LA CIUDAD DE DIOS

CONTRA PAGANOS

Traducción de Santos Santamarta del Río, OSA y Miguel Fuertes Lanero, OSA

LIBRO XXI

[El infierno, fin de la ciudad terrena]

CAPÍTULO I

Orden de la exposición: primeramente se tratará del suplicio perpetuo
de los condenados en compañía del diablo; a continuación,
de la felicidad eterna de los santos

Una vez que la sentencia de Jesucristo nuestro Señor, juez de vivos y muertos, haya enviado a sus merecidos destinos a ambas ciudades, la de Dios y la del diablo, cumple en el presente libro tratar más detenidamente, con las fuerzas que nos preste la ayuda de Dios, el tema del futuro suplicio del diablo y todos sus secuaces. La razón de haber elegido este orden, tratando en segundo lugar sobre la felicidad de los santos, estriba en que ambos estados comportan la presencia del cuerpo. Ahora bien, se hace más difícil de concebir la permanencia de los cuerpos en medio de tormentos eternos que a través de una beatitud sin fin, con ausencia de todo dolor. De ahí que, una vez demostrado que no hay nada de increíble en la eternidad de tal pena, facilitará grandemente la creencia en la inmortalidad corporal de los santos, lejos de toda molestia.

Por otra parte, no es totalmente ajeno este orden al seguido por los divinos oráculos. De hecho, hay veces que aparece en ellos primeramente, es cierto, la dicha de los santos, por ejemplo: Los que hicieron el bien resucitarán para la vida; los que practicaron el mal resucitarán para el juicio1. En cambio, otras veces aparece en segundo lugar, como aquí: El Hijo del hombre enviará sus ángeles, que escardarán de su reino a todos los corruptores y malvados, y los arrojarán al horno encendido; allí será el llanto y el crujir de dientes. Entonces los justos brillarán como el sol en el reino de su Padre2. Y también en esta otra cita: Éstos irán al castigo eterno, y los justos a la vida eterna3. Entre los profetas -sería demasiado largo citarlos- se encuentra unas veces este orden, y otras el inverso, si alguien tiene interés en comprobarlo. Yo seguiré este orden por la razón que acabo de expresar.

CAPÍTULO II

¿Podrán los cuerpos perdurar en ignición perpetua?

¿Y qué prueba aduciré para convencer a los incrédulos de que los cuerpos humanos, animados y vivos, no solamente no los desintegrará muerte alguna, sino que durarán eternamente en medio de los tormentos del fuego? Se niegan a admitir una referencia al poder del Omnipotente y exigen una demostración a base de ejemplos.

Podríamos responderles que existen animales -por supuesto corruptibles, al ser mortales- que, no obstante, viven en medio del fuego; que hay una especie de gusanos que se encuentran en manantiales de agua hirviendo, la cual no es posible tocar sin escaldarse: permanecen allí sin la menor lesión; es más, no pueden vivir fuera de ese medio. Pues bien, o se niegan a creer estos hechos, en caso de no poder mostrárselos, o, si nos es posible poner ante sus ojos los hechos, o documentarlos con testigos autorizados, seguirán empeñados con la misma incredulidad en que estos ejemplos no son suficientes para la presente cuestión, puesto que estos animales no permanecen vivos por siempre y en medio de tales temperaturas no sienten dolor; en el seno de dichos elementos, adaptados a su naturaleza, lejos de sufrir, encuentran allí su desarrollo. ¡Como si no fuera más creíble desarrollarse en un tal medio antes que sufrir en él! Asombroso es, por cierto, sufrir en medio de fuego y seguir viviendo; pero más asombroso todavía es vivir en el fuego y no sufrir. Si a esto le damos crédito, ¿por qué no a lo otro?

CAPÍTULO III

¿La muerte del cuerpo es subsiguiente al dolor corporal?

1. No hay cuerpo alguno -dicen nuestros adversarios-capaz de sentir dolor sin que le aceche la muerte. ¿Cómo sabemos esto? En realidad, ¿quién nos asegura que los demonios sufren en sus cuerpos cuando declaran que pasan agudos tormentos? Se me puede replicar: no existe cuerpo alguno terreno, sólido y visible; no existe, en una palabra, carne alguna capaz de sentir el dolor sin la posibilidad de morir. Pues bien, ¿qué se está expresando aquí sino un dato recogido por los sentidos y la experiencia corporal? Ellos no conocen, efectivamente, otra carne más que la mortal; y como todo su raciocinio estriba en la experiencia personal, lo que ellos no han experimentado lo tienen por absolutamente imposible.

Pero ¿en qué cabeza cabe hacer del dolor una prueba de la muerte, siendo así que es un indicio de vida? Porque, si nos preguntamos incluso si podrá prolongarse la vida indefinidamente, la única respuesta cierta es: quien padece un dolor es que está vivo; es más, el dolor sólo puede darse en un ser viviente. Es necesario, por lo tanto, que esté vivo el que padece un dolor, pero no lo es que el dolor cause la muerte. De hecho, no todo dolor causa la muerte a estos cuerpos mortales y que, por supuesto, han de morir un día. La causa de que un dolor pueda ocasionar la muerte se debe a que, dada la íntima compenetración entre el presente cuerpo y el alma, ésta, ante dolores extremadamente agudos, se rinde y se aleja. En efecto, la trabazón entre miembros y principios vitales es tan delicada que no resiste a la violencia que le cause un dolor grande, o quizá supremo. Pero entonces el alma estará vinculada a aquel cuerpo de tal modo que ni la prolongación temporal podrá separar ni dolor alguno podrá romper ese vínculo. Por ello, aunque al presente no hay carne alguna capaz de sufrir sin morir jamás, entonces sí habrá una carne como ahora no existe, como también habrá entonces una muerte de la que ahora carecemos. No estará anulada la muerte: será una muerte eterna cuando el alma no pueda tener vida por la privación de Dios ni pueda carecer de dolores corporales por la muerte. La muerte primera expulsa del cuerpo al alma a pesar suyo; la segunda muerte mantiene sujeta al cuerpo el alma a pesar suyo. Ambas muertes tienen en común que el alma padece en el cuerpo algo que le repugna.

2. Se fijan estos nuestros contradictores que por ahora no existe carne alguna que, pudiendo sufrir, su muerte no sea posible. Pero no reparan que hay aquí algo que supera el cuerpo: el alma, cuya presencia vivifica el cuerpo y lo rige. Ella puede sentir el dolor y, sin embargo, no puede morir. He aquí que hemos dado con un ser que, teniendo la sensación de dolor, es inmortal. Sucederá entonces en el cuerpo de los condenados exactamente lo mismo que ahora sucede en el alma de todos.

En rigor, si nos fijamos con detenimiento, el dolor llamado corporal pertenece más bien al alma. Sentir dolor es privativo de ella, no del cuerpo, incluso cuando la causa de su dolor se origina en el cuerpo, por ejemplo, cuando el dolor está localizado en una parte corporal dañada. En efecto, así como hablamos de cuerpos sensibles y cuerpos vivos, siendo así que su sensibilidad y su vida la reciben del alma, del mismo modo hablamos de cuerpos doloridos, siendo así que el dolor no le puede llegar al cuerpo más que venido del alma. Siente dolor el alma juntamente con el cuerpo en la parte corporal donde se ha producido una causa de sufrimiento. Sufre también el alma sola, aunque esté sin el cuerpo, cuando, debido a una causa, quizá invisible, ella sufre, aunque el cuerpo esté perfectamente bien. Puede sufrir incluso cuando no esté asentada en el cuerpo: de hecho, padecía el rico aquel en los infiernos cuando clamaba: ¡Me torturan estas llamas!4 Pero el cuerpo ni puede sentir dolor inanimado ni aunque animado, tampoco lo puede sin el alma. Si, pues, el dolor fuera un argumento válido en favor de la muerte, de manera que donde es posible el dolor es posible también la muerte, el morir sería más bien propio del alma, puesto que el dolor le pertenece sobre todo a ella. Ahora bien, dado que el alma, que es quien más propiamente puede sufrir, no tiene posibilidad de morir, ¿qué sacamos con creer que los cuerpos morirán porque han de pasar sufrimientos?

Cierto que los platónicos han afirmado que el alma puede temer, desear, sufrir y gozar gracias al cuerpo terreno y a los miembros destinados a morir. Dice a este propósito Virgilio: «De aquí (es decir, de los miembros moribundos del terreno cuerpo) sus temores y sus deseos, sus dolores y sus gozos». Pero ya les hemos demostrado en el libro XIV de esta obra que, según ellos mismos, las almas, ya purgadas incluso de toda mancha, tienen una siniestra ansiedad que les hace concebir el deseo de tornar a los cuerpos. Así que desde el momento en que puede haber deseo, puede, sin duda alguna, existir el dolor. Evidentemente, cuando un deseo queda frustrado, sea porque no consigue su objetivo, sea porque pierde el ya conseguido, se convierte en dolor. En consecuencia, si el alma, único sujeto de dolor, o al menos el principal, conserva su propia inmortalidad adaptada a su medida, no tienen por qué morir necesariamente aquellos cuerpos porque padezcan dolores. Finalmente, si los cuerpos ocasionan sufrimiento al alma, ¿cuál será la razón de que se les pueda causar dolor y no muerte, sino porque no se sigue necesariamente que la causa del dolor sea causa de muerte? ¿Por qué ha de ser increíble que el fuego sea causa de dolor y no de muerte en sus cuerpos, del mismo modo que los cuerpos ocasionan dolor a las almas sin provocarles la muerte? El hecho, pues, del dolor no es prueba decisiva de la muerte en el mundo futuro.

CAPÍTULO IV

Ejemplos tomados de la Naturaleza que confirman la posibilidad
de permanecer vivos los cuerpos en medio de sufrimientos

1. Si es cierto -como han escrito los investigadores más escrupulosos de la naturaleza animal- que la salamandra vive en medio de las llamas, y que ciertos montes sicilianos, de todos conocidos, se mantienen en su integridad a pesar de llevar siglos y siglos ardiendo en llamas, y así seguirán en el futuro, aquí tenemos unos testigos de bastante peso de que no todo lo que arde se consume. El alma, por su parte, nos prueba que no todo lo que puede sufrir puede, asimismo, morir. ¿A qué se nos piden aún más ejemplos de hechos concretos para demostrar la credibilidad de que los cuerpos de los condenados en el eterno castigo no perderán el alma por el fuego, arderán sin descomponerse y sentirán dolor sin morir? Estará entonces la sustancia de la carne dotada de una especial propiedad recibida de Aquel que tan maravillosas y variadas cualidades ha infundido en multitud de criaturas, según podemos contemplar, que por ser tantas ya no nos causan admiración.

¿Quién sino Dios, el Creador de todos los seres, dotó a la carne del pavo real con la propiedad de la incorruptibilidad? Al oír este hecho, nos pareció increíble, pero un día en Cartago se nos sirvió carne asada de esta ave; ordenamos guardar un trozo bastante grande de su pechuga; al cabo de unos cuantos días, suficientes como para que cualquier otra carne asada se pudriera, se nos trajo y se nos ofreció, sin que molestara en absoluto nuestro olfato. Vuelta a guardar por más de treinta días, se conservaba en el mismo estado, y lo mismo al cabo de un año, con excepción de que estaba más seca y contraída. ¿Quién dotó a la paja de tal potencia refrigeradora, que conserva la nieve cubriéndola, y de una potencia calorífica que hace madurar los frutos verdes?

2. ¿Y quién será capaz de dar una explicación de todas las maravillas del fuego? Todo lo que quema lo ennegrece siendo él brillante; y casi todo lo que rodea o llega a lamer el fuego -que es de tan hermoso color- lo decolora, y de unas brasas refulgentes lo vuelve un negro carbón. Pero esto no ocurre de una manera fija y siempre. Por el contrario, las piedras, puestas al fuego candente, se vuelven blancas, y a pesar de que cuanto más enrojece el fuego, más blanquean ellas; sin embargo, la luz se relaciona con lo blanco, como con lo negro la oscuridad. De hecho, al arder el fuego en la leña para calcinar las piedras produce efectos contrarios en elementos que no son contrarios. Porque, aunque la leña y las piedras son diferentes, no son opuestos, como lo son lo blanco y lo negro. Con todo, en las piedras produce un efecto, y el contrario en la leña; él, que es brillante, da brillo a las primeras y oscurece la segunda, siendo así que en aquéllas se extinguiría si no fuera avivado por ésta.

Y ¿qué decir de la leña hecha carbón? ¿No resulta extraña su extrema fragilidad -se rompe con el mínimo golpe, se pulveriza a la menor presión-, al par que comprobamos una tal resistencia que no hay humedad que la pudra ni años que la desintegren? Hasta tal punto subsiste el carbón que al fijar los límites suelen enterrarlo como testimonio -después de los años que sean- en un posible litigio de quien dudase que el mojón no indicaba el verdadero límite de una finca. ¿Y quién les da a los carbones, enterrados en medio de tierra húmeda, donde se pudre la madera, resistir tan largo tiempo sin corromperse, más que, curiosamente, ese corruptor de las cosas, el fuego?

3. Fijémonos ahora en las maravillas de la cal viva. Dejemos a un lado lo que acabamos de tratar suficientemente, esto es, que por el fuego se vuelve blanca, cuando el mismo fuego vuelve negras otras cosas. Pero es que, además, la cal saca fuego del mismo fuego de la forma más misteriosa, y aunque sus terrones al tacto son fríos, lo conserva tan oculto que nuestros sentidos no llegan a descubrirlo en absoluto. Solamente la experiencia nos confirma que, aunque no aparezca, está ahí como aletargado. Por eso la llamamos cal viva, algo así como si el fuego latente fuera el alma invisible de su cuerpo visible. Pero hay aún otra cosa extraña: ¡precisamente cuando se la apaga es cuando ella se enciende!, y para privarla de su fuego oculto se le echa agua o se la sumerge en agua; y de fría que era antes, empieza a hervir allí donde se enfrían los cuerpos incandescentes. Estos terrones de cal, como si expiraran, dejan irse el fuego escondido que ahora sale a la superficie; la cal entonces se enfría con una frigidez como de muerte, de manera que se le echa agua y ya no arderá más; antes la llamábamos viva, y ahora la llamamos cal muerta.

¿Se podrá todavía añadir más a todos estos prodigios? Todavía se puede. Si en lugar de agua le aplicas aceite -que más bien es alimento del fuego-, no logras hacerla hervir ni echándole ni sumergiéndola en aceite.

Todas estas maravillas, si las oyéramos o leyéramos de alguna piedra de la India, sin lograr comprobarlo con nuestra experiencia, seguramente lo tendríamos como un embuste o nos causaría una enorme admiración. Sin embargo, a lo que todos los días se desarrolla ante nuestros propios ojos no le damos la menor importancia, no por ser menos digno de admiración, sino por su misma frecuencia. Tan es así, que algunas rarezas de la India, región tan remota de la nuestra, las hemos dejado ya de admirar una vez que nos las han podido poner al alcance de nuestra admiración.

4. Muchos de nosotros poseen la piedra de diamante, sobre todo los orfebres y los joyeros. Esta piedra parece ser que no puede ser atacada ni con hierro, ni con fuego, ni con otra fuerza, más que con sangre de macho cabrío. Pues bien, los que la tienen y la conocen, ¿se quedan tan admirados como aquellos que descubren sus propiedades por primera vez? Y quienes no la han conocido tal vez ni lo creen; o si lo creen, se quedan admirados ante lo desconocido; y si llegara el caso de comprobarlo, todavía por lo insólito les causa admiración; en cuanto empieza a ser corriente la experiencia, desaparece poco a poco el incentivo de la admiración.

Conocemos cómo la piedra de Magnesia se apodera extrañamente del hierro. La primera vez que lo vi me quedé completamente estupefacto. Veía, en efecto, cómo un aro de hierro era atraído y quedaba suspendido de la piedra. Luego, como si le comunicase al hierro su fuerza de atracción, haciéndola común con él, este anillo acercado a otro lo dejó también suspendido de él, como el primero de la piedra; y así con un tercero y con un cuarto anillo. De esta manera formaron los anillos una cadena mutuamente entrelazados, pero no interiormente, sino por fuera.

¿Quién no iba a quedarse admirado de la fuerza de tal piedra? Porque no solamente quedaba en ella, sino que pasaba a través de tantos anillos suspendidos y adheridos a ella por vínculos invisibles. Pero algo mucho más extraño sobre esta piedra me ha hecho saber descubrir mi hermano y colega en el episcopado Severo de Milevi. Me contó él haberlo visto con sus propios ojos. Estaba invitado un día en casa de un tal Batanario, antaño conde de África, quien, tomando la piedra, la puso bajo una bandeja de plata; encima puso un trozo de hierro, y empezó a mover la mano por debajo con la piedra: se movía también el hierro; la bandeja no experimentaba ningún efecto; movió luego la piedra de un lado para otro con extremada rapidez, y el hierro era arrastrado por la piedra.

He aducido lo presenciado por mí mismo; he aducido lo que oí a quien he dado fe como si yo mismo lo hubiera visto. Ahora voy a decir lo que he leído sobre esta piedra imán. Cuando se coloca a su lado un diamante, no atrae al hierro. Si ya lo había atraído, en cuanto se le acerca el diamante suelta el hierro. De la India nos vienen estas piedras de imán. Y si nosotros, una vez conocidas, dejamos de admirarnos de ellas, ¡cuánto más los que están en el país de origen, si las obtienen con facilidad! Quizá las tengan con tanta facilidad como nosotros la cal, de la que ya no nos impresiona su insólito modo de hervir con el agua, que suele apagar el fuego y no hervir con aceite, y que suele aumentar el fuego. Todo porque lo tenemos delante.

CAPÍTULO V

Cuántas cosas hay que la razón no puede comprender y, sin embargo,
no hay la menor duda de su veracidad

1. Cuando les anunciamos a los infieles los milagros pasados o futuros y se los presentamos como no objeto de experiencia inmediata para ellos, nos exigen una explicación racional; al no poder dársela (sobrepasan la capacidad de la humana inteligencia), tienen por falsas nuestras afirmaciones. Pues bien, ellos nos deberían dar explicación de tantas maravillas como vemos o podemos ver. Si comprueban que esto sobrepasa la capacidad humana, reconozcan que no porque la razón sea incapaz de dar una explicación vamos a negar que algo ha existido o existirá. En realidad, existen tales hechos, de los cuales igualmente la razón no es capaz de dar explicación.

No voy a recorrer exhaustivamente todo lo que está en los libros. Dejo a un lado los hechos ya pasados para quedarme con los testimonios que permanecen en algunos lugares. Así, quien desee y pueda ir allí podrá comprobar si son verdaderos o no. De todas maneras me ceñiré a unos cuantos.

Se habla de una sal de Agrigento, en Sicilia, que se diluye en presencia del fuego como si éste fuera agua. En cambio, con el agua empieza a crepitar como si fuera fuego. Hay en la región de las garamantas una fuente que de día está tan fría que no se puede beber, y de noche tan caliente que no se la puede tocar. En el Epiro hay otra fuente en la que las antorchas encendidas -como ocurre con las demás fuentes- se apagan; pero las apagadas -esto ya no ocurre con las demás fuentes- las enciende. En Arcadia hay una piedra que, una vez encendida, no se puede apagar, llamada precisamente por ello asbesto. En Egipto se da una higuera cuyo tronco, en lugar de flotar como los demás troncos, se sumerge, pero aún hay más: después de llevar algún tiempo en el fondo del agua, sube a la superficie, cuando debería haber aumentado de peso al empaparse de humedad. Se producen unos frutos en la región de Sodoma que llegan a tener el aspecto de maduros, pero al morderlos o apretarlos con la mano se rompe su corteza y se desvanecen en humo y ceniza. La pirita de Persia quema la mano de quien la aprieta fuertemente; por este «fuego» se la llama pirita. También en Persia se da la piedra llamada selenita, cuya blancura interior crece y mengua con la luna. Se da el caso de que en Capadocia las yeguas quedan fecundadas por el viento, y sus crías no viven más de tres años. La isla de Tilos, en la India, aventaja a todas las demás en que todos sus árboles no cambian nunca el ropaje de sus hojas.

2. De estas y otras innumerables maravillas que la Historia conserva, no sobre hechos ya pasados, sino de realidades permanentes y localizadas -sería demasiado prolijo para mí, que pretendo otro objetivo distinto, el enumerarlas todas-, de todo esto, digo, que den una explicación los incrédulos éstos, que se niegan a dar fe a las divinas letras. No tienen otra razón para negar su origen divino más que el contener realidades increíbles, lo mismo que estos hechos de los que venimos hablando.

Repugna a la razón -dicen ellos- que la carne arda sin consumirse, sufra el dolor sin morir. ¡Oh poderosos razonadores, que de todas las maravillas, constatadas como tales en el mundo, nos pueden dar cumplida explicación! ¡Que la den a esta muestra reducida que acabo de ofrecer! Estoy seguro de que si ignorasen su existencia y les anunciásemos que iban a suceder, lo creerían todavía peor que lo que ahora se niegan a admitir cuando les decimos que un día ocurrirá. ¿Quién de ellos nos iba a creer si en lugar de decirles que los cuerpos humanos seguirán vivos sin dejar de quemarse, y que padecerán dolores sin morir jamás, les anunciásemos que en un siglo futuro habría una sal que en el fuego se diluye como en agua, y que en el agua crepita como en el fuego; que brotará una fuente cuyas aguas son tan ardientes en pleno frío de la noche que no se las puede tocar, y, en cambio, durante la canícula del día están tan gélidas que no hay quien las beba; o que habrá una piedra que quema la mano de quien la aprieta, u otra que, una vez encendida de la forma que sea, no hay manera posible de apagarla, y los demás hechos extraños que de momento he querido citar dejando a un lado otros innumerables? Si les dijéramos que todo esto sucederá en el siglo futuro, quizá ellos nos contestasen: «Si queréis que lo creamos, dadnos explicación detenida de cada fenómeno»; nosotros les replicaríamos que no éramos capaces, dado que estos hechos admirables y otras parecidas obras de Dios sobrepasan la reducida capacidad mental de los humanos.

Sin embargo, nosotros tenemos un raciocinio seguro: que el Todopoderoso no hace sin razón aquello que el espíritu humano, en su limitación, no puede explicarse. Y si es verdad que en multitud de cosas ignoramos qué ha pretendido Dios, nos es completamente cierto que nada de lo que Él quiere le resulta imposible, y nosotros creemos sus predicciones, ya que no podemos creer que Él sea impotente ni mentiroso.

En cambio, estos detractores de la fe y exactores de la razón, ¿qué respuesta dan a los fenómenos que la razón humana no es capaz de explicar, y, con todo, ahí están, aunque según la razón misma parecen contrarios a la Naturaleza? Si les anunciásemos que iban a tener lugar, estos descreídos nos pedirían una explicación razonada, lo mismo que acontece con los hechos que afirmamos para el futuro. Por eso, lo mismo que ante semejantes obras de Dios se siente impotente el pensamiento racional y la palabra del hombre, y no por eso dejan de ser ciertas estas realidades, así tampoco dejarán de serlo las otras, aunque el hombre no pueda dar de todas ellas una explicación racional.

CAPÍTULO VI

No todos los hechos admirables son naturales. Gran parte se deben a la
ingeniosidad humana, y otra parte a las artimañas diabólicas

1. Tal vez nuestros adversarios nos respondan: «De ninguna manera. Todo eso ni existe ni lo creemos. Se han dicho y se han escrito sobre ello muchas falsedades». Y razonando digan: «Si hemos de creer semejantes cosas, creed vosotros también cuanto en esas obras se refiere. Por ejemplo, que ha existido o existe un templo dedicado a Venus con un candelabro que tiene una lámpara que arde al aire libre y no la apagan ni los vientos ni las lluvias. Por eso, lo mismo que la famosa piedra, ésta se llamaλύχνος ἄσβεστος, es decir, lámpara inextinguible».

Podrán replicar esto para meternos en un aprieto al responder. Porque si les decimos que no hay por qué creerlo, le quitamos valor al relato anterior de hechos extraordinarios; y si asentimos en que hay que creerlo, estamos dando valor a las divinidades paganas. Pero nosotros, como ya he dejado constancia en el libro XVIII de esta obra5, no tenemos por qué creer todo el contenido de la historia de los gentiles, puesto que los mismos historiadores -lo dice Varrón- disienten entre sí sobre muchos puntos, como por principio y deliberadamente. Nosotros, si queremos, podemos creer lo que no está en desacuerdo con los libros que no dudamos en hacer objeto de nuestra fe. Y respecto de los lugares donde se hallan estos portentos, con los que queremos persuadir a los incrédulos de los acontecimientos futuros, bástenos con los que podamos también nosotros experimentar y que no es difícil encontrar testigos autorizados de tales hechos.

Sobre el tal templo de Venus y su lámpara inextinguible no solamente no nos vemos en aprieto alguno; al contrario, se nos despeja con ello un amplio panorama. A esta candela inextinguible nosotros añadimos los múltiples prodigios de los hombres y de la magia, esto es, las artimañas diabólicas, las hechas por medio de hombres y las realizadas directamente por los mismos demonios. Si pretendiéramos negarlo, nos pondríamos en contradicción con la verdad misma de las sagradas letras a las que prestamos nuestra fe. Por consiguiente, en aquella candela, o la habilidad humana montó algún artificio con la piedra de asbesto, o es el resultado de un arte mágica, con el fin de atraer la admiración de los hombres en aquel templo, o algún demonio, con el nombre de Venus, se presentó en aquel lugar con un tal poder, que hiciera aparecer ante los hombres este prodigio y se mantuviera por largo tiempo.

Los demonios son atraídos a morar entre las criaturas, hechas no por ellos, sino por Dios, con señuelos peculiares, no como los animales, que se les atrae con cebo, sino apropiados a un espíritu como son ellos, y que logra suscitar el halago de cada uno a base de variadas clases de piedras, plantas, árboles, animales, encantamientos y ceremonias. Pero para ser atraídos por los hombres, primero ellos, con una astutísima habilidad, los seducen, sea inoculando en sus corazones un secreto veneno, sea simulando engañosas amistades, y se hacen un reducido número de discípulos, maestros, a su vez, de gran parte. Nunca se podría aprender -si no fuera previamente que ellos mismos lo enseñan- cuáles son los gustos de cada uno, cuál es lo que aborrece, qué palabra le invita y cuál le obliga. Éste ha sido el origen de las artes mágicas y de los hechiceros. Su principal presa es el corazón del hombre, de cuya posesión hacen su principal gloria cuando se transforman en ángeles de luz6.

Innumerables son las obras de los demonios. Y cuanto más maravillosas reconocemos que son, con tanta mayor precaución debemos esquivarlas. Con todo, nos van a ser útiles en el punto que estamos tratando. Porque si los impuros demonios son capaces de estas cosas, ¡cuánto mayor será la potencia de los santos ángeles, cuánto mayor a todos ellos el de Dios, creador de los mismos ángeles, autores de tales maravillas!

2. Es verdad que se llegan a realizar muchos y grandes portentos -llamados μεχανήματα- utilizando los hombres hábilmente las fuerzas de la creación de Dios, hasta el punto de que quien lo ignora piensa ser algo divino. Ha ocurrido, por ejemplo, que en un templo habían colocado piedras de imán en el suelo y en la bóveda, calculando sus proporciones. En medio, suspendida en el aire, estaba una estatua de hierro. Quienes ignorasen lo que había encima y debajo creían que estaba suspensa por obra de la deidad representada 18. Algo parecido ya hemos dicho podía ocurrir con la candela aquella de Venus, que un artesano, tal vez, podía haber compuesto con la piedra de asbesto. Es cierto que los demonios han llegado a exaltar las obras de los magos, denominados por nuestra Escritura hechiceros y encantadores, hasta el punto de que a un prestigioso poeta le parecía interpretar fielmente el sentir de los hombres refiriéndose a una mujer que gozaba de tales artimañas con estas palabras: «Promete ella con sus encantamientos dejar libres cuantos espíritus quiera, e infundirles a otros amargos pesares; detener el curso de los ríos y volver atrás la carrera de los astros; hacer venir a los manes nocturnos; verías mugir la tierra bajo sus pies y bajar los olmos de los montes... Pues bien, ¡cuánto más poderoso no será Dios para realizar lo que los infieles tienen como increíble, pero que es sumamente fácil para su poder cuando de hecho ha sido Él quien ha formado las piedras y demás seres con sus virtualidades; Él quien modeló al hombre con su ingenio, ese ingenio que hace uso de estas fuerzas de modos realmente admirables; Él quien creó la naturaleza angélica, superior en poder a cualesquiera seres animados; Él quien sobrepasa por su extraordinario poder a todas las maravillas, y Él quien, por su sabiduría, obra, ordena y permite, siendo tan admirable cuando asigna a las cosas una utilidad como cuando las crea!

CAPÍTULO VII

La suprema razón de creer en las cosas extraordinarias
es la omnipotencia del Creador

1. ¿Por qué no ha de poder Dios hacer que los cuerpos muertos vuelvan a la vida, y que los cuerpos de los condenados sean atormentados con fuego eterno, Él, que ha hecho el mundo, con un cielo, una tierra, un aire, unas aguas, cuajados todos de innumerables maravillas, siendo como es, sin género de duda, el mismo mundo el mayor, el más excelente de todos los milagros de que él está lleno? Pero estos con quienes, o mejor, contra quienes estamos discutiendo admiten, es verdad, la existencia de un Dios que ha hecho el mundo, y de unos dioses hechos por Él, por los que el mundo se gobierna; además, no niegan; es más, proclaman la existencia de unas potencias mundanas autoras de prodigios, bien sea espontáneos, bien conseguidos por medio de un culto o de algún rito, e incluso de acciones mágicas. Y cuando les indicamos las extraordinarias propiedades de otros seres que no son ni animales racionales ni espíritus, dotados de razón, como sucede con las cosas, algunas de las cuales hemos recordado, nos suelen responder: «Se trata de fuerzas de la naturaleza, su naturaleza es así, son efectos de sus propias naturalezas». Luego toda la explicación de que la sal de Agrigento se diluya con la llama y crepite con el agua reside en que así es su naturaleza. Y, sin embargo, esto parece más bien contra la naturaleza, que le dio al agua, no al fuego, la propiedad de disolver la sal, y de tostarla al fuego, y no al agua. Pero -replican ellos- precisamente la propiedad de esta sal es el experimentar efectos contrarios a las otras.

Ésta es también la explicación que se da de la fuente de los garamantes, cuyo único manantial es gélido durante el día y hierve de noche, propiedad la suya siempre molesta a quien la toca. Esta razón igualmente para aquella otra fuente que, fría al tacto, apaga como las demás una tea encendida, pero se diferencia extrañamente de las demás en que enciende una tea apagada. Esto mismo cabe decir de la piedra de asbesto, que sin tener fuego alguno por sí misma, una vez encendida con fuego ajeno, arde sin que se la pueda apagar. Esto mismo también de los demás fenómenos que sería enojoso volver a repetir, con unas extrañas propiedades a primera vista contra naturaleza sin que de ellos se dé otra explicación que la de afirmar que así es su naturaleza. ¡Breve explicación ésta, lo reconozco, y una respuesta suficiente!

Pero dado que Dios es el autor de toda naturaleza, ¿por qué rehúsan que les demos una razón más poderosa cuando se niegan a creer en algo por imposible, y al pedirnos una explicación, les respondemos que tal es la voluntad de Dios todopoderoso? De hecho, no por otra razón se llama todopoderoso sino porque puede hacer todo lo que quiere, Él, que pudo crear tan innumerables criaturas, que de no estar a la vista o ser narradas todavía hoy por testigos dignos de fe, las creeríamos imposibles de todo punto. Y me refiero no tanto a las que desconocemos por completo, cuanto a las que he citado como perfectamente conocidas por nuestra experiencia. Porque entre nosotros, con relación a los hechos que no tienen otros testigos que los propios autores de los libros leídos, y han sido escritos por quienes no poseen una enseñanza divina, pudiendo, por lo tanto, engañarse, entre nosotros se le permite a cada uno no prestarles fe, sin incurrir por ello en motivos justos de reprensión.

2. A mí mismo, en efecto, no quiero que se me crea a la ligera en todo lo que he citado, porque yo no los creo hasta el punto de no quedarme un resto de duda sobre ellos en mi pensamiento, excepto los que yo mismo he podido comprobar y a cualquiera le es fácil hacerlo. Por ejemplo, el fenómeno de la cal, que con el agua hierve y con el aceite se queda fría; la piedra imán, que por no sé qué clase de absorción secreta no mueve la paja y arrastra al hierro; la carne de pavo real, incorruptible, cuando hasta la de Platón se corrompió; la paja, tan refrigente que no permite derretirse la nieve, y tan calorífica que hace madurar la fruta; el fuego resplandeciente, que, de acuerdo con su fulgor, a las piedras las calcina haciéndolas blancas, y, en cambio, en contra de su mismo fulgor, vuelve negras muchas cosas. Hechos parecidos ocurren, verbigracia, con el aceite, que deja manchas oscuras aunque él sea brillante; la blanca plata traza líneas negras; con el carbón, lo mismo: por efecto del fuego las cosas se vuelven al revés: de hermosas maderas se convierten en negras; de duras se vuelven frágiles; de corruptibles, incorruptibles. Estos hechos los conozco personalmente -unos igual que muchos, otros igual que todos- y otros innumerables que hubiera sido prolijo constatar en esta obra.

En cuanto a los fenómenos de que he hecho mención como no comprobados por mí, sino leídos, tampoco he podido encontrar testigos fidedignos que me confirmaran si se trata de algo auténtico, excepto en el caso de la fuente aquella que apaga las antorchas encendidas y enciende las apagadas; y de los frutos de la región de Sodoma, que por fuera dan aspecto de madurez y por dentro son ceniza. Cierto que no he hallado quien asegure haber visto la fuente del Epiro, pero sí una semejante en la Galia, no lejos de Grenoble. Y con respecto al fruto de los árboles de Sodoma, no solamente lo consignan escritos fidedignos, sino que son tantos quienes hablan de haberlo comprobado, que no me es posible aquí ponerlo en duda.

De los demás hechos no he determinado tomar una postura ante ellos ni de afirmación ni de negación. Los he traído a colación porque los he leído en las obras que entre los paganos gozan del rango de históricas; y esto para hacerles ver la cantidad de hechos parecidos, escritos en sus libros, que muchos de ellos creen sin dar ninguna explicación racional, siendo así que se niegan a creernos a nosotros, incluso dándoles una explicación, cuando en el tema que tratamos, y que sobrepasa su experiencia y sus sentidos, les intentamos aclarar que eso sucederá por decisión del Todopoderoso. Porque ¿qué explicación mejor y más válida de hechos semejantes se puede ofrecer que cuando mostramos al Omnipotente como capaz de realizar tales cosas? Afirmamos que realizará lo que en la Escritura se lee como anunciado, puesto que otras muchas vaticinó allí y está demostrado que las cumplió. Sí, Él lo cumplirá porque predijo que lo cumpliría. Él prometió y realizó cosas que se tienen por imposibles con el fin de que las naciones incrédulas dieran fe a cosas increíbles.

CAPÍTULO VIII

No es contra naturaleza el que en un ser cuyas leyes naturales
eran conocidas, suceda algún fenómeno desconocido

1. Quizá nuestros adversarios repliquen que la razón de no creer lo que decimos acerca de los cuerpos humanos, es decir, que estarán siempre abrasándose y nunca morirán, estriba en que -como sabemos- la naturaleza de los cuerpos humanos tiene una constitución muy diferente.

Por ello, aquí no cabe la misma explicación que se daba en aquellas otras maravillas naturales. No podemos decir: «Se trata de una fuerza natural; es así la naturaleza de este objeto». Aquí sabemos que la naturaleza de la carne no es así. Pues bien, sí tenemos, a pesar de todo, una respuesta que darles, sacada de las sagradas letras: esta misma carne del hombre tenía una constitución peculiar antes del pecado, a saber, la posibilidad de no padecer jamás la muerte; y otra distinta después de pecar, la conocida de todos en las calamidades de esta vida mortal, de forma que ya no es capaz de conservar la vida para siempre. Así, de una manera también distinta a como la conocemos, tendrá otra constitución en la resurrección de los muertos.

Pero como nuestros adversarios no dan crédito a la Escritura, donde se lee cómo vivía el hombre en el Paraíso y cuán ajeno estaba a la necesidad de morir -si creyeran en la Escritura no merecía la pena molestarse tanto en tratar con ellos sobre el futuro castigo de los condenados-, será preciso utilizar algunas citas de sus más sabios autores. Ellas nos demostrarán cómo es posible a un ser cualquiera manifestarse de una forma distinta a como se había dado a conocer según las leyes de su naturaleza.

2. Entre las obras de Varrón hay una cuyo título es La nación romana. De ella cito aquí textualmente: «Apareció en el cielo un extraño portento: en la brillante estrella de Venus, llamada Vesperugo por Plauto, y Hésperos por Homero, calificándola como la más hermosa, escribe Cástor que tuvo lugar una tal maravilla, que cambiaba de color, de tamaño, de forma, de trayectoria. Un hecho como éste jamás había ocurrido antes ni ocurrió después. Adrasto de Cícico y Dión de Nápoles, célebres astrónomos, afirmaban que el hecho tuvo lugar durante el reinado del rey Ogiges». Nunca llamaría portento a este fenómeno un autor de la categoría de Varrón si no le pareciera que se trataba de algo contra las leyes de la Naturaleza. De hecho, decimos que todos los portentos son contra las leyes naturales. Pero realmente no lo son. ¿Cómo va a ser contra la Naturaleza lo que sucede por voluntad de Dios, cuando la voluntad de su Creador, tan excelso por cierto, es la naturaleza misma de cada uno de los seres creados? Un prodigio, pues, no sucede en contra de las leyes naturales, sino contra lo conocido de esa naturaleza. ¿Quién sería capaz de enumerar la multitud de prodigios contenidos en la historia de cada país?

Pero ahora fijemos nuestra atención en lo único que interesa al tema que nos ocupa. ¿Hay algo tan bien regulado por el autor del orden natural del cielo y tierra como la ordenadísima trayectoria de los astros? ¿Hay algo tan determinado por leyes definidas e inmutables? Y, sin embargo, cuando ha querido Él, que con su soberano ordenamiento y su poder gobierna su propia creación, la estrella más conocida de todas por sus dimensiones y su brillantez cambió su color, su tamaño, su forma y -lo que todavía es más portentoso- la dirección y la ley de su trayectoria. A buen seguro que perturbó entonces las tablas -si es que existía ya alguna- donde los astrónomos consignan por escrito los movimientos pasados y futuros de los astros con un cálculo diríamos infalible. Precisamente siguiendo estas tablas se han atrevido a afirmar que lo sucedido con el lucero ni antes ni después se ha vuelto a repetir.

Nosotros, en cambio, leemos en los libros divinos que incluso el mismo sol llegó a pararse cuando se lo pidió al Señor Dios el santo varón Jesús Nave, hasta terminar con la victoria el combate emprendido7. Incluso que ese mismo sol volvió atrás para cerciorar al rey Ezequías, con este nuevo prodigio, de la promesa de añadirle quince años a su vida8. Pero estos milagros, concedidos a los méritos de los santos, si es que los creen de hecho los paganos, los atribuyen a artes mágicas. A esto alude lo que más arriba cité de Virgilio: «Detener el curso de los ríos y volver atrás la carrera de los astros». Leemos, en efecto, en la Sagrada Escritura que un río detuvo su curso superior, mientras las aguas inferiores siguieron fluyendo, cuando el pueblo de Dios avanzaba bajo el caudillaje del citado Jesús Nave9, y que ocurrió otro tanto al pasar el profeta Elías, y después su discípulo Eliseo10; igualmente, que el máximo de los astros se volvió atrás durante el reinado de Ezequías, hecho que acabamos de recordar. En cuanto a lo del lucero matutino de que habla Varrón, no se hace mención allí de que fuese realizado a petición de nadie.

3. Cesen, pues, los infieles de ofuscarse con su conocimiento de las leyes naturales, como si Dios no pudiera efectuar en los seres algo distinto de las propiedades naturales que, por su experiencia de hombres, ellos conocen. Por otra parte, no es menos maravilloso el comportamiento natural de las cosas conocidas vulgarmente; a todos los que las consideran les debería resultar milagroso si no tuvieran por costumbre los hombres admirarse únicamente de lo raro. Reflexionando un poco, ¿quién no descubre que en la cantidad innumerable de hombres, dentro de su admirable semejanza por naturaleza, tienen cada uno su propio aspecto, pero de tal modo que, de no ser semejantes entre sí, su raza no se distinguiría de las especies animales; y, al mismo tiempo, si no fueran diferentes, no se distinguirían del resto de los hombres? A quienes declaramos parecidos, a ésos mismos los hallamos diferentes. Pero nos asombra más la consideración de sus diferencias, puesto que la semejanza viene exigida justamente por la participación de la misma naturaleza. Y, sin embargo, dado que lo raro es lo admirable, nos extrañamos mucho más al encontrar a dos tan parecidos, que siempre o casi siempre los confundimos.

4. Pero lo que he referido de Varrón, aunque sea uno de sus historiadores, e incluso el más erudito, tal vez no lo crean como realmente sucedido: quizá porque la duración de su desviación fue demasiado corta y volvió a su curso de siempre, les impacta poco este caso. Tienen otro hecho extraordinario que todavía hoy se puede comprobar. Supongo que será suficiente para hacerles caer en la cuenta de que el haber observado la constitución de una naturaleza y tenerla perfectamente conocida no les da pie para que puedan dar normas a Dios, como si Él no pudiera cambiarlas o convertirlas en algo totalmente distinto de lo conocido por ellos. La región de Sodoma no ha sido siempre lo que es ahora; toda su extensión tenía el mismo aspecto que las demás, con una fertilidad igual o más abundante: de hecho, en la Biblia se la comparó al Paraíso de Dios11. Una vez tocada por el cielo -como nos atestigua su propia historia y se puede contemplar por los que llegan a esos lugares- su aspecto causa horror: un extraño hollín, frutos que, bajo un engañoso aspecto de madurez, ocultan dentro ceniza. Ésta es la realidad: antes no era así, y ahora lo es. Mirad cómo su naturaleza, por un extraño cambio, fue convertida por el Creador de todas las naturalezas en este horror tan diferente, y a pesar de que hace tanto tiempo, todavía permanece así.

5. Ni fue imposible para Dios crear las naturalezas que quiso ni tampoco lo será el cambiar lo que Él quiera de las creadas. De aquí proviene toda esa selva de hechos extraordinarios que llamamos monstruos, ostentos, portentos, prodigios. ¿Cuándo acabaría yo esta obra si me propusiera recopilarlos y mencionarlos todos? Los monstruos están bien llamados así y se derivan de monstrare (mostrar), porque muestran algo con un significado; ostento viene de ostentare (presentar); portento de portendere, o, lo que es lo mismo, de præostendere (pronosticar), y prodigio de porro dicere, o sea, anunciar el futuro.

Caigan en la cuenta, no obstante, quienes pretenden interpretar tales fenómenos, con qué facilidad se equivocan en este campo, o también cómo pueden caer en las redes de una malsana curiosidad, impulsados por ciertos espíritus que tienen la específica misión de atraerse a los hombres que se merecen un tal castigo; llegan incluso a decir verdades, quizá porque entre su mucha garrulería alguna de sus afirmaciones da en el blanco de la verdad.

Y ¿qué pensamos nosotros de todo esto que parece, o dicen que parece, en contra de la Naturaleza? (El Apóstol, hablando al estilo humano, dice que el acebuche, injertado contra su naturaleza en el olivo; participa de su fecundidad)12. ¿Qué decimos de estos fenómenos llamados monstruos, ostentos, portentos y prodigios? Que deben mostrar, significar, pronosticar y predecir que Dios realizará lo que predijo realizaría acerca de los cuerpos humanos, sin que se le interponga dificultad alguna, sin que ley alguna le ponga el veto. Creo haber demostrado suficientemente en el libro anterior cómo de hecho lo ha anunciado, entresacando de las santas Escrituras, nuevas y antiguas, no todos los textos referentes a la cuestión, sino los que he juzgado suficientes según el objetivo de la presente obra.

CAPÍTULO IX

El «horno» y la naturaleza de las penas eternas

1. Lo que Dios afirmó por boca de su profeta sobre el suplicio eterno de los condenados se cumplirá. ¡Vaya si se cumplirá!: su gusano no morirá, su fuego no se apagará13. Para dar más fuerza a esta afirmación, el mismo Señor Jesús quiso significar a los propios hombres por los miembros que hacen caer al hombre, queridos como se quiere la mano derecha, y que él mandó cortar: Más te vale entrar manco en la vida que ir con las dos manos al horno, al fuego que no se apaga, donde su gusano no muere y el fuego no se apaga. Dijo lo mismo del pie: Más te vale entrar cojo en la vida que con los dos pies ser echado al horno de fuego inextinguible, donde su gusano no muere y su fuego no se apaga. Y no dice menos del ojo: Más te vale entrar tuerto en el reino de Dios que ser echado con los ojos al horno, donde su gusano no muere y su fuego no se apaga14. No tuvo reparo en repetir tres veces las mismas palabras. ¿A quién no hará temblar una tal insistencia, una intimación tan vigorosa de aquella pena pronunciada por la boca de Dios?

2. Hay quienes sostienen que la doble tortura del fuego y del gusano se refieren al cuerpo, no al alma. Los que hayan sido excluidos del reino de Dios -dicen- sentirán abrasarse de dolor su alma, por un arrepentimiento ya tardío e infructuoso. De ahí que pretendan, no sin razón, haberse utilizado el término fuego para significar este dolor abrasador. En tal sentido dice el Apóstol: ¿Quién sufre escándalo sin que yo me abrase?15 Este mismo dolor debe entenderse -piensan- del gusano. En efecto, está escrito: Como la polilla roe los vestidos y el gusano la madera, así la tristeza roe el corazón del hombre16. Quienes, en cambio, no ponen en duda que los sufrimientos serán lo mismo para el cuerpo que para el alma en aquel castigo sostienen que el cuerpo arderá por el fuego, y el alma será roída, por así decir, del gusano de la pesadumbre.

Esta opinión se tiene corrientemente como la más probable: sería absurdo sostener que allí no habrá dolores ni de cuerpo ni de alma. Yo, no obstante, me inclino más bien por atribuir ambos tormentos al cuerpo antes que ninguno de los dos. La divina Escritura ha silenciado el dolor del alma en las citadas palabras, porque se sobreentiende, aunque no se mencione, que en medio de tales dolores corporales el alma se torturará con una estéril penitencia. Leemos, de hecho, en las antiguas Escrituras: Castigo del cuerpo, del malvado será el fuego y el gusano17. Podría haber dicho más brevemente: «Castigo del malvado». ¿Por qué, pues, dice: del cuerpo del malvado, sino porque ambos, el fuego y el gusano, serán sufrimiento del cuerpo? Pudo también referirse al castigo corporal, porque en el hombre recibirá castigo aquello que haya vivido según la carne (ésta es la razón por la que incurrirá en la muerte segunda, aludida por el Apóstol en estas palabras: Porque, si vivís según la carne, moriréis)18. Pues bien, en este caso elija cada uno parecer a su gusto: o bien referir el fuego al cuerpo y el gusano al espíritu, con una interpretación propia el primero y metafórica el segundo, o bien referir los dos literalmente al cuerpo. Ya expuse más arriba detenidamente cómo es posible a algunos animales vivir en el fuego, arder sin consumirse, sufrir sin morir, por un milagro del Creador todopoderoso. Quien se atreva a negarle esta posibilidad está ignorante del origen de cuanto admira en los seres naturales.

Éste es el mismo Dios que ha realizado todas las maravillas de este mundo, grandes y pequeñas, mencionadas más arriba, y un número incomparablemente mayor que no hemos mencionado. A todas ellas las situó en el mismo y único mundo, que es por sí mismo el mayor de todos los milagros. Elija, pues, cada uno la sentencia que más le plazca de las dos: que el gusano se refiera propiamente al cuerpo y figurativamente al alma, usando de un paso metafórico de lo corporal a lo incorpóreo. Cuál de estas dos sentencias es la verdadera nos lo pondrá en claro la realidad misma, cuando el conocimiento de los santos sea tan perfecto que para conocer tales tormentos no les será preciso experimentarlos. Les bastará con su sola sabiduría, entonces colmada y perfecta, para conocer incluso estas realidades. Ahora, es cierto, limitado es nuestro saber hasta que llegue la perfección19. Pero al menos rechacemos enérgicamente la creencia en unos futuros cuerpos de tal naturaleza que no puedan ser atacados por el dolor del fuego.

CAPÍTULO X

¿Puede el fuego del «horno», si es corporal, quemar por contacto
a los espíritus malignos, es decir, a los demonios incorpóreos
?

1. Aquí se nos presenta un interrogante: supongamos que el fuego no ha de ser de naturaleza incorpórea, como es el dolor del alma, sino corporal, que abrasa por contacto; para que con él puedan ser atormentados los cuerpos, ¿cómo podrá ser también de fuego el castigo de los malignos espíritus? Porque, según las palabras de Cristo, les aguarda el mismo suplicio a los hombres y a los demonios: Apartaos de mí, malditos, id al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles20. A no ser que los demonios estén dotados de una clase de cuerpo propia, según el parecer de algunos sabios, formado de este aire craso y húmedo que se deja sentir cuando sopla el viento. Este elemento de la Naturaleza, si fuera impasible al fuego, no quemaría puesto en ebullición en los baños. Y para que queme debe antes ser quemado, actuando al tiempo que es afectado.

Pero si optamos porque los demonios no tengan cuerpo alguno, no hay por qué molestarse más en este punto buscando afanosamente una solución ni calentarse la cabeza en ásperas discusiones. ¿Por qué vamos a negar que también los espíritus incorpóreos pueden ser atormentados por el castigo del fuego corporal, de modo misterioso, sin duda, pero real, cuando de hecho los espíritus humanos, ciertamente incorpóreos ellos, han podido ser en la actualidad encerrados en miembros corporales y después podrán quedar unidos a sus propios cuerpos con vínculos insolubles? Sí, los espíritus demoníacos, los mismos demonios espíritus, si es que carecen totalmente de cuerpo, se unirán, aunque incorpóreos, al fuego corporal para ser atormentados. Pero esto no será de forma que las llamas a ellos inherentes queden como informadas, convirtiéndose en seres animados, compuestos de cuerpo y espíritu; no. Su unión sería -ya lo he dicho- de un modo misterioso e inexplicable, recibiendo ellos la tortura del fuego, no transmitiéndole vida. Por cierto, que también este otro modo de unirse las almas a los cuerpos, cuyo resultado son los seres vivientes, es de todo punto admirable, incomprensible para el hombre. Y este milagro es el propio hombre.

2. De buena gana diría yo que los espíritus arderán sin cuerpo alguno, como ardía en los infiernos el rico aquel cuando exclamaba: ¡Me atormentan estas llamas!21, si no cayera en la cuenta de que se me puede responder con razón que las llamas aquéllas eran de la misma naturaleza que los ojos que levantó y con los que vio a Lázaro, y que la lengua que suspiraba le fuese humedecida un poquito, y como el dedo de Lázaro con el que suplicó le fuese concedido este favor. Pero allí estaban las almas sin sus cuerpos. El fuego que lo abrasaba, la diminuta gota que él suplicaba eran, por consiguiente, incorpóreas, como lo son también las imágenes de los sueños o las visiones en éxtasis. Ellas representan seres incorpóreos semejantes a los corporales. Porque el hombre, cuando en tales visiones está presente en espíritu y no en cuerpo, se ve tan semejante a su ser corporal que no es capaz de distinguirlo.

Pero en lo que concierne al horno de que hablamos, llamado también «estanque de fuego y de azufre»22, ése tendrá un fuego corporal y abrasará los cuerpos de los condenados; quizá tanto los de los hombres como los de los demonios: cuerpos sólidos los primeros y aéreos los segundos; o también únicamente los cuerpos de los hombres con sus espíritus, y a los demonios sus espíritus sin los cuerpos, adhiriéndose al fuego corporal para sufrir su tortura, no para comunicarle vida. Uno será el fuego para unos y otros: lo ha dicho la Verdad23.

CAPÍTULO XI

¿Exige la justicia que la duración del castigo no sea mayor que la del pecado?

Algunos de nuestros adversarios, contra los cuales estamos haciendo una defensa de la ciudad de Dios, estiman como una injusticia el que por unos pecados -todo lo grandes que se quieran-, perpetrados durante un tiempo a todas luces breve, se aplique un castigo eterno. ¡Como si la justicia legal pusiera atención jamás a algún caso en que la duración de la pena sea proporcional a la del tiempo transcurrido en la comisión de la falta!

Ocho son las clases de penas según las leyes, escribe Marco Tulio: multa, prisión, azotes, talión, infamia, destierro, muerte y esclavitud. ¿Cuál de éstas reduce su duración a la brevedad de la comisión del delito, de manera que se aplique con la escrupulosa duración que consta del crimen perpetrado, si no es la del talión? Porque el talión consiste en que el culpable pague lo mismo que hizo. De ahí el dicho jurídico: Ojo por ojo y diente por diente24. Puede, en efecto, darse el caso de que uno pierda un ojo como efecto de un castigo en tan breve tiempo como el que empleó en arrancárselo a otro por efecto de su perversidad delictiva. En cambio, si se ve razonable castigar con azotes el beso dado a la mujer ajena, ¿no es cierto que quien cometió esta acción en un instante es vapuleado durante horas, sin proporción alguna de tiempo, y la dulzura de un fugaz placer recibe el castigo de un prolongado sufrimiento?

¿Qué? ¿Sentenciará alguien a cárcel por tanto tiempo como empleó el reo en cometer la falta? ¿No expía, de hecho, con toda justicia durante largos años un esclavo, aherrojado entre grillos por haber herido o pegado a su señor, de palabra o con un golpe en un fugaz instante? ¿Y no es cierto que la multa, la infamia, el destierro, la esclavitud, aplicadas la mayoría de las veces sin ninguna indulgencia, tienen un parecido en esta vida, a su modo, con las penas eternas? Claro está, no pueden ser eternas puesto que ni la misma vida que castigan estas penas se prolonga por una eternidad. Con todo, los pecados que se expían durante largo tiempo en tales castigos se cometen en un tiempo brevísimo. A nadie se le ocurre pensar que deben suspenderse los tormentos del malvado en cuanto se cumple un plazo de tiempo igual al que duró el homicidio, el adulterio, el sacrilegio o cualquier otro crimen. No hay que medir el delito por el tiempo empleado en su comisión, sino por la magnitud de su injusticia o de su perversidad. Quien, por el contrario, es condenado a muerte, culpable de un grave delito, ¿acaso las leyes tienen en cuenta al medir el suplicio la duración del tiempo empleado en ejecutarlo, que es brevísimo, y no más bien el que lo arrancan para siempre de la compañía de los vivos? Digamos que el excluir a los hombres de esta sociedad mortal por el suplicio de la primera muerte equivale a excluir a los hombres de aquella ciudad inmortal por la muerte segunda.

Las leyes de esta ciudad no consiguen que sea de nuevo integrado en ella el que es ejecutado. Pues bien, las de la eterna ciudad tampoco logran hacer volver a la vida eterna al que ha sido condenado a la muerte segunda. Pero nos replican: ¿cómo se cumplirá entonces lo que dice vuestro Cristo: con la misma medida con que midáis se os medirá a vosotros25, si un pecado temporal es castigado con un suplicio eterno? No reparan éstos que la igualdad aquí aludida no estriba en el espacio temporal, sino en la correspondencia del mal, en el sentido de que quien obró el mal pagará con mal. Aunque propiamente puede ser interpretado teniendo en cuenta el contexto en el que hablaba el Señor cuando esto dijo, es decir, refiriéndose a emitir juicios y condenas. En este caso, quien juzga y condena injustamente, si es juzgado y condenado jus­tamente, recibe en la misma medida, aunque no sea en lo mismo que él dio. Lo que él ha cometido es por un juicio, y por un juicio tiene que sufrir ahora. Y aunque cometió una injusticia en su condenación, ahora, por condenación, padece un justo castigo.

CAPÍTULO XII

Magnitud de la primera prevaricación. Por ella se debe pena eterna
a todos cuantos se encuentran fuera de la gracia del Salvador

Un eterno suplicio parece inaceptable e injusto a la sensibilidad humana. La razón es que a esta nuestra pobre sensibilidad, abocada a morir, le falta aquel sentido de altísima e inmaculada sabiduría que nos capacita para percibir la enormidad del crimen cometido en la primera caída. En efecto, cuanto más el hombre disfrutaba de la presencia de Dios, tanto más enorme fue su impiedad al abandonarlo; se hizo acreedor a un mal eterno él, que en sí destruyó un bien llamado a ser eterno. De aquí parte el que todo el género humano se haya convertido en una massa damnata o rebaño de condenados. El primer reo fue castigado juntamente con toda su raza, que se hallaba en él como en su raíz. Ya nadie se vería libre de este suplicio, merecido y justo, más que por una misericordia e inmerecida gracia. De esta forma, el género humano queda distribuido así: en unos brillará el poder de la gracia misericordiosa, y en los restantes el de la justicia vindicativa.

No sería posible mostrar ambas cosas en todos: si todos permaneciesen en el castigo de una justa condenación, en nadie aparecería la misericordiosa y gratuita redención; a su vez, si todos fueran rescatados de las tinieblas a la luz, en nadie aparecería la severidad del castigo. En este último apartado se encuentran más que en el primero, para que se vea cómo se nos debía éste a todos. Y aunque a todos fuera aplicado el castigo, nadie podría reprochar justamente la justicia del vengador. Con todo, los rescatados son un gran número, y por ello se deben dar gracias al Libertador por don tan gratuito.

CAPÍTULO XIII

Réplica contra la opinión según la cual los castigos aplicados
a los malvados son para su purificación

Son los platónicos quienes, no obstante desear que ningún pecado quede impune, opinan que todas las penas se aplican con vistas a una enmienda, sea en virtud de leyes divinas o humanas, sea en esta vida o después de la muerte, sea que haya sido perdonado aquí, o su castigo quede sin enmienda aquí abajo. A esto alude aquella sentencia de Virgilio Marón: primero habla de los cuerpos terrenos y los miembros que han de morir, y luego dice de las almas: «De aquí les vienen sus temores, sus deseos, sus dolores, sus gozos; no perciben la brisa, encerradas como están entre tinieblas, en lóbrega mazmorra». Y sigue diciendo: «Más aún, cuando en la claridad suprema la vida las abandona (quiere decir: cuando el día último esta vida las abandona), no todo mal -sigue diciendo- se ausentará de estas desdichas ni toda peste corporal desaparecerá de raíz. De todo punto inevitable es que sus muchos vicios, largamente arraigados, se hayan desarrollado de los modos más extraños. Son, por ello, atormentadas con castigos y expían los suplicios de inveteradas culpas. Cuelgan las unas inertes, suspendidas al viento; lavan las otras, sumergidas en piélago inmenso, su infecto crimen; y otras lo purifican al fuego».

Quienes así opinan no admiten más penas que las expiatorias después de la muerte. Y como el agua, el aire y el fuego son elementos superiores a la tierra, ha de expiar a base de alguno de estos elementos las faltas contraídas por terreno contagio. El aire está indicado en aquellas palabras: «Suspendidas al viento»; el agua en aquellas otras: «Sumergidas en piélago inmenso»; y el fuego está expresamente citado: «Otras lo purifican al fuego».

Nosotros, ciertamente, reconocemos la existencia de algunas penas purificadoras en esta vida mortal. No se trata de torturar la vida de aquellos que con un castigo no mejorarán, o incluso se volverán peores. Son purgativas para aquellos que con tales aflicciones se corrigen. Todas las demás penas, temporales o eternas, deben ser enjuiciadas a la luz de la divina Providencia, que ha de tratar a cada uno: se aplican por los pecados ya pasados o por aquellos en los que actualmente vive el castigado, o también para ejercitar o hacer brillar las virtudes por medio de los hombres o de los ángeles, sean buenos o malos.

Cuando uno padece algún mal, sea por la perversidad o el error de un tercero, peca, ciertamente, el hombre que por ignorancia o injusticia causa un mal a cualquiera; pero no peca Dios, quien por un justo, aunque oculto designio, permite que esto suceda. Pero hay penas temporales que unos las padecen solamente en esta vida, otros después de la muerte y otros ahora y después. De todas maneras, estas penas se sufren antes de aquel severísimo y definitivo juicio. Mas no todos los que han de sufrir tras la muerte penas temporales caerán en las eternas, que tendrán lugar después del juicio. Habrá algunos, en efecto, a quienes se perdonará en el siglo futuro lo que no se les había perdonado en el presente26; o sea, que no serán castigados con el suplicio eterno del siglo futuro, como hemos hablado más arriba.

CAPÍTULO XIV

Penas temporales a las que está sujeta la humana condición durante esta vida

Son rarísimos los que no padecen algún mal en esta vida, sino solamente en la otra. Ha habido, con todo, algunas personas que no han sentido ni la más mínima calentura hasta entrada ya la vejez decrépita, y su vida ha transcurrido tranquila. Yo personalmente he conocido algunos casos y otros los he oído contar. Dicho sea esto a pesar de que la vida misma de los mortales es toda ella un suplicio, puesto que toda ella es tentación, como la proclama la Sagrada Escritura: ¿No es cierto que la vida del hombre sobre la tierra es una tentación?27 No es pequeño castigo la ignorancia o inexperiencia, que los hombres procuran evitar hasta el punto de obligar a los niños con castigos bien dolorosos a aprender algunas artes o las letras. Incluso el hecho en sí de aprender, razón por la que son castigados, resulta tan penoso que a veces prefieren sufrir los castigos antes que el aprender mismo. ¿Quién no va a horrorizarse, y ante la disyuntiva de volver de nuevo a la infancia o sufrir la muerte, no preferirá morir? El hecho de estrenar la luz de esta vida no riendo, sino entre llantos, es ya una especie de profecía, sin saberlo, de las calamidades en que acaba de entrar. El único que al nacer -dicen- se rió fue Zoroastro, pero su monstruosa risa no le auguró ningún bien. Efectivamente, cuentan que fue el inventor de las artes mágicas; artes, por cierto, que no le llegaron a servir ni siquiera para proteger su felicidad contra los enemigos; de hecho, siendo el rey de los bactrianos, fue derrotado por Nino, rey de Asiria.

Está escrito: Un yugo pesado se cierne sobre los hijos de Adán desde el día que salen del vientre materno hasta el día de su sepultura en el seno de la madre común28. Esta sentencia es absolutamente necesario que se cumpla, y hasta tal punto que los recién nacidos, libres ya del único vínculo que los tenía esclavizados, el pecado original, por el baño de la regeneración padecen innumerables calamidades, incluso algunos de ellos los asaltos de los espíritus malignos. ¡Y ojalá que tales sufrimientos no les perjudiquen si llega el caso de terminar su vida en estos primeros años, precisamente por haberse enconado más su sufrimiento hasta expulsar el alma del cuerpo!

CAPÍTULO XV

Toda la obra de la gracia que nos redime de las profundidades del mal inveterado
pertenece a la renovación del mundo futuro

Sin embargo, el asombroso mal que encontramos en el pesado yugo puesto sobre la cerviz de los hijos de Adán, desde la salida del vientre materno hasta el día de su vuelta al seno de la madre común por la sepultura, es para que vivamos con sobriedad y comprendamos que esta vida se nos ha vuelto penosa desde aquel pecado horrendo en extremo que se cometió en el Paraíso, y que todo lo que se lleva a cabo en nosotros a través del Nuevo Testamento pertenece exclusivamente a la nueva herencia del mundo nuevo. Así, una vez recibida aquí la prenda, entraremos en posesión, a su tiempo, de la realidad que ella garantizaba. Mientras tanto, debemos caminar en la esperanza y ser más perfectos de día en día, dando muerte por el Espíritu a las bajas acciones29. El Señor, en efecto, conoce a los suyos30; y: Todos aquellos que se dejan conducir por el Espíritu de Dios son hijos de Dios31. Pero esto por la gracia, no por la naturaleza. El Hijo único de Dios por naturaleza se ha hecho Hijo de hombre por amor misericordioso hacia nosotros, a fin de que nosotros, hijos de hombre por naturaleza, lleguemos a ser en Él, por gracia, hijos de Dios. Él permaneció, de hecho, inmutable y asumió nuestra naturaleza, y en ella a nosotros. Sin perder nada de su divinidad, se hizo partícipe de nuestra debilidad. Así nosotros podremos ser transformados, mejorando por la participación de su ser inmortal y santo; podremos ir perdiendo nuestro ser pecador y mortal y mantener el bien que en nuestra naturaleza Él ha hecho, llevado a su plenitud por el bien supremo que reside en la bondad de su naturaleza.

El pecado de un solo hombre32 nos hizo hundirnos en tan grave calamidad, y la rehabilitación que nos ha traído un solo hombre -y éste, Dios- nos hará llegar a aquel bien tan sublime. Pero nadie debe creerse haber pasado ya de un estado al otro más que cuando se halle donde no existirá ya tentación alguna, cuando posea aquella paz por la que suspira a través de tantos y tan diversos combates en esta guerra, en la que los objetivos de los bajos instintos pugnan contra el Espíritu, y los del Espíritu contra los bajos instintos33. No tendría lugar una semejante guerra si la naturaleza humana, utilizando su libre albedrío, se mantuviese firme en la rectitud en que fue creada. Pero como no quiso tener una paz feliz con Dios, se ve envuelta en una pugna infeliz consigo misma. Claro que, a pesar de la desgracia de una tal calamidad, es mejor que el estado anterior a esta vida rehabilitada. Mejor es, efectivamente, luchar contra las inclinaciones viciosas que ser dominado por ellas sin resistencia alguna. Mejor es -repito- una guerra con esperanza de eterna paz, que una cautividad sin sospecha siquiera de liberación.

Verdad es que ansiamos vernos libres incluso de esta guerra, y estamos inflamados por el fuego del amor divino para disfrutar de aquella paz donde todo está en perfecto orden, donde los valores inferiores están sometidos a los superiores con una estabilidad inquebrantable. Pero si (lo que Dios no permita) llegásemos a encontrarnos sin esperanza alguna de un bien tan precioso, deberíamos preferir siempre la dureza de este combate antes que entregarnos en manos de los vicios sin oponer resistencia.

CAPÍTULO XVI

Leyes de la gracia que regulan las diversas etapas de la vida en los reengendrados

A decir verdad, ¡qué grande la bondad de Dios con los que son objeto de su bondad, destinados a la gloria; y esto ya desde la primera infancia, sometida sin resistencia a los instintos de la carne; y en la segunda, llamada niñez, período en el que todavía la razón no ha emprendido el citado combate y yace sometida a casi todos los placeres viciosos! En efecto, aunque este niño ya pueda hablar, hecho que evidencia la salida de la infancia, todavía su inmadurez mental le hace incapaz de mandamientos. Si este niño ha recibido los sacramentos del Mediador, aunque le llegue el final de su vida en estos tiernos años, trasladado como está del poder de las tinieblas al reino de Cristo, lejos de tener que sufrir los eternos suplicios, no padecerá siquiera tormento alguno expiatorio después de su muerte. Basta la sola regeneración del espíritu para evitar que después de la muerte le sea un perjuicio el reato, contraído por la generación carnal juntamente con la muerte.

Llega luego la edad capaz de mandamientos y de someterse al imperio de la ley. Aquí hay que emprender la guerra contra los vicios y luchar con bravura para no caer en pecados dignos de condenación. Quizá no estén todavía arraigados por continuas victorias estos vicios; en este caso se rinden y desaparecen con más facilidad. Pero si están acostumbrados a vencer y a imponer su dominio, conseguir la victoria sobre ellos es un trabajo difícil. Y esto no se logra de una manera auténtica y profunda más que con un sincero amor a la santidad, y ésta se halla en la fe en Cristo. En efecto, si hay una ley que ordena, pero falta la ayuda del Espíritu, la misma prohibición hace crecer el deseo de pecado, que termina por triunfar. Todo ello añade culpabilidad a la caída.

Se dan casos a veces en que unos vicios manifiestos quedan dominados por otros ocultos, tenidos como virtudes, en los que reina la soberbia y un cierto encumbramiento para agradarse a sí mismo, causa de su propia ruina. Solamente hay que considerar vencido un vicio cuando la victoria sea del amor divino, amor que no concede más que Dios personalmente, y por nadie más que por el Mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús, que ha participado de nuestra condición mortal para hacernos partícipes de su divinidad.

Son muy pocos los que gozan de una suerte tal que ya desde el albor de su juventud no hayan cometido pecado alguno digno de condenación, como pueden ser acciones escandalosas, fechorías criminales o caídas en alguna detestable impiedad, sino que con espíritu magnánimo sepan someter cualquier brote de complacencia en los instintos de la carne en los que podrían ser ellos los dominados. La mayor parte, una vez conocida la obligación de la ley, se ven vencidos primeramente por los vicios que les llegan a dominar; así se hacen transgresores de la ley. Luego buscan refugio y ayuda en la gracia, con la cual recuperarán la victoria, mediante una amarga penitencia y una lucha más enérgica, sometiendo primero el espíritu a Dios y logrando después el dominio sobre la carne. Quien quiera, pues, evitar las penas eternas no debe solamente bautizarse. Deberá santificarse siguiendo a Cristo. Así es como pasará del diablo a Cristo.

En cuanto a las penas expiatorias, nadie piense en su existencia si no es antes del último y temible juicio. Lo que sí se debe afirmar es que el fuego eterno será más doloroso para unos y más ligero para otros, según los méritos, malos por supuesto, de cada condenado, sea porque el ardor varíe en proporción al castigo merecido, sea porque, aun con una misma fuerza, no perciban todos la misma tortura.

CAPÍTULO XVII

No existen penas eternas para ningún condenado, afirman algunos

Me doy cuenta de que debo ahora ocuparme de aquellos que participan de nuestra fe y se dejan llevar de la compasión. Quiero discutir pacíficamente con ellos. Se niegan a creer en la eternidad de las penas, bien sea para todos aquellos hombres a quienes el justísimo juez dicte sentencia de condenación al suplicio del Infierno, bien sea solamente para algunos de ellos. Tras determinados períodos de tiempo -más largos para unos, más breves para otros, según la magnitud del pecado- serán libertados, opinan éstos.

Más compasivo fue todavía en este punto Orígenes. Según él, hasta el mismo diablo y sus ángeles, tras haber sufrido tormentos más o menos graves y prolongados según la culpabilidad, habían de ser arrancados de sus torturas y asociados a los santos ángeles. Pero la Iglesia lo ha rechazado con toda razón, no sólo por esta creencia, sino por bastantes otras, sobre todo por aquellos períodos alternos de felicidad y desgracia sin término, y por aquel ir y volver sin fin de una hacia la otra cíclicamente en períodos seculares fijos. Además, el aspecto de compasión de su teoría se cae por tierra al haber inventado para los santos auténticas penalidades en las que deben ser torturados, y unas felicidades falsas en las que están ausente la verdad y la seguridad, es decir, la certeza del gozo del bien eterno, sin temor alguno.

El sentimiento humano hace desviarse de muy distintas maneras la compasión de tales cristianos. Estiman temporales los suplicios de los hombres condenados en aquel juicio y, en cambio, la felicidad será -dicen- eterna para todos, liberados unos más pronto, otros más tarde. Si la bondad y la verdad de esta sentencia radican en la compasión, cuanto más compasiva sea, tanto será más verdadera y mejor. Extiéndase, por lo tanto, y fluya la fuente de esta misericordia hasta los ángeles condenados, y que sean liberados de sus penas al menos después de muchos y larguísimos siglos, todo lo prolongados que se quiera. ¿Por qué ha de estar manando para toda la naturaleza humana, y al llegar a los ángeles se va a agotar de pronto? La verdad es que no se atreven a extender más su compasión y llegar incluso hasta el mismo diablo. Porque si alguien se atreviera, llevaría ventaja, sin duda, sobre los anteriores. Sin embargo, caería en un error tanto más exagerado y opuesto al recto sentido de la palabra de Dios cuanto mayor sentimiento de clemencia cree tener.

CAPÍTULO XVIII

La intercesión de los santos -según otra opinión- librará
a todos los hombres de la condenación

1. Hay otra clase de cristianos -a quienes conozco a través de diálogos- que, bajo apariencia de respeto a las santas Escrituras, se hacen censurables por su conducta. Intentan llevar el agua a su molino, y para ello atribuyen a Dios una clemencia mucho más indulgente hacia el género humano que los anteriores. Reconocen que Dios ha anunciado realmente que los hombres perversos y descreídos son dignos de castigo; pero al llegar el juicio, triunfará la misericordia. Dios les indultará la pena -afirman- por las oraciones y la intercesión de los santos. Si oraban, de hecho, por ellos cuando los tenían que soportar como enemigos, ¿cuánto más ahora que los verán postrados humildes y suplicantes? No vamos a creer -aseguran- que los santos van a perder entonces sus entrañas de misericordia cuando su santidad haya llegado al colmo de la plenitud y de la perfección. Ellos, que oraban antaño por sus enemigos, cuando todavía no estaban ellos mismos exentos de pecado, ¿cómo no van a orar ahora por quienes les suplican, después que ya han empezado a estar libres de todo pecado? ¿O es que Dios se va a negar a escuchar en esta ocasión a tantos y tan santos hijos suyos, precisamente cuando en su santidad no encontrará ningún impedimento a la eficacia de su oración?

Hay un testimonio de un salmo que invocan a su favor quienes conceden a los infieles e impíos la liberación de todos sus males al menos después de un largo período de tormentos. Pero estos otros aseguran que refuerza más su opinión. Helo aquí: ¿Es que Dios se ha olvidado de su bondad, o la cólera cierra sus entrañas?34 Su cólera -dicen- consiste en que todos los indignos de la beatitud eterna serán sentenciados por Él como juez a los suplicios eternos. Ahora bien, si tales suplicios Él los permite, sean largos o cortos, necesariamente es que ha cerrado la cólera sus entrañas, cosa que el salmo niega. Porque no dice: «¿Es que la cólera cerrará por largo tiempo sus entrañas?», sino que expresa claramente que no las cerrará en absoluto.

2. La amenaza del juicio -quieren éstos- no es ficticia, aunque nadie resulte condenado, de igual modo que no podemos llamar ficticia la amenaza por la que afirmó que iba a destruir a Nínive35, cosa que no ocurrió, a pesar -aseguran- de que lo predijo sin poner condición alguna. No dijo: «Será arrasada Nínive si no hacen penitencia y se convierten», simplemente anunció de antemano la destrucción de la ciudad sin añadir más. Tienen éstos por veraz tal amenaza, porque Dios predijo que realmente se lo tenían merecido, aunque Él no llegase a ponerlo por obra. Si es cierto que perdonó a quienes hicieron penitencia -prosiguen-, no es menos cierto que ya lo sabía de antemano, y con todo predijo la destrucción de una manera absoluta y definitiva. Por eso, desde el punto de vista del rigor, tal amenaza es una verdad, porque se lo tenían merecido; pero no lo era desde el lado de las entrañas de misericordia, las cuales no mantuvo cerradas su cólera, perdonando a quienes le suplicaron clemencia por el castigo que había amenazado contra los obstinados en su maldad. Si entonces los perdonó -agregan-, cuando su santo profeta con tal perdón había de quedar contrariado, ¡cuánto más lo hará en esta ocasión con quienes elevarán súplicas más dignas de lástima, apoyados por las oraciones de todos su santos, que implorarán este perdón!

Sospechan nuestros adversarios para sus adentros que la divina Escritura se calló este indulto para que muchos, ante el temor de unas torturas eternas o muy prolongadas, vuelvan al buen camino, y haya quienes puedan orar por los que sigan sin corregirse. Y, sin embargo, no creen que la divina palabra haya pasado totalmente esto en silencio. Efectivamente -continúan, ¿a qué viene este pasaje: ¡Qué bondad tan grande la tuya, Señor; la tienes escondida para los que te temen!36, si no es para hacernos caer en la cuenta de que toda la inmensa y secreta bondad de la divina misericordia ha sido escondida para hacer brotar en nosotros el temor? Añaden, además, que el Apóstol dijo con este mismo motivo: Porque Dios los encerró a todos en la incredulidad para tener misericordia de todos37, queriendo significar con ello que nadie será por Él condenado.

Pero los partidarios de esta sentencia no amplían su parecer hasta la liberación o la ausencia de condenación del diablo y sus ángeles. Se sienten conmovidos solamente por una compasión humana, dirigida a los hombres únicamente, pero, sobre todo, saliendo en defensa de su propia causa con una pretendida amnistía general de Dios a todo el género humano, prometiendo a sus perdidas costumbres una engañosa impunidad. Pero, lógicamente, se verán sobrepasados en poner por las nubes la misericordia de Dios por aquellos que prometen una tal impunidad al príncipe de los demonios con sus satélites.

CAPÍTULO XIX

Impunidad de todos los pecados, prometida -según otra opinión-
incluso a los herejes, a causa de ser partícipes del cuerpo de Cristo

Hay un tercer grupo de los que prometen la liberación de los suplicios eternos a los hombres. Pero éste no lo promete a todos, sino solamente a aquellos que hayan sido purificados con el bautismo de Cristo y lleguen a participar del cuerpo de Cristo, sea cual fuere su vida o las herejías o impiedades en que hayan vivido. Su afirmación la respaldan con aquel texto de Jesús: Éste es el pan que ha bajado del cielo, para que quien coma de él no muera. Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que coma pan de éste vivirá para siempre38. Éstos, por consiguiente, han de ser arrancados necesariamente de la muerte eterna -dicen ellos- y conducidos un día a la vida eterna.

CAPÍTULO XX

Impunidad de todos los pecados, prometida -según una cuarta opinión- únicamente
a los regenerados en el catolicismo, aunque luego se hayan precipitado
en multitud de crímenes o errores

Hay todavía otros que prometen esto mismo no a todos los que hayan recibido el bautismo de Cristo, e incluso el sacramento de su cuerpo, sino únicamente a los católicos, por más que su vida sea indeseable. La razón es el haberse alimentado con el cuerpo de Cristo, pero no ya sólo sacramentalmente, sino realmente, quedando insertados en su mismo cuerpo, del que dice el Apóstol: Uno solo es el pan, y nosotros, aun siendo muchos, somos un solo cuerpo39. De esta manera, aunque después caigan en alguna herejía, o incluso en la idolatría pagana, por el solo hecho de que en el cuerpo de Cristo, o sea, en la Iglesia Católica, recibieron el bautismo de Cristo y se alimentaron con su cuerpo, no morirán para siempre, sino que han de conseguir un día la vida eterna. Por otra parte, toda la impiedad de su vida, por grande que haya sido, no provocará la eternidad de las penas, sino únicamente su duración y su intensidad.

CAPÍTULO XXI

Otra nueva opinión: los que se mantienen en la fe católica, aunque su vida fuer pésima,
y merezcan por ello la pena del fuego, se salvarán, gracias a estar fundados en la fe

Todavía existen algunos que prometen la liberación de las penas del Infierno, pero solamente a quienes perseveren en la Iglesia Católica, aunque vivan mal dentro de ella. Su argumento estriba en esta frase: El que resista hasta el final se salvará40. Dicen que éstos, bien que pasando por el fuego, se salvarán, gracias al fundamento en que se apoyan. De él dice el Apóstol: Un cimiento diferente del ya puesto, que es Jesucristo, nadie puede ponerlo. Pero encima de ese cimiento puede uno edificar con oro, plata, piedras preciosas, madera, heno o paja: la obra de cada uno se verá por lo que es, pues el día aquél la pondrá de manifiesto, porque ese día amanecerá con fuego, y el fuego pondrá a prueba la calidad de cada obra: si la obra de uno resiste, recibirá su paga; si se quema, la perderá. Él sí quedará con vida, pero como quien pasa por un incendio41.

La vida de cualquier católico, cristiano -afirman quienes así piensan- tiene a Cristo como fundamento; fundamento que no alberga herejía alguna por estar todas ellas desgajadas de la unidad de la Iglesia. Por consiguiente, gracias a este fundamento, aun cuando un cristiano católico lleve una vida malvada, como quien hubiera edificado encima con madera, heno o paja, siguen pensando que se salvará, «pasando por un incendio», es decir, que será liberado después de sufrir los tormentos de aquel fuego con el que serán castigados en el juicio final los malvados.

CAPÍTULO XXII

Sentencia que exime de la condenación del juicio los delitos acompañados de limosnas

Me he encontrado también con quienes piensan que únicamente se abrasarán eternamente en el fuego de aquel suplicio los que descuiden hacer limosnas proporcionadas a sus pecados, según aquello del apóstol Santiago: Habrá un juicio sin misericordia para quien no tuvo misericordia42. Luego quien la haya tenido -afirman-, por más que su conducta no haya mejorado, sino que su vida, entre limosna y limosna, haya transcurrido de una forma escandalosa y depravada, tendrá un juicio con misericordia. Es decir, que o no recaerá sobre él condenación alguna, o bien, tras un lapso de tiempo más breve o más largo, será indultado de su condenación. He aquí la razón -piensan ellos- por la que no ha querido evocar ninguna otra cosa más que las limosnas hechas o las omitidas, cuando se siente como juez de vivos y muertos, en las palabras que dirigirá a los de su derecha para otorgarles la vida eterna, y a los de su izquierda para condenarlos al suplicio eterno43.

Esta misma finalidad aseguran llevar las palabras diarias de petición de la oración dominical: Perdónanos nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores44. En efecto, todo el que perdona y olvida un pecado a otro que le ha ofendido, sin duda alguna está haciendo una limosna. El mismo Señor nos inculcó esta práctica con insistencia en aquellas palabras: Pues si perdonáis sus culpas a los demás, también vuestro Padre os perdonará las vuestras. Pero si no perdonáis a los demás, tampoco vuestro Padre del cielo os perdonará a vosotros45. A esta clase de limosna pertenece, por lo tanto, lo que dice Santiago de que tendrá un juicio sin misericordia quien no practicó la misericordia. Y no habló el Señor -prosiguen éstos- de pecados grandes o pequeños, sino simplemente: Vuestro Padre os perdonará los pecados si también vosotros perdonáis a los demás.

Es ésta la razón por la que, según este sentir, incluso aquellos que hayan llevado una vida escandalosa hasta el último momento irán recibiendo, día tras día, en virtud de esta oración, el perdón de todos sus pecados, igual que día tras día se recita esta oración, cualquiera que sea su naturaleza y su gravedad. Sólo hace falta tener presente una condición: que cuando piden perdón de sus pecados, perdonen ellos de corazón a quienes les hayan hecho alguna ofensa.

Iré respondiendo a todas estas dificultades y cuando termine, daré por concluido el presente libro.

CAPÍTULO XXIII

Réplica a la opinión de quienes aseguran que ni para el diablo
ni para los hombres malos habrá un suplicio eterno

Es preciso investigar y conocer primeramente por qué la Iglesia no ha podido admitir la controversia sobre una promesa de expiación o indulto al diablo después de sufrir incluso los más duros y prolongados castigos. Y no se trata de que la multitud de santos y de hombres instruidos en las sagradas letras, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, hayan visto con malos ojos la purificación y la consecución de la felicidad del reino de los cielos por los ángeles, de la clase y rango que ellos sean, tras haber pasado los suplicios de la clase o intensidad que ellos fueran. Lo que sucede es que han visto que las afirmaciones divinas no pueden ser anuladas o debilitadas. Y el Señor ha dicho con antelación que pronunciará en el juicio sentencia en estos términos: Apartaos de mí, malditos, id al fuego eterno, preparado para el diablo y sus ángeles46. En estas palabras, de hecho, manifiesta que el diablo y sus ángeles arderán en un fuego eterno. Además, está escrito en el Apocalipsis: Al diablo, que los había engañado, lo arrojaron al lago de fuego y azufre, con la bestia y el falso profeta. Allí serán atormentados día y noche por los siglos de los siglos47.

En el primer texto se dice eterno, y, para significar lo mismo, en el segundo dice por los siglos de los siglos. Éstas son las palabras con las que la Escritura divina expresa habitualmente lo que no tiene fin en el tiempo. Por consiguiente, la auténtica fe debe mantener como firme e inmutable que no habrá regreso alguno del diablo y sus ángeles al estado de justificación y a la vida de los santos; no es en absoluto posible encontrar otro motivo ni más justo ni más claro de tal postura que éste: la Escritura, que no engaña a nadie, asegura que Dios no los ha perdonado48, estando, por ello, bajo una primera condenación, recluidos, de momento, en las oscuras mazmorras infernales, reservadas para el castigo del juicio definitivo cuando sean arrojados al fuego eterno; allí serán atormentados por los siglos de los siglos.

Si ello es así, ¿cómo van a ser arrancados de la eternidad de este castigo todos o algunos de los hombres tras un espacio de tiempo, todo lo prolongado que se quiera, sin que al punto quede desvirtuada la fe por la que creemos que habrá un eterno suplicio para los demonios? Si a los mismos a quienes se dice: Apartaos de mí, malditos, id al fuego eterno, preparado para el diablo y sus ángeles49, sean todos o sean parte, no van a estar allí siempre, ¿qué razón hay para seguir creyendo que el diablo y sus ángeles sí permanecerán eternamente? ¿Es que acaso la sentencia de Dios, dictada contra los malos, ángeles y hombres, ha de ser verdadera para los primeros y falsa para los segundos? Así sería, ni más ni menos, si a lo que damos valor no es a la palabra de Dios, sino a las conjeturas de los hombres. Pero, dado que esto no puede ser así, procuren quienes desean escapar del eterno suplicio, más que esgrimir argumentos contra Dios, acatar sus preceptos mientras todavía es tiempo.

Por otra parte, ¿cómo se entiende que el suplicio eterno se tome como un fuego de larga duración, mientras la vida eterna se acepta como sin término, siendo así que Cristo, en un mismo pasaje, en idéntica sentencia y comprendiendo a ambos, dijo: Éstos irán al suplicio eterno, y los justos a la vida eterna50. Si ambos destinos son eternos, entendamos necesariamente ambos con una duración limitada, o ambos interminables, sin fin. Los dos están expresados en una identidad correlativa: por un lado, el castigo eterno; por otro, la vida eterna. Decir en la misma frase y con idéntico sentido: «La vida eterna será sin término, el castigo eterno tendrá término», es una incoherencia excesiva. Concluyendo, pues: como la vida eterna de los santos no tendrá fin, tampoco el suplicio eterno de los condenados lo tendrá, sin la menor duda.

CAPÍTULO XXIV

Se refuta la opinión de quienes en el juicio de Dios patrocinan un indulto general
a todos los reos por las oraciones de los santos

1. Este mismo argumento vale también contra aquellos que para defender su propia causa tratan de contradecir las palabras de Dios bajo capa de una más indulgente misericordia. Para éstos la sentencia de Dios es verdadera en cuanto que los hombres son dignos de padecer lo que Dios les ha dicho, pero no en cuanto a padecerlo de hecho. En efecto -dicen ellos-, Dios los indultará por los ruegos de sus santos, quienes orarán tanto más insistentemente por sus enemigos cuanto son más santos, y su oración es ahora mucho más eficaz y digna de ser por Dios escuchada, puesto que están exentos de todo pecado.

Y ¿por qué, entonces, dada esa altísima santidad, dado ese poder de alcanzarlo todo con sus oraciones, las más puras y llenas de misericordia, no han de pedir también por los ángeles, que tienen preparado un fuego eterno para que Dios mitigue su sentencia, ablande su rigor y los rescate de aquel fuego? ¿Habrá alguien que tenga la pretensión de pronosticar como cierto lo siguiente: los ángeles santos se coaligarán con los hombres santos -muy semejantes, entonces, a los ángeles- para rogar por los dignos de condenación, tanto ángeles como hombres, de manera que por misericordia no lleguen a padecer lo que por justicia se tenían merecido? Nadie con auténtica fe ha afirmado esto ni lo afirmará jamás. De lo contrario, no existe razón alguna para que la Iglesia hoy no ruegue también por el demonio y sus ángeles, cuando su Maestro, Dios, le mandó rogar por sus enemigos. Pues bien, la causa por la que ahora la Iglesia no ruega por los ángeles malos -y ella bien sabe que son enemigos suyos- es la misma por la que entonces, en el juicio final, no rogará por los hombres condenados al fuego eterno, a pesar de que su santidad será ya perfecta.

Si en la actualidad ora por aquellos que tiene como enemigos entre los hombres, lo hace porque es tiempo de penitencia fructuosa. ¿Y qué es lo que pide para ellos principalmente sino que Dios les conceda convertirse -como dice el Apóstol- y recapacitar para librarse de los lazos del diablo, que los tiene ahora presos y sumisos a su voluntad?51

Finalmente, si la Iglesia estuviera de tal forma segura con relación a algunas personas, que supiera nominalmente incluso cuáles están predestinadas a ir al fuego eterno junto con el diablo, no rogaría por ellas, como no ruega por el diablo, a pesar de que se encontrarán todavía viviendo esta vida. Pero como de nadie está segura, ruega por todos sus enemigos -tratándose de hombres, por supuesto- durante el período de su vida corporal. Sin embargo, no en favor de todos es oída. Solamente lo es en favor de aquellos que, a pesar de su oposición a la Iglesia, están predestinados, de forma que la Iglesia es oída en su favor y llegan a hacerse hijos de ella. Pero si algunos conservan hasta la muerte un corazón impenitente, sin convertirse de enemigos en hijos suyos, ¿sigue la Iglesia rogando por éstos, es decir, por las almas de tales difuntos? ¿Y para qué hacerlo ya, cuando se le puede contar como miembro del partido diabólico a quien durante su vida en el cuerpo no se ha pasado al de Cristo?

2. La misma razón hay, por consiguiente, para no rogar entonces por los hombres condenados al fuego eterno que para no rogar ni ahora ni después por los ángeles malos. Y la misma razón también para no orar ahora por los infieles e impíos difuntos, aunque sean hombres. Cierto que la oración de la misma Iglesia o de otras personas piadosas es escuchada en favor de algunos difuntos; pero lo es en favor de aquellos regenerados en Cristo, cuya vida, durante el período corporal, no ha sido tan desordenada que se les considere indignos de una tal misericordia; ni tan ordenada que no tengan necesidad de esa misericordia. Así, una vez resucitados los muertos, tampoco faltarán algunos a quienes, después de las penas que sufren las almas de los difuntos, se hará misericordia para que no sean enviados al fuego eterno. En efecto, no se diría con verdad de algunos que no se les perdonará ni en este mundo ni en el futuro si no hubiera otros a quienes se les perdonará en el futuro, aunque no se les perdone en éste52.

Ahora bien, una vez que el juez de vivos y muertos haya pronunciado la sentencia: Venid, benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo; y, en cambio, a los otros: Apartaos de mí, malditos, id al fuego eterno, preparado para el diablo y sus ángeles; y luego: Irán éstos al castigo eterno, y los justos a la vida eterna53: es de una incalificable presunción afirmar que se librará de un castigo eterno alguno de los que Dios aseguró que irían al suplicio eterno, y dar lugar por una total presunción a persuadirnos de que no hay por qué esperar en la otra vida, o al menos dudar de su eternidad.

3. Cuidado, pues, con entender mal este canto sálmico: ¿Es que Dios se ha olvidado de su bondad, o la cólera cierra sus entrañas?54 No vaya alguien a opinar que este oráculo divino es verdadero con los buenos y falso con los malos, o verdadero con relación a los hombres buenos y a los ángeles malos, pero falso con relación a los hombres malos. En realidad, lo que expresa el salmo se refiere a los que son objeto de mise­ricordia y a los hijos de la promesa. El mismo profeta era uno de éstos, y cuando dijo: ¿Es que Dios se ha olvidado de su bondad, o la cólera cierra sus entrañas?, añadió en seguida: Y me digo: ¡Qué pena la mía! ¡Se ha cambiado la diestra del Altísimo!55 Con lo que dejó explicado lo anterior: ¿Es que la cólera cierra tus entrañas? Porque la cólera de Dios es también esta vida mortal, en la que el hombre es igual que un soplo, sus días una sombra que pasa56. No obstante, en medio de esta cólera, Dios no se olvida de su bondad, haciendo salir el sol sobre buenos y malos, enviando la lluvia a justos e injustos: es así como su cólera no cierra sus entrañas57.

Pero, sobre todo, no las cierra en la expresión de este salmo: ¡Qué pena la mía! ¡Se ha cambiado la diestra del Altísimo!, porque durante esta misma vida tan penosa, que es la cólera de Dios, a los que son objeto de su misericordia los va mejorando, aunque todavía en la miseria de esta corrupción permanezca la cólera de Dios, puesto que ni en su misma cólera Él cierra sus entrañas. Cumpliéndose, pues, de este modo la verdad de aquel canto divino, no hay por qué entenderla necesariamente también realizada entre los que no pertenecen a la ciudad de Dios y que, por lo tanto, serán castigados a un eterno suplicio.

Pero aquellos a quienes agrada ampliar esta sentencia hasta los tormentos de los malvados, entiéndanla al menos de manera que, aun permaneciendo en ellos la cólera de Dios, anunciada para el eterno castigo, no cierre esta cólera las entrañas divinas y haga que no sean torturados con penas tan atroces como se tienen merecidas; pero no hasta el punto de no llegar a padecerlas jamás, o que tengan fin algún día, sino más bien para alcanzar que sean más suaves, más leves de lo que sus culpas merecen. De esta forma, la cólera de Dios permanecerá, y en su misma cólera no cerrará sus entrañas. Pero esto no se tome como dicho en firme por el hecho de impugnarlo.

4. Por lo demás, a aquellos que opinan haberse dicho más como amenaza que como realidad: Apartaos de mí, malditos, id al fuego eterno58, y también: Éstos irán al castigo eterno59, y: Su gusano no morirá, y el fuego no se apagará60, así como otros textos parecidos; no soy yo, es la misma divina Escritura la que los refuta y los confunde de la manera más evidente y más completa.

Los ninivitas, de hecho, hicieron penitencia en esta vida61; una penitencia fructuosa, por ende, como quien siembra en un campo en el que Dios ha querido que se siembre entre lágrimas lo que luego se cosechará entre cantares62. Y, con todo, ¿quién, a poco que se fije, se atreverá a negar que se cumplió en ellos lo que el Señor había predicho, a saber: cómo abate Dios a los pecadores no sólo cuando está airado, sino también cuando se compadece? Dos son las formas de abatir a los pecadores: una como a los sodomitas, en que las personas mismas sufren el castigo de sus propios pecados, y otra la de los ninivitas, en la que quedan destruidos los pecados de las mismas personas por la penitencia. La predicción de Dios se cumplió realmente: quedó arrasada la Nínive perversa y en su lugar se edificó la buena que no existía. Quedando erguidas las murallas y las casas, quedó arrasada la ciudad en sus perdidas costumbres. De este modo, a pesar de que el profeta quedó contrariado porque no sucedió lo que aquellos hombres llegaron a temer fiados en su profecía63, se cumplió, sin embargo, lo que en la presciencia de Dios estaba pronosticado: bien sabía el que lo predijo cómo había de cumplirse con creces.

5. Conviene que estos misericordiosos que se pasan de raya sepan cuál es la trascendencia de estas palabras: ¡Qué bondad tan grande la tuya, Señor; la tienes escondida para los que te temen! Y para ello sigan leyendo a continuación: Y la colmas con los que en Ti esperan64. ¿Qué significa la tienes escondida para los que te temen, y la colmas con los que en Ti esperan, sino que la justicia de Dios no es bondadosa65 para aquellos que, por temor a su castigo, quieren edificar su propia justificación fundada en la ley, puesto que la de Dios la desconocen? No la han saboreado: la prueba es que esperan en sí mismos, no en Dios, y por ello les está escondida esa bondad tan grande. Temen a Dios, cierto, pero con aquel temor servil que no es fruto del amor, porque el amor perfecto expulsa el temor66. En cambio, con los que esperan en Él colma su bondad inspirándoles su amor. Así, con religioso temor, no con el que expulsa el amor, sino con el que permanece para siempre67, cuando hayan de estar orgullosos, lo estarán del Señor. En realidad, la justicia de Dios es Cristo, que se hizo para nosotros -como dice el Apóstol- sabiduría venida de Dios, justicia, santidad y redención para que, como dice la Escritura, quien está orgulloso, que esté orgulloso del Señor68.

Esta justicia de Dios, que es don de la gracia, totalmente gratuito, la desconocen quienes pretenden edificar su propia justificación sin someterse a la justicia de Dios, que es Cristo69. Y es en esta justicia donde se encuentra esa bondad tan grande de Dios, a la que alude el salmo: Gustad y ved qué bueno es el Señor70. Y nosotros, gustando esta bondad durante nuestro exilio sin llegar a la saciedad, estamos más bien hambrientos y sedientos de ella para que, por fin, cuando lo contemplemos como es, nos saturemos de ella71. Así se cumplirá lo que está escrito: Quedaré saciado cuando se manifieste tu gloria72. Así es como Cristo da colmo a su inmensa bondad con los que esperan en Él.

Supongamos ahora que Dios tiene escondida a los que le temen esta bondad, tal como la entienden nuestros adversarios, es decir, una bondad que consiga librar de la condenación a los impíos. Así éstos, al ignorarlo, y por miedo a la condenación, vivirían honradamente y se daría la posibilidad de que hubiera quienes orasen por los que viven desordenadamente. Ahora bien, ¿cómo daría colmo a su bondad con los que esperan en Él, si en realidad a los que no esperan -así lo sueñan ellos- hará esta misma bondad que no sean condenados? Busquemos, pues, aquella bondad que tiene su colmo en quienes esperan en Él, no la que se pretende lo tenga en quienes desprecian y blasfeman de Dios. Inútilmente busca el hombre, tras su estancia en este cuerpo, lo que descuidó adquirir cuando en él vivía.

6. Las palabras del Apóstol: Dios los encerró a todos en la incredulidad para tener misericordia de éstos, no significan que nadie será condenado. Su sentido queda aclarado con lo expuesto arriba. El Apóstol hablaba a los gentiles acerca de los judíos que habían de venir a la fe en el futuro, y sus cartas se las dirigía a los que ya creían: Vosotros -dice él-, que antes os negabais a creer en Dios, a través de su incredulidad habéis obtenido misericordia: lo mismo ellos ahora se niegan a creer en vuestra misericordia, para que así también ellos, a su vez, puedan conseguir misericordia73. Y añade a continuación las palabras en las que ellos equivocadamente se complacen: Dios los encerró a todos en la incredulidad para tener misericordia de todos. ¿A quién se refiere este «todos» sino a los dos grupos de quienes venía hablando, como si dijera: «vosotros y ellos»? Dios, que tenía conocidos y predestinados tanto a los gentiles como a los judíos para hacerlos semejantes a su Hijo74, los encerró a todos en la incredulidad para que, confusos y arrepentidos de la amargura de su infidelidad, se volviesen por la fe hacia la bondad de la misericordia divina y pudiesen cantar con el salmo: ¡Qué bondad tan grande la tuya, Señor; la tienes escondida para los que te temen, y la colmas con los que esperan, no en sí mismos, sino en Ti! Él se compadece de todos los que son objeto de misericordia. ¿A quién se refiere este «todos»? No precisamente a todos los hombres, sino a aquellos, tanto gentiles como judíos, que Él ha predestinado, llamado, justificado y glorificado, entre los cuales no habrá ningún condenado.

CAPÍTULO XXV

Los bautizados en el seno de la herejía y que con el tiempo han corrompido su vida;
los regenerados en la Iglesia Católica y luego se han pasado a la herejía o al cisma;
los bautizados en el catolicismo y que de él no se han separado, pero su vida ha sido
desordenada hasta el final; todos éstos, ¿podrán esperar el indulto del eterno
suplicio como una gracia dimanada de los sacramentos recibidos
?

1. Demos igualmente una réplica, no ya a los que prometen la liberación del fuego eterno al diablo y sus ángeles -como tampoco estos últimos se lo prometen-, pero ni siquiera a todos los hombres. Ahora nos dirigimos contra aquellos que únicamente se la prometen a los purificados con el bautismo de Cristo que han participado en el banquete de su cuerpo y sangre, aunque hayan vivido de cualquier manera y hayan incurrido en cualquier herejía o impiedad. Es el Apóstol quien les contradice: Las acciones que proceden de los bajos instintos son conocidas: lujuria, inmoralidad, libertinaje, idolatría, magia, enemistades, discordia, rivalidad, arrebatos de ira, egoísmos, partidismos, sectarismos, envidias, borracheras, orgías y cosas por el estilo. Y os prevengo, como ya os previne, que los que se dan a eso no heredarán el reino de Dios75.

No hay duda, esta sentencia del Apóstol es falsa si esta clase de hombres, liberados después de un tiempo, todo lo prolongado que se quiera, llegan a poseer el reino de Dios. Pero como no es falsa, no hay duda de que no llegarán a poseerlo. Ahora bien, si jamás heredarán el reino de Dios, es que estarán detenidos en el eterno suplicio; no existe un lugar intermedio fuera de la herencia del reino y fuera también de los tormentos.

2. Con razón nos preguntamos cómo hay que entender las palabras de Jesús: Éste es el pan que ha bajado del cielo para comerlo y no morir. Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá para siempre76. Los adversarios a quienes ahora estamos respondiendo quedan refutados por los mismos a quienes luego responderemos. Estos últimos aseguran la liberación de las penas del Infierno no a todos los bautizados ni a todos los que han recibido el cuerpo de Cristo, sino únicamente a los católicos, aunque vivan mal. La razón es el haber recibido el cuerpo de Cristo no sólo sacramentalmente, sino realmente, estando incorporados en Él. Es el mismo cuerpo del que dijo el Apóstol: Como hay un solo pan, aun siendo muchos formamos un solo cuerpo77. Luego el que forma parte de la unidad de ese cuerpo, es decir, el que es miembro de ese organismo integrado por los cristianos, que comulgan habitualmente del altar en el sacramento de su cuerpo, ése es de quien puede decirse que come el cuerpo de Cristo y bebe su sangre.

De ahí que los herejes y cismáticos, separados de la unidad del cuerpo, pueden, sí, recibir el mismo sacramento, pero de nada les sirve; es más, se les vuelve perjudicial, porque su sentencia será mucho más rigurosa que la de una, siquiera tardía, liberación. Porque no están, de hecho, integrados con el vínculo de paz expresado en aquel sacramento.

3. Pero, por otra parte, los que están en lo cierto al decir que no puede comer el cuerpo de Cristo quien no está en el cuerpo de Cristo, prometen equivocadamente a los que se han desgajado de la unidad de ese cuerpo y han caído en la herejía e incluso las supersticiones de la gentilidad, que su liberación del eterno tormento del fuego tendrá lugar alguna vez. Deben considerar en primer lugar cuán insostenible y opuesto a la sana doctrina es que muchos -más bien casi todos- de los fundadores de impías herejías que se salieron de la Iglesia Católica convirtiéndose en heresiarcas queden mejor parados que aquellos otros que no fueron nunca católicos y cayeron en sus redes. Esto en el supuesto de que a tales heresiarcas los libre del eterno suplicio el hecho de haber recibido en principio el bautismo en la Iglesia Católica y el sacramento del cuerpo de Cristo en el seno del verdadero Cuerpo de Cristo. ¿No es peor el que deserta de la fe y se convierte de desertor en perseguidor, que el otro que nunca desertó de una fe que jamás tuvo? Pero, por si fuera poco, el Apóstol les sale al paso con las mismas palabras; después de enumerar las obras de la carne, con esa misma verdad asegura: Porque quienes hacen tales cosas no heredarán el reino de Dios78.

4. De ahí que tampoco deben creerse asegurados aquellos que viven una conducta corrompida y rechazable y creen mantenerse hasta el final en comunión con la Iglesia Católica, fijándose en aquellas palabras: El que resista hasta el final se salvará79; y, sin embargo, desertan, por su perversa vida, de la misma justicia de la vida, que para ellos es Cristo, sea dándose a la fornicación o cometiendo en su cuerpo otras acciones impuras que ni el Apóstol quiso nombrar, sea dejándose arrastrar de desenfrenadas torpezas, o cometiendo cualesquiera otros pecados de los que dice: Porque quienes hacen tales cosas no heredarán el reino de Dios. Quienes cometen, pues, tales torpezas tendrán por paradero el suplicio eterno, puesto que no podrán estar en el reino de Dios.

No podemos decir que quienes perseveran en tales desórdenes hasta el fin de su vida han perseverado en Cristo, porque perseverar en Cristo es perseverar en su fe, y esta fe, como la define el Apóstol, se traduce en obras por la caridad, y la caridad80 -como el mismo Apóstol dice en otro lugar- nunca hace el mal81. Pero tampoco podemos decir que éstos se alimentan con el cuerpo de Cristo, puesto que no se les debe contar entre sus miembros, ya que -por no aducir más razones­- no se puede ser al mismo tiempo miembros de Cristo y miembros de una meretriz82.

Finalmente, dice el mismo Cristo: El que come mi cuerpo y bebe mi sangre, permanece en mí y yo en él83. Aquí manifiesta lo que es comer no sólo sacramentalmente, sino realmente, el cuerpo de Cristo y beber su sangre. Esto es, en efecto, permanecer en Cristo para que Cristo permanezca en él. La frase equivale a esta otra: «El que no permanece en mí ni yo en él, que no diga ni crea que come mi cuerpo o bebe mi sangre». No permanecen, por lo tanto, en Cristo quienes no son sus miembros. Y no son miembros de Cristo los que se hacen miembros de meretriz, a no ser que con la penitencia hagan desaparecer ese mal y vuelvan a este bien por la reconciliación.

CAPÍTULO XXVI

Alcance de las palabras: «Tener a Cristo como fundamento»,
y de: «Salvarse como quien pasa por un incendio»

1. Pero los cristianos católicos -argumentan nuestros adversarios- tienen a Cristo por fundamento, de cuya unidad no se han separado, por más que con una vida de lo más corrompida hayan edificado encima leña, heno, paja84. Aunque con sufrimiento, les podrá salvar algún día de la eternidad de aquel fuego su recta fe, gracias a la cual Cristo es el fundamento, puesto que todo lo que han edificado sobre él quedará abrasado.

Que les responda brevemente el apóstol Santiago: ¿De qué le sirve a uno decir que tiene fe si no tiene obras? ¿Es que esa fe podrá salvarlo?85 ¿Y a quién se refiere el Apóstol cuando dice: Él sí saldrá con vida, pero como quien pasa por un incendio?86 Busquemos juntamente quién es ése. Queda fuera de toda duda, por supuesto, que no se trata de la misma persona, porque de otra manera pondríamos en conflicto las dos sentencias de los apóstoles si el uno dice: «Aunque uno tenga malas obras, la fe le salvará como escapando de un incendio», y el otro, en cambio: Si uno no tiene obras, ¿le podrá salvar su fe?

2. Tratemos de encontrar quién se puede salvar como quien escapa de un incendio si antes encontramos el significado de tener a Cristo como fundamento. Aclaremos en seguida, continuando con la misma imagen: en un edificio nada se pone antes que el fundamento. Por consiguiente, quien tiene a Cristo en su corazón de tal manera que antes que Él no pone nada terreno ni pasajero, ni siquiera lo que es lícito y nos está permitido, ése tiene a Cristo como fundamento. Pero si alguna cosa la pone con preferencia, a pesar de que parezca tener fe en Cristo, en ése el fundamento no es Cristo, ya que está pospuesto a esas realidades. ¡Cuánto más ha dejado de poner en primer lugar a Cristo, más aún, evidentemente lo ha pospuesto quien, despreciando los saludables mandamientos, practica obras ilícitas, dejando a un lado a Cristo que manda o permite para entregarse a sus pasiones cometiendo toda clase de desórdenes, en contra de lo mandado o permitido por Cristo! Si un cristiano ama a una meretriz y se une a ella, se hace un solo cuerpo con ella87: éste ya no tiene a Cristo como fundamento. Pero si alguien ama a su esposa, y lo hace según Cristo88, ¿quién pondrá en duda que Cristo está en el fundamento? Pero si la ama según este mundo, por puro instinto, siguiendo los impulsos desordenados de la pasión, al estilo de los paganos que desconocen a Dios89, incluso esto lo tolera el Apóstol por condescendencia, y, por las palabras del Apóstol, Cristo. Puede también éste tener a Cristo como fundamento. Porque si no antepone a Cristo este afecto pasional, aunque esté edificando encima madera, heno o paja, Cristo es el fundamento, y por Él se salvará como pasando por el fuego. De hecho, el fuego de la tribulación consumirá esta clase de placeres y los amores terrenos, no condenables en razón de la unión conyugal. A este fuego pertenecen las pérdidas de los seres queridos y todas las calamidades que privarán de tales placeres. De ahí que lo edificado se le vuelve perjudicial a su constructor, porque se queda sin lo edificado y le atormenta la pérdida de lo que constituía su gozo al disfrutarlo. Pero de este incendio se salvará gracias al fundamento, puesto que si un supuesto perseguidor le propusiese elegir entre Cristo y esos placeres, ocuparía Cristo el primer lugar.

Fíjate en el hombre que, en palabras del Apóstol, edifica sobre el fundamento oro, plata, piedras preciosas: El que no está casado -dice- se preocupa de los asuntos del Señor, buscando complacer al Señor. Mira el otro edificando madera, heno, paja: Pero el casado -continúa- se preocupa de los asuntos del mundo, buscando complacer a su mujer. La obra de cada uno se verá por lo que es, pues el día aquel la pondrá de manifiesto90 (se trata, evidentemente, del día de la tribulación), porque ese día amanecerá con fuego91. (Llama fuego a esta tribulación, según otro pasaje de la Escritura: El horno prueba la vasija del alfarero, y el hombre justo se prueba en la tribulación.)92 Y el fuego pondrá a prueba la calidad de cada obra: Si la obra de uno permanece (en efecto, permanece lo que cada uno se preocupa de los asuntos de Dios, de cómo agradar a Dios), recibirá su paga (es decir, recibirá según el objeto de su preocupación); pero si se quema, la perderá (puesto que lo que amaba ha perecido); él sí se salvará (porque ninguna tribulación le ha podido apartar de aquel estable fundamento); pero será como quien pasa por un incendio93 (puesto que lo que poseyó con la seducción del amor carnal lo tuvo que perder con el dolor abrasador del fuego). He aquí que hemos dado -así me parece- con un fuego que no perjudicará a ninguno de los dos, sino que a uno le favorece, al otro le hace sufrir y a ambos los pone a prueba.

3. Supongamos que en este pasaje queremos ver aquel fuego del que dirá el Señor a los de su izquierda: Apartaos de mí, malditos, id al fuego eterno94; y que entre ellos estén también los que edifican sobre el fundamento leña, heno, paja, y que de este fuego, tras un tiempo proporcionado a sus merecimientos, se vean libres gracias al mérito de este buen fundamento. ¿Quiénes son entonces los de la derecha, a quienes se dirá: Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino preparado para vosotros95, sino los que han edificado sobre el fundamento oro, plata y piedras preciosas? Pero en este caso hay que enviar tanto a los de la izquierda como a los de la derecha al fuego del que se dijo: Pero será como quien pasa por un incendio. Unos y otros deben ser probados por aquel fuego aludido por estas palabras: Aquel día la pondrá de manifiesto, porque aquel día amanecerá con fuego, y el fuego pondrá de manifiesto la calidad de cada obra96. Si, pues, el fuego pondrá a prueba a unos y otros, de manera que la obra que resista -que no sea consumida por el fuego- edificada sobre el cimiento merezca recompensa; y, en cambio, la que se queme quedará perdida; quiere esto decir, sin lugar a dudas, que ese fuego no es eterno. Porque al eterno serán arrojados por la definitiva y eterna condenación únicamente los de la izquierda, y éste otro pone a prueba a los de la derecha.

Pero su prueba consiste en que a unos no les quema ni les consume el edificio levantado sobre Cristo como cimiento; a otros, en cambio, lo contrario: el edificio sobre él levantado arderá y les causará perjuicio, salvándose, no obstante, ellos, porque mantuvieron a Cristo con firmeza en el fundamento con una caridad preferente. Y si se salvan, con toda seguridad han de estar a la derecha y escuchar con los demás: Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino preparado para vosotros; no a la izquierda, donde se situarán los que no sean salvos, quienes tendrán que escuchar: Apartaos de mí, malditos, id al fuego eterno. Nadie de este grupo se librará de aquel fuego, porque irán al suplicio eterno97, donde el gusano no morirá y el fuego no se extinguirá98. En él serán atormentados día y noche por los siglos de los siglos99.

4. Después de la muerte de este cuerpo, hasta la venida de aquel día final de premio y de condenación, que tendrá lugar después de la resurrección de los cuerpos, las almas de los difuntos durante este intervalo, según el parecer de algunos, sufren esta clase de fuego no sufrida por los que no tuvieron tal clase de conducta y de amores durante la vida de este cuerpo, de manera que se consuma su leña, su heno o su paja; los otros, sin embargo, sí lo sufrirán, puesto que llevan consigo edificaciones de esta materia mundana, aunque sean veniales, no dignas de condenación; sufrirán tal vez allá solamente, o quizá allá y acá, o acá sin tener que hacerlo allá; será un fuego abrasador, de sufrimiento pasajero. Pues bien, esta opinión no la quiero rechazar, porque quizá es verdadera.

A esta tribulación puede pertenecer incluso la misma muerte corporal, fruto de la caída en el primer pecado, y cada uno sentirá en sí mismo, durante el tiempo que sigue a la muerte, las consecuencias de su propia edificación. Las persecuciones, que tejen una gloriosa corona sobre los mártires, y que ha de sufrir cualquier cristiano, ponen a prueba las dos clases de edificaciones como si se tratase del fuego; a unas las consumirá junto con sus constructores, cuando en ellos no encuentren a Cristo como fundamento; a otras, sin ellos, cuando lo encuentran, puesto que se salvarán aunque sea con sufrimientos; pero habrá otros edificios que no consumirá porque sus materiales son dignos de permanecer eternamente.

Al fin de los tiempos, en la época del Anticristo, tendrá lugar también una tribulación sin precedentes en la Historia. ¡Cuántos edificios habrá entonces, unos de oro, otros de heno, levantados sobre el más sólido fundamento, Cristo Jesús, a los que pondrá a prueba el fuego aquel, causando a unos gozo y a otros perjuicio, pero sin que nadie, con una tal edificación, se pierda, gracias a su estable fundamento!

Sin embargo, cualquiera que por delante de Cristo pone, no digo ya a su esposa, de cuyo comercio carnal se sirve para satisfacción de sus bajos placeres, sino los mismos seres objeto de afecto natural familiar, ajenos a esta clase de placeres, y los ama carnalmente, a un nivel puramente humano, ése no tiene a Cristo en su cimiento, y, por consiguiente, no se salvará como quien escapa de un incendio; sencillamente, ése no se salvará, puesto que no podrá estar al lado de su Salvador, quien sobre este punto dijo tajantemente: Quien ama a su padre o a su madre más que a mí no es digno de mí; quien ama a su hijo o a su hija más que a mí no es digno de mí100. En cambio, quien ama a sus allegados carnalmente, pero procura no anteponerlos a Cristo, prefiriendo antes perderlos a ellos -dado caso que la prueba le llevase al extremo de este dilema-, se salvará a través del fuego, puesto que por su pérdida solamente es necesario que el dolor abrase tanto cuanto el amor se había inflamado con apego.

Pero hay otra clase de hombres, los que aman al padre, a la madre, a sus hijos e hijas según Cristo, inculcándoles la consecución de su reino y el estarle a él unidos, amándolos por ser miembros de Cristo. ¡Lejos de nosotros pensar que un tal afecto se encuentre entre la leña, el heno y la paja, llamados a consumirse! Tiene el rango de una construcción de oro, plata y piedras preciosas. ¿Cómo va a amar con más intensidad que a Cristo a los seres que ama por Cristo?

CAPÍTULO XXVII

Réplica de quienes piensan que no les perjudicarán los pecados cometidos hasta
el final de la vida, porque al mismo tiempo hacían limosnas

1. Sólo nos resta dar respuesta a quienes afirman que el fuego eterno abrasará exclusivamente a quienes descuidan hacer en favor de sus pecados limosnas a ellos proporcionadas, según aquellas palabras del apóstol Santiago: Habrá un juicio sin misericordia para quien no tuvo misericordia101. Y argumentan: luego el que la tuvo, aunque no haya corregido sus escandalosas costumbres y haya continuado viviendo de una manera perdida y disoluta, alternando con limosnas, ése tendrá un juicio con misericordia, de tal manera que o no sea condenado en absoluto o después de algún tiempo se vea indultado de la condenación definitiva. Cristo -añaden- hará la separación entre los de la derecha y los de la izquierda, tomando como única referencia el cuidado o el descuido de la limosna. De ellos, a unos los enviará a su reino, y a otros al suplicio eterno. Y para convencerse de que sus pecados diarios, por muchos y graves que ellos sean, aunque no cesen jamás de cometerlos, se les pueden perdonar por medio de la limosna, se empeñan en presentar como intercesora y testigo a la oración que el mismo Señor nos enseñó. No pasa un solo día -dicen- sin que el cristiano recite esta oración; pues bien: tampoco existe pecado alguno cotidiano que no se perdone por ella cuando decimos: Perdónanos nuestras deudas, con tal que estemos dispuestos a hacer lo que sigue: Como también nosotros perdonamos a nuestros deudores102. Porque el Señor -prosiguen - no dice: «Si perdonáis a los hombres sus pecados, el Padre os perdonará vuestros pequeños pecados de cada día», sino que dice: Os perdonará vuestros pecados103. Así que, por grandes y muchos que ellos sean, aunque se cometan a diario, y la vida, sin cambio alguno, esté plagada constantemente de ellos, tienen la pretensión de que se les pueden perdonar gracias a la limosna de ser ellos indulgentes con los demás.

2. Me parece bien que recomienden hacer limosnas proporcionales por sus pecados. La verdad es que, si dijeran que cualquier limosna hecha por los pecados diarios, graves y reiterados por la más inveterada costumbre, podía alcanzar la divina misericordia, de forma que se siguiera su remisión diaria, caerían en la cuenta de estar afirmando algo absurdo y ridículo. Se verían obligados a confesar que un millonario, por ejemplo, gastando unos cuartos diarios en limosnas, podría satisfacer por sus homicidios, adulterios y otros crímenes cualesquiera. Si una tal afirmación es de lo más inconcebible y desvariada, podríamos preguntarnos qué limosnas guardan proporción con los pecados, a las que aludía el ilustre precursor de Cristo: Haced obras que demuestren vuestro arrepentimiento104. Sin género de duda no hace tales limosnas el que día tras día, hasta la muerte, abruma su propia vida cometiendo delitos. Sobre todo porque al robar, por ejemplo, los bienes ajenos saquean mucho más de lo robado, y de todo ello no dan más que una mínima parte a los pobres, con lo que creen estar alimentando así a Cristo, hasta el punto de haberle comprado, o de estarle comprando cada día la licencia de malhechores, creyéndose impunes en la comisión de toda clase de desmanes.

Si por un solo delito repartieran toda su hacienda entre los miembros necesitados de Cristo, pero no cesaran de cometer tales hechos, viviendo la caridad, que nunca obra mal, de nada les podría servir105. El que hace limosnas apropiadas a sus pecados comience por hacérselas a sí mismo. Es injusto que no haga nada por sí mismo quien lo hace por el prójimo, cuando en sus oídos resuena la voz del Señor: Amarás a tu prójimo como a ti mismo106; y aquellas otras palabras: Compadécete de tu alma agradando a Dios107. ¿Cómo vamos a decir que hace limosnas en proporción a sus pecados el que no hace a su alma la limosna de agradar a Dios? Sobre esto mismo está bien escrito: El que es malo consigo, ¿con quién será bueno?108 Las oraciones, de hecho, dan eficacia a la limosna, y hemos de fijarnos bien en aquellas palabras: Hijo mío, ¿has pecado? No lo repitas, y reza por los pecados pasados para que se te perdonen109. Ésta es la razón de la limosna: el que, cuando rezamos por los pecados pasados, seamos escuchados; pero no para seguir en ellos y creer que con esa limosna podremos comprar la licencia de hacer el mal.

3. El Señor predijo que tendría en cuenta a los de la derecha las limosnas que hicieron, a los de la izquierda las que omitieron, para dar a entender cuánto valor tiene la limosna en orden a borrar los pecados pasados, nunca para cometerlos impunemente y sin medida en adelante. Hemos de decir que no practican esta clase de limosna quienes no quieren mejorar su vida dejando sus viciadas costumbres. En aquellas palabras: Cada vez que dejasteis de hacerlo con uno de estos más humildes, conmigo dejasteis de hacerlo110, manifiesta que ésos no lo hacen incluso cuando creen que lo están haciendo. En efecto, si a un cristiano le dan un trozo de pan por ser cristiano, no se negarían a sí mismos el pan de la justicia, que es Cristo. Porque Dios no mira a quién se da, sino con qué espíritu se da. Aquel, pues, que ama a Cristo en el cristiano le da una limosna con la intención de acercarse a Cristo, no con la de alejarse impune de Cristo. Y tanto más uno abandona a Cristo cuanto más uno ama lo que Cristo reprueba. ¿De qué le sirve a uno estar bautizado si no está justificado? ¿No es cierto que quien dijo: Si uno no vuelve a nacer del agua y del Espíritu Santo, no entrará en el reino de Dios111, ese mismo afirmó también: Si vuestra justicia no es mayor que la de los letrados y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos?112 ¿Por qué muchos, por miedo de lo primero, corren a bautizarse, y no hay muchos que, por miedo a lo segundo, procuren la justificación?

Cuando uno, enojado, llama imbécil a su hermano, no lo hace por ser su hermano, sino por su pecado -de otra manera se haría reo del horno de fuego-113. Y al contrario, quien da una limosna a un cristiano, no es al cristiano como tal a quien se la da si en él no está amando a Cristo. Ahora bien, no ama a Cristo quien rehúsa justificarse en Cristo. Y a uno que se viera sorprendido por la culpa de haber llamado imbécil a su hermano, insultándolo indebidamente, sin ánimo de corregir su pecado, no le es suficiente dar limosna para redimir su culpa mientras no añada lo que en el pasaje de la Escritura va a continuación, que es el remedio de la reconciliación (en efecto, continúa así el pasaje: En consecuencia, si al ir a presentar tu ofrenda al altar te acuerdas allí de que tu hermano tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí ante el altar y ve primero a reconciliarte con tu hermano; después vuelve y presenta tu ofrenda)114; pues bien, tampoco es suficiente hacer limosnas, por generosas que sean, en favor de un pecado cualquiera, permaneciendo en la costumbre de pecar.

4. La oración diaria que nos enseñó el mismo Jesús -de ahí su nombre de oración «dominical»- borra, cierto, los pecados cotidianos cuando diariamente se dice: Perdónanos nuestras deudas, y, además, cuando lo que sigue no solamente se dice, sino que también se lleva a la práctica: Así como nosotros perdonamos a nuestros deudores115; pero esto lo rezamos porque cometemos pecados, no para cometerlos. Por esta plegaria el Salvador nos ha querido dar a entender que por muy santamente que vivamos en las tinieblas y debilidades de esta vida, nunca nos veremos exentos de pecados, y que debemos orar para que se nos perdonen; para ello hemos de perdonar a quienes pecan contra nosotros. Las palabras del Señor: Si perdonáis sus culpas a los demás, también vuestro Padre os perdonará a vosotros los pecados116, no están pronunciadas por el Señor para que, confiados en esta oración, cometamos desórdenes a diario sin temor alguno, sea a base de fuerza que nos permita zafarnos de las leyes humanas, sea a base de astucia por la que engañemos a los mismos hombres. Su finalidad es que por ella aprendamos a no creernos libres de pecados aunque estemos inmunes de crímenes.

De modo parecido les inculcó también a los sacerdotes de la antigua ley con relación a los sacrificios: les ordenó ofrecerlos primeramente por sus pecados, y luego por los del pueblo117. Debemos fijarnos atentamente en estas palabras pronunciadas por un Maestro tan competente y Señor nuestro. No dice: «Si les perdonáis a los demás sus pecados, también vuestro Padre os perdonará a vosotros cualesquiera pecados», sino: vuestros pecados. En efecto, estaba enseñándoles una oración de todos los días, y se dirigía a unos discípulos justificados, por supuesto. ¿Qué significado tiene vuestros pecados, sino «los pecados de los que no os veréis libres ni vosotros, que estáis ya justificados y santificados»? Los que en esta oración encuentran ocasión de perpetrar crímenes a diario afirmen que el Señor en este pasaje se refirió también a los grandes pecados, puesto que no dijo: «Os perdonará los pequeños», sino: vuestros pecados. Pero nosotros, en esas palabras, teniendo en cuenta a quiénes hablaba, al oírle decir vuestros pecados, no debemos pensar en otros que en los pequeños, puesto que sus pecados ya no eran grandes. De todas maneras, tampoco los pecados graves, de los que necesariamente hay que apartarse mejorando la conducta, serán perdonados a quienes rezan si no ponen en práctica lo que allí se dice a continuación: Como nosotros perdonamos a nuestros deudores. Porque los más pequeños pecados, de los que no está exenta ni siquiera la vida de los justos, no se perdonan más que con esta condición, ¡cuánto más aquellos que se ven envueltos en crímenes enormes no alcanzarán perdón alguno, aun cuando hayan dejado de cometerlos, si se muestran inexorables en no perdonar a los demás lo que les hayan ofendido! Dice el Señor: Porque si no perdonáis a los demás, tampoco vuestro Padre os perdonará a vosotros118.

Corrobora también esta afirmación lo del apóstol Santiago: que habrá un juicio sin compasión para quien no tuvo compasión119. Traigamos a la memoria el caso de aquel criado a quien su señor le perdonó la deuda que con él tenía de diez mil talentos, deuda que luego le ordenó pagar por no haber él perdonado a un compañero suyo de servicio que le debía cien denarios120. Para los que son hijos de la promesa y objeto de misericordia, viene al caso lo que el mismo apóstol añade a continuación: Pero la misericordia se ríe del juicio121; porque los justos que han vivido con una tal santidad, que incluso acogerán a otros en las moradas eternas, hechos amigos suyos con el «injusto dinero»122 para llegar a ser santos, se han visto liberados por la misericordia de aquel que justifica al impío, asignándole una recompensa según la gracia, no según el mérito. El Apóstol se cuenta en el número de éstos cuando dice: Yo he alcanzado misericordia de Dios para serle fiel123.

5. En cambio, los que son recibidos por ellos en las moradas eternas, hemos de reconocer que no están dotados de una tal pureza de conducta que, para ser salvos, les sea suficiente su propia vida sin la intercesión de los santos, por lo cual la misericordia salta de júbilo -y en ellos mucho más- ante el juicio. A pesar de todo, no se piense que un hombre cargado de crímenes, cuya vida no se ha hecho en absoluto ni más buena ni siquiera más tolerable, sea recibido en las eternas moradas por haberse mostrado obsequioso con los santos a base de sus «injustas riquezas», es decir, con dinero y riquezas mal adquiridas, con riquezas falsas, las así llamadas por la injusticia, puesto que ignora cuáles son las auténticas riquezas, en las que abundan quienes reciben a otros en las moradas eternas. Hay una clase de vida no tan rechazable como para que le sea superflua la generosidad en la limosna con vistas a conseguir el reino de los cielos: ella puede dar sustento a los santos en su pobreza y convertirlos en amigos que les abran las puertas de las moradas eternas; pero no llega a ser esta vida tan buena que les baste para conseguir una felicidad tan elevada si no alcanzan misericordia de los amigos que se han ganado.

(Siempre me ha impresionado el encontrar en la obra de Virgilio esta expresión del Señor: Ganaos amigos con el injusto dinero; así os recibirán también ellos en las moradas eternas124; y esta otra, muy parecida: El que recibe a un profeta por ser profeta tendrá paga de profeta; y el que recibe a un justo porque es justo tendrá paga de justo125. Al hacer el poeta una descripción de los campos Elíseos, morada, según los paganos, de las almas bienaventuradas, no se contenta con colocar allí a los que por méritos propios han alcanzado aquellas moradas, sino que añade lo siguiente: «Y los que con sus servicios habían sembrado en otros el recuerdo de sí mismos», es decir, los que han prestado favores a otros y, les han hecho acordarse de ellos. Como si les dijeran lo que el cristiano tiene a flor de labios cuando un hombre humilde se encomienda a un santo: «Acuérdate de mí», realizando, ade­más, alguna obra buena para dar más eficacia a la petición.)

Puestos a pensar en cuál sea esta vida y cuáles esos pecados que cierran la entrada en el reino de Dios, pero que por los méritos de los amigos santos alcanzan el perdón, he de afirmar que es en extremo difícil encontrarlo y muy arriesgado determinarlo. Yo reconozco que, a pesar de mis esfuerzos para descubrirlo, todavía no he dado con la respuesta. Quizá permanece oculto para evitar que el celo por avanzar se vuelva perezoso con relación a evitar todos los pecados. Si supiéramos de qué pecados o de cuántos había que buscarse y esperar la intercesión de los santos, aunque los pecados continuaran sin ser suprimidos por una mayor perfección de vida, la desidia humana se rodearía de seguridad, sin preocuparse de romper tales redes con la práctica de alguna virtud; buscaría únicamente su salvación en méritos de otros, hechos amigos suyos un día con las injustas riquezas repartidas generosamente en limosnas. Pero la realidad es que ignoramos cuál sea la medida del pecado que, aun con reincidencia mantenida, es digno de perdón. Esto nos lleva a poner un esfuerzo más vigilante hacia una mayor perfección, con oración incesante, y no se descuida el procurar amigos santos con el injusto dinero.

6. La liberación de que venimos hablando, fruto de las propias oraciones o de la intercesión de los santos, evita el ser arrojado al fuego eterno, pero no el que uno, si ha sido ya enviado a él, sea salvado después de un tiempo, todo lo largo que se quiera.

Aquellos que sobre el pasaje de la buena tierra que da fruto abundante, una el treinta, otra el sesenta, otra el ciento por uno, interpretan que los santos, según la diversidad de sus méritos, unos librarán a treinta, otros a sesenta y otros a cien hombres, suelen aceptar que esto sucederá el día del juicio, no después de él.

Una persona se dio cuenta de cómo los hombres se prometen, fundados en esta creencia, la más perversa impunidad: les parece que todo el mundo puede de esta forma beneficiarse de la salvación. A esto, con una finura excepcional, dio la siguiente respuesta: «Yo creo que es mejor vivir bien, para encontrarnos en el número de los intercesores que tratarán de salvar a los demás, no sea que haya tan pocos que en seguida se complete el número que le corresponde a cada uno, sean treinta, sesenta o cien126, y aún queden muchos sin poder ser librados de sus penas por falta de intercesores; y quizá entre este último número se encuentre alguno de los que se prometían a sí mismos la esperanza de un fruto ajeno, fundados en la más engañosa temeridad».

A mí me sería suficiente con dar esta respuesta a quienes no desprecian la autoridad de las sagradas letras -que tenemos en común con ellos-, pero que las interpretan torcidamente y se creen que ocurrirá no lo que ellas dicen, sino lo que ellos quieren.

Y con esta respuesta, el libro -según mi promesa antes expresada- queda concluido.