ni como testigo de la operación, y a quien él con enojo había echado de casa; apenas ahora le había admitido, exclamó con un exabrupto: ¿De nuevo queréis sajar? ¿Van a cumplirse las palabras de quien no admitisteis como testigo?». Burlábanse ellos del médico ignorante, y procuraban mitigar con bellas palabras y promesas el miedo del paciente.

Pasaron otros muchos días, y de nada servía cuanto le aplicaban. Insistían los médicos en que le cerrarían la fístula con medicinas, no con el bisturí. Llamaron también a otro médico de edad ya avanzada y muy celebrado por su pericia en el arte, por nombre Ammonio. Examinándole éste, confirmó lo mismo que había pronosticado la diligencia y pericia de los otros. Garantizado él con esta autoridad, como si se encontrara ya seguro, se burlaba con festivo humor de su médico doméstico, que había creído necesaria otra operación.

¿Qué más? Pasaron luego tantos días sin mejora alguna que, cansados y confusos, tuvieron que confesar que no había posibilidad de sanar sino con el uso del bisturí. Se asustó, palideció sobrecogido de horrible temor, y cuando se recobró y pudo hablar, les mandó marcharse y no volver a su presencia. Cansado ya de llorar y forzado por la necesidad, no se le ocurrió otra cosa que llamar a cierto Alejandrino, tenido entonces por renombrado cirujano, para que hiciera él la operación que en su despecho no quería hicieran los otros. Cuando vino aquél y observó, como entendido, en las cicatrices la habilidad de los otros, como honrado profesional trató de persuadirle de que fueran los otros quienes cosecharan el éxito de la operación, ya que habían procedido con la pericia que él reconocía, y añadía que no habría posibilidad de sanar sino con la operación; pero que era opuesto a su conducta arrebatar por una insignificancia que restaba la coronación de trabajo tan prolongado a unos hombres cuyo esfuerzo habilísimo y diligente pericia contemplaba admirado en sus cicatrices. Se reconcilió con ellos el enfermo, y se convino en que, con la presencia de Alejandrino, fueran ellos los que le abrieran la fístula, que de otra manera se tenía unánimemente por incurable. La operación se dejó para el día siguiente.

Cuando marcharon los médicos, fue tal el dolor que se produjo en la casa por la inmensa tristeza del señor que con dificultad podíamos reprimir un llanto como por un difunto. Le visitaban a diario santos varones, como Saturnino, obispo entonces de Uzala y de feliz memoria; el presbítero Geloso y los diáconos de la Iglesia de Cartago; entre los cuales se encontraba, y es el único que sobrevive, el actual obispo Aurelio, a quien debo nombrar con el honor debido y con quien, considerando las obras maravillosas de Dios, hablé muchas veces de este caso, comprobando que lo recordaba perfectamente.

Visitándole como de costumbre por la tarde, les rogó con lágrimas dignas de compasión que tuvieran a bien asistir al día siguiente más bien a su funeral que a su dolor, pues era tal el pánico que por los dolores anteriores se había apoderado de él, que no dudaba moriría en manos de los médicos. Trataron ellos de consolarlo, exhortándole a que confiara en el Señor y que se abrazara virilmente con su voluntad. A continuación nos pusimos a orar, y poniéndonos nosotros, como de costumbre, de rodillas y postrados en tierra, se arrojó él tan impetuosamente como si hubiera sido postrado a impulso de fuerte empujón, y comenzó a orar. ¿Qué palabras podrían explicar de qué modo, con qué afecto, con qué emoción, con qué torrentes de lágrimas, con qué sollozos y gemidos que sacudían todos sus miembros y casi le paralizaban el espíritu? No sé si los demás oraban ni si atendían a esto. Yo al menos no podía orar en modo alguno; sólo dije brevemente en mi corazón: «Señor, ¿qué preces de tus siervos vas a escuchar si no escuchas éstas?». Pues me daba la impresión de que no quedaba ya más que expirase orando.

Nos levantamos y, recibida la bendición del obispo, nos despedimos; suplicaba él que estuviesen presentes al día siguiente, y le exhortaban ellos a que estuviera tranquilo. Amaneció el día temido, estaban presentes los siervos de Dios como habían prometido. Entran los médicos, se hacen los preparativos del caso, se aprestan los temibles instrumentos, estando todos atónicos y suspensos. Exhortándole los que tenían mayor autoridad y tratando de consolar la falta de ánimo, acomodan en el lecho los miembros para facilitar la operación, se desatan los nudos de las vendas, se descubre el lugar, examina el médico y, atento y equipado, busca la fístula que hay que sajar. Mira con afán, palpa con los dedos, emplea todos los recursos; sólo encuentra la cicatriz bien cerrada. No serán mis palabras las que expresen la alegría, la alabanza y acción de gracias al Dios omnipotente y misericordioso que fluyeron de la boca de todos con lágrimas de gozo: es mejor dejarlo a la imaginación que tratar de expresarlo con palabras.

3ª.* En la misma Cartago hubo una mujer muy piadosa, Inocencia, de las primeras damas de la ciudad, con un cáncer en un pecho, enfermedad incurable según los médicos. Se debe cortar, pues, y arrancar del cuerpo el miembro donde nace, o, según dicen que piensa Hipócrates, no se debe emplear tratamiento alguno para prolongar un poco la vida del hombre, que al fin, más o menos pronto, ha de morir. Así se lo había dicho a ella un médico entendido y muy familiar de su casa, y entonces se volvió a sólo el Señor con la oración. Al acercarse la Pascua, recibe en sueños el aviso de que, poniéndose en el baptisterio en la parte destinada a las mujeres, le hiciera la señal de la cruz en el pecho la primera mujer bautizada que le saliera al paso. Hízolo así, y alcanzó al punto la salud. El médico que le había aconsejado no usara remedio alguno si quería vivir un poco más, habiéndola visto luego y hallando curada a la que sabía con tal análisis afectada de ese mal, le preguntó intrigado de qué remedio se había servido; deseaba, según se conjetura, conocer el medicamento con el fin de refutar el sentir de Hipócrates. Oyendo lo que había sucedido, adoptó tal voz y postura de desprecio, que temió ella se desatara en alguna palabra afrentosa contra Cristo, y se dice que le respondió con religiosa cortesía: «Pensaba que me ibas a decir algo maravilloso». Como ella se sintiera estremecida, añadió él: «¿El sanar un cáncer es algo grande para Cristo, que resucitó un muerto de cuatro días?»17

Oí esto y tuve un gran pesar de que, en tal ciudad y persona tan distinguida, pasara oculto un milagro tan grande; pensé, pues, amonestarla y casi reñirla. Me respondió que no lo había ocultado; y entonces pregunté a las matronas más amigas que tenía si habían sabido esto. Me respondieron que no lo sabían: «Mira -le dije-, ¿cómo no lo ocultas, que ni las que gozan de tal familiaridad contigo lo han oído?». Y como yo lo había oído en resumen, le mandé que contara por su orden todo lo sucedido en presencia de aquéllas, que se maravillaban mucho y glorificaban a Dios.

4. ¿Quién ha conocido el caso de un médico gotoso en la misma ciudad? Había dado su nombre para el bautismo. El día antes de ser bautizado se le prohibió en sueños hacerlo aquel año por medio de unos niños de rizos negros que él tuvo por demonios. No les hizo caso, aunque le machacaron los pies hasta producirle un dolor atroz, cual nunca lo había sentido, y se marchó al bautismo. No quiso dilatar el ser purificado, como había prometido, venciéndolos por completo con el lavado de la regeneración. Y en el mismo bautismo no sólo quedó libre del dolor que le atormentaba más de lo acostumbrado, sino también de la gota; no tornaron a dolerle más los pies, aunque vivió mucho tiempo después. Esto lo hemos conocido nosotros y muy pocos hermanos, a cuya noticia pudo llegar el suceso.

5. En Corube había un comediante. Al recibir el bautismo, fue curado de una parálisis e incluso de una vergonzosa inflamación de sus partes genitales. Subió de la fuente de regeneración libre de ambas molestias, como si no hubiera tenido mal alguno en el cuerpo. ¿Quién conoció esto, si se exceptúa Corube y muy pocos más que pudieron oírlo en alguna parte? Nosotros, al tener noticia de ello, por mandato del santo obispo Aurelio hicimos que viniera a Cartago, aunque lo habíamos oído de tantas personas que nos ofrecían plena garantía.

6. Hay entre nosotros un varón de familia tribunicia llamado Hesperio. Tiene una posesión llamada Zubedi en el territorio de Fusala. Descubrió que en ella los espíritus malignos atormentaban a los animales y a los esclavos; rogó a nuestros presbíteros, en ausencia mía, que fuera alguno de ellos allá para ahuyentarlos con sus oraciones. Fue uno, ofreció allí el sacrificio del cuerpo de Cristo, pidiendo con todo ardor que cesara aquella vejación; y al instante cesó por la misericordia de Dios.

Había recibido el tal Hesperio de un amigo un poco de tierra santa traída de Jerusalén, del lugar precisamente donde fue sepultado Cristo y resucitado al tercer día. La tenía colgada en su habitación para verse él libre de cualquier mal. Purificada su casa de aquella peste, andaba pensando qué haría con ella, pues por reverencia no quería tenerla más tiempo en su habitación. Por casualidad me encontraba yo cerca con mi colega Maximino, obispo entonces de la Iglesia de Siniti; nos suplicó que nos acercáramos, y así lo hicimos. Después de darnos noticia de todo, nos pidió que se enterrara esa porción de tierra en algún lugar donde se reunieran los cristianos para celebrar los misterios de Dios. Aceptamos, y así se hizo. Había allí un joven campesino paralítico. Enterado de esto, pidió a sus padres que lo llevaran inmediatamente a aquel lugar santo. Lo llevaron, hizo oración, y al punto retornó sano por su propio pie.

7. Existe una quinta llamada «Victoria» a menos de treinta millas de Hipona. Hay allí un monumento de los mártires de Milán Protasio y Gervasio. Fue llevado allá un joven que, estando a mediodía en verano lavando el caballo en un paraje profundo del río, quedó poseído por un demonio. Próximo ya a la muerte, o pareciendo más bien muerto, entró, según su costumbre, la señora de la finca a cantar los himnos y oraciones de la tarde con sus criadas y algunas siervas del Señor. Comenzaron a cantar los himnos. Sintiose el demonio herido y sacudido por esa voz; y se mantenía agarrado al altar con clamor terrible, como si no se atreviera o no tuviera fuerza para moverlo, suplicando con grandes lamentos que lo perdonaran y manifestando a la vez dónde, cuándo y cómo se había apoderado del joven. Al final manifestó que saldría, y comenzó a designar cada uno de los miembros que amenazaba cortaría al salir. Diciendo estas cosas, se apartó del hombre. Pero uno de los ojos de éste, caído por la mejilla, pendía por una fina vena del interior como de su raíz, y todo su centro, que era negro, se había tornado blanco.

Ante tal espectáculo, los circunstantes (habían acudido varios atraídos por las voces, y todos se habían postrado en oración por él), aunque se regocijaban de verlo en sus cabales, contristados de nuevo por lo del ojo, sugerían que se buscara un médico. Entonces su cuñado, que le había traído allí, exclamó: «Bien puede Dios, que ahuyenta el demonio, devolverle el ojo por las oraciones de los santos». Y como pudo volvió el ojo caído y pendiente a su órbita y lo sujetó con un pañuelo; ordenó que no se le desatara hasta siete días después. Al descubrirlo entonces, lo encontró completamente sano. Allí recibieron también la salud otros más, que sería prolijo enumerar.

8. Sé de una doncella de Hipona que, habiéndose ungido con el aceite en que había dejado caer sus lágrimas un sacerdote que oraba por ella, al punto se vio libre del demonio. También sé de un adolescente que por sola una vez que un obispo, sin conocerlo, oró por él, de pronto quedó libre del demonio.

9. Había un anciano, Florencio, hijo nuestro de Nipona, hombre piadoso y pobre. Vivía de su oficio de sastre; había perdido su vestido y no tenía con qué comprar otro. Oró en alta voz por el vestido en el sepulcro de los Veinte Mártires, tan célebre entre nosotros. Le oyeron unos jóvenes burlones que casualmente estaban allí, y al marchar se fueron tras él, acosándolo como si hubiera pedido a los mártires cincuenta monedas. Pero él, caminando en silencio, vio arrojado en el litoral un gran pez agitándose. Con la ayuda de aquéllos lo cogió y lo vendió por trescientas monedas a un cocinero llamado Catoso, muy cristiano, para los guisos de su cocina, contándole los pormenores del caso. Con ese dinero pensó comprar lana para que su esposa le hiciera como pudiese un vestido. Pero el cocinero, al descuartizar el pez, encontró un anillo de oro en su interior, e inmediatamente, movido a compasión y poseído de religioso temor, se lo entregó al anciano diciendo: «Mira cómo te han vestido los Veinte Mártires».

10. En la localidad de Aguas Tibilitanas trajo el obispo Preyecto las reliquias del glorioso mártir Esteban y acudió un gran gentío a venerarlas. Una mujer ciega rogó que la condujeran al obispo cuando llevaba las reliquias. Dio unas flores que llevaba, las tomó de nuevo, las acercó a los ojos y al punto recobró la vista. Admirados los presentes, iba delante llena de gozo, caminando sin buscar ya quien la condujese.

11. Lucilo, obispo de Siniti, con el pueblo que le acompañaba, llevaba las reliquias del citado mártir que existen en aquella villa, cercana a la colonia de Hipona. Tenía una fístula que hacía ya tiempo le aquejaba, y esperaba la llegada de un médico íntimo suyo para que se la sajase. Mientras llevaba tan preciosa carga fue curado repentinamente y no la sintió más en su cuerpo.

12. Eucario, presbítero español residente en Cálama, padecía de antiguo el mal de piedra. Fue curado por la reliquia de dicho mártir que le llevó el obispo Posidio. El mismo presbítero, presa más adelante de una grave enfermedad, tenía tal apariencia de muerto que le ataban ya los pulgares. Fue resucitado por intermedio del mártir al traer de su capilla y ponerle sobre el cuerpo la casulla del presbítero que allí habían llevado.

13. Hubo en el mismo lugar un hombre llamado Marcial, notable entre los de su rango, ya de edad, totalmente apartado de la religión cristiana. Tenía una hija creyente, y el yerno bautizado aquel año. Enfermó, y le rogaban ellos con abundantes lágrimas que se hiciera cristiano; se negó en redondo y los rechazó hoscamente. Determinó el yerno acudir a la capilla de San Esteban y rogar por él con todas sus fuerzas para que Dios le cambiara el pensamiento y no dilatase el creer en Cristo. Oró con grandes gemidos y llanto, y con un sincero y ardiente afecto de piedad. Al marchar, tomó algunas flores del altar que topó a su paso; se las puso ya de noche a la cabecera. Durmió el enfermo. Y he aquí que antes de amanecer, empieza a gritar que se acuda al obispo, que casualmente estaba conmigo en Hipona. Oyendo que estaba ausente, pidió que fueran los presbíteros. Llegaron, confesó que creía, y entre la admiración y el gozo de todos recibió el bautismo. El tiempo que vivió tenía a flor de labios estas palabras: «Cristo, recibe mi espíritu», sin saber que fueron las últimas del bienaventurado Esteban cuando fue apedreado por los judíos18. Ellas fueron también las últimas suyas; murió no mucho después.

14. Sanaron allí también por el mismo mártir dos gotosos, ciudadano uno y forastero el otro: el ciudadano, completamente; el peregrino, en cambio, supo por revelación qué remedio debía usar al sentir el dolor; lo usaba, y al punto el dolor se calmaba.

15. Auduro es el nombre de un predio donde hay una iglesia, y en ella una capilla del mártir Esteban. Estando un niño jugando en la plaza se desmandaron unos bueyes que tiraban de un carro y lo aplastaron con una de las ruedas, dejándolo a punto de expirar. Lo cogió su madre precipitadamente, lo colocó junto a la capilla y no sólo revivió, sino que quedó totalmente ileso.

16. Estaba enferma cierta religiosa en una heredad vecina llamada Caspaliana, y desesperándose de su salud, llevaron su túnica a la misma capilla. Cuando la trajeron, ella había muerto. Sus padres cubrieron su cadáver con la túnica y recobró el aliento, quedando curada.

