CONSECUENCIAS Y PERDÓN DE LOS PECADOS Y EL BAUTISMO DE LOS PÁRVULOS

Traductor: P. Victorino Capánaga, OAR

Revisión: P. Javier Ruiz Pascual, OAR
LIBRO III

Epístola a Marcelino

Al muy querido hijo Marcelino, Agustín, obispo, siervo de Cristo y de sus servidores, saluda en el Señor.

La fama de santidad de Pelagio. Sus libros

I. 1. Me rogaste te escribiese algo sobre unas cuestiones que me habías propuesto para responder a los que dicen que Adán, aun sin haber ofendido a Dios, hubiera muerto y que su pecado no tuvo consecuencias para sus descendientes por generación, y sobre todo a los que censuran el bautismo de los párvulos que la Iglesia universal celebra, con una costumbre muy piadosa y maternal, y a los que preguntan si en la presente vida existen, han existido o existirán hijos de hombres completamente exentos de pecado; sobre estas cuestiones había terminado ya dos voluminosos escritos, y con ellos tengo para mí que no he logrado calmar todas las inquietudes que pueden agitar los ánimos (si bien ignoro si esta empresa es posible para mí o para otro, o más bien la pongo entre las cosas imposibles); pero creo haber hecho algo para que los defensores de la fe transmitida por nuestros mayores no se hallen completamente inermes ante el asalto de nuevas y contrarias opiniones.

Mas, después de muy pocos días de haber terminado aquel trabajo, leí algunos escritos de Pelagio, varón, según me dicen, santo y cristiano de aventajada virtud, donde se contienen algunas glosas brevísimas a las Epístolas de San Pablo; y allí, al llegar al pasaje donde dice el Apóstol que por un hombre entró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte, y así pasó a todos los hombres, encontré cierta argumentación de los que niegan la transmisión del pecado original a los niños. En mis voluminosos libros he omitido la refutación de este argumento, porque no se me había ocurrido que pudiera haber alguien que pensara o dijera tales cosas. Y como allí nada quise añadir, porque la obra estaba definitivamente acabada, me ha parecido bien insertar a la letra sus argumentos en esta carta.

Dificultad que propone Pelagio

II. 2. En estos términos, pues, está formulado aquel razonamiento: Los contrarios a la doctrina de un pecado transmitido por generación la combaten de este modo: Si el pecado de Adán, discurren ellos, perjudicó aun a los que no pecan, luego también la justicia de Cristo aprovechó a los que no creen, pues San Pablo nos asegura que es más copiosa la salvación que nos vino de uno que la pérdida causada también por uno.

A este argumento, como dije, nada respondí en los libros que te envié, ni me propuse refutarlo.

Mas ahora fíjate bien primero en la proposición que ellos sientan: Si el pecado de Adán daña también a los que no pecan, la justicia de Cristo aprovecha a los que no creen. Y juzgan cosa muy absurda y falsa que la justicia de Cristo aproveche a los infieles; de donde infieren que el pecado del primer hombre no pudo dañar a los párvulos inocentes, como tampoco la justicia de Cristo puede ser provechosa a los no creyentes.

Pues entonces dígannos ellos qué provecho origina a los niños que se bautizan la justicia de Cristo. Afirmen lo que les plazca sobre este punto. Porque si se tienen por cristianos, ciertamente reconocerán alguna influencia de la justicia de Cristo. Según su propia aserción, sea cual fuere esta utilidad, no redunda en bien de los que no creen. Y por esto se ven forzados a contar a los infantes bautizados en el número de los fieles y a someterse a la autoridad de la Iglesia universalmente santa, que no considera como indignos del nombre de fieles a los pequeños neófitos, a quienes la justicia de Cristo de nada serviría si no fueran fieles, según confiesan ellos.

Pues así como, el espíritu de justicia de los que procuran el renacimiento de los infantes transmite en ellos con sus respuestas la fe que son incapaces de tener por voluntad propia, de un modo análogo, por medio de los autores del nacimiento, la carne de pecado les transmite también un daño que ellos no han merecido con voluntad propia. Y así como el espíritu de vida regenera a los fieles en Cristo, así el cuerpo de muerte en Adán los había engendrado pecadores; luego aquella generación es carnal, ésta espiritual; aquélla hace hijos de carne, ésta hijos de espíritu; aquélla hijos de muerte, ésta hijos de resurrección; aquélla hijos del siglo, ésta hijos de Dios; aquélla hijos de ira, ésta hijos de misericordia; y por eso aquélla engendra a los que son cautivos del pecado original, ésta los hace libres de la cadena de todo pecado.

3. Finalmente, lo que se escapa a las más perspicaces inteligencias, abracémoslo nosotros, doblegándonos a la divina autoridad. Muy bien nos advierten ellos que la justicia de Cristo sólo aprovecha a los fieles, y confiesan también que alguna utilidad reporta a los niños; de donde concluíamos nosotros que sin ninguna tergiversación deben poner a los bautizados en el número de los creyentes. Luego si no se bautizan, estarán en el número de los que no creen, ni por lo mismo tendrán vida, sino la ira de Dios pesa sobre ellos, porque el que no cree en el Hijo no tendrá vida, y la ira de Dios permanece sobre él 1. Y ya están juzgados, porque el que no cree ya está juzgado; y se condenarán, pues el que creyere y se bautizare se salvará, mas el que no creyere será condenado 2.

Vean ahora con qué justicia se empeñan y esfuerzan por defender que hay hombres excluidos de la vida eterna, sobre los cuales pesa la ira de Dios, cuyo juicio soberano los condena sin que ellos sean reos de ningún pecado propio ni original.

4. A las demás razones que Pelagio atribuye a los adversarios del pecado original, he respondido con suficiente claridad, según creo, en mis dos voluminosos escritos. Y si a algunos les pareciere mi respuesta breve u oscura, les ruego me perdonen y entiéndanse con los que me censuran no de brevedad, sino del exceso contrario; y los que no entienden mis explicaciones, que creo son claras, según lo pide la naturaleza de las cuestiones que allí se ventilan, no me reprochen por mi descuido o por mi cortedad de entendimiento, antes bien rueguen al Señor para que les aumente a ellos las luces de la inteligencia.

Argumentos de Pelagio contra el pecado original

III. 5. Sin embargo, conviene tener muy presente que Pelagio, alabado como hombre bueno, según dicen los que le conocen, no propone en nombre propio este discurso contra la transmisión del pecado original, sino en nombre de otros que la niegan; ni aduce sólo el razonamiento que acabo de mencionar y refutar, sino también otras objeciones, rebatidas igualmente, según he recordado, en aquellos libros.

Cita primero estas palabras: Si Adán, dicen ellos, dañó a los que no tienen pecados personales, también la justicia de Cristo favoreció a los que no creen. En la respuesta que he dado a este argumento verás que no sólo no destruye nuestra tesis, sino también nos insinúa lo que hemos de responder. Después prosigue: Dicen además: Si el bautismo borra aquel antiguo pecado, los que hayan nacido de padres cristianos deberán carecer de él, pues no pudieron transmitir a los hijos lo que no tuvieron. Añádase a esto -continúa- que si el alma no procede por transmisión, sino sólo el cuerpo, éste solamente heredará el pecado y merecerá el castigo; y sería una injusticia -prosiguen- que hoy un alma que no proviene de la masa de Adán arrastre consigo un pecado tan antiguo y ajeno. Dicen también que no puede admitirse de ningún modo que Dios, que perdona los pecados propios, impute los ajenos.

6. Ya ves cómo Pelagio ha incorporado a su escrito toda esta serie de razonamientos, no en su nombre, sino en la persona de otros, sabiendo muy bien que se trataba de una incalificable novedad que ahora ha comenzado a propalarse contra la creencia recibida en la Iglesia, hasta el punto que él no se atrevió a hacerla suya, o por vergüenza o por temor. Pues tal vez él no tiene estos sentimientos ni cree que nazca el hombre inocente, según admite la necesidad del bautismo para que se le perdonen los pecados; ni cree que sin pecado se condene al hombre al que, si no ha recibido el bautismo, hay que colocarlo entre los que no creen, pues no puede engañarnos el Evangelio, donde muy claramente se lee: El que no creyere se condenará 3; finalmente, tampoco admite que la imagen de Dios, exenta de todo pecado, no sea recibida en el reino de los cielos, porque, si uno no renaciere de agua y espíritu no puede entrar en el reino de Dios 4; y así es precipitada en la muerte eterna sin culpa ninguna, o, lo que es más absurdo, fuera del reino de Dios poseerá la vida eterna, pues el mismo Señor, anunciando la sentencia que pronunciará en favor de sus elegidos al fin del mundo, dice: Venid, benditos de mi Padre, recibid el reino que os está preparado desde el principio del mundo 5; y con las últimas palabras nos da a conocer en qué consistía este reino de que les hablaba: Así, irán aquéllos al fuego eterno, y los justos, a la vida eterna 6.

Tengo para mí que Pelagio, que pasa por ser un cristiano tan excelente, de ningún modo profesará estas y otras ideas que acompañan al error que rebatimos, por ser tan perversas y contrarias a la verdad cristiana.

Mas puede suceder que tal vez todavía le hagan fuerza los argumentos de los enemigos de la transmisión del pecado original y espera oír a conocer lo que se dice contra ellos; he aquí por qué no quiso omitir las objeciones que proponen como insinuando que es un problema que debe estudiarse, y por eso alejó de sí toda responsabilidad para que no se creyese que aquél era su modo de pensar.

Jesús es también el Salvador de los niños

IV. 7. Yo, aunque no puedo refutar sus argumentos, veo, sin embargo, la necesidad de adherirse a las verdades que muy claramente nos enseña la Sagrada Escritura, para iluminar por ella otros puntos más opacos. O, si nuestro entendimiento no es aún capaz de comprender las verdades ya demostradas o de investigar otras difíciles, hemos de prestarles nuestra más firme adhesión.

Ahora bien, ¿hay algo más explícito que los muchos y graves oráculos divinos, de donde clarísimamente se desprende que, fuera de la incorporación a Cristo, ningún hombre puede llegar a la vida y salvación eterna, y que nadie puede ser condenado injustamente en el divino tribunal, o en otros términos, nadie puede ser separado injustamente de aquella vida y salvación eterna?

De donde brota esta consecuencia: siendo el efecto del bautismo de los párvulos la incorporación a la Iglesia o la unión con Cristo y sus miembros, cosa manifiesta es que, si no reciben ese sacramento, gravita sobre ellos la sentencia condenatoria. Mas no podrían ser condenados si fueran inocentes. Luego, como en aquella edad no pueden ser responsables de pecados personales, forzosamente hay que deducir, o, si esto fuere mucho para nosotros, hay que creer, a lo menos, que los niños contraen el pecado de origen.

8. Por tanto, si alguna ambigüedad ofrecen o pueden interpretarse en diverso sentido que el nuestro las palabras del Apóstol: Por un hombre entró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte, y así pasó a todos los hombres 7, ¿acaso dan lugar a dudas las del Señor: Quien no naciere del agua y del Espíritu no puede entrar en el reino de los cielos8 ¿Y son dudosas estas otras: Llamarás su nombre Jesús, porque Él salvará a su pueblo de sus pecados? 9 ¿Y aquéllas: No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos 10, quiere decir: Jesús no es necesario para los inmunes de pecado, sino para los que han de ser redimidos de él? ¿Es dudoso, en fin, lo que dice Jesús: que si no comieren los hombres su carne, esto es, se hicieren participantes de su Cuerpo, no tendrán vida?

Con estos y otros testimonios que resplandecen con divina luz y se imponen con absoluta certeza por su autoridad infalible, ¿no proclama sin equívocos la verdad divina que los niños sin bautismo no sólo no pueden entrar en el reino de Dios, sino también que no pueden conseguir la vida eterna fuera del Cuerpo de Cristo, pues para incorporarse a Él reciben la ablución sacramental? ¿No atestigua la verdad sin sombra de duda que, si manos piadosas llevan a los infantes al Médico y Salvador, Cristo, es para que por la medicina del sacramento queden sanos del contagio pestilencial del pecado? ¿Por qué vacilamos, pues, en dar a las palabras del Apóstol, de cuyo sentido tal vez dudábamos, una interpretación conforme con estos testimonios, cuya claridad disipa toda incertidumbre?

9. Y aun en el mismo pasaje donde San Pablo trata de la condenación de muchos por el pecado de uno y de la justificación de muchos por las justicia de uno, yo no veo ninguna ambigüedad fuera de la frase: Adán es el tipo del hombre futuro 11. Estas palabras, además de significar que todos sus descendientes futuros son engendrados en pecado y heredan su misma naturaleza, admiten otras diversas interpretaciones. Yo mismo las he explicado de otro modo, y tal vez les daré aún nuevo sentido, que no contraría al que se ha expresado aquí. Tampoco Pelagio les dio una interpretación única.

Empero, todo lo demás que allí se dice, si se estudia y examina con diligencia y atención, como me he esforzado yo en hacerlo en el primero de aquellos dos libros, aunque la naturaleza misma del asunto engendra necesariamente alguna oscuridad de expresión, no admite otro sentido sino el que desde antiguo retuvo la Iglesia universal, conviene a saber: que los párvulos fieles han obtenido el perdón del pecado de origen por el bautismo de Cristo.

El testimonio de San Cipriano

V. 10. Con razón, pues, San Cipriano demuestra bien cómo la Iglesia desde el principio ha creído y entendido esta doctrina. Habiendo afirmado el Santo que los niños recién salidos del útero materno eran capaces de recibir el bautismo de Cristo, le consultaron si la administración del sacramento se debía hacer antes del octavo día; y, según pudo, defendió que eran perfectamente capaces, no fuesen a creer que no lo eran, atendiendo al rito de la circuncisión, que antes se daba al octavo día.

Mas, a pesar de la entusiasta defensa que hizo de los niños, no negó que estaban exentos de pecado original, porque, de haberlo negado, hubiera anulado la razón misma de ser del bautismo, por cuya recepción se pronunció.

Podrás, si quieres, leer la carta que escribió el celebrado mártir sobre el deber de bautizar a los párvulos, pues no faltará ahí en Cartago algún ejemplar. Sin embargo, repara en algunos pocos pasajes que he creído oportuno copiar de ella, suficientes, a mi parecer, para esclarecer la presente cuestión.

En lo que atañe -dice- al asunto de los niños, los cuales has dicho que no conviene sean bautizados al segundo o tercer día después de nacer, porque se debe seguir la ley antigua de la circuncisión, y, conforme a ella, crees que a ningún recién nacido, antes de terminarse el octavo día, debe bautizarse y santificarse, sábete que nuestro concilio está muy lejos de pensar así. Nadie te dio la razón en lo que proponías que se debe hacer, antes bien todos juzgamos que a ningún nacido se ha de rehusar la misericordia y la gracia de Dios. Pues como el mismo Señor afirma en su Evangelio: "El Hijo del hombre no ha venido para perder las almas humanas, sino para salvarlas"; en lo que nos toca a nosotros, a ser posible, no consentiremos que se pierda ninguna.

¿No ves lo que dice, y cómo cree pernicioso y mortal no sólo al cuerpo, sino también al alma del niño, que salgan de esta vida sin este sacramento de salvación? Aun cuando no añadiera más, sería bastante para hacernos entender que un alma no puede perderse si carece de pecado.

Pero mira lo que dice un poco después muy abiertamente, defendiendo la inocencia de los párvulos: Además, si algo pudiera impedir a los hombres el conseguir la gracia, mayor obstáculo serían los pecados graves cometidos por los adultos y personas de más avanzada edad y mayores. Y, no obstante eso, si aun a los más grandes pecadores y que antes ofendieron mucho a Dios, cuando han abrazado la fe, se les perdonan todos los pecados y a nadie se aparta del bautismo y de recibir la gracia, ¿con cuánta más razón no deberá impedirse al niño recién nacido, que no lleva otro pecado sino el contagio de la muerte antigua, contraído desde el primer nacimiento en virtud de su procedencia carnal de Adán? Él tiene un acceso más fácil al perdón, por lo mismo que se le perdonan no los pecados propios, sino los ajenos.

11. ¿Ves con qué firmeza habla este hombre eminente fundándose en la antigua e indubitable regla de la fe? Él publicó este documento tan firme para esclarecer con seguras pruebas un punto dudoso sobre que le había consultado el corresponsal a quien escribe -y sobre él le recuerda que había emanado un decreto conciliar-, para que nadie vacilase en bautizar al niño que fuese presentado con este fin aun antes del octavo día del nacimiento.

Pues entonces no determinó ni confirmó el concilio que los niños están ligados al vínculo del pecado original, como si fuese una doctrina nueva o combatida por otros. El objeto de la discusión era diferente, y se disputaba sobre si, teniendo en cuenta la ley de la circuncisión carnal, convenía bautizar a los niños antes del octavo día del nacimiento. Todos dieron una respuesta afirmativa, porque no era punto de consulta ni cuestionable, sino se tenía por absolutamente segura y cierta la pérdida de la salvación eterna para el alma si llegaba a salir de este mundo sin recibir el sacramento, aun cuando los niños recién nacidos estuviesen solamente sujetos al reato del pecado original; y aunque el perdón era más fácil en ellos, por tratarse de pecados ajenos, no por eso era menos necesario.

Con estas verdades tan ciertas se dirimió aquella contienda incierta sobre el bautismo al octavo día, sentenciándose en el concilio que desde el primer día debía mirarse por la salvación del recién nacido, para que no pereciera eternamente; y aunque se alegaba el ejemplo de la circuncisión carnal, que fue sombra del futuro bautismo, sin embargo, no se debía deducir de ella la necesidad de administrar el sacramento al octavo día, sino que en nosotros se obra la circuncisión espiritual por virtud de la resurrección de Cristo, el cual ciertamente resucitó al tercer día después de su pasión; pero si se mira el ciclo de los días de la semana, en que se desarrollan los tiempos, resucitó de entre los muertos el día octavo, o el primero después del sábado.

Consentimiento unánime sobre el pecado original

VI. 12. Yo no comprendo la audacia y novedad con que algunos se empeñan en presentar como cuestión incierta lo que nuestros mayores consideraban como base segurísima para resolver algunas incertidumbres. No conozco los orígenes primitivos de esta discusión. Mas me consta que San Jerónimo -quien actualmente goza de tan excelente reputación por su doctrina y trabajos-, para resolver en sus libros algunas cuestiones, se sirve de este segurísimo e indiscutible documento. En su comentario sobre el libro de Jonás, él llega al pasaje donde se mencionan los niños a quienes se sujetó también al rigor del ayuno, y dice: Comienza por los mayores y llega hasta los menores. Porque nadie está sin pecado, aun cuando sólo tuviese un día de vida y definido el número de sus años. Pues si las estrellas no aparecen limpias a los ojos del Señor, ¿cuánto menos el que es gusano y podredumbre y los que son también reos del pecado de Adán prevaricador?

Si pudiéramos consultar fácilmente a este doctísimo varón, ¡cuántos expositores latinos y griegos de las Santas Escrituras y controversistas cristianos nos citaría, los cuales, desde la fundación de la Iglesia por Cristo, no tuvieron otro sentir que éste ni recibieron de los mayores ni dejaron a la posteridad otra doctrina sino ésta!

Yo, aunque soy hombre de muchas menos lecturas que él, no recuerdo haber oído otra a los cristianos que admiten los dos Testamentos, no sólo en la Iglesia católica, sino también entre los que viven en cualquier herejía o cisma; no recuerdo haber leído otra cosa en los escritores que tratan de estas materias, a quienes he podido consultar, y que profesan la verdad de las Escrituras canónicas, o creían seguirla, o pretendían tener crédito. No sé de dónde ha salido de repente esta novedad.

No ha mucho tiempo, estando en Cartago, rozaron ligeramente mis oídos estas palabras de algunas personas que pasaban hablando: Los niños no se bautizan para recibir el perdón de los pecados, sino para que se santifiquen en Cristo. Quedé impresionado por aquella novedad, pero, como no era oportuno contradecirles ni eran tampoco hombres cuyo crédito me inquietase, fácilmente se desvanecieron aquellas palabras entre las cosas pretéritas y olvidadas.

Mas he aquí que ahora con celo ardiente se defienden aquellas ideas; he aquí que se divulgan por escrito y han llegado las cosas a un extremo tan peligroso, que me han dirigido desde allí consultas mis hermanos. Por eso me obligan a polemizar y a escribir contra ellos.

El error de Joviniano. Cómo el pecado original es ajeno. Todos en Adán fuimos un solo hombre

VII. 13. No ha muchos años vivió en Roma cierto Joviniano, de quien se dice que persuadía a casarse a las vírgenes consagradas a Dios, aunque fueran de edad avanzada; no intentaba con esto ganarse a alguna de ellas para que fuera su esposa, sino sostenía que las vírgenes, que se consagran a la santidad, no tienen mayor mérito ante Dios que las casadas. Y, sin embargo, nunca le pasó por la mente el empeñarse en defender que los hijos de los hombres vienen a este mundo limpios de todo pecado original. Y, ciertamente, la defensa de esta opinión hubiera sido un estímulo al matrimonio para las mujeres, pues habían de dar a luz purísimas criaturas.

Y aquel hombre se atrevió también a escribir, y sus escritos fueron enviados por nuestros hermanos a San Jerónimo para que los refutase, y él no sólo no descubrió allí la doctrina de que tratamos, sino, antes bien, para refutar algunas fútiles objeciones suyas, entre otros muchos testimonios, entresacó como indudable éste, relativo al pecado original, de suerte que, según él, a los ojos de su adversario era una doctrina indiscutible.

Ved cómo le arguye San Jerónimo: Quien dice que permanece en Cristo, debe vivir como vivió Él. Escoja el adversario la que le plazca de estas dos cosas: le damos opción para ello. ¿Permanece en Cristo o no permanece? Si lo primero, siga el ejemplo de Cristo. Mas si es una temeridad arrogarse la perfecta semejanza de las virtudes de Cristo, no permanece en Él, por no seguir sus ejemplos. Él no obró pecado ni se halló mentira en sus labios; cuando le maldecían, no respondió con maldiciones, y, como cordero ante el trasquilador, no abrió su boca. Vino a Él el príncipe de este mundo y le halló inocente, y, sin haber cometido pecado, Dios le hizo víctima por nuestros pecados. En cambio, nosotros, según la Epístola de Santiago, todos somos culpables de muchas faltas, y nadie es puro, ni el infante que sólo cuenta un día de vida. Pues ¿quién se gloriará de tener casto el corazón y presumirá de hallarse limpio de pecados? Nosotros somos reos de culpa a semejanza de la prevaricación de Adán. Por eso dice David: He aquí que he sido concebido en iniquidades y mi madre me ha engendrado en pecados.

14. No he alegado estos testimonios como si atribuyese a las sentencias de un polemista cualquiera una autoridad canónica, sino para que se vea que desde el principio hasta nuestros días, en que apareció esta novedad, la fe de la Iglesia ha conservado esta doctrina con tan inquebrantable constancia, que los expositores católicos de la divina palabra la asentaban como artículo fundamental para refutar otros errores, porque ninguna osaba rechazarlo como falso.

Por lo demás, en los libros canónicos brilla con todo esplendor y plenitud de autoridad esta enseñanza, que hace clamar al Apóstol: Por un hombre entró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte, y así pasó a todos los hombres, pues todos en él pecaron 12. Luego no es exacto decir que el pecado de Adán fue funesto a los que no pecan, pues la Escritura dice que todos pecaron.

Ni se dice ajeno este pecado de suerte que de ningún modo pertenezca a los párvulos, pues todos pecaron entonces en Adán, cuando todos en él eran una misma cosa por la potencia generatriz, ínsita en su naturaleza; sin embargo, se llama también ajeno porque no tenían entonces los hombres una vida personal y propia y la razón seminal de todo el proceso futuro se encerraba en la vida de aquel único hombre.

De dónde nacen los errores. Dos analogías

VIII. 15. Ninguna razón autoriza para decir que Dios, perdonador de los pecados propios, tome cuenta de los ajenos, dicen nuestros adversarios.

Dios perdona, pero a los que han recibido la regeneración espiritual, no simplemente a los engendrados por la carne; mas pide cuenta no de pecados ajenos, sino propios. Ajenos eran cuando no existían aún quienes los propagaran por transmisión; mas en virtud de la generación carnal son ya propios de aquellos a quienes no se han perdonado aún por la regeneración espiritual.

16. Pero si el bautismo limpia de aquel delito antiguo -insisten-, los nacidos de padres cristianos deben hallarse exentos de él, ya que no podían transmitir a la posteridad lo que de ningún modo estaba en ellos.

He aquí cómo prevalece muchas veces el error con hombres muy hábiles en preguntar sobre cosas que son incapaces de comprender. Pues ¿a qué oyentes o con qué palabras podrá explicarse cómo ciertos gérmenes viciosos y mortíferos no perjudican a los que han recibido ya el antídoto de la inmortalidad, y, sin embargo, estando ellos inmunizados, perjudican a su prole por razón de los principios viciosos que intervienen en la generación? ¿Cómo pueden entender tales cosas hombres cuya mente perezosa está encadenada por los prejuicios de las opiniones y por el lazo de la terquedad gravísima que le sujeta?

Mas si yo hubiera emprendido la defensa de esta verdad contra los que prohíben absolutamente el bautismo de los párvulos, o que afirman que es inútil bautizarlos alegando que los hijos de los fieles heredan necesariamente los méritos de los padres, entonces tal vez debería esforzarme con más trabajo y dificultad para rebatir esa opinión. Y si por razón de la oscuridad de las cosas de la naturaleza y por habérmelas con hombres rudos y cabezones me resultase difícil refutar el error y persuadir la verdad, acudiría tal vez a algunas comparaciones usuales y fáciles; y pues a ellos les sorprende cómo el pecado que se borró en el bautismo aparece en los hijos de los bautizados, yo les preguntaría, a mi vez, cómo el prepucio, amputado por la circuncisión, perdura en los hijos de los circuncisos, y cómo la paja, que se separa del buen grano con tanto cuidado por obra de los hombres, vuelve a aparecer en el fruto que nace del trigo limpio.

Los cristianos no engendran siempre cristianos, ni los hombres puros hijos puros

IX. 17. Con estas y otras semejantes analogías procuraría yo de algún modo hacer ver a los que afirman que es innecesario el sacramento del bautismo para los hijos de los bautizados con cuánta razón se bautizan los hijos de los bautizados y cuán posible es que en el hombre, portador de un doble germen, el de la muerte en el cuerpo y el de la inmortalidad en el espíritu, perjudique al hijo engendrado según la carne lo que no le daña a él, por hallarse regenerado en el espíritu, y cómo en éste ha sido purificado por la gracia del perdón lo que habrá de limpiarse en aquél con la misma gracia, como por una circuncisión o trituración o aventamiento.

Mas ahora polemizamos con los que admiten la necesidad del bautismo para los hijos de los bautizados, y con mucha más razón podemos preguntarles: Vosotros, al afirmar que los hombres purificados de la mancha del pecado sólo pueden engendrar hombres sin mancilla, ¿cómo no advertís que podríais razonar de igual modo: De padres cristianos no han debido nacer sino hijos cristianos? Y entonces, ¿por qué creéis que deben cristianarse? ¿Acaso no era cristiano el cuerpo de los padres, a quienes se dijo: No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo 13? ¿O por ventura un cuerpo cristiano nació de padres cristianos, pero recibió un alma no cristiana? Empero, esto es mucho más extraño: pues, sea cual fuere vuestra opinión sobre el origen del alma, vosotros creéis, sin duda, con el Apóstol, que ella antes de nacer no ha hecho nada malo ni bueno; y una de dos: o el alma es comunicada por transmisión, y entonces, como el cuerpo es cristiano, por venir de padres cristianos, también el alma debió ser cristiana; o, si fue creada por Cristo, ora en un cuerpo de cristiano, ora con destino a él, también el alma debió ser cristiana, al ser creada o infundida en el cuerpo; a no ser que digáis que los cristianos tuvieron virtud para engendrar un cuerpo cristiano y que Cristo no pudo producir un alma cristiana.

Rendíos, pues, a la verdad y reconoced que así como pudo ser, según vuestra propia confesión, que de padres cristianos procedan hijos no cristianos, y de los miembros de Cristo hijos que no son miembros de Cristo, y de personas consagradas personas no consagradas -para comprender aquí también a los que profesan falsas religiones, sean cuales fueren-, de igual modo es posible que de dos seres purificados nazca un ser impuro.

Y ¿qué razón daréis de este hecho -de nacer de padres cristianos hijos no cristianos- sino que un cristiano se hace no por generación, sino por regeneración? Aceptad también la misma razón para explicar que, análogamente, nadie queda limpio de pecado por el hecho de nacer, sino por la gracia de renacer.

Por eso, de igual modo, quien nació de padres purificados, porque han renacido, debe renacer para purgarse de su mancilla, pues pudieron los padres transmitir a sus hijos lo que ellos no tenían, como el grano la paja y los circuncisos el prepucio; y vosotros confesáis que también los fieles transmiten la infidelidad a su descendencia, y ésa es una semilla viciosa y mortal, que no se halla en ellos por título de regeneración, sino por ser hijos de la carne. En efecto, creyendo que los niños deben incorporarse al número de los fieles por el sacramento de los fieles, admitís que de padres fieles ha nacido una prole infiel.

¿Acaso el alma procede por transmisión?

X. 18. Pero si no el alma, sino la carne únicamente se recibe por transmisión, ésta sólo debe arrastrar la culpa y sola merece el castigo. "Sería injusto, creen ellos, que el alma que nace hoy y no procede de la masa de Adán cargue consigo con un pecado tan remoto y ajeno".

Observa aquí, te ruego, cómo Pelagio, siendo un hombre de mucha cautela (pues de su libro están copiadas las anteriores palabras), sintió la dificultad de la cuestión del origen del alma. Pues no dice que el alma no es producida por transmisión, sino "si el alma no es producida por transmisión"; hizo muy bien en emplear una expresión dubitativa y no categórica, tratándose de un problema oscuro, para cuya solución no hallamos o muy difícilmente podemos hallar testimonios ciertos y claros en la divina Escritura. Por la misma causa tampoco yo quiero hacer afirmaciones imprudentes sobre esta materia, y pregunto: si el alma no viene por transmisión, ¿qué justicia hay cuando, luego de crearla inmune de todo pecado, libre absolutamente de todo contagio de culpa, se la condena en los párvulos a las perturbaciones y los más diversos tormentos de la carne y, lo que es más horrible, hasta los asaltos del demonio? Pues no es la carne la que solamente padece cualquiera de estas cosas sin que al alma que allí vive y siente le toquen aquellos padecimientos.

Si se puede demostrar la justicia de este hecho, igualmente se podrá explicar cuán justo es que el alma, viviendo en carne tarada de pecado, sufra las consecuencias de la mancha original, que ha de ser borrada con el sacramento del bautismo y la obra misericordiosa de la gracia. Y si es indemostrable lo primero, tampoco me parece demostrable lo segundo. En conclusión, o soportemos la oscuridad de ambos misterios y confesemos nuestra limitación de hombres, o bien, si nos pareciere necesario, emprendamos la redacción de otro libro para tratar de este problema del origen del alma, discutiéndolo con discreción y sobriedad.

Cuál es el aguijón de la muerte

XI. 19. Ahora atengámonos a la doctrina del Apóstol, cuando dice: Por un hombre entró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte, y así pasó a todos los hombres, pues todos en él pecaron 14. Y para que nadie nos tilde de insensatos y desventurados, interpretemos este lugar en armonía con tantos y tan claros testimonios de la divina Escritura que nos enseñan que nadie puede conseguir la salud y la vida eterna fuera de la unión con Cristo, la cual se hace en Él y con Él cuando se nos infunde la gracia de los sacramentos y nos incorporamos a sus miembros.

El citado pasaje de la Carta a los Romanos: Por un hombre entró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte, y así pasó a todos los hombres, tiene el mismo sentido que éste de la Epístola a los Corintios: Por un hombre vino la muerte y por un hombre la resurrección de los muertos, pues así como en Adán todos mueren, así serán todos vivificados en Cristo 15. Es indudable para todos que aquí se habla de la muerte corporal, porque la cuestión, tratada con tanto énfasis por San Pablo, versaba expresamente sobre la resurrección corporal; y así, al parecer, nada dijo allí del pecado, porque tampoco se trataba de la justicia.

Mas aquí en la Carta a los Romanos comprendió ambas cosas con mucho realce y desarrollo, conviene a saber, el pecado en Adán y la justicia que tenemos en Cristo: la muerte en Adán y la vida en Cristo. Como he dicho ya, sobre estos pasajes del documento apostólico hice particular indagación y declaración en el primer libro, según eran mis fuerzas y lo pedía, a mi parecer, el desarrollo del tema.

20. Aunque también en aquel lugar de la Epístola a los Corintios donde trató largamente de la resurrección llegó a una conclusión que no permite dudar de que la muerte vino por causa del pecado: Preciso es que lo corruptible se revista de incorrupción y que este ser mortal se revista de inmortalidad. Y cuando este ser corruptible se revista de incorrupción y este ser mortal se revista de inmortalidad, entonces se cumplirá lo que está escrito: La muerte ha sido absorbida por la victoria. ¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón? Y añadió a continuación: El aguijón de la muerte es el pecado, y la fuerza del pecado, la ley.

Luego, según muestran estas clarísimas palabras del Apóstol, en tanto será la muerte absorbida por la victoria en cuanto nuestro elemento corruptible y mortal se revestirá de incorrupción e inmortalidad, esto es, en cuanto Dios vivificará nuestros cuerpos mortales por la morada de su Espíritu dentro de nosotros. De lo cual se concluye evidentemente que el pecado es el aguijón de esta muerte corporal, contraria a la resurrección de la carne; es el aguijón que produjo la muerte, no el que la muerte produjo, pues nosotros morimos a causa del pecado; no pecamos padeciendo la muerte. La expresión aguijón de la muerte es semejante a la del leño de la vida, el cual no era efecto de la vida humana, sino lo sostenía la vida humana, y como el árbol de la ciencia fue el instrumento de la ciencia del hombre y no una hechura de su ciencia. Análogamente, el aguijón de la muerte no es el efecto de la muerte, sino el que produjo la muerte. También decimos bebida de muerte la que ha matado o puede matar a alguno, no la que ha hecho algún moribundo o muerto. El aguijón, pues, de la muerte es el pecado: con la punzada del pecado recibió muerte el género humano. ¿A qué preguntar todavía si se trata de la muerte del alma o del cuerpo, o si de la primera, por la que todos morimos ahora, o de la segunda, por la que morirán entonces los impíos?

No hay motivo para suscitar esta cuestión ni para tergiversar el pasaje. Examinando las palabras del Apóstol relativas a este argumento, encontramos la respuesta: Cuando este ser mortal se revistiere de inmortalidad, entonces se cumplirán las palabras que están escritas: La muerte ha sido absorbida por la victoria. ¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón? Pero el aguijón de la muerte es el pecado, y la fuerza del pecado, la ley 16.

Hablaba de la resurrección del cuerpo, cuando la muerte será absorbida en victoria, al revestirse de inmortalidad este cuerpo mortal. Entonces se hará mofa de la muerte, porque, con la resurrección corporal, ella será destruida por la victoria. Entonces se le dirá: ¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón? A la muerte del cuerpo se dirigirán estas palabras, porque ella será invadida por una victoriosa inmortalidad cuando este elemento mortal se revistiere de inmortalidad. A la muerte, repito, se le dirá: ¿Dónde está, muerte, tu victoria, que de tal modo impusiste a todos, que hasta el Hijo de Dios peleó contigo, y te venció, no evitándote, sino abrazándote? Venciste en los que sucumben a la muerte; fuiste vencida en los que triunfan con la resurrección.

Temporal fue la victoria con que sometiste a tu dominio los cuerpos de los mortales; eterna será nuestra victoria, por la que fuiste devorada en los cuerpos de los resucitados. ¿Dónde está, pues, tu aguijón, esto es, el pecado, con que fuimos punzados y emponzoñados, hasta el punto de clavarte en nuestros cuerpos y someterlos largo tiempo a tu poderío? Mas el aguijón de la muerte es el pecado, y la fuerza del pecado, la ley. Pecamos todos en uno solo, para morir todos en él; y recibimos la ley, no para acabar con el pecado por la enmienda, sino para aumentarlo con transgresiones. Pues la ley entró para que abundase el pecado, y la Escritura todo lo puso bajo el imperio del pecado 17. Pero demos gracias a Dios, que nos ha otorgado la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo, de suerte que donde abundó el delito sobreabundase la gracia, para que la promesa fuese dada a los creyentes por la fe en Jesucristo, y así venciésemos a la muerte por la resurrección inmortal, y el aguijón del pecado por la justificación gratuita.

Necesidad de los sacramentos

XII. 21. Nadie, pues, se engañe ni engañe a los demás sobre este punto. Todos los ambages y subterfugios desaparecen y se quitan con el sentido tan claro de las palabras de la divina Escritura. Así como desde el origen se contrae el germen de la muerte en este cuerpo mortal, de igual modo originariamente se hereda el pecado en esta carne de pecado, y para sanarlo, ora se trate del contraído originalmente, ora de los que se han añadido después por voluntad propia, así como también para vivificar nuestra misma carne con la resurrección, vino el médico en semejanza de la carne de quien no necesitan los sanos, sino los enfermos, como tampoco vino Él a buscar justos, sino pecadores.

Ya expuse en otro lugar el sentido que ha de darse a las palabras con que el Apóstol advierte a los fieles que no se separen de los cónyuges infieles: Pues se santifica el marido no creyente por la mujer y se santifica la mujer no creyente por el marido. De otro modo vuestros hijos serían impuros, ahora son santos 18. En el mismo sentido lo interpretó Pelagio al comentar la Epístola a los Corintios, pues no faltaban ejemplos de varones convertidos a la fe de Cristo por sus esposas, y de mujeres convertidas por sus maridos, y de hijos ganados para la religión cristiana por la voluntad de un solo padre o madre cristiana. O tal vez, si se quiere, puede darse a las palabras de San Pablo otra interpretación más verbal, que al parecer se impone, de modo que se trate allí de una especie de purificación con que se santificaban el varón y la esposa no creyente por obra de su consorte creyente, siendo como un fruto de santidad los hijos del matrimonio, porque, en la época de la menstruación femenina, el varón o la mujer que estaban instruidos sobre este punto de la ley se abstenían del acto conyugal, por lo que Ezequiel pone estos preceptos entre los que no deben interpretarse figuradamente. O acaso se podrá admitir otra clase de influencia y como aspersión de santidad, que allí no se menciona a las claras, pero que ha lugar, y proviene de la misma relación que liga íntimamente a los padres e hijos. Pero, sea cual fuere la santificación de que allí se trata, lo que ha de mantenerse sin sombra de duda es que ella no basta para hacer cristianos ni para perdonar los pecados sin recibir, juntamente con la instrucción cristiana y eclesiástica, los sacramentos, que son los medios de incorporarse al grupo de los fieles.

Porque ni los cónyuges no creyentes, por muy íntima unión que tengan con sus cónyuges santos y virtuosos, quedan por eso purificados de sus maldades, que los separan del reino de Dios y los arrastran a la condenación, ni los niños, a pesar de haber nacido de cualesquiera padres santos y justos, son absueltos del reato del pecado original si no se han bautizado en Jesucristo. Y por ellos hemos de interesarnos con tanto más ahínco cuanto menos pueden hacer para sí mismos.

Epílogo. Conviene tener mucha diligencia para bautizar a los niños

XIII. 22. Pues a este blanco tira la discusión, contra cuya novedad hemos de luchar nosotros apoyándonos en la verdad tradicional: a hacernos creer que es completamente inútil el bautismo de los párvulos. No se declara abiertamente esto, temiendo que la tradición, tan saludablemente afianzada en la Iglesia, no pueda soportar más tiempo a semejantes profanadores.

Ahora bien, si se nos manda mirar por la defensa de los huérfanos, ¿con cuánta más razón hemos de abogar por los infantes, los cuales, aun bajo la tutela de sus padres, quedarán más abandonados e indefensos si se les priva de la gracia de Cristo, que ellos no pueden pedir para sí?

23. Y el aserto que hacen sobre algunos hombres que, llegados al uso de razón, vivieron o viven en este mundo sin pecar, ciertamente debe ser objeto de nuestros anhelos, de nuestros esfuerzos, de nuestras plegarias, mas no se puede dar como un hecho realizado este ideal de justicia.

Y a los que lo desean de veras y se esfuerzan y lo imploran dignamente con sus oraciones para llegar a la meta de tan alta perfección, les perdonan diariamente todos los residuos que dejan nuestros pecados, con lo que decimos en la oración: Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores 19.

Y quien pretende que esta oración no fue necesaria a cualquier justo conocedor y cumplidor de la voluntad de Dios, a excepción del único Santo de los santos, en gran error está y desagrada aun al mismo a quien ensalza; y si él piensa haber alcanzado tal grado de santidad, se engaña y está lejos de la verdad, por la única razón de que vive de una ilusión.

Sabe, pues, el divino Médico, de quien tienen necesidad los enfermos y no los sanos, cómo nos ha de curar y guiarnos a la perfección para conseguir la salud eterna. Pues ni de la misma muerte, que se debe como castigo a la culpa, preserva en este mundo a los que perdona los pecados, a fin de que emprendan con fe valerosa la lucha contra ella, venciendo los temores que inspira; y a ciertos justos suyos que todavía viven en peligro de engreírse les alarga el plazo de llegar a la perfecta justicia, para que, no pudiendo mostrarse inculpable ningún ser vivo ante su divina Majestad, debamos siempre el agradecimiento a su misericordia; y de este modo, con santa humildad, nos curemos de aquella primera causa de todos los vicios, que es el tumor de la soberbia.

Mientras planeaba escribirte una carta breve, ha salido un libro largo. Ojalá que él resulte tan perfecto como ya finalmente terminado.