17. En Hipona, un sirio llamado Baso rogaba en la capilla del mismo mártir por su hija enferma de peligro, y había traído allí su túnica. Y he aquí que salieron de casa corriendo los criados para comunicarle la muerte de la hija. Como él estaba orando, los detuvieron unos amigos y les prohibieron comunicárselo para evitar el llanto por las calles. Al volver a casa y encontrarla llena de lamentaciones, echó la túnica que llevaba sobre su hija y fue devuelta a la vida.

18. También allí, entre nosotros, murió de enfermedad el hijo de un cobrador de impuestos llamado Irineo. Yacía su cuerpo sin vida, y mientras se preparaban con llanto y lamentaciones las exequias, uno de sus amigos, entre las palabras de consuelo, le sugirió que ungieran todo su cuerpo con el aceite del mismo mártir. Lo hicieron así y revivió el niño.

19. Aquí mismo también el tribunicio Eleusino colocó su hijito muerto de enfermedad sobre el santuario del mártir que está en el suburbio. Después de ferviente oración, acompañada de muchas lágrimas, alzó al hijo vivo.

20. ¿Qué he de hacer? Urge la promesa de terminar la obra y no puedo consignar aquí cuanto sé. Y, sin duda, la mayoría de los maestros, al leer esto, se lamentarán haya pasado en silencio tantos milagros que conocen como yo. Les ruego tengan a bien disculparme y piensen qué tarea tan larga exige lo que al presente me fuerza a silenciar la necesidad de la obra emprendida. Si quisiera reseñar, pasando por alto otros, los milagros solamente que por intercesión del gloriosísimo mártir Esteban han tenido lugar en esta colonia de Cálama, y lo mismo en la nuestra, habría que escribir varios libros. Y aun así no podrían recogerse todos, sino sólo los que se encuentran en los folletos que se recitan al pueblo. He querido recordar los anteriores al ver que se repetían también en nuestro tiempo maravillas del poder divino semejantes a las de los tiempos antiguos, y que no debían ellas desaparecer sin llegar a conocimiento de muchos. No hace dos años aún que está en Hipona Regia la capilla de este mártir, y sin contar las relaciones de las muchas maravillas que se han realizado y que tengo por bien ciertas, de sólo las que han sido dadas a conocer al escribir esto llegan casi a setenta. Y en Cálama, donde la capilla existió antes, tienen lugar con más frecuencia, y se cuentan en cantidad inmensamente superior.

21. También en Uzala, colonia vecina de Útica, sabemos se han realizado muchos milagros por medio del mismo mártir, cuya capilla erigió allí mucho antes de que la tuviéramos aquí el obispo Evodio. Pero allí no existe, o mejor no existió, la costumbre de publicar esas informaciones; quizá ahora hayan empezado. Estando yo allí hace poco rogué, con la licencia de dicho obispo, a la señora Petronia que diera una información para leerla al pueblo, porque ella había sido curada milagrosamente de una enfermedad grave y duradera, en cuya curación habían fracasado todos los recursos médicos. Obedeció con toda diligencia, y contó allí lo que no puedo aquí callar, aunque la urgencia de esta obra me fuerza a darme prisa.

Dijo que un médico judío la persuadió a que introdujese un anillo en una cinta del pelo que por debajo de todo vestido había de ceñir directamente a la carne; que ese anillo tenía bajo el engaste una piedra preciosa hallada en los riñones de un buey. Ceñida así, venía en busca de remedio al templo del santo mártir. Pero, partiendo de Cartago, se detuvo en su hacienda en los límites del río Bagrada; y al levantarse para continuar el viaje, vio el anillo caído a sus pies, y llena de admiración palpó la cinta de pelo en la que estaba el anillo. Hallándolo atado con sus nudos bien fuertes, pensó que el anillo se había roto y había saltado. Al encontrarlo sin menoscabo alguno, se imaginó haber recibido con tal prodigio como una garantía de su futura curación. Desata el cíngulo y lo arroja al río con el anillo.

Evidentemente, no creen en esto quienes se obstinan en no admitir que el señor Jesús fue dado a luz sin detrimento de la virginidad de su madre y que entró con las puertas cerradas a donde estaban los discípulos. Que investiguen este caso, y si ven que es verdad, crean también esos misterios. Es una mujer muy ilustre, noble de nacimiento, casada con un noble, y habita en Cartago. Noble es la ciudad y noble la persona: circunstancias ambas que asegurarán el éxito a los investigadores. El mismo mártir, por cuya intercesión fue curada, creyó en el Hijo de la que permaneció virgen; en el que entró, cerradas las puertas, a la estancia de sus discípulos; creyó, finalmente, que es el argumento principal que aquí se ventila, en el que subió al cielo con la carne en que había resucitado. Por eso se han realizado por su intercesión tales maravillas, porque dio su vida por esta fe.

Se realizan todavía hoy muchos prodigios; los realiza el mismo Dios a través de quienes le place y como le place, lo mismo que realizó los que tenemos escritos. Pero los actuales no son muy conocidos ni se menudea su lectura como un repiqueteo de la memoria, a fin de que no caigan en el olvido. Porque, a pesar del esmero que se empieza a poner entre nosotros para narrar al pueblo esas relaciones hechas por los interesados, las escuchan una vez los presentes, pero la mayoría no lo están; y los mismos que las oyeron, pasados unos días, se olvidan de lo que oyeron; y apenas se encuentra quien comunique lo que oyó a quien sabe no estuvo presente.

22. Entre nosotros tuvo lugar un milagro, no digo más grande que los referidos, pero tan manifiesto y célebre que no pienso exista en Hipona quien no lo viera o conociera, nadie que pueda llegar a olvidarlo. Hubo diez hermanos, siete varones y tres hembras, oriundos de Cesarea de Capadocia y nobles entre sus conciudadanos; fueron maldecidos recientemente por su madre: desvalida por la muerte del padre, se resintió durísimamente afectada por una injuria que le habían hecho. Consecuencia de la maldición fue un tremendo castigo del cielo: se sintieron presa de convulsiones horribles en todos los miembros. Ante espectáculo tan repugnante, no pudiendo soportar la vista de sus conciudadanos, andaban errantes casi por todo el Imperio romano, marchando cada cual a donde bien le pareció. Dos de ellos, hermano y hermana, Paulo y Paladia, conocidos ya en otros lugares por la publicidad de su desgracia, llegaron a nuestra ciudad. Vinieron precisamente casi quince días antes de Pascua, y acudían a diario a la iglesia y visitaban en ella la capilla del gloriosísimo Esteban, suplicando a Dios se aplacase ya de ellos y les devolviera la salud. En la iglesia y en cualquier parte eran centro de las miradas del pueblo. Algunos de los que los habían visto en otra parte y eran sabedores del motivo de sus convulsiones, se lo comunicaban a otros como podían.

Llegó la Pascua, y de mañana, estando ya presente gran número de fieles, el muchacho estaba en oración asido a la verja del lugar santo donde estaban las reliquias del mártir. De pronto cayó postrado y quedó tendido como muerto, pero sin temblor alguno, incluso el que solía tener durante el sueño. Se quedaron atónitos los presentes, temiendo unos y lamentándose otros. Algunos querían levantarlo, pero otros se lo impidieron, diciendo que era mejor esperar el resultado. De pronto se levanta y ya no tiembla: había sido curado, se mantiene firme, mirando a los que lo miraban. ¿Quién no alabó al Señor en aquellos momentos? La iglesia resonaba por doquier con las voces de los que gritaban y se congratulaban. Se dirigen luego a donde yo estaba sentado y dispuesto a sa­lir al encuentro: se atropellan unos a otros anunciando cada uno como novedad lo que había contado el anterior; y en medio de mi regocijo y de mi acción de gracias interior a Dios, se me acerca él mismo con otros muchos, se postra a mis pies y se levanta para el ósculo. Me dirijo hacia el pueblo; la iglesia estaba repleta, resonaba con voces de júbilo, cantando todos de una y otra parte: «¡Gracias a Dios, alabado sea Dios!». Saludé al pueblo, y redobláronse las aclamaciones con el mismo fervor.

Hecho por fin el silencio, se procedió a la lectura solemne de las divinas Escrituras. Cuando llegó el turno de mi exposición, hablé brevemente a tono con la grata circunstancia de tal alegría; más que oír lo que les dijera, me pareció mejor que considerasen la elocuencia de Dios en esa obra divina. Comió el hombre con nosotros y nos contó detalladamente toda la historia de su calamidad, de la de su madre y hermanos.

Al día siguiente, tras la explicación ordinaria19, prometí que al otro día se recitaría al pueblo el memorial de los hechos. Al tercer día del domingo de Pascua, mientras se hacía esa lectura20, hice que los dos hermanos estuvieran en pie en las gradas del presbiterio, en cuya parte superior solía yo hablar21. Miraba todo el pueblo de ambos sexos, a uno firme, sin el deforme movimiento, y a la otra estremeciéndose en todos sus miembros. Los que no lo habían visto a él antes contemplaban en la hermana los efectos de la divina misericordia con él; y veían qué parabienes había que darle a él y qué gracias había que pedir para su hermana.

Terminada la lectura de la relación, les mandé retirarse de la presencia del pueblo; y habiendo comenzado a comentar más detenidamente todo el asunto, en medio de este comentario, resuenan nuevas voces de júbilo procedentes de la capilla del mártir. Mis oyentes se volvieron hacia allí y comenzaron a correr en tropel. En efecto, la enferma, al bajar de las gradas en que había estado, se había dirigido a orar a la capilla del mártir. Y tan pronto como tocó la verja, cayó igualmente como en un sueño, y se levantó curada.

Mientras preguntábamos cuál era la causa de estrépito tan alegre, entraron con ella en la basílica donde estábamos, trayéndola sana de la capilla del mártir. Tal clamor se levantó entonces por parte de ambos sexos, que parecía no iba a terminar nunca el griterío mezclado con las lágrimas. Se la llevó al mismo lugar en que había estado antes con aquellas convulsiones. Se sentían transportados al ver ya como al hermano a la que poco antes tan desemejante de él habían compadecido; y veían cómo no acabada aún la oración por ella, se había visto escuchada su súplica. Se desbordaban sin palabras en alabanza de Dios con clamor tan fuerte que apenas podían soportarlo nuestros oídos. ¿Qué era lo que hacía saltar de gozo los corazones sino la fe de Cristo, por la cual derramó su sangre San Esteban?

CAPÍTULO IX

Todos los milagros que se hacen por intercesión de los mártires, en el nombre de
Cristo, son un testimonio de la fe con que creyeron los mártires en Él

¿De qué nos dan testimonio estos milagros sino de la fe en la resurrección de Cristo realizada en su carne y de su ascensión con la misma carne al cielo? Los mismos mártires fueron mártires, es decir, testigos de la fe, y por dar testimonio de esta fe tuvieron que soportar un mundo en extremo enemigo y cruel, al que vencieron no con la resistencia, sino con la muerte. Por esta fe murieron los que consiguieron esto del Señor, por cuyo nombre murieron. Por esta fe precedió su admirable sufrimiento, que fue la causa de semejante poder en esos milagros. Pues si no precedió la resurrección de la carne en Cristo para siempre, o no ha de tener lugar según la predicción de Cristo, o según lo anunciaron los profetas por quienes fue anunciado Cristo, ¿cómo tienen tal poder los muertos que murieron por esa fe que proclama la resurrección? Lo mismo da que sea Dios quien realiza por sí mismo y del modo maravilloso propio suyo, siendo Él eterno, en las cosas temporales, estas maravillas que el que las realice por medio de sus ministros; y, en este caso, ya lleve a cabo algunas por medio de los espíritus de los mártires o de los hombres, viviendo todavía en este cuerpo, o las lleve todas a cabo por medio de los ángeles, sobre quienes invisible, inmutable o incorporalmente tiene dominio, de suerte que estas mismas que se dicen realizadas por los mártires no lo son por obra suya, sino por sus oraciones e intercesión; puede también que esas mismas maravillas se realicen unas de una manera y otras de otra, maneras que no pueden entender en modo alguno los mortales; en todos estos casos, tales obras dan testimonio de esta fe en que se predica la resurrección de la carne para siempre.

CAPÍTULO X

Cuánto más dignos de honor son los ángeles que los demonios:
aquéllos logran tantas cosas maravillosas con el fin de dar culto al verdadero Dios;
éstos, en cambio, buscan en lo que hacen ser tenidos por dioses

Quizá puedan replicarnos nuestros adversarios que también sus dioses han hecho alguna maravilla. Pase, si comienzan a comparar a sus dioses con nuestros hombres muertos. ¿Dirán también que tienen dioses procedentes de los hombres, como Hércules, Rómulo y otros muchos, que piensan han sido admitidos en el número de los dioses? Pero para nosotros los mártires no son dioses, puesto que confesamos que es uno y el mismo Dios el de los mártires y el nuestro. Sin embargo, no pueden en modo alguno compararse los milagros que pretenden haberse realizado en sus templos con los milagros que se realizan en los templos de nuestros mártires. Y si tuvieran alguna semejanza, esos sus dioses quedarían superados por nuestros mártires, como lo fueron los magos del faraón por Moisés22. Realizaron aquellas maravillas los demonios con la misma ostentación de inmunda soberbia con que pretendieron ser dioses de ellos; realizan, en cambio, éstas los mártires o, mejor, las realiza Dios por su oración y cooperación con el fin de propagar la fe, por la cual creemos no que ellos sean nuestros dioses, sino que tienen con nosotros un mismo Dios.

Finalmente, ellos construyeron a tales dioses templos, dispusieron aras, instituyeron sacerdotes, ofrecieron sacrificios. Y nosotros ni construimos templos a nuestros mártires como si fueran dioses, sino monumentos como a hombres muertos, cuyo espíritu vive con Dios; ni les erigimos allí altares en que sacrifiquemos a los mártires, sino al único Dios de los mártires y nuestro. Y en ese sacrificio se les nombra según el orden y lugar que les corresponde, como hombres de Dios que ven­cieron al mundo confesando su fe; pero no son invocados por el sacerdote que ofrece el sacrificio. Ofrece el sacrificio, en efecto, al mismo Dios, no a ellos, aunque lo haga en sus monumentos, ya que es sacerdote de Dios, no de ellos.

Y ese sacrificio es el cuerpo de Cristo, que no se ofrece a ellos precisamente: ellos mismos forman parte de ese cuerpo. ¿A quiénes, pues, de los que hacen estas maravillas se ha de dar fe con más razón: a los que pretenden ser tenidos como dioses por los favorecidos de ellos o a aquellos que en cuantas maravillas realizan buscan que se crea en Dios y en Cristo? ¿A los que pretendieron se les consagrasen como cosa sagrada sus mismas torpezas, o a los que no quieren se consideren sus propias alabanzas como cosas sagradas suyas, sino que toda verdadera alabanza suya ceda en honor de Aquel en quien son alabados? Sus almas, efectivamente, son alabadas en el Señor23.

Creémosles, por consiguiente, a éstos, tanto cuando dicen la verdad como cuando hacen milagros, pues sufrieron por decir la verdad, y así llegaron a realizarlos. Entre estas verdades resalta como principal que Cristo resucitó de los muertos y mostró el primero en su carne la inmortalidad de la resurrección, que nos prometió a nosotros también, ya en el principio del nuevo siglo, ya al final del presente.

CAPÍTULO XI

Contra los platónicos, que basados en la gravedad de los elementos,
niegan pueda estar el cuerpo terreno en el cielo

1. Contra este gran bien de Dios arguyen estos racionalistas, cuyos hueros pensamientos conoce Dios24, apoyados en la gravedad de los elementos. En el magisterio de Platón han aprendido que los dos elementos principales y extremos del mundo están unidos y enlazados por otros dos intermedios, a saber: el aire y el agua. Y así -dicen- como la tierra partiendo hacia arriba es la primera, y la segunda el agua sobre la tierra, a la que sigue el aire sobre el agua, y el cuarto sobre el aire es el cielo, no puede un cuerpo terreno estar en el cielo. Cada elemento se mantiene en equilibrio según su propio peso, conservando así su propio orden. ¡Con tan especiosos argumentos pretende oponerse a la omnipotencia divina la debilidad humana, poseída de vanidad!

¿Qué hacen entonces en el aire tantos cuerpos terrenos si es el aire el tercer elemento a partir de la tierra? Claro, a lo mejor quien otorgó por medio de leves alas y plumas a los cuerpos terrenos de las aves volar por los aires no puede conceder a los cuerpos humanos hechos inmortales tal poder que los capacite para habitar en el cielo. Según esto, los animales terrenos, que no pueden volar, entre los cuales están los hombres, debieron vivir bajo la tierra, como viven los peces bajo el agua por ser animales acuáticos. ¿Cómo, pues, el animal terreno no toma su vida al menos del segundo elemento, esto es, de las aguas, sino del tercero? ¿Por qué motivo perteneciendo a la tierra, si se le fuerza a vivir en el segundo elemento, que está sobre la tierra, se ahoga inmediatamente, y para poder vivir debe hacerlo en el tercero? ¿Falla acaso este orden de los elementos, o más bien no es en la naturaleza de las cosas, sino en los argumentos de éstos donde flaquea? Omito lo que ya dije en el libro XIII sobre la multitud de cuerpos terrenos pesados25, como el plomo, que, trabajados por el arte, pueden nadar sobre el agua. ¿Y se le niega al Artífice omnipotente la facultad de otorgar al cuerpo humano una cualidad con la cual pueda ser llevado al cielo y estar en él?

2. Ahora bien, al considerar y tratar sobre el orden de estos elementos, no encuentran en absoluto qué replicar a lo que dije más arriba. Tal es la disposición de los elementos hacia arriba, que se comienza por el primero, la tierra; se continúa por el segundo, el agua; luego viene el tercero, el aire; el cuarto, que es el cielo, y por encima de todos la naturaleza del alma. Aristóteles, en efecto, la llamó el quinto cuerpo, y Platón ni la nombró como cuerpo. Cierto que si fuera el quinto, estaría por encima de los demás; y si no es cuerpo, con mayor motivo los supera a todos. ¿Qué hace, pues, en un cuerpo terreno? ¿Qué hace en esta mole siendo más sutil que todos los cuerpos? ¿Qué en esta materia inerte siendo la más ligera? ¿No podrá una naturaleza de tal categoría elevar su cuerpo al cielo? Si al presente la naturaleza de los cuerpos terrenos puede arrastrar las almas hacia abajo, ¿no podrán las almas algún día levantar sus cuerpos terrenos hacia arriba?

3. Si pasamos ya a los milagros de sus dioses, que enfrentan con los de nuestros mártires, ¿no descubriremos que también ellos están por nosotros y nos favorecen cabalmente? Entre los grandes milagros de sus dioses es ciertamente grande el que cita Varrón: una virgen vestal, estando en peligro por una sospecha de estupor, llenó un cedazo de agua del Tíber y se la presentó a sus jueces sin habérsele derramado una gota. ¿Quién mantuvo el agua en el cedazo? ¿Quién hizo que no cayera nada a tierra con tantos agujeros? Seguramente responderán: «Algún dios o algún demonio». Ahora bien, si fue un dios, ¿será más grande que el Dios que hizo este mundo? Si fue un demonio, ¿será acaso más poderoso que el ángel que sirve a Dios, por quien fue hecho el mundo? De todos modos, si un dios menor, o ángel, o un demonio pudo contener el peso del líquido elemento, de suerte que parezca haber cambiado la naturaleza de las aguas, ¿no pudo el Dios omnipotente, que creó todos los elementos, quitar su pesantez al cuerpo terreno, de modo que more el cuerpo vivificado en el mismo elemento que quiera el espíritu vivificante?

4. Además, colocando el aire intermedio entre el fuego de arriba y la tierra de abajo, ¿cómo lo encontramos tan a menudo entre agua y agua, o entre el agua y la tierra? ¿Qué son, según ellos, las nubes acuosas, entre las cuales y los mares se encuentra el aire? ¿Qué gravedad u orden de los elementos hace que torrentes tan impetuosos y cargados de agua estén suspensos en las nubes sobre el aire antes de correr bajo el aire por la tierra? ¿Por qué, finalmente, el aire se encuentra por toda la redondez de la Tierra entre lo más alto del cielo y lo desnudo de la tierra, si su lugar está entre el cielo y las aguas, como el de las aguas está establecido entre el mismo y las tierras?

5. Para acabar, si el orden de los elementos es tal que, según Platón, los dos extremos, el fuego y la tierra, están unidos por los dos medios, es decir, el aire y el agua, y el fuego ocupa el lugar más alto del cielo, y la tierra el más profundo del mundo, como fundamento suyo, y por ello no puede haber tierra en el cielo, ¿por qué ha de estar el fuego en la tierra? Según este sistema, estos dos elementos, la tierra y el fuego, de tal modo debieran estar en sus propios lugares, el profundo y el supremo, que como no admiten que exista en el supremo lo que es del profundo, tampoco podría estar en el profundo lo que es del supremo. Así, como piensan que no habría partícula alguna de tierra en el cielo, tampoco debíamos ver partícula alguna de fuego en la tierra. Ahora bien, no sólo en la tierra, sino también bajo la tierra, está tan presente el fuego, que lo vomitan las cimas de los montes. Y, además, vemos que, para uso del hombre, hay fuego en la tierra y que nace de la misma tierra, ya que tantas veces procede de las maderas y de las piedras, cuerpos a todas luces terrenos.

Pero aquel fuego -replican- es tranquilo, puro, inofensivo, eterno; en cambio, el de aquí es agitado, humeante, corruptible y corruptor. No obstante, no corrompe los montes, en cuyo interior arde de continuo; ni las cavernas de la tierra. Concedamos, sin embargo, que éste sea desemejante de aquél a fin de acomodarse a las necesidades de la tierra; ¿por qué no quieren que creamos que la naturaleza de los cuerpos terrenos, hecha algún día incorruptible, se acomodará al cielo, como el fuego corruptible se acomoda ahora a las tierras? Por consiguiente, de la gravedad ordenada de los elementos no aportan dato alguno que pueda impedir al Dios omnipotente crear a nuestros cuerpos con tales propiedades que puedan habitar en el cielo.

CAPÍTULO XII

Réplica a las calumnias de los infieles,
que hacen burla de los cristianos por su fe en la resurrección de la carne

1. Suelen investigar con meticulosidad y se burlan de nuestra fe sobre la resurrección de la carne con la pregunta impertinente: «¿Resucitarán los fetos abortivos?». Y como dijo el Señor: Os lo aseguro, no perecerá ni un solo cabello de vuestra cabeza26, añaden: «¿Tendrán todos la misma estatura y el mismo vigor o serán los cuerpos de diferente tamaño? Pues si se diera la igualdad de los cuerpos, ¿de dónde sacarán la mole corporal que no tuvieron aquí los abortivos, si también ellos han de resucitar?». Y si no resucitan por no haber nacido, sino haber sido expulsados, nos presentan la misma cuestión sobre los niños pequeños, es decir, de dónde les ha de venir el tamaño del cuerpo, que no tienen al morir en esa edad. No vamos a responder que no resucitarán los que fueron capaces no sólo de la generación, sino también de la regeneración.

Preguntan a continuación cuál será la medida de esa igualdad. Pues si han de ser todos tan altos y tan gruesos como lo fueron los de mayor corpulencia, siguen preguntando de dónde les vendrá, no sólo a los niños, sino a la inmensa mayoría, lo que no tenían aquí si cada uno ha de recibir lo que aquí tuvo. Si, por el contrario, las palabras del Apóstol de que todos hemos de alcanzar el desarrollo pleno de Cristo27, o las otras: predestinados a reproducir la imagen del Hijo de Dios28, se han de entender en el sentido de que la talla y medida del cuerpo de Cristo sea la de todos los cuerpos humanos que estarán en su reino; si esto fuera así, replican ellos: a muchos habría que quitarles alguna parte de su estatura y volumen; y ¿dónde quedará aquello de no perecerá ni un solo cabello de vuestra cabeza, si tanto ha de desaparecer del tamaño del cuerpo?

Claro que también se puede investigar sobre los mismos cabellos si han de recuperar los que les quitó el peluquero. Si lo han de recuperar, ¿quién no se estremecerá ante fealdad tan horrenda? Y lo mismo necesariamente ocurriría con respecto a las uñas, recuperando todo lo que el cuidadoso esmero cortó. ¿Dónde quedará entonces la belleza, que ciertamente debe aparecer más notable en aquella inmortalidad que la que pudo haber en esta corrupción? Y si no torna lo que se había cortado, síguese que desaparecerá; ¿cómo entonces -dicen- no perecerá un cabello de la cabeza?

También entablan discusión sobre la flaqueza y la grosura, ya que, si todos han de ser iguales, no habrá allí delgados y gruesos; y entonces tendrán unos que recibir algo, y a otros habrá que disminuírselo. Y así no se recibirá lo que se tenía, sino que algunos alcanzarán lo que no tenían, y otros perderán lo que tenían.

2. Las mismas objeciones suscitan sobre la corrupción y descomposición de los cuerpos muertos, ya que una parte torna al polvo y otra se evapora en el aire; y también a unos los devoran las bestias y a otros el fuego; así como algunos mueren de tal manera en un naufragio o en las aguas, que la podredumbre descompone sus carnes en la humedad. Todos estos cuerpos -dicen- no pueden recogerse y reintegrarse a la carne.

Continúan su requisitoria en algunas deformidades o defectos, ya sean de nacimiento, ya adquiridos después; citan entre ellos con horror burlesco los partos monstruosos, y preguntan cómo tendrá lugar la resurrección de las deformidades. Si decimos que ninguna de tales deformidades ha de tornar al cuerpo del hombre, piensan que echan por tierra nuestra respuesta recordando los lugares de las heridas con que predicamos que resucitó Cristo el Señor.

Entre todas las cuestiones que proponen destaca como más importante ésta: «¿A qué carne volverá la carne de que se alimenta el cuerpo de otro, a quien el hambre forzó a comer carne humana?». Pues ésta, ciertamente, se convirtió en la de quien se alimentó de ella, y con ella suplió los daños que la penuria había causado. Para ridiculizar la fe en la resurrección preguntan si esa carne tornará al primer hombre de quien era, o más bien al otro que la asimiló después; y así, una de dos: o prometen, con Platón, una alternativa de verdaderas infelicidades y felicidades falsas o confiesan con Porfirio que el alma humana, tras muchos ciclos a través de diversos cuerpos, terminará alguna vez las miserias y no volverá jamás a ellas; pero no por tener un cuerpo inmortal, sino por haber huido de todo cuerpo.

CAPÍTULO XIII

¿Pertenecerán los abortivos a la resurrección si pertenecen al número de muertos?

Con la ayuda de la misericordia de Dios a mis esfuerzos voy a responder a las objeciones que, según mi exposición, plantean los contrarios. No me atrevo a pronunciarme por la negativa ni por la afirmativa de la resurrección de los fetos abortivos que murieron en el útero después de haber vivido en él; aunque no veo por qué razón se los ha de excluir de la resurrección de los muertos si no están excluidos del número de los mismos. Una de dos: o no han de resucitar todos los muertos, quedando sin cuerpos para siempre algunas almas que animaron cuerpos humanos, aunque sólo fuera en el útero materno, o, si todas las almas humanas han de recibir, al resucitar, los cuerpos que tuvieron mientras vivían en alguna parte y dejaron al morir, no encuentro razón para decir que no pertenecen a la resurrección de los muertos cualesquiera de ellos, aun los del seno materno. Pero tenga cada cual la opinión que tenga sobre éstos, lo que digamos sobre la resurrección de los niños nacidos ha de aplicarse también a aquéllos.

CAPÍTULO XIV

¿Resucitarán los niños en el estado de cuerpo
que habían de tener con el desarrollo de la edad
?

¿Qué diremos de los bebés sino que han de resucitar, pero no en la pequeñez del cuerpo que tenían al morir, sino con el desarrollo que adquirirían con el tiempo y que les dará en un instante de modo maravilloso Dios? En efecto, en las palabras del Señor: No perecerá ni un solo cabello de vuestra cabeza29, se afirmó que no faltaría nada de lo que había, pero no se negó que había de poseerse lo que faltaba. Y al que murió siendo un bebé le faltó el desarrollo cabal de su cuerpo; pues al infante muerto le falta ciertamente la perfección de la dimensión corporal; al llegar a ella dejará de crecer su estatura. Esta clase de perfección de tal manera la tienen todos, que con ella son concebidos y nacen. Pero la tienen en exigencia virtual, no en la cantidad; como los mismos miembros están todos latentes en el semen, aunque cuando nacen les falten algunos detalles, como los dientes y algún otro semejante. En esta exigencia de cada uno, impresa en la materia corporal, ya parece en cierto modo comenzado lo que todavía no existe, aún más, lo que está oculto, pero que con el tiempo existirá, o más bien aparecerá. En esta exigencia, pues, el bebé, que será un día grande o pequeño, lo es ya al presente.

Según esta exigencia, no tememos ciertamente en la resurrección perjuicio alguno para nuestro cuerpo, porque aunque hubiera de existir una igualdad para todos, llegando todos a proporciones gigantescas, ni aun los gigantes más grandes habían de perder en su estatura algo que pereciera en ellos contra la sentencia de Cristo de que no podía caer un cabello de su cabeza. Entonces, ¿cómo iba a faltarle al Creador, que lo hizo todo de la nada, facultad para añadir lo que un gran artífice conocería que debía añadirse?

CAPÍTULO XV

¿Resucitarán los cuerpos de todos los muertos como el cuerpo del Señor?

Cierto que Cristo resucitó con la misma talla que tenía al morir; y no se puede decir que, cuando llegue el tiempo de la resurrección de todos, ha de adquirir su cuerpo la magnitud que no tuvo cuando se apareció a sus discípulos y en la que les era conocido, de suerte que sea igual a los más altos. Si afirmáramos, por el contrario, que los cuerpos más desarrollados habían de reducirse a la medida del cuerpo del Señor, perderían muchísimo algunos cuerpos, habiendo prometido Él que no se perdería ni un cabello. No queda sino que cada uno reciba su talla propia, bien la que tuvo en su juventud, aunque haya muerto de viejo, bien la que había de tener si murió antes de ella. Y lo que nos citó el Apóstol sobre el desarrollo pleno de Cristo30, una de dos: o se ha de entender en otro sentido, esto es, que el pleno desarrollo se cumpla en aquella cabeza cuando llegue la perfección de todos los miembros, o si se refiere a la resurrección de los cuerpos, se tome en el sentido de que los cuerpos de los muertos resuciten ni por encima ni por debajo de la forma juvenil, sino en el vigor de la edad a que sabemos llegó aquí Cristo.

Los sabios de este siglo han señalado que la juventud llega hasta los treinta años; y cuando ella haya terminado su espacio apropiado, el hombre camina ya al declive de la edad grave y senil. Por eso no dijo el Apóstol: al desarrollo del cuerpo, o a la talla de la estatura, sino al desarrollo pleno de Cristo.

CAPÍTULO XVI

Cómo se ha de entender el parecido de los santos a la imagen del Hijo de Dios

Las palabras predestinados a reproducir la imagen del Hijo de Dios31 pueden entenderse también según el hombre interior. Por eso se nos dice en otro lugar: No os amoldéis a este mundo, sino id transformándoos con la nueva mentalidad32. Así, en cuanto nos reformamos para no amoldarnos a este mundo, ya estamos reproduciendo los rasgos del Hijo de Dios. También pueden entenderse aquellas palabras en el sentido de que, como Él se amoldó a nosotros en la mortalidad, nos amoldemos nosotros a Él en la inmortalidad. Lo que también tiene relación con la resurrección de los cuerpos.

Pero si en estas palabras se nos recuerda en qué forma han de resucitar los cuerpos, tanto la talla como el parecido, no deben entenderse del tamaño, sino de la edad. Han de resucitar, por consiguiente, con un cuerpo tal cual lo tenían o habían de tener en su edad juvenil. Aunque no habría inconveniente en que la forma fuera de niño o de viejo, ya que no quedará allí debilidad alguna de mente o de cuerpo. De donde se sigue que si alguno trata de defender que cada cual resucitará en la misma talla que tenía al morir, no hay por qué esforzarse en contradecirle.

CAPÍTULO XVII

¿Resucitarán y quedarán los cuerpos de las mujeres en su propio sexo?

Algunos, basados en las palabras: Hasta que alcancemos todos el estado de adultez, el desarrollo pleno de Cristo33, y en las otras: parecidos a la imagen del Hijo de Dios, piensan que las mujeres no resucitarán en el sexo femenino, sino que todos lo harán en el de varón. Se apoyan en que Dios hizo a sólo el varón del barro, y a la mujer del varón. Pero me parecen más en lo cierto los que no dudan que resucitarán ambos sexos, ya que allí no ha de haber libido, que es la causa de la confusión. Antes de pecar estaban desnudos y no se avergonzaban el hombre y la mujer. Se les quitarán los vicios a los cuerpos, pero se les conservará la naturaleza. Y el sexo femenino no es vicio, sino naturaleza; que, por cierto, entonces estará inmune del coito y del parto. Aunque subsistan los miembros femeninos, no precisamente acomodados al uso antiguo, sino a una nueva belleza, que no excite en quien mira su concupiscencia. Ésta, además, no existirá ya, sino que dará gloria a la sabiduría y bondad de Dios, que hizo lo que no existía y guardó de la corrupción lo que hizo.

Así como en el principio del género humano se le quitó una costilla al costado del varón para hacer a la mujer, era conveniente que en tal hecho se simbolizase proféticamente a Cristo y a la Iglesia. En efecto, aquel sopor del varón34 significaba la muerte de Cristo, cuyo costado fue atravesado pendiente aún en la cruz después de muerto, de donde salieron sangre y agua35. Que es la figura de los sacramentos con que se edifica la Iglesia.

De esa misma palabra usa la Escritura, en la que no dice que «formó» o «modeló», sino: la construyó mujer36. Y por ello el Apóstol habla de la construcción del Cuerpo de Cristo37, que es la Iglesia.

La mujer es, pues, criatura de Dios como el varón; pero en el hecho de salir del varón se pone de relieve la unidad, y en cuanto al modo de ser formada, se significa a Cristo y a la Iglesia. De suerte que quien estableció uno y otro sexo los restablecerá a los dos. Así, el mismo Jesús, interrogado por los saduceos, que niegan la resurrección, de cuál de los siete sería la mujer que habían tenido sucesivamente todos, tratando cada uno, como había mandado la Escritura, de conservar la familia del difunto, respondió: Estáis muy equivocados por no comprender las Escrituras ni el poder de Dios38. El lugar era muy oportuno para decir: «Sobre lo que me preguntáis, ella misma será varón, no mujer», y, sin embargo, no contestó así, sino que dijo: Porque cuando llegue la resurrección, ni los hombres ni las mujeres se casarán, serán como ángeles del cielo39.

Serán iguales a los ángeles por la inmortalidad y la felicidad, no por la carne; como tampoco lo serán en la resurrección, puesto que los ángeles no la necesitaron, ya que no pudieron morir. El Señor negó, pues, que en la resurrección hubiera nupcias, no que hubiera mujeres; y lo negó precisamente donde se trataba de tal cuestión; habría quedado resuelta con pronta facilidad negando el sexo femenino si sabía que no había de existir. Pero confirmó su existencia al decir non nubent (no se casarán las mujeres), neque uxores ducent (ni se casarán los hombres). Existirán las unas y los otros, pero ni unas ni otros se casarán.

CAPÍTULO XVIII

El hombre adulto, esto es, Cristo, y su cuerpo, la Iglesia, que es su plenitud

Las palabras del Apóstol sobre la realización en todos del hombre adulto hemos de considerarlas en todo el contexto de la lectura, que dice: El que bajó es el mismo que subió por encima de los cielos para llenar el universo. Fue Él quien dio a unos como apóstoles, a otros como profetas, a otros como evangelistas, a otros como pastores y maestros, con el fin de equipar a los consagrados para la tarea del servicio, para construir el cuerpo de Cristo; hasta que todos sin excepción alcancemos la unidad que es fruto de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, la edad adulta, el desarrollo que corresponde al complemento de Cristo. Así ya no seremos niños, zarandeados y a la deriva por cualquier ventolera de doctrina, a merced de individuos tramposos, consumados en las estrategias del error. En vez de esto, siendo auténticos en el amor, crezcamos en todo aspecto hacia Aquel que es la cabeza, Cristo. De Él viene que el cuerpo entero, compacto y trabado por todas las junturas que lo alimentan, con la actividad peculiar de cada una de las partes, vaya creciendo como cuerpo, construyéndose él mismo por el amor40.

Aquí tenemos al varón adulto, cabeza y cuerpo, que consta de todos los miembros, que se complementarán a su tiempo, y que continuamente se van añadiendo al cuerpo, mientras se edifica la Iglesia, a la que se dice: Vosotros sois el cuerpo de Cristo y sus miembros41. Y en otro lugar: Por su cuerpo, que es la Iglesia42. Y también en otro: Aunque hay un solo pan, formamos muchos un solo cuerpo43. De la edificación de ese cuerpo se dice aquí: Con el fin de equipar a los consagrados para la tarea del servicio, para construir el cuerpo de Cristo; añadiéndose luego el punto que nos ocupa: Hasta que todos sin excepción alcancemos la unidad que es fruto de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, la edad adulta, el desarrollo que corresponde al complemento de Cristo, etc.Hasta dónde había de llegar esa medida en el cuerpo, lo manifiesta al decir: Crezcamos en todo aspecto hacia aquel que es la cabeza, Cristo. De Él viene el cuerpo entero, compacto y trabado por todas las junturas que lo alimentan, con la actividad peculiar de cada una de las partes...

Por consiguiente, como cada parte del cuerpo tiene su medida, así tiene la suya el pleno desarrollo del cuerpo, que consta de las demás; de ella se dice: El desarrollo que corresponde al complemento de Cristo. Recordó también ese desarrollo cuando dice de Cristo: Y a Él lo hizo, por encima de todo, cabeza de la Iglesia, que es su cuerpo, el complemento del que llena totalmente el universo44. Ahora bien, si hemos de relacionar esto con la forma de la resurrección en que ha de estar cada uno, ¿qué nos impediría, cuando se nombra al varón, entender también a la mujer, como si se hubiera puesto varón en lugar de hombre? Como cuando se dice: Dichoso el hombre que teme al Señor45, se entienden también incluidas las mujeres que temen al Señor.

CAPÍTULO XIX

Los defectos del cuerpo, que en esta vida son contrarios al decoro humano,
no existirán en la resurrección; donde, permaneciendo la sustancia natural,
la cualidad y el tamaño concurrirán a sólo la hermosura

1. ¿Qué puedo ya responder respecto a los cabellos y a las uñas? Entendido que nada del cuerpo ha de perderse hasta el punto de quedar en él algo deforme; se comprende también que lo que había de añadirse a su volumen, ocasionando una enorme deformidad, no se añadirá en aquellos lugares en que con ellos se afeara la belleza de los miembros. Como si se hiciera un vaso de barro y, reducido de nuevo al mismo barro, se hiciera de nuevo otro igual; no sería necesario que la parte del barro que había estado en el asa tornara al asa, y la que había formado el fondo tornara a formar el fondo, con tal de que todo volviera al todo, es decir, que todo aquel barro, sin pérdida de parte alguna, tornara a todo el vaso. Por esto los cabellos, tantas veces rasurados, y las uñas cortadas tantas veces, no volverán a sus lugares respectivos si hubieran de volver produciendo alguna deformidad; aunque no se perderán para nadie en la resurrección, porque serán cambiados con la mutabilidad de la materia en la misma carne; tendrán en ella el lugar del cuerpo, conservando siempre la conveniencia de las partes. Y esto contando con lo que dice el Señor: No perecerá un cabello de vuestra cabeza46, puede entenderse con más propiedad de la longitud que del número de los cabellos. Así dice en otra parte: Hasta los pelos de vuestra cabeza están todos contados47.

No digo esto como si pensara que algún cuerpo ha de perder algo que tenía por naturaleza; quiero poner de relieve que si algo había nacido deforme (no ciertamente por otro motivo que para demostrar también la condición penosa de los mortales), ha de tornar en tal suerte que, salvada la integridad de la sustancia, desaparezca la deformidad. Si puede el artista humano fundir de nuevo una estatua que por cualquier causa había salido deforme y hacerla hermosísima, sin desaparecer nada de la sustancia, sino sólo la fealdad; y si había algo deforme en la primera figura, no conveniente con la proporción de las partes, y puede el artista quitarlo o separarlo de donde lo había puesto, no totalmente, pero sí distribuyéndolo y mezclándolo con el conjunto, evitando la deformidad y conservando la cantidad, ¿qué hemos de pensar del Artífice omnipotente? ¿No podrá suprimir y destruir cualesquiera deformidades de los cuerpos humanos, no sólo las ordinarias, sino también las raras y monstruosas, que ciertamente son muy propias de esta mísera vida, pero que no se compaginan con la futura felicidad de los santos? ¿Y no podrá hacer esto de tal manera que sean cuales fueren esas deformidades, aun los apéndices naturales, pero indecorosos, de la sustancia corporal, queden suprimidos sin disminución de la misma?

2. No deben temer los flacos y los obesos que van a ser allí tales cuales ni aquí hubieran querido ser. Porque toda la belleza del cuerpo consiste en la armonía de sus partes con cierta tonalidad de color. Donde no hay armonía de las partes hay algo que ofende, ya por ser malo, o por ser poco, o por ser excesivo. Por consiguiente, no habrá deformidad alguna, efecto de la desproporción de las partes, donde se corrige lo que es defectuoso, o se suple, como sabe el Creador, lo que falta a la conveniencia, o se suprime el exceso, manteniendo su conveniente integridad la materia.

En cuanto a la tonalidad del color, ¿cuál será cuando los justos fulgirán como el sol en el reino de su Padre? Claridad que en el cuerpo de Cristo al resucitar, más bien que no existir, hay que pensar se escondió a los ojos de los discípulos. Porque no podría soportarla la débil vista humana cuando tuviera que fijarse en Él para reconocerlo. A esto se debió también que mostrara las cicatrices de sus heridas para que las tocaran, así como el que tomara alimento y bebida, no por necesidad de los alimentos, sino por la facultad que tenía de hacer esto. Hay cosas que, aun estando presentes, no las ven los ojos, aunque sí vean otras cosas. Por ejemplo, decimos que no veían los discípulos aquella claridad presente de Cristo, mientras veían otras cosas. A esto lo designan los griegos con la palabra ¦oras?a, palabra que, no pudiendo expresar los nuestros en latín, la tradujeron por cæcitas (ceguera). Que fue la que padecieron los de Sodoma al buscar la puerta de aquel varón justo sin poderla encontrar. Si aquello hubiera sido ceguera, que impide toda visión, no buscarían la puerta de entrada, sino guías del camino para alejarse de allí.

3. No sé qué afecto hacia los santos mártires nos lleva a querer ver en aquel reino las cicatrices de las heridas que en sus cuerpos sufrieron por el nombre de Cristo. Y seguramente las veremos. Porque no han de parecer como una deformidad, sino más bien como un honor; así como brillará en ellas la hermosura en su cuerpo, aunque no sea del cuerpo, sino de la virtud. Y, por supuesto, si a los mártires les hubiera sido amputado o quitado algún miembro, no estarán sin ese miembro en la resurrección de los muertos, según la promesa: No perecerá un cabello de vuestra cabeza. Si es conveniente en aquel nuevo mundo que se vean las muestras de las gloriosas heridas en aquella carne inmortal, aparecerán las cicatrices donde fueron heridos o cortados los miembros, pero habiéndoles sido devueltos, no perdidos, esos miembros. Así, aunque no aparezcan allí todos los defectos que afectaron al cuerpo, tampoco se tomarán como defectos las señales de la virtud.

CAPÍTULO XX

En la resurrección de los muertos será restaurada íntegramente la naturaleza
de los cuerpos de cualquier modo que se hayan descompuesto

1. No se puede admitir que para resucitar los cuerpos y tomarlos a la vida no pueda la omnipotencia del Creador restablecer todas las partes que hayan devorado las bestias o consumido el fuego, o hayan sido reducidas a polvo y ceniza, o disueltas en el agua, o evaporadas en el aire. Tampoco se puede admitir que haya escondrijo o lugar secreto alguno en la Naturaleza que mantenga algún resto tan alejado de nuestros sentidos que escape al conocimiento o poder del Creador de todas las cosas. Queriendo Cicerón, máxima autoridad para los adversarios, definir, según su alcance, a Dios, dice: «Es un espíritu independiente y libre, ajeno a todo cuerpo mortal, que conoce y mueve todas las cosas, y dotado de un movimiento eterno». Encontró estas ideas en la doctrina de los grandes filósofos. Así, por usar su mismo lenguaje, ¿cómo puede haber cosa alguna que se oculte al que lo conoce todo, o escape irrevocablemente al que todo lo mueve?

2. Se nos presenta así ya la solución de la cuestión que parece más difícil que las demás: cuando la carne de un hombre muerto se hace carne de otro vivo, ¿a cuál de los dos le corresponderá en la resurrección? Puede presentarse el caso de alguien que por el hambre se alimente de cadáveres humanos. Así nos lo atestigua la Historia antigua y nos lo han demostrado desgraciadas experiencias de nuestros tiempos. ¿Pretenderá alguno demostrar con razones verídicas que pasó todo a través de los intestinos sin haber asimilado nada en su carne, cuando la debilidad que existió y dejó de existir demuestra claramente las pérdidas suplidas por aquellos alimentos?

Ya he adelantado un poco antes algún detalle que debe servir para resolver esta dificultad. Todas las carnes que consume el hambre son evaporadas en el aire, de donde dijimos puede el Dios omnipotente recoger todo lo que desaparece. Por lo tanto, aquella carne le será devuelta al hombre en que primero comenzó a ser carne humana, puesto que el otro la tenía como prestada, y, como un dinero ajeno, debe retornar a aquel de quien se tomó. En cambio, a éste, que había sido víctima del hambre, le será devuelta la suya por quien puede reunir incluso las cosas que se han evaporado. Y aun en el supuesto de que hubiera desaparecido totalmente, y no quedara resto alguno de ella en los escondrijos de la tierra, la repararía el Omnipotente sacándola de donde fuese. Que teniendo en cuenta la sentencia de la Verdad de que no perecerá un cabello de vuestra cabeza, es absurdo pensar que pueden desaparecer tales carnes devoradas y consumidas por el hambre cuando no puede desaparecer ni un cabello de la cabeza.

3. Consideradas y tratadas a tono con nuestra capacidad todas estas cuestiones, nos queda como resumen que, en la resurrección de la carne, el tamaño de los cuerpos tendrá para siempre las proporciones que tenía la exigencia corporal de una juventud perfecta o perfeccionable, conservada la debida belleza en las proporciones de todos los miembros. Para conservar esas bellas proporciones, si se hubiera quitado algo a alguna monstruosidad indecorosa nacida en cualquier parte, a fin de que se distribuya por todo el cuerpo, de suerte que no perezca y a la vez se mantenga en todo la debida proporción de las partes, no es absurdo admitir que se puede añadir algo de aquello a la talla del cuerpo; así, conservando la belleza, se distribuye entre todas las partes lo que, si sobresaliese mucho en una, ciertamente sería un defecto.

Si alguno quiere defender que cada uno resucitará con la misma estatura del cuerpo en que murió, no se le ha de contradecir con tenacidad, siempre que se excluya toda deformidad, flaqueza, pesadez, corrupción y todo lo que puede desdecir de aquel reino, en que los hijos de la resurrección y de la promesa han de ser iguales a los ángeles de Dios, si no en el cuerpo y en la edad, sí ciertamente en la felicidad.

CAPÍTULO XXI

Novedad del cuerpo espiritual, en que se trocará la carne de los santos

Síguese que cuanto perdieron los cuerpos en vida o en el sepulcro después de la muerte les será restituido, y junto con todo ello lo que quedó en el sepulcro resucitará trocado de la vetustez del cuerpo animal en la novedad del cuerpo espiritual, y todo revestido de incorrupción e inmortalidad. Y aunque por algún grave accidente o crueldad de los enemigos el cuerpo hubiera sido reducido totalmente a polvo y lanzado al aire, y -si fuera posible- al agua, y no quedara de él parte alguna, no podrá sustraerse en modo alguno a la omnipotencia del Creador, sino que no se perderá en él un cabello de su cabeza. Así, pues, estará sometida al espíritu la carne espiritual, pero al fin carne, no espíritu; como estuvo en la carne el mismo espíritu carnal, pero al fin espíritu, no carne. De lo cual tenemos experiencia en la deformidad de nuestro castigo. Pues no eran carnales según la carne, sino según el espíritu, a los que dijo el Apóstol: No he podido hablaros como a hombres espirituales, sino como a carnales48. En esta vida se le llama al hombre espiritual, pero de forma que es todavía carnal según el cuerpo, y ve en sus miembros otra ley que resiste a la ley de su espíritu49; y entonces será espiritual incluso por su cuerpo, cuando la misma carne haya resucitado de tal forma que tenga lugar lo que está escrito: Se siembra un cuerpo animal, resucita un cuerpo espiritual50.

Hacer, pues, conjeturas sobre la gracia del cuerpo espiritual y sus proporciones, como no tenemos experiencia, me parecerá siempre una temeridad. Sin embargo, como para dar gloria a Dios no debe pasarse en silencio el gozo de nuestra esperanza, y como de lo íntimo del corazón ardiente de amor santo se escribió: Señor, yo he amado el decoro de tu casa51, por los beneficios que en esta vida miserable otorga a los buenos y a los malos, hemos de conjeturar, con su gracia y según nuestros alcances, cuán grande será aquello que, por no haberlo experimentado aún, no podremos expresar dignamente.

Paso por alto el haber creado al hombre recto; paso por alto la vida feliz de aquellos dos cónyuges en la fecundidad del Paraíso, puesto que fue tan breve que no llegaron a gustarla ni sus hijos; ¿quién podrá explicar las pruebas de la bondad de Dios para con el género humano en esta vida que conocemos, en la que aún vivimos, cuyas tentaciones, mejor, cuya tentación continuada, mientras estamos en ella y por mucho que progresemos, no dejamos de soportar?

CAPÍTULO XXII

Males y miserias a que está sujeto el género humano por mor de la primera caída,
y de los que no se libra nadie sino por la gracia de Cristo

1. Con relación al origen primero, esta misma vida, si tal se puede llamar, llena como está de tantos y tamaños males, nos atestigua que todo el linaje humano fue condenado. ¿Qué otra cosa nos indica la espantosa profundidad de la ignorancia, de donde proceden todos los errores que abarcan en su tenebroso seno a todos los hijos de Adán, de los que no puede librarse el hombre sin esfuerzo, dolor y temor? ¿Qué otra cosa indica el amor de tantas cosas inútiles y nocivas, del cual proceden las punzantes preocupaciones, las inquietudes, tristezas, temores, gozos insensatos, discordias, altercados, guerras, asechanzas, enojos, enemistades, engaños, la adulación, el fraude, el hurto, rapiña, perfidia, soberbia, ambición, envidia, homicidios, parricidios, crueldad, maldad, lujuria, petulancia, desvergüenza, fornicaciones, adulterios, incestos y toda serie de estupros de ambos sexos contra la naturaleza, que sería torpe citar; los sacrilegios, las herejías, blasfemias, perjurios, opresiones de inocentes, calumnias, asechanzas, prevaricaciones, falsos testimonios, juicios injustos, violencias, latrocinios y todo el cúmulo de males semejantes que no vienen ahora a la mente, pero que no se alejan de los hombres a través de esta vida?

Cierto que todas estas obras son propias de los malvados, pero procedentes de aquella raíz de ignorancia y amor perverso con que nace todo hijo de Adán. ¿Quién desconoce, en efecto, con qué ignorancia de la verdad, ya patente en la infancia, y con qué abundancia de concupiscencia vana, que comienza ya a manifestarse en los niños, viene el hombre a esta vida, de suerte que, si se le deja vivir a sus anchas y hacer cuanto se le antoja, llega a perpetrar todos o muchos de los crímenes y torpezas que he citado y otros que no he podido citar?

2. Pero la divina Providencia no abandona en modo alguno a los condenados. Dios, a pesar de su ira, no escatima sus misericordias52. Por eso la ley y la enseñanza velan en la misma conciencia del género humano contra las tinieblas en que nacemos, y se oponen a esos malos impulsos, aunque ellas también abunden en trabajos y dolores. ¿Qué es, si no, lo que pretenden tantos miedos como se emplean para reprimir los caprichos de los niños? ¿Qué intentan los pedagogos, los maestros, las férulas, las correas, las varas, la disciplina con que dice la santa Escritura hay que tundir los costados del hijo amado para que no crezca indómito y se haga difícil, o sea imposible de corregir si se le deja endurecer?53 ¿Qué se persigue con todos estos castigos sino instruir la ignorancia y refrenar las malas inclinaciones, males con los que venimos a este mundo? Y ¿qué significa que con trabajo recordamos y olvidamos sin él, con trabajo aprendemos e ignoramos sin él, con trabajo somos esforzados e indolentes sin él? ¿No demuestra esto claramente adónde tiende como por su peso y a qué es propensa la naturaleza viciosa, y qué auxilio tan grande necesita para librarse? La indolencia, la lentitud, la pereza, la negligencia son vicios que a todas luces tratan de huir el trabajo, cuando el mismo trabajo, en sí tan útil, es un castigo.

3. Pero, aparte de los castigos de la infancia, sin los cuales no es posible aprender lo que quieren los mayores, que apenas aciertan a desear algo útil, ¿quién podrá expresar de palabra y quién comprender con el pensamiento el número y la gravedad de las penas que agitan al género humano, que no se refieren precisamente a la maldad y perversidad de los impíos, sino a la condición y miseria común? ¿Cuál no es el miedo y las calamidades que tienen su origen en las orfandades y en los duelos, en los daños y condenas, en las decepciones y trampas de los hombres, en las falsas sospechas, en todos los crímenes violentos y tropelías de los demás? En realidad, de ellos proceden con frecuencia el pillaje y el cautiverio, las prisiones y las cárceles, los destierros y las torturas, las mutilaciones y la privación de los sentidos, la opresión del cuerpo para saciar la lujuria del opresor y otra serie de horrendas fechorías.

¿Qué males no se sufren por los innumerables accidentes externos, tan terribles para el cuerpo; por los calores y los fríos; por tempestades, lluvias, inundaciones, relámpagos y truenos, rayos y granizo, movimientos y resquebrajamientos de tierras, derrumbamientos opresores, tropiezos, temor y aun malicia de las caballerías, tantos envenenamientos de las frutas, las aguas, los aires y las bestias, las molestas y aun mortíferas mordeduras de las fieras, la rabia procedente de un perro rabioso, que de animal apacible y tan amigo de su dueño se convierte a veces en más terrible y salvaje que los leones y dragones, y con su pestífero contagio, a quien ha mordido lo vuelve rabioso, más temible para su consorte e hijos que cualquier bestia?

¿Qué contrariedades no sufren los navegantes y los caminantes? ¿Quién camina por cualquier parte sin estar expuesto a impensados accidentes? Hubo un hombre que, volviendo sano del foro por su pie, sufrió una caída, se rompió una pierna, y a consecuencia de esa herida terminó su vida. ¿Quién parece más seguro que el que está sentado? Cayó el sacerdote Helí de la silla en que estaba sentado y murió54.

Los campesinos, y todos los hombres, ¿no temen muchos y grandes accidentes para los frutos de los campos de parte del cielo, de la tierra y de los animales nocivos? Y aun teniendo ya recogidos y encerrados los frutos, viene de pronto, como hemos conocido casos, una riada y saca de los graneros y arrebata la excelente cosecha de grano mientras huyen despavoridos los hombres.

Y ¿quién puede fiarse de su inocencia contra las mil maneras de ataques de los demonios? Pues para que no nos confiemos, ya ha ocurrido que hasta los niños bautizados, cuya inocencia cabal es bien notoria, se ven tan atormentados a veces que -por permisión especial de Dios- quede bien clara la lamentable calamidad de esta vida y la felicidad anhelable de la otra.

Por lo que se refiere al cuerpo, son tantas las enfermedades que lo aquejan que ni en los libros de los médicos se encuentran reseñadas. En muchas de ellas, mejor en casi todas, los mismos remedios y medicamentos son otros tantos tormentos, viéndose los hombres libres de sus penas precisamente con la ayuda de remedios penosos. ¿No ha llevado a los hombres sedientos la sed ardiente a beber la orina humana, incluso la propia? Y ¿no ha obligado el hambre a no poder ni abstenerse de la carne humana, y a comer no sólo a hombres hallados muertos, sino asesinados precisamente para esto, y no únicamente a los extraños: hasta las madres comieron a sus propios hijos con una crueldad increíble, azuzada por un hambre rabiosa?

El mismo sueño, que ha recibido con toda propiedad el nombre de descanso, ¿quién puede explicar con palabras las imágenes nocturnas con que se ve atormentado tantas veces, y con qué tremendos terrores, aunque imaginarios, perturba el alma miserable y sus sentidos, presentándolos en cierto modo con tal viveza que no pueden distinguirse de los verdaderos? Aun los que están en vela se sienten agitados más lamentablemente por semejante falsedad de visiones en determinadas enfermedades o casos de envenenamiento; hasta los hombres sanos se ven engañados a veces por los malignos espíritus con tales ilusiones que, aunque no logren atraerlos así a su partido, se burlan de sus sentidos con el solo deseo de arrastrarlos de cualquier modo a sus falsedades.

4. De semejante vida, tan infernal, tan miserable, sólo puede librarnos la gracia de Cristo Salvador, Dios y Señor nuestro. Esto es precisamente lo que significa el nombre de Jesús, ya que se traduce como Salvador; sobre todo, con vistas a que, después de ésta, sea una vida, y no una muerte más miserable y eterna la que nos reciba en su seno. Pues aunque en esta vida haya grandes consuelos de los males, mediante las cosas santas y los santos, sin embargo, no siempre se otorgan estas ventajas a quienes las solicitan, no vaya a suceder que por este motivo se practique la religión, que debe buscarse más por la otra vida, donde no habrá mal alguno, y para esto se concede a todos los mejores la ayuda de la gracia en estas calamidades para que se toleren con un corazón tanto más esforzado cuanto más fiel.

La misma filosofía, dicen los sabios de este mundo, es útil para esto, afirmando, como Cicerón, que se la conceden los dioses en toda su pureza sólo a unos pocos; don, dice él, el más precioso que pudieron dar los dioses a los humanos. Y esto hasta tal punto que los mismos a quienes tratamos de debelar se han visto forzados a confesar como una gracia divina la posesión no de una cualquiera, sino de la verdadera filosofía.

Ahora bien, si el único auxilio de la verdadera filosofía contra las miserias de esta vida lo ha concedido Dios a unos pocos, bien claramente aparece que el género humano está condenado a sufrir los castigos de esas miserias. Y como, según confiesan ellos, no hay don de más valor que éste, es preciso admitir que no puede dios alguno dárselo, sino el que, entre los muchos que ellos honran, reconocen como el mayor de todos.

CAPÍTULO XXIII

Males particulares que, además de los comunes a buenos y malos,
sirven para ejercitar a los justos

A más de los males de esta vida, comunes a buenos y a malos, tienen en ella los justos sus propios trabajos: luchan contra los vicios, y se encuentran expuestos a las tentaciones y peligros de tales combates. Unas veces con más reciedumbre, otras con más calma, no deja la carne de ser opuesta en sus deseos al espíritu y el espíritu en los suyos a la carne, no haciendo lo que queremos, aplastando totalmente la mala concupiscencia, sino que, ayudados por la divina gracia, procuremos someterla no consintiendo en sus atractivos55. Vigilemos de continuo para que no nos engañe una falsa apariencia de verdad, ni nos embauque el discurso elegante, ni se desplieguen ante nosotros las tinieblas del error, ni se tome lo bueno por malo ni lo malo por bueno, ni el miedo nos aparte de nuestras obligaciones, ni se ponga el sol durante nuestro enojo56, ni la enemistad nos provoque a devolver mal por mal, ni nos consuma una tristeza indigna y sin medida, ni la mente ingrata se muestre tarda en corresponder a los beneficios, ni la buena conciencia se deje abatir por maldicientes rumores, ni nos fascine la sospecha temeraria, ni quebrante nuestro espíritu la ajena sospecha falsa, ni reine el pecado en nuestro cuerpo mortal para someternos a sus deseos, ni se sujeten nuestros miembros como arma de iniquidad al pecado57, ni vaya nuestro ojo tras los malos deseos, ni se sobreponga el ansia de la venganza, ni se entretenga la vista o el pensamiento en el deleite que arrastra al mal, ni se escuche de buen grado la palabra desvergonzada o indecente, ni se haga lo que no es lícito, aunque agrade; finalmente, que en esta contienda rebosante de trabajos y peligros no esperemos conseguir la victoria por nuestras propias fuerzas, ni la atribuyamos a ellas si la hemos conseguido, sino a la gracia de Aquel de quien nos dice el Apóstol: Demos gracias a Dios, que nos da esta victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo58. Así como dice también en otro lugar: Todo esto lo superamos de sobra gracias al que nos amó59.

Tengamos presente con todo, por mucho valor que despleguemos en la lucha contra los vicios, y aunque los hayamos superado ya y sometido, tengamos presente que mientras estamos en este cuerpo no nos faltará nunca motivo para decir a Dios: Perdónanos nuestras deudas60. En cambio, en el reino donde estaremos para siempre con cuerpos inmortales ni habrá lucha alguna ni deudas; ni las habría habido nunca en parte alguna si nuestra naturaleza hubiera permanecido recta como fue creada. Y por ello también esta situación conflictiva en que nos debatimos y de la que deseamos vernos libres con la última victoria es propia de los males de esta vida, que con el testimonio de tantas y tan graves miserias comprobamos se halla entregada a la condenación.

CAPÍTULO XXIV

Bienes de que el Creador ha colmado esta vida, aunque sujeta a la condenación

1. Es tiempo ya de considerar la calidad y cantidad de bienes con que la bondad del mismo que administra cuanto ha creado colmó esa misma miseria del género humano, en que campea la alabanza de la justicia que castiga. En primer lugar, ni aun después del pecado tuvo a bien retirar la bendición que había dado antes del pecado diciendo: Creced, multiplicaos, llenad la tierra61, y permaneció en el linaje humano la fecundidad otorgada; así como tampoco el vicio del pecado, por el que se nos infligió la muerte inevitable, pudo suprimir la admirable virtud de las semillas ni la más admirable aún, productora de esas mismas semillas, virtud depositada y como inoculada en los cuerpos humanos. Por el contrario, corren juntos en este río, en ese torrente del género humano los dos elementos: el mal que se arrastra desde el primer padre y el bien que otorga el Creador. En el mal original hay dos cosas: el pecado y la pena; en el bien original, otras dos: la propagación y la conformación.

Por lo que se refiere a nuestro plan presente, ya hemos hablado bastante sobre esos dos males: el uno, procedente de nuestra audacia, esto es, el pecado; el otro, el castigo, del juicio de Dios. Ahora me propongo tratar de los bienes de Dios, que comunicó a la misma naturaleza, viciada como estaba y condenada, y continúa concediendo hasta ahora. En realidad, al lanzar sobre ella esa condenación, ni le arrebató todo lo que le había dado (de otra manera ni existiría siquiera) ni la emancipó de su potestad, incluso cuando la sujetó al diablo, para su castigo, ya que ni al mismo diablo ha excluido de su imperio. La subsistencia misma de la naturaleza diabólica es obra de su mano soberana, como lo es cualquier cosa que de algún modo existe.

2. Pasemos a aquellos dos bienes que dijimos manaban como de la fuente de su bondad en la naturaleza viciada por el pecado y condenada al castigo. El primero, la propagación, lo otorgó junto con su bendición a las obras del mundo, de las cuales descansó el día séptimo; la conformación o perfeccionamiento la está llevando a cabo hasta el presente62. Si efectivamente sustrajera su potencia eficaz, ni podrían continuar su curso y cumplir el tiempo con la regularidad de sus movimientos ni permanecerían en el mínimo que tienen de criaturas. Dios, pues, creó al hombre en tales condiciones que le añadió la fecundidad generadora de otros hombres, asociándoles la misma posibilidad de la propagación, aunque no la necesidad; bien que se la quitó a quienes le plugo y se quedaron estériles. Sin embargo, no le quitó al género humano esa bendición de engendrar otorgada a la primera pareja. Pero esta propagación, aunque no fue suprimida por el pecado, no es, sin embargo, como hubiera sido si nadie hubiera pecado. Desde que el hombre, colocado en tal honor, por su pecado fue comparado con los animales, engendra de modo semejante a ellos, aunque no se ha apagado en él el destello de la razón, que le hace ser a imagen de Dios.

Claro que si no concurriera la conformación a esta propagación, no tendría lugar según sus propias formas y modos, ya que si no se hubiera dado la unión entre el hombre y la mujer, y, con todo, quisiera Dios llenar la tierra de hombres, lo mismo que creó uno sin esa unión, hubiera podido crearlos a todos; y, en cambio, aunque ellos tuvieran esas relaciones, no podrían engendrar sin su obra creadora. Como dice el Apóstol sobre la formación espiritual, por la cual se forma el hombre en orden a la piedad y la justicia: ni el que planta significa nada ni el que riega tampoco; cuenta el que hace crecer, o sea, Dios63, otro tanto tendríamos que decir a este propósito: «Ni quien se acuesta con alguien ni el que siembra son algo, sino Dios que da la forma. Ni la madre que lleva lo concebido y lo alimenta ya dado a luz es algo, sino Dios que da el desarrollo». Efectivamente, Él mismo con su operación, que continúa hasta el presente, es el que hace que las semillas cumplan sus tiempos y, despojadas de ciertas envolturas latentes e invisibles, adopten la hermosura de estas formas que contemplamos.

Él también, uniendo y asociando por modos maravillosos las naturalezas incorpórea y corpórea, aquélla para dar órdenes y ésta para obedecer, produce el ser animado. Obra ésta tan grande y admirable que no sólo en el hombre, animal racional, y por ello más excelente y aventajado que todos los seres animados terrenos, sino hasta en el más insignificante ratoncillo deja atónita la mente de quien con atención lo medita y le hace prorrumpir en alabanzas del Creador.

3. Es Él quien ha dado la mente al alma humana, aunque en el infante la razón y la inteligencia se encuentren como adormecidas, como si no existieran, y han de ser excitadas y ejercitadas con el desarrollo de la edad para llegar a hacerse capaces de la ciencia y de la doctrina, y hábiles para percibir la verdad y el amor del bien. Con esa capacidad ya puede el hombre gustar la sabiduría y adornarse con las virtudes. Con ellas, con la prudencia, la fortaleza, la justicia y la templanza luchará contra los errores y restantes vicios innatos, y los superará, no llevado del deseo de cosa alguna, sino del sumo e inmutable bien. Y aunque no llegue a conseguirlo, ¿quién puede explicar cabalmente, ni siquiera pensarlo, qué bien tan grande, qué obra admirable del Omnipotente en esa misma capacidad de tales bienes otorgada por obra divina a la naturaleza racional?

Además del arte del bien vivir y de llegar a la felicidad inmortal, arte que llamamos virtud, y que se da solamente por la gracia de Dios, que está en Cristo, a los hijos de la promesa y del reino, ¿no es obra del ingenio humano el descubrimiento y ejercicio de tantas y tan excelentes artes, en parte necesarias y en parte por placer? ¿Y no da testimonio esa excelente pujanza de la mente y de la razón, aun en estas cosas superfluas y hasta peligrosas y supersticiosas que apetece, no da testimonio del inmenso tesoro que encierra su naturaleza, de que pudo descubrir, aprender o practicar tales artes? Ahí tenemos las obras maravillosas y estupendas a que ha llegado la industria humana en la confección de vestidos y en la construcción; las metas alcanzadas en la agricultura y en la navegación; la perfección que ha imaginado y logrado en la fabricación de ciertos vasos y en la variedad de estatuas y pinturas; las realizaciones que ha llevado a las tablas, tan admirables para los espectadores como increíbles de ser conseguidas y exhibidas para los oyentes; los formidables recursos descubiertos en la caza, muerte y doma de las bestias salvajes; cuántas clases de venenos, de armas y máquinas contra los mismos hombres, y cuántos medicamentos y recursos ha inventado también para la defensa y reparación de la vida corporal; cuántos condimentos y excitantes del placer y la gula; qué multitud y variedad de signos para manifestar e inculcar las ideas, en las que desempeñan un papel tan principal la palabra y la escritura; qué recursos del lenguaje, qué abundancia de ritmos diversos para deleitar los espíritus; qué cantidad de instrumentos musicales, qué variedad en el canto para recreo del oído; con qué sagacidad ha adquirido una inmensa pericia de las dimensiones y de los números, del giro y orden de las estrellas. ¿Quién podría, finalmente, expresar el vasto conocimiento con que se ha enriquecido sobre las cosas mundanas, en especial si queremos recorrer cada sector en particular, no considerando todo en montón? Y ya, para terminar, ¿quién será capaz de apreciar con qué grandeza brilló el ingenio de herejes y filósofos en la defensa de sus errores y falsedades?

Hablamos sólo de la naturaleza de la mente humana, que caracteriza a esta vida mortal, no de la fe y del camino de la verdad, con que se consigue la vida inmortal. Siendo el Dios verdadero y supremo el creador de naturaleza tan excelente, gobernando Él cuanto hizo y teniendo el supremo poder y la suprema justicia, no hubiera caído aquélla en las miserias actuales ni después de ellas caminaría a las eternas -con excepción de sólo los que se han de librar- si no hubiera precedido un pecado enorme en el primer hombre, del que nacieron los demás.

4. Hemos también de parar la atención en el mismo cuerpo: aunque lo tengamos común con las bestias y sea más débil que muchas de ellas, ¿qué bondad de Dios, qué providencia de tan alto Creador no brilla en él? ¿No están en él ordenados los sentidos y dispuestos los restantes miembros, no está toda su configuración y su estatura adaptada, manifestando que fueron hechos para el servicio del alma racional?

No fue, de hecho, creado el hombre como los animales irracionales que vemos inclinados hacia la tierra; la forma del cuerpo levantada hacia el cielo le exhorta a centrarse en las cosas de arriba. Y esa maravillosa agilidad de su lengua y de sus manos, tan idónea y apropiada para hablar y para escribir, lo mismo que para realizar obras de las más variadas artes y oficios, ¿no muestra con suficiente claridad la excelente cualidad de un alma a quien se ha dado un cuerpo tal para su servicio?

Aunque, dejando a un lado las necesidades de esas obras, la conveniencia de todas las partes es tan armoniosa y se corresponde con simetría tan hermosa que no se podría afirmar si en la creación del cuerpo se tuvo más en cuenta la utilidad que la belleza. Realmente, no vemos en el hombre nada creado que tenga un fin utilitario y a la vez no sea una expresión de belleza. Esto nos aparecería más claro si conociéramos las proporciones que unen entre sí todas estas partes. Quizá pudiera llegar a investigarlas la habilidad humana con una atención especial en los detalles que aparecen al exterior. En cambio, no es fácil que nadie llegue a descubrir las partes que están ocultas y alejadas de nuestras miradas, como las sinuosidades de las venas, nervios y vísceras, lugares secretos de las partes esenciales de la vida. Aunque la diligencia cruel de los médicos que llaman anatómicos ha desgarrado los cuerpos de los muertos y hasta de los que mueren entre sus manos mientras cortan y examinan, y aunque ha escudriñado asaz inhumanamente hasta lo más recóndito en las carnes humanas para llegar a conocer qué es lo que había que curar, cómo habían de hacerlo y en qué lugares había que aplicar el remedio; sin embargo, ¿hemos de decir que no pudo nadie encontrar -porque no osó buscar- esas proporciones de que consta la disposición que los griegos llaman ἁρμονία, extrínseca e intrínseca de todo el cuerpo a la manera de un instrumento de música? Si se hubieran podido conocer esas medidas o proporciones, incluso en las vísceras interiores (que no muestran ningún atractivo), sería tal la belleza que encandilaba a la razón, que la tendría por muy superior a la belleza aparente que le entra por los ojos.

Hay, por otra parte, algunos elementos en el cuerpo que sólo muestran cierta belleza, no utilidad alguna; como ocurre con las mamilas en el pecho del varón, con la barba de su rostro, que no es ciertamente una defensa, sino un adorno del varón, como lo indica el rostro lampiño de la mujer, que, como más débil, sería preciso proteger con más seguridad. Por consiguiente, si no hay miembro alguno, al menos en los más destacados (de lo cual no duda nadie), que esté acomodado a su función sin que a la vez tenga belleza, y, por otra parte, existen algunos en que se encuentra sólo belleza sin utilidad, claramente se deduce, según mi opinión, que en la creación del cuerpo se antepuso la dignidad a la necesidad. Ésta sabemos es pasajera, y ha de venir un tiempo en que nos gozaremos mutuamente de sola la belleza sin mezcla de pasión. Lo cual ha de ceder, sobre todo, en alabanza del Creador, a quien se dice en el salmo: Te vistes de belleza y majestad64.

5. Ahora bien, ¿qué composición literaria podría reflejar dignamente la belleza y utilidad de las demás criaturas que otorgó la prodigalidad divina para recreo y provecho del hombre, aunque arrojado y condenado a estos trabajos y miserias? Harto brilla y resplandece en la fúlgida y variada hermosura del cielo, la tierra y el mar; en las frondosidades de los bosques, los colores y aromas de las flores; en la multitud y diversidad de parleras y pintadas aves; en la multiforme hermosura de tantos y tan grandes animales, de los cuales suscitan mayor admiración los que son más pequeños (más nos sorprendemos ante las obras de las hormigas y las abejas que ante los desmesurados cuerpos de las ballenas); en el espectáculo grandioso del mismo mar, cuando se nos presenta engalanado de diversos colores como otros tantos vestidos, y ya aparece verde con mil matices, ya purpúreo, ya azulado. ¿Con qué placer no se contempla también cuando se embravece, y se origina mayor deleite por recrear al que lo contempla sin azotar ni sacudir al navegante? Y ¿qué diremos de la abundancia de alimentos esparcidos por todas partes contra el hambre? ¿Qué de la diversidad de exquisitos sabores contra el hastío, derramados en las riquezas de la Naturaleza, no inventados por el trabajo y la habilidad de los cocineros? ¿Qué recursos para defender y recuperar la salud no se encuentran en tantas cosas? ¡Qué grata sucesión en la alternación del día y de la noche, qué acariciadora la temperatura del ambiente! ¡Y cuánta materia para confeccionar los vestidos tanto en los frutos como en los animales! ¿Quién sería capaz de enumerar todo esto?

Sólo estos ejemplos, que he querido citar como en resumen, si quisiera soltarlos como envoltorios bien cerrados y desarrollarlos, ¿cuánto tendría que detenerme en cada uno de ellos, que tantísimos misterios encierran en sí? Y hay que tener presente que todo esto no es sino consuelo de los miserables y condenados, no recompensa de los bienaventurados. ¿Cuáles serán, pues, aquellas recompensas si estos consuelos son tantos, tan grandes y de tal calidad? ¿Qué no dará a los que predestinó a la vida quien ha dado todo esto, incluso a los que predestinó a la muerte? ¿De qué bienes no hará partícipes en la vida bienaventurada a aquellos por quienes ha querido que su Hijo unigénito soportara hasta morir males tan grandes en esta vida calamitosa? Por eso, el Apóstol, hablando de esos predestinados al reino, dice:Quien no escatimó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo es posible que con Él no nos lo regale todo?65

Ahora bien, cuando se cumpla esta promesa, ¿qué seremos, cómo nos encontraremos, qué bienes recibiremos en aquel rei­no si con la muerte de Cristo por nosotros hemos recibido ya tal prenda? ¿Cómo estará entonces el espíritu del hombre sin vicio alguno a que estar sujeto ni al cual ceder, ni contra el cual, aún loablemente, combatir, inmerso en la paz de una virtud acabada? Y ¿cuán inmenso, cuán hermoso y seguro no será allí el conocimiento de todas las cosas, sin lugar a error y sin esfuerzo para adquirirlo, abrevándose en la mismísima fuente de la sabiduría de Dios, con felicidad suprema, sin dificultad alguna? ¿Cómo estará entonces el cuerpo, sometido en todo al espíritu, totalmente vivificado por él, sin necesidad de alimento alguno? Porque ya no será entonces animal, sino espiritual, conservando ciertamente la sustancia de la carne, pero sin resto de corrupción carnal.

CAPÍTULO XXV

Sobre la contumacia de algunos impugnadores de la resurrección de la carne,
en la que, como se ha dicho, cree todo el mundo

Sobre los bienes del espíritu, que éste ha de gozar perfectamente feliz después de esta vida, están de acuerdo con nosotros filósofos bien conocidos; pero se nos enfrentan en relación con la resurrección de la carne, que niegan rotundamente. En cambio, son tantos los que la creen que achicaron el número de los que la niegan, y cultos e indoctos, sabios del mundo e ignorantes, se convirtieron con fiel corazón a Cristo, que demostró en su resurrección lo que a aquéllos les parece un absurdo. Creyó, en efecto, el mundo lo que Dios anunció; así como también anunció Él que el mundo había de abrazar esta fe. Y no fueron precisamente los maleficios de Pedro los que forzaron a anunciar esta fe con aprobación de los creyentes tanto tiempo antes. Pues es el mismo Dios, a quien (como ya dije algunas veces y no tengo reparo en recordar), según confesión de Porfirio -que trata incluso de demostrarlo por los oráculos de sus dioses-, tienen terror las mismas divinidades; a tal grado llevó su alabanza, que lo llamó Dios Padre y Rey.

Dios anunció que el mundo había de creer. Nosotros guardémonos de interpretar las profecías al estilo de los que no han compartido esa fe con el mundo. ¿No será mejor creer, como se anunció tanto tiempo antes sobre la fe del mundo, y no como parlotea este puñado de filósofos que se niegan a creer junto con el mundo, como de la creencia del mismo se había anunciado? Si afirman que hay que creerlo en otro sentido (y esto lo hacen para no caer en injuria a Dios al afirmar que se habían escrito inútilmente tales profecías, porque de Dios ellos dan un testimonio muy elocuente), con este cambio de sentido -repito- están haciendo a todas luces una injuria tan grave o mayor: proclaman una interpretación diversa de cómo ha creído el mundo, este mundo alabado por Dios porque había de creer, al que prometió esa fe y la llevó a efecto. Porque una de dos: ¿es que le resulta a Dios imposible resucitar la carne y darle vida sin término, o es que es indigno dar fe a las obras anunciadas porque son malas y desdicen de Dios?

Hemos dicho ya muchas cosas sobre su omnipotencia, realizadora de tantas y tamañas maravillas. Si pretenden encontrar algo que escape al poder del Omnipotente, lo tienen bien claro; yo se lo diré: no puede mentir. Demos, pues, fe a lo que puede y rechacemos lo que no puede. Y como ellos no creen que pueda mentir, deberán creer que realizará lo que prometió realizar; crean como ha creído el mundo, de quien anunció que había de creer, a quien alabó porque había de creer, de quien prometió había de creer, en quien demostró que ya había creído.

En cuanto a la otra cuestión, ¿cómo demuestran que la resurrección es un mal? No habrá allí corrupción alguna, que es el mal del cuerpo. Sobre el orden de los elementos ya hemos tratado; sobre las conjeturas de otros hemos dicho también bastante. Sobre cuál ha de ser la facilidad de movimientos en un cuerpo incorruptible, creo lo hemos demostrado suficientemente en el libro XIII66, tomando ocasión del estado actual de una salud excelente, aunque en modo alguno pueda compararse con aquella inmortalidad. Lean, pues, esos pasajes de esta obra los que no los han leído o quieren recordar lo que leyeron.

CAPÍTULO XXVI

La afirmación de Porfirio de que las almas, para ser felices, deben evitar todo cuerpo,
es refutada por la sentencia de Platón; éste sostiene que el Dios supremo
ha prometido a los otros dioses no ser despojados de sus cuerpos

Pero Porfirio -replican- afirma que el alma, para ser feliz, debe huir de todo cuerpo. Y así, nada interesa que el cuerpo haya de ser incorruptible, como dijimos, si el alma no será feliz más que huyendo precisamente de todo cuerpo.

Sobre esta cuestión ya hablé en su momento oportuno en el citado libro; no obstante, voy a recordar ahora un solo punto. Es Platón, el maestro de todos éstos, quien ha de corregir sus libros y afirmar que sus dioses, para ser felices, han de huir de los cuerpos, esto es, han de morir, dioses que él afirmó se encontraban encerrados en cuerpos celestes. Y, sin embargo, a fin de que pudieran estar seguros, Dios, que los había creado, les prometió la inmortalidad, una permanencia eterna en los mismos cuerpos, no porque lo exigiera la naturaleza
de los mismos, sino porque prevaleció el plan de Dios. Con esta afirmación echa por tierra también lo que dicen ellos: que no debe creerse la resurrección de la carne por ser imposible. Con toda claridad, en efecto, según el mismo filósofo, cuando el Dios no creado prometió a los dioses hechos por Él la inmortalidad, dijo que había de hacer lo que era imposible. Así nos dice Platón que les habló: «Puesto que habéis nacido, no podéis ser inmortales e indisolubles; sin embargo, no seréis destruidos, ni los hados de la muerte os quitarán la vida, ni serán más poderosos que mis designios, que son un vínculo más fuerte para vuestra perpetuidad que aquellos que os mantienen unidos».

De no ser no sólo absurdos, sino incluso sordos, los que oyen estas cosas, no pueden dudar que el dios que los creó prometió lo imposible a esos dioses creados. Pues quien dice: «Cierto que vosotros no podéis ser inmortales, pero lo seréis por mi voluntad», ¿qué otra cosa afirma sino «habéis de ser por obra mía lo que es imposible que seáis»? Por consiguiente, quien -según Platón- prometió que había de hacer lo que es imposible resucitará la carne haciéndola incorruptible, inmortal, espiritual.

¿Por qué gritan todavía que es imposible lo que prometió Dios, lo que creyó el mundo a Dios que lo prometía, y que incluso prometió que había de creer ese mundo? En realidad, nosotros no hacemos sino afirmar que ese Dios, quien, hasta según Platón, hace cosas imposibles, será el que ha de realizar esto.

Por consiguiente, para ser felices no es preciso que las almas huyan de todo cuerpo, sino que reciban un cuerpo incorruptible. Y ¿en qué cuerpo incorruptible se alegrarán con más propiedad que en el corruptible en que gimieron? Así no las dominará aquel cruel deseo que, influido por Platón, expuso Virgilio en estas palabras: «Y renazca en ellas el deseo de volver nuevamente a habitar en cuerpos humanos». En este caso no tendrán deseo de tornar a los cuerpos, ya que tendrán consigo esos mismos cuerpos a los que desean volver; y los tendrán de tal suerte que jamás dejarán de tenerlos, jamás se separarán de ellos por muerte alguna ni siquiera por el más breve espacio de tiempo.

CAPÍTULO XXVII

Proposiciones contrarias de Platón y Porfirio; si en ellas hubieran cedido
el uno al otro, no se hubiera apartado ninguno de los dos de la verdad

Platón y Porfirio han expresado cada uno de por sí ciertas verdades que, si se hubieran comunicado mutuamente, les hubieran llevado a hacerse cristianos. Platón afirmó que las almas no podían vivir para siempre sin sus cuerpos. De ahí su doctrina de que incluso las almas de los sabios habían de tornar a los cuerpos después de un espacio de tiempo, por largo que fuera. En cambio, Porfirio sostuvo que el alma bien purificada, una vez vuelta al Padre, no tornaría más a los males de este mundo.

Por esto, si Platón hubiera comunicado a Porfirio lo que él vio: que hasta las almas de los justos y de los sabios bien purgadas habían de tornar a los cuerpos humanos; y si, a su vez, Porfirio hubiera comunicado a Platón la verdad que él conoció: que las almas santas no habían de volver jamás a las miserias del cuerpo corruptible; si hubieran hecho esto y no hubieran dicho cada uno una sola de estas cosas, sino los dos una y otra, pienso verían la consecuencia lógica de que tornaran las almas a los cuerpos y recibieran tales cuerpos que pudieran vivir felices e inmortales en ellos.

Según Platón, las almas, incluso santas, tornarán a los cuerpos humanos, y según Porfirio, no tornarán las almas santas a los males de este mundo. Diga, pues, Porfirio con Platón: tornarán a los cuerpos. Diga Platón con Porfirio: no tornarán a los males. Y así estarán de acuerdo en que tornarán a tales cuerpos en que no sufrirán mal alguno. Y esto es, ni más ni menos, lo que promete Dios, que ha de hacer a las almas eternamente felices con su carne eterna. A buen seguro que así llegarían con nosotros a esta conclusión: confesando que las almas de los santos han devolver a cuerpos inmortales, vuelvan precisamente a aquellos en los que soportaron los males de este mundo y en los que honraron con religiosa fidelidad a Dios para verse libres de esos males.

CAPÍTULO XXVIII

Cómo habrían podido ayudarse entre sí Platón, Labeón y Varrón
para llegar a la verdadera fe de la resurrección
si hubieran reducido sus opiniones a una sola doctrina

Algunos de los nuestros, admiradores de Platón por la excelencia de su estilo y por algunas verdades que llegó a conocer, afirman que llegó a sentir algo semejante a nosotros incluso sobre la resurrección de los muertos. De ello habla Cicerón en sus libros sobre La República, aunque afirma que más bien pretende gastar una broma que sentar una verdad, ya que habla de un hombre que ha vuelto a la vida y que expone ciertas ideas de acuerdo con las enseñanzas de Platón.

También cuenta Labeón que murieron dos individuos en un mismo día y se encontraron en una encrucijada; y luego, habiendo recibido orden de retornar a sus cuerpos, determinaron vivir como amigos, lo cual cumplieron hasta la muerte.

Pero la resurrección del cuerpo que nos cuentan estos autores es como la de aquellos que sabemos resucitaron, vueltos a esta vida, pero no para no morir después.

Más admirable es lo que escribe Marco Varrón en sus libros sobre El origen del pueblo romano; creo preferible aducir sus mismas palabras: «Algunos astrólogos escribieron que se da en el renacimiento de los hombres lo que los griegos llamanπαλιγγενεσία ; ésta tiene lugar a los cuatrocientos cuarenta años, de suerte que el cuerpo y el alma que estuvieron juntos alguna vez en el hombre tornan a juntarse de nuevo».

Lo que dice Varrón, o esos llamados astrólogos (no expresa sus nombres), ciertamente es falso, pues cuando las almas tornen a los mismos cuerpos que llevaron, no los dejarán ya más. No obstante, destruye y desbarata muchos argumentos de la imposibilidad que cacarean aquéllos contra nosotros. Efectivamente, los que piensan o han pensado así no tuvieron por imposible que los cadáveres disipados a través del aire, del polvo, de la ceniza, del agua, de los cuerpos de los anima­les que los han devorado, o hasta de los mismos hombres, tornen de nuevo a lo mismo que fueron.

Por todo lo cual, si Platón y Porfirio, o más bien sus actuales partidarios, admiten con nosotros que hasta las almas de los santos han de volver a sus cuerpos, como dice Platón, y que no han de volver a mal alguno, como afirma Porfirio, síguese de ahí la verdad de la doctrina cristiana: que han de recibir esas almas tales cuerpos en que vivan felizmente para siempre sin mal alguno. Si esto es así, acepten también lo de Varrón: que vuelven a los mismos cuerpos en que estuvieron antes. Y así queda resuelta para ellos toda la cuestión sobre la resurrección de la carne para una vida eterna.

CAPÍTULO XXIX

Visión que los santos tendrán de Dios en la otra vida

1. Vamos a ver ya, con el auxilio que se digne darnos el Señor, qué harán los santos en los cuerpos inmortales y espirituales cuando su carne no viva ya carnal, sino espiritualmente. Cierto que, si he de decir la verdad, ignoro cómo será esa actividad, o mejor ese descanso, ese reposo, ya que no lo he experimentado nunca en los sentidos del cuerpo.

Y si dijera que lo he visto con la mente, esto es, con la inteligencia, ¿qué puede ni qué es nuestra inteligencia ante semejante excelencia? Allí está la paz de Dios, que supera todo razonar67, como dice el Apóstol. ¿A qué razonar se refiere sino al nuestro, y quizá también al de los santos ángeles? Cierto, no al de Dios. Por consiguiente, si los santos han de vivir en la paz de Dios, sin duda que han de vivir en la paz que supera todo razonamiento. Que supera ciertamente al nuestro no hay duda alguna; si supera también el de los ángeles, de suerte que, al decir todo razonar, parece no quiere exceptuarlos ni a ellos mismos, hemos de entenderlo en el sentido de que ni nosotros ni ángel alguno podemos conocer, como la conoce Dios, la paz de que goza Dios. Así, la expresión que supera todo razonar sin duda abarca el de todos menos el suyo.

Pero como nosotros, hechos partícipes de su paz según nuestra capacidad, conseguiremos en el mayor grado posible esa paz suprema en nosotros, entre nosotros y con Él mismo, de esta manera, según su capacidad, la conocen los santos ángeles; los hombres, en cambio, al presente, en una medida inmensamente inferior, por muy aguda inteligencia que posean. Hemos de tener, efectivamente, muy en cuenta lo que decía aquel excelente varón: Ahora conocemos en parte, y en parte profetizamos, hasta que llegue lo perfecto68; y también: Ahora vemos confusamente en un espejo, mientras entonces veremos cara a cara69.

Así, cara a cara, es como ven ya los santos ángeles, llamados también nuestros ángeles, porque, arrancados como estamos del poder de las tinieblas y trasladados al reino de Cristo por la prenda del Espíritu que hemos recibido, ya hemos comenzado a pertenecer a aquellos ángeles con quienes formaremos la ciudad santa y dulcísima de que hemos escrito ya tantos libros, la ciudad de Dios común a todos. Son, pues, ángeles nuestros los que son ángeles de Dios, lo mismo que el Cristo de Dios es nuestro Cristo: son de Dios porque no abandonaron a Dios, y son nuestros porque han comenzado a tenernos como conciudadanos suyos. Así dijo el Señor Jesús: Cuidado con mostrar desprecio a un pequeño de ésos, porque os digo que sus ángeles están viendo siempre en el cielo el rostro de mi Padre celestial70. Como lo ven ellos ahora ya, así lo veremos nosotros un día también; pero no así al presente. Por eso dice el Apóstol lo que cité poco antes: Ahora vemos confusamente, como en un espejo, mientras entonces veremos cara a cara. Así, se nos guarda como premio de la fe esa visión, de la cual dice el apóstol San Juan: Cuando se manifieste, semejantes a Él, pues lo veremos tal cual es71. Por cara de Dios debe entenderse su manifestación, y no parte alguna suya, como las que nosotros tenemos en el cuerpo y que designamos con este nombre.

2. Por esto, cuando se me pregunta qué harán los santos en aquel cuerpo espiritual, no digo lo que veo, sino lo que creo, a tenor de lo que leo en el salmo: Creí, y eso me ha hecho hablar72. Así, digo: «Verán a Dios con los ojos de su mismo cuerpo». Ahora bien, si lo han de ver directamente con su mismo cuerpo, como vemos nosotros con el nuestro ahora el sol, la luna, las estrellas, el mar, la tierra y cuanto hay en ella, no es fácil contestarlo, pues si resulta duro afirmar, por una parte, que los santos tendrán entonces unos cuerpos que no podrán cerrar los ojos y abrirlos cuando les plazca, más duro es aún no ver a Dios allí quien cerrase los ojos.

El profeta Eliseo, ausente corporalmente, vio a su criado Giezi recibiendo los regalos del sirio Naamán, a quien dicho profeta había limpiado de la lepra; pensaba el necio criado -su dueño estaba ausente- que los había recibido sin que él se enterase73. ¿Cuánto más verán los santos en aquel cuerpo espiritual todas las cosas, no sólo si cierran los ojos, sino también estando corporalmente ausentes? Entonces tendrá su realización aquella perfección de que nos habla el Apóstol: Limitado es nuestro saber y limitada nuestra inspiración; cuando llegue lo perfecto, lo limitado se acabará. Luego, para manifestar como podía por algún ejemplo cuánto dista de aquella vida futura la presente, no la de cualesquiera hombres, sino incluso la de los enriquecidos con una santidad especial, añade: Cuando yo era niño, hablaba como un niño, tenía mentalidad de niño, discurría como un niño; cuando me hice hombre, acabé con las niñerías. Porque ahora vemos confusamente en un espejo, mientras que entonces veremos cara a cara. Ahora conozco limitadamente, entonces comprenderé como Dios me ha comprendido74.

Así, pues, si en esta vida, donde la visión profética de hombres excelentes se compara con la otra vida como un niño con un joven, vio Eliseo, ausente, a su criado recibir regalos, cuando venga lo perfecto y ya el cuerpo corruptible no agobie al alma, sino que por su incorruptibilidad no la obstaculizará en nada, ¿tendrán los santos para verlo todo necesidad de los ojos corporales, ojos que no necesitó Eliseo ausente para ver a su criado? Porque, según los Setenta, tales son las palabras del profeta a Giezi: ¿No iba mi espíritu contigo cuando salió aquel hombre a tu encuentro y bajando del carro te dio el dinero?75, etc. O, según lo tradujo del hebreo el presbítero Jerónimo: ¿No estaba yo presente en espíritu cuando aquel hombre saltó de su coche para ir a tu encuentro? El profeta dice que vio esto con su espíritu a todas luces, ayudado milagrosamente por Dios. ¿Cuánto más abundarán entonces todos en esta gracia, cuando Dios lo sea todo para todos?76

Claro que tendrán también los ojos corporales su cometido y estarán en su lugar, y el espíritu usará de ellos por medio del cuerpo espiritual. Ni siquiera Eliseo, aunque no necesitó de ellos para ver al ausente, dejó de usarlos para ver lo presente; y lo podía, sin embargo, ver aunque los cerrase, como vio las cosas ausentes a distancia como estaba de ellas. De ninguna manera, pues, afirmamos que los santos no verán en aquella vida con los ojos cerrados a Dios, ellos que lo verán siempre con el espíritu.

3. Pero surge también la cuestión de si lo verán mediante los ojos del cuerpo cuando los tengan abiertos. Pues si aquellos ojos espirituales en el cuerpo espiritual tienen sólo el mismo poder de los que tenemos ahora, sin duda no podrán con ellos ver a Dios. De suerte que tienen que ser de muy distinto poder si mediante ellos han de ver aquella naturaleza incorpórea, que no está contenida en un lugar, sino que está toda en todas partes. Porque al decir que Dios está en el cielo y en la tierra (Él mismo dice por el profeta: Yo lleno el cielo y la tierra)77, no podemos decir que tiene una parte en el cielo y otra en la tierra, sino que está todo en el cielo y todo en la tierra; no alternativamente, sino lo uno y lo otro a la vez, cosa que no puede criatura alguna.

Así, la penetración de los ojos de los santos será muy poderosa, no precisamente para ver con mayor agudeza de la que se dice tienen las serpientes o las águilas (pues por mucha que tengan esos animales para ver, no pueden ver sino cuerpos); ellos la tendrán para ver incluso las cosas incorpóreas. Quizá esa penetración de la vista le fue dada pasajeramente a los ojos del santo varón Job cuando éste dice al Señor: Te conocía sólo de oídas, ahora te han visto mis ojos; por eso me retracto y me arrepiento echándome polvo y ceniza78. Aunque también puede entenderse esto de los ojos del corazón de que habla el Apóstol al decir: Tened iluminados los ojos de vuestro corazón79. Y que a Dios se le verá con estos ojos cuando se le llegue a ver, no puede dudarlo cristiano quien acepte fielmente lo que dice el divino Maestro: Bienaventurados los limpios de corazón, porque verán a Dios80. Pero de lo que tratamos aquí es de si será visto también con los ojos corporales.

4. Efectivamente, las palabras: Y verá toda carne la salvación de Dios81, pueden entenderse sin dificultad como si dijera: «Y verá todo hombre al Cristo de Dios», que ciertamente fue visto en su cuerpo, y en su cuerpo será visto cuando juzgue a los vivos y a los muertos. Que Él sea la salvación de Dios nos lo demuestran muchos otros testimonios de las Escrituras; pero lo declaran, sobre todo, las palabras del venerable anciano Simeón, que, al recibir a Cristo niño en sus brazos, exclamó: Ahora, Señor, según tu promesa, despides a tu siervo en paz, porque mis ojos han contemplado tu salvación82.

También en lo que dice el mencionado Job, según el texto hebreo: Y en mi carne veré a Dios83, anunció, sin duda, la resurrección de la carne; y no dijo, sin embargo, «por medio de mi carne». Si hubiera dicho esto, podría tomarse a Cristo como Dios, que será visto por la carne en su carne; en cambio, en mi carne veré a Dios puede entenderse también como si hubiera dicho: «Estaré en mi carne cuando vea a Dios».

Tampoco lo que dice el Apóstol: cara a cara84, nos fuerza a creer que veremos a Dios, a quien veremos en espíritu sin interrupción, por este rostro corporal en que se encuentran los ojos corporales. Ya que, si no existiera la faz del hombre interior, no diría el mismo Apóstol: Así es que todos nosotros, contemplando a cara descubierta, como en un espejo, al Señor, somos transformados en la misma imagen de claridad en claridad como por el Espíritu del Señor85. Ni podemos entender de otra manera lo del salmo: Acercaos a Él y seréis iluminados, y el rubor no cubrirá vuestro rostro86.

Con la fe, ciertamente, es con lo que nos acercamos a Dios, y ésa está en el corazón, no en el cuerpo. Pero como no sabemos hasta dónde puede llegar el cuerpo espiritual en su relación con Dios (seguimos hablando siempre de lo que no hemos experimentado) cuando no nos sale al paso en nuestra ayuda algún testimonio de las divinas Escrituras que no pueda ser entendido de otra manera, tenemos que acogernos a lo que se dice en el libro de la Sabiduría: Los pensamientos de los mortales son mezquinos y nuestros razonamientos son falibles87.

5. Si pudiéramos tener por seguro el razonamiento de los filósofos, donde defienden que de tal modo se ven las cosas inteligibles por la mente y las sensibles -las corporales- por el sentido, que ni puede ver la mente las inteligibles por el cuerpo ni las corporales por sí mismas; si esto fuera tan seguro, ciertamente, no se podría ver a Dios en modo alguno por los ojos del cuerpo, incluso el espiritual.

Mas este razonamiento queda ridiculizado por la verdadera razón y por la autoridad profética. ¿Quién, de hecho, está tan lejos de la verdad hasta llegar a afirmar que Dios no conoce estas cosas corporales? ¿Acaso tiene Él cuerpo con cuyos ojos pueda conocerlas? Además, lo que dijimos poco antes del profeta Eliseo, ¿no prueba claramente que se pueden ver las cosas corporales también con el espíritu, no necesariamente a través del cuerpo? Cuando aquel su criado recibió los regalos, cierto, lo realizó corporalmente; y el profeta no lo vio por el cuerpo, sino por el espíritu. Por consiguiente, como consta que los cuerpos son vistos con el espíritu, ¿por qué no puede tener el cuerpo espiritual tal poder que se vea también el espíritu mediante el cuerpo? Y Dios, en efecto, es espíritu.

Por otra parte, cada uno percibe, mediante el sentido interior y no por los ojos corporales, la propia vida que vive ahora en el cuerpo y desarrolla y da vida a los miembros terrenos; en cambio, la vida de los otros, al ser ella en sí invisible, la percibe a través del cuerpo. ¿De dónde distin­guimos los cuerpos vivientes de los no vivientes, sino porque vemos los cuerpos con vida, lo cual no podríamos ver sino por el cuerpo? En cambio, no podemos ver la vida sin cuerpo con los ojos corporales.

6. Por ello puede suceder, y es bien probable, que de tal modo hemos de ver entonces los cuerpos mundanos del cielo nuevo y de la tierra nueva, que veamos con evidencia clarísima a Dios presente en todas partes y gobernando todas las cosas corporales, y que le veamos, por los cuerpos que tendremos, a cualquier parte que volvamos nuestros ojos. Y veremos todo esto, no como se ven ahora intelectualmente las cosas invisibles de Dios, por las que han sido hechas88, en enigma, como a través de un espejo y sólo en parte89, en cuyo conocimiento tiene más importancia la fe por la cual creemos que la apariencia de las cosas corporales que vemos por los ojos del cuerpo.

Pero así como, con relación a los hombres que viven con nosotros y manifiestan su vida a través de sus movimientos, tan pronto como los miramos no creemos que viven, sino que lo vemos, no pudiendo ver su vida sin los cuerpos, de la misma manera, adondequiera que volvamos los ojos de nuestros cuerpos espirituales veremos, incluso con mirada corporal, a Dios incorpóreo rigiendo todas las cosas.

De suerte que una de dos: o ha de ser visto Dios por aquellos ojos como si tuvieran alguna cualidad semejante a la mente, con la cual se puedan ver hasta las naturalezas incorpóreas (lo que sería difícil, más bien imposible, demostrar con algún ejemplo o testimonio de las divinas Escrituras), o -lo que es más fácil de comprender- conoceremos a Dios tan claramente, que lo veremos en espíritu cada uno de nosotros, lo veremos en los demás, lo veremos en sí mismo, lo veremos en el cielo nuevo y en la tierra nueva, y lo mismo en toda criatura entonces existente; lo veremos también presente en todo cuerpo con los ojos del cuerpo, adondequiera que se dirijan y alcancen esos ojos del cuerpo espiritual.

Asimismo, nuestros pensamientos estarán patentes para unos y otros mutuamente. Entonces, efectivamente, se cumplirá lo que el Apóstol, habiendo dicho: No juzguéis nada antes de tiempo, añadió a continuación: Esperad a que llegue el Señor: Él sacará a luz lo que esconden las tinieblas y pondrá al descubierto los motivos del corazón. Entonces cada uno recibirá su calificación de Dios90.

CAPÍTULO XXX

La felicidad eterna de la ciudad de Dios, y el sábado perpetuo

1. ¡Qué intensa será aquella felicidad, donde no habrá mal alguno, donde no faltará ningún bien, donde toda ocupación será alabar a Dios, que será el todo para todos! No sé qué otra cosa se puede hacer allí, donde ni por pereza cesará la actividad ni se trabajará por necesidad. Esto nos recuerda también el salmo donde se lee o se oye: Dichosos los que viven en tu casa alabándote siempre91.

Todos los miembros y partes internas del cuerpo incorruptible, que ahora vemos desempeñando tantas funciones, como entonces no habrá necesidad alguna, sino una felicidad plena, cierta, segura, sempiterna, se ocuparán entonces en la alabanza de Dios. En efecto, todo aquel ritmo latente de que hablé en la armonía corporal repartido exterior e interiormente por todas las partes del cuerpo no estará ya oculto, y junto con las demás cosas grandes y admirables que allí se verán, encenderán las mentes racionales con el deleite de la hermosura racional en la alabanza de tan excelente artífice. Cuáles han de ser los movimientos de tales cuerpos que allí tendrán lugar no me atrevo a definirlo a la ligera, porque no soy capaz de concebirlo. Sin embargo, tanto el movimiento como la actitud, al igual que su porte exterior, cualquiera que sea, será digno allí donde no puede haber nada que no lo sea. Cierto también que el cuerpo estará inmediatamente donde quiera el espíritu; y que el espíritu no querrá nada que pueda desdecir de sí mismo o del cuerpo.

Habrá verdadera gloria allí donde nadie será alabado por error o adulación de quien alaba. No se dará el honor a ningún indigno donde no se admitirá sino al digno. Habrá paz verdadera allí donde nadie sufrirá contrariedad alguna ni por su parte ni por parte de otro. Será premio de la virtud el mismo que dio la virtud y de la que se prometió como premio Él mismo, que es lo mejor y lo más grande que puede existir.

¿Qué otra cosa dijo por el profeta en aquellas palabras: Seré vuestro Dios y vosotros seréis mi pueblo92, sino: «Yo seré su saciedad, yo seré lo que puedan desear honestamente los hombres, la vida, la salud, el alimento, la abundancia, la gloria, el honor, la paz, todos los bienes»? Así, en efecto, se entiende rectamente lo que dice el Apóstol: Dios lo será todo para todos93. Será meta en nuestros deseos Él mismo, a quien veremos sin fin, amaremos sin hastío, alabaremos sin cansancio. Este don, este afecto, esta ocupación será común a todos, como lo es la vida eterna.

2. Por lo demás, ¿quién es capaz de pensar, cuanto más de expresar, cuáles serán los grados del honor y la gloria en consonancia con los méritos? Lo que no se puede dudar es que existirán. Y también aquella bienaventurada ciudad verá en sí el inmenso bien de que ningún inferior envidiará a otro que esté más alto, como no envidian a los arcángeles el resto de los ángeles. Y tanto menos querrá cada uno ser lo que no ha recibido cuanto no quiere en el cuerpo el dedo ser ojo, por más estrecha trabazón corporal que une a ambos miembros. Uno tendrá un bien inferior a otro, y se contentará con su bien sin ambicionar otro mayor.

3. Ni dejarán tampoco los bienaventurados de tener libre albedrío, por el hecho de no sentir el atractivo del pecado. Al contrario, será más libre este albedrío cuanto más liberado se vea, desde el placer del pecado hasta alcanzar el deleite indeclinable de no pecar. Pues el primer libre albedrío que se dio al hombre, cuando fue creado en rectitud al principio, pudo no pecar, pero también pudo pecar; este último, en cambio, será tanto más vigoroso cuanto que no podrá caer en pecado. Claro que esto también tiene lugar por un don de Dios, no según las posibilidades de la naturaleza. Una cosa es ser Dios y otra muy distinta ser partícipe de Dios. Dios, por su naturaleza, no puede pecar; el que participa de Dios recibe de Él el no poder pecar. Había que conservar una cierta gradación en los dones de Dios; primero se otorgó el libre albedrío, mediante el cual pudiera el hombre no pecar, y después se le dio el último, con el que no tuviera esta posibilidad: aquél para conseguir el mérito; éste para disfrutar de la recompensa.

Pero como esta naturaleza pecó cuando pudo pecar, necesitó ser liberada con una gracia más amplia, para llegar a aquella libertad en la cual no pueda pecar. Así como la primera inmortalidad, que perdió Adán por el pecado, consistía en poder no morir, la última consistirá en no poder morir; así el primer libre albedrío consistió en poder no pecar, y el segundo en no poder pecar. En efecto, tan difícil de perder será el deseo de practicar la piedad y la justicia, como lo es el de la felicidad. Pues, ciertamente, al pecar no mantuvimos ni la piedad ni la felicidad, pero no perdimos la aspiración a la felicidad ni siquiera con la pérdida de la misma felicidad. ¿Se puede acaso negar que Dios, por no poder pecar, carece de libre albedrío? Una será, pues, en todos e inseparable en cada uno la voluntad libre de aquella ciudad, liberada de todo mal, rebosante de todos los bienes, disfrutando indeficientemente de la alegría de los gozos eternos, olvidada de sus culpas y olvidada de las penas; sin olvidarse, no obstante, de su liberación de tal suerte que no se muestre agradecida al liberador.

4. Se acordará, ciertamente, de sus males pasados en cuanto se refiere al conocimiento racional, pero se olvidará totalmente de su sensación real. Como le ocurre al médico muy experto, que conoce por su arte casi todas las enfermedades del cuerpo, y, sin embargo, experimentalmente ignora la mayoría, las que no ha padecido en su cuerpo. Hay, pues, dos conocimientos de males: uno, por el poder de la mente que los descubre; y otro, por la experiencia de los sentidos que los soportan (de una manera se conocen todos los vicios por la ciencia del sabio, y de otra, por la vida pésima del necio). Así hay también dos maneras de olvidarse de los males: de una manera los olvida el instruido y el sabio, y de otra, el que los ha experimentado y sufrido: el primero, descuidando su ciencia; el segundo, al verse libre de la miseria. Esta última manera de olvidar que he citado es la que tienen los santos no acordándose de sus males pasados: carecerán de todos, de tal manera que se borran totalmente de sus sentidos. En cambio, en cuanto al poder de su conocimiento, que será grande en ellos, no se le ocultará ni su miseria pasada, ni siquiera la miseria eterna de los condenados. Si así no fuera, si llegaran a ignorar que habían sido miserables, ¿cómo, al decir del salmo, cantarán eternamente las misericordias del Señor?94 Por cierto, aquella ciudad no tendrá otro cántico más agradable que éste para glorificación del don gracioso de Cristo, por cuya sangre hemos sido liberados.

Allí se cumplirá aquel descansad y ved que yo soy el Señor95. Ése será realmente el sábado supremo que no tiene ocaso, el que recomendó Dios en las primeras obras del mundo al decir: Y descansó Dios el día séptimo de toda su tarea. Y bendijo Dios el día séptimo y lo consagró, porque ese día descansó Dios de toda su tarea de crear96.

También nosotros seremos ese día séptimo; seremos nosotros mismos cuando hayamos llegado a la plenitud y hayamos sido restaurados por su bendición y su santificación. Allí con tranquilidad veremos que Él mismo es Dios: lo que nosotros quisimos llegar a ser cuando nos apartamos de Él dando oídos a la boca del seductor: Seréis como dioses97, y apartándonos del verdadero Dios, que nos haría ser dioses participando de Él, no abandonándolo. Pues ¿qué es lo que conseguimos sin Él, sino caer en su cólera?98 En cambio, restaurados por Él y llevados a la perfección con una gracia más grande, descansaremos para siempre, viendo que Él es Dios, de quien nos llenaremos cuando Él lo sea todo para todos.

Incluso nuestras mismas buenas obras, cuando son reconocidas más como suyas que como nuestras, entonces se nos imputan a nosotros para el disfrute de este sábado. Porque si nos las atribuimos a nosotros, serán serviles; y está escrito del sábado: No haréis en él obra alguna servil99. Por eso se dice por el profeta Ezequiel:Les di también mis sábados como señal recíproca, para que supieran que yo soy el Señor que los santifico100. Esto lo conoceremos perfectamente cuando consiga­mos el perfecto reposo y veamos cabalmente que Él mismo es Dios.

5. Por otra parte, si el número de edades, como el de días, se computa según los períodos de tiempo que parecen expresados en las Escrituras, aparece ese reposo sabático con más claridad, puesto que resulta el séptimo. La primera edad, como el día primero, sería desde Adán hasta el diluvio; la segunda, desde el diluvio hasta Abrahán, no de la misma duración, sino contando por el número de generaciones, pues que encontramos diez. Desde aquí ya, según los cuenta el Evangelio de Mateo, siguen tres edades hasta la venida de Cristo, cada una de las cuales se desarrolla a través de catorce generaciones: la primera de esas edades se extiende desde Abrahán hasta David; la segunda, desde David a la transmigración de Babilonia; la tercera, desde entonces hasta el nacimiento de Cristo según la carne. Dan un total de cinco edades. La sexta se desarrolla al presente, sin poder determinar el número de generaciones, porque, como está escrito: No os toca a vosotros conocer los tiempos que el Padre ha reservado a su autoridad101. Después de ésta, el Señor descansará como en el día séptimo, cuando haga descansar en sí mismo, como Dios, al mismo día séptimo, que seremos nosotros.

Sería muy largo tratar de explicar ahora con detalle cada una de estas edades. A esta séptima, sin embargo, podemos considerarla nuestro sábado, cuyo término no será la tarde, sino el día del Señor, como día octavo eterno, que ha sido consagrado por la resurrección de Cristo, significando el eterno descanso no sólo del espíritu, sino también del cuerpo. Allí descansaremos y contemplaremos, contemplaremos y amaremos, amaremos y alabaremos. He aquí lo que habrá al fin, mas sin fin. Pues ¿qué otro puede ser nuestro fin sino llegar al reino que no tiene fin?

6. Creo haber dado cumplimiento con el auxilio del Señor de esta gran obra. Quienes la tengan por incompleta o por excesiva, perdónenme. En cambio, quienes la vean suficiente, congratúlense conmigo y ayúdenme a dar gracias no a mí, sino a Dios. Amén